I. 

—No puede ser… ¿justo ahora?… —se preguntó en voz baja Lara mientras se preparaba para abrir la puerta del apartamento y veía cómo en segundos se le cerraban otras que con mucho esfuerzo había empezado a abrir.

—No puede ser…. ¡justo ahora! —protestó casi gritando Carlos sentado en el sofá de la sala frente al televisor mientras escuchaba la alocución presidencial y veía cómo en segundos todo lo que había leído en sus novelas podía transformarse en una inquietante realidad.

—No puede ser…justo ahora —pensó Lucía desde la máquina elíptica mientras cumplía los 20 minutos de la sesión nocturna de ejercicios y veía cómo en segundos su primer día real de trabajo en la Universidad se empezaba a ir al traste.

—No puede ser… justo ahora —reflexionó Gabriel, sentado frente a su computador, mientras terminaba su trabajo de universidad y veía cómo en segundos la estrategia trazada para volver con Maribel se había vuelto obsoleta.

Carlos desvió la mirada del televisor e hizo una ronda rápida por el pequeño apartamento. Le frunció el ceño a Lucía, su esposa, que ocho días antes había aceptado una interesante oferta que la llevó a ser Directora de Mercadeo en la universidad para la que él también trabajaba como profesor de planta. Apuntó su dedo índice a Lara, su hija de casi 15 años que había dejado entreabierta la puerta y balanceó su pequeña extremidad de derecha a izquierda para prevenirla del paso que iba a dar. Soltó un bufido mientras sus ojos apuntaban a su hijo de 17 años, que se había echado hacia atrás con los brazos cruzados arrugando su rostro.

Todos habían escuchado al presidente esa noche del 16 de marzo: el país quedaba prácticamente declarado en toque de queda y casi nadie podría salir de sus casas salvo para tareas específicas como ir a supermercados o droguerías, o a su trabajo en caso de que no se pudiese hacer de forma virtual.

—Ya oyeron —dio media vuelta mientras seguía observando el noticiero con un aire de frustración-. Toque de queda, ley seca, lo que sea que hayan puesto: es el apocalipsis. Se los he dicho desde antes. Se veía venir.

—Sí, y ahora nos invadiremos de zombis buscando comer cerebros —se burló su esposa bajándose de la máquina y acercándose a la sala mientras se secaba el sudor—. ¿Qué dicen ahora tus novelas de ciencia ficción? ¿Acaso tendremos extraterrestres robándonos la comida?

—Es serio esto. ¡Nunca me pones cuidado a nada! ¡Esto es apenas el inicio del apocalipsis!

—¿Y yo qué voy a hacer? —preguntó Lara con un tono de niña consentida—. ¡Tengo una cita!

—¡Ja¡ Aguántate las ganas —respondió su hermano despectivamente con la sonrisa burlona de siempre en su rostro—. Ya oíste, aislamiento por 15 días, así que búscate otro remedio.

—Eres un tonto, Gabriel. Ahora entiendo por qué Maribel te dejó —agregó cerrando la puerta de un golpazo.

—¡Hey! —respondió mientras su rostro perdía la gracia qe tuvo un segundo antes—. No la menciones a ella, te lo he dicho. Tú no sabes lo que pasó. Y no tienes que azotar la puerta porque no veas a tu…

—¿Podrían callarse los dos? —pidió Carlos—. Quiero escuchar el noticiero.

—¿Noticiero? —le desafió Lucía—. ¿Te preocupas por un noticiero cuando vamos a estar tres semanas encerrados en este apartamento?

—¿Tres semanas? Ya empiezas otra vez a exagerar. ¿No escuchas que dijo 15 días?

—¿Yo, exagerada? ¡Ja! Mira el hombre que habla de apocalipsis solo por una cuarentena.

Lucía guardó silencio, frustrada, temerosa. Hace dos días era Directora de Mercadeo, un cargo por el que soñó cuatro años y desde el cual iba a controlar un equipo de 7 personas, 6 de las cuales sentía que no la querían allí. Pidió un permiso el primer día para realizar unas diligencias, mientras que el segundo estuvo en un comité gerencial, así que hasta ahora no había podido reunirse con la gente que iba a liderar.

Gabriel miró a su madre: no creía que ella fuera a ser su apoyo en ese momento. Esa mañana había discutido con Maribel, su novia, el dulce caramelo que conoció hace dos meses y a la que le dio el primer beso hace apenas ocho días. Su corazón no parecía convencido de que el encierro forzado fuera a ser un acelerador de su noviazgo que justo ese fin de semana había enfrentado su primer colapso.

Lara caminó hasta su cuarto con un rostro que expresaba rebeldía, pasando por en medio de la sala, entre su padre y el televisor, sin mirarlo, pero con toda la lentitud requerida para incomodarlo. Así expresó todo su inconformismo, no sabía si contra el presidente, contra su padre o contra el virus, pero en cualquier caso, contra ese “algo” que le impidió salir, le impidió encontrarse con Daniel, el loco que le hablaba de política, de drogas, del paro, del amor y que con 25 años, le mostraba la vida como ella no la vivía. No al menos en ese apartamento.

Carlos ya no escuchó más el noticiero. Su mente revoloteaba en La amenaza de Andrómeda, la novela de Michael Crichton que anticipó por allá en los 70s que el hombre sería capaz de crear un virus que se saldría de su control. No estaba allí Elizabeth, la mujer que guiaba su Club de lectura, porque le habría aclarado que la historia no tenía nada que ver con esta pandemia, pues trataba de un organismo extraterrestre llegado en un satélite norteamericano a la Tierra que se expandió como un virus pero apenas en un aislado poblado de los Estados Unidos. Pero eso no le importaba. Solo era una de las decenas de historias que tenía en su enorme biblioteca digital que hablaba de ese futuro apocalíptico que tanto le entusiasmaba leer.

No sabía cómo terminaría la cuarentena, pero tuvo claro en ese instante que los días por venir iban a transcurrir demasiado lentamente. Solo él, entre toda su familia, sabía lo que era el apocalipsis. Sí: transcurriría muy lentamente.

II. 

Lucía trató de conectarse, pero solo unas dos veces había utilizado antes la plataforma Zoom. Eran ya las 9 de la mañana y lo único que había podido hacer era crear un grupo de WhatsApp con los otros siete integrantes de la Dirección de Mercadeo.

—¡Puedes bajarle volumen! —gritó con algo de desespero a su hijo Gabriel, que madrugó a escuchar música mientras desde la Universidad también trataban de organizar las clases virtuales—. ¿No se supone que ya están en clase?

—¡Mamá, el profe aún no arranca! ¡Estoy esperando aquí frente al compu pero la clase aún no inicia!

—¡De todas formas bájale! —reiteró con absoluta molestia porque no creía que Felices los 4 fuera justo lo que ella necesitaba escuchar en ese momento.

Un profundo suspiro era su camino para tranquilizarse. Aunque no lo lograba, le ayudaba a reflexionar sobre lo que sucedía. Gabriel y Lara tenían cada uno su cuarto un pequeño escritorio desde el que podían trabajar. Pero ella no: nunca tuvo que trabajar desde la casa en sus 20 años de vida laboral y nunca pudo congeniar con la vida de docencia de Carlos, casi siempre obligado a revisar trabajos académicos, preparar clases y atender estudiantes por teléfono. Todo desde la casa. Esa mañana decidió arrancar el teletrabajo con su personal desde su propia cama, y fue solo allí cuando se dio cuenta de que no tenía un computador personal. En la casa solo sus hijos contaban con un portátil y aunque Lucía contaba con un teléfono móvil de aquellos que denominaban inteligentes, no creía que fuera la forma más adecuada para trabajar. Tendría que ir a su oficina para sacar un computador, pero aún estaba esperando que la Universidad se pronunciara y le informara a todo su personal si podían o no retirar equipos. Mientras tanto, ella, acostumbrada como estuvo en los últimos 15 años a una rutina que la sacaba a las 7 de la mañana del apartamento, ahora estaba obligada a recluirse en un espacio de 90 metros cuadrados con otras tres personas. Sí: eran su familia, tenían que adaptarse, pero no sabía si tendría la paciencia para soportar paralelamente las exigencias de su nuevo trabajo y la misión de dirigir un hogar en el que casi todos los ingresos dependían de ella.

—Es cuestión de adaptarse —le dijo su esposo al levantarse—. Imagínate que estamos en una nave espacial de cuatro tripulantes en un viaje de 15 días. Creo que alcanzaríamos a llegar a la Luna. Si el capitán James Tiberius Kirk aguantó cinco años a bordo del Enterprise viajando a donde nadie había ido antes, no veo por qué tú no puedas aguantarnos aquí.

—No le mientas papá —le dijo irónico desde la cocina, Gabriel—. Kirk no era casado. Salió con por lo menos 20 mujeres alienígenas mientras estaba de viaje.

—Sí, no estaba casado. Tenía suerte —agregó con irónica resignación—. Hay una estadística que muestra que Kirk besó a 23 terrícolas y 12 alienígenas en las tres temporadas y no tuvo que casarse con ninguna de ellas.

Lucía no tuvo como responder porque no sabía nada de las cosas que Carlos veía o leía. Star trek o Star Wars significaban para ella lo mismo, así que no se molestó en responder a las tonterías que la imaginación de su esposo convertía en palabras.

Se le hizo complejo adaptarse. Una hora le tomó lograr que los siete integrantes estuvieran conectados al mismo tiempo, pero logró finalmente tener una conversación de cinco minutos en la que todo pareció fluir. Si la mente juvenil de Gabriel hubiera estado allí, le habría advertido de lo que se podía tramar a sus espaldas: Ten por seguro que están chateando entre ellos. Son amigos desde hace rato y tú apenas llegas, así que no te harán la vida fácil. Lo hacemos entre nosotros, pero los adultos también.

—¿Me escuchan? —repitió varias veces Lucía. Del otro lado sin embargo, dos o tres personas repetían también ¿Hola? Doctora, no la escucho, ¿podría repetir?

Volvió a respirar, inocente de los intercambios que, efectivamente se estaban dando tras bambalinas. Jairo, el más veterano del grupo, de quien solo sabía que venía ocupando el cargo de Asistente administrativo, compartía memes y comentarios sarcásticos por WhatsApp.

—¿De verdad esta bruja cree que nos va a venir a controlar sin haberse reunido con nosotros? —escribió Jairo.

—MK, dejá la rabia a un lado. Ya no te nombraron, así que a vivir de lo que es —dijo David, el de más títulos universitarios.

—Pero es injusto —agregó Adela, la secretaria—. Jairo hizo todos los méritos para ser el jefecito. Yo sí creo que se lo merece.

—Espérense y vean cómo le mamo gallo —dijo mientras al frente de un computador repetía varias veces ¡Hola, ¿me escucha? ¡Qué pena doctora, pero debe tener algo mal en la conexión!, fingiendo no escuchar nada de lo que la esforzada Lucía anunciaba.

—No seamos pendejos —refrendó Adela—. Aquí estoy trabajando en la casa con mi computador, con el internet que pago yo y con la energía que pago yo. La universidad no me está pagando esto, así que no estoy obligada ni siquiera a prender el compu.

Y solo hasta pasados varios minutos en los que Jairo se cansó de escudarse en las inexistentes falencias tecnológicas, fue posible una conversación en la que Lucía se presentó, contó quién era, qué había hecho en su carrera profesional y les explicó cuáles eran sus ideas frente al cargo. Por supuesto no tenía un plan para hacer teletrabajo así que la sesión cerró con una petición a que todos remitieran las tareas que ella podía hacer desde su casa. Entre tanto, coordinaría con el Vicerrector administrativo un plan de trabajo más estructurado. Por ahora, se dijo, estaban en plan improductivo.

Mientras sus hijos, encerrados en sus cuartos, parecían estar concentrados en sus clases virtuales, se asomó al pequeño balcón. Desde el cuarto piso pudo observar parte de la ciudad. Calles casi vacías y muy poca gente caminando fue el panorama que se encontró.

—Ojalá todo el tiempo fuera así —pensó en voz baja.

—Si todo el tiempo fuera así, en dos meses empezaremos a comer carne humana. Lo advirtió Harry Harrison en ¡Hagan sitio, hagan sitio! Los alimentos se acabaron, ya no había gente produciendo y las empresas no encontraron otra manera de alimentarnos que con carne humana. El pobre Andy se encontró de frente con esa terrible realidad cuando investigaba un crimen.

Lucía le miró molesta y se retiró moviendo la cabeza de un lado a otro. Las visiones de Carlos no eran su mejor alimento cuando necesitaba enfocarse en cómo alinear a un grupo de personas con las que no logró conectarse, no solo en el plano tecnológico, sino también y más importante aún, en el plano personal. Por eso nunca dudó y no lo haría a lo largo de la primera semana, de a importancia de vestirse y maquillarse para ir al trabajo. Su hija, los análisis económicos y el que las comunicaciones con su equipo no siempre fueran con video, le hicieron desistir 10 días después de la ineficacia de la estética en los tiempos del virus.

Se acordó de Ramiro Sterling, el presidente de la compañía telefónica más grande del país y de la enseñanza máxima que alguna vez le dio: en tiempos de crisis, el miedo y la presión son los mejores aliados de los gerentes para mantener alineados a tus empleados. No sabía si funcionaría porque, hasta donde su memoria le alcanzaba, era la primera vez en la historia de su ciudad, de su país, de su continente y de su planeta, que todos, absolutamente todos, tenían miedo.

III.

Refunfuñó por tercera vez. No era fácil aguantarse a su hermano y menos cuando hacía bromas como esa. Su papá era un hombre pragmático, así que no le importaba para nada que tuvieran que cancelar su fiesta de cumpleaños. Quince años solo se cumplen una vez en la vida, pensó Lara mientras intentaba conectarse con Daniel por Skype infructuosamente, tratando de olvidar que a su hermano sí le importaba que ya no hubiese fiesta de quince, pero solo para burlarse de ella.

—No importa —le dijo esa tarde—. Te ayudaré a reenviar las tarjetas. La señorita Lara Zuluaga se permite invitarlo a celebrar su fiesta de 15 años con transmisión a través de Skype desde la cocina de su apartamento. Voy a enviarla por WhatsApp a mis amigos. Les encantará ver tu cara de frustración.

Para colmo, sus cuatro mejores amigas ya habían cumplido y celebrado como era debido, sus 15 años de vida. Carmen hizo un almuerzo en casa, mientras que la fiesta de Anastasia fue por todo lo alto en club privado, meseros y todas esas cosas que los más adinerados le ponen a sus celebraciones. Clara fue la única que bailó vals, tradición suprimida en las otras dos celebraciones. Pero ella, Lara, no tendría nada.

—Mejor te vayas olvidando de fiestas y similares —le dijo su papá—. Puede que la cuarentena dure 15 días pero después de eso a nadie la van a importar las fiestas. La gente preferirá abstenerse de ir a sitios públicos. La tecnología se volverá obsoleta. Le pasó a Isherwood Williams.

—¿Y ese quién es?

La tierra permanece, de George Stewart. El pobre hombre padeció lo que era estar solo por culpa de un virus, “una epidemia desconocida que se propagaba con una velocidad sin precedentes”. Acabó con una parte de la humanidad. A algún…

—¡Ya! —protestó Lara, mientras se retiraba a su cuarto.

Su mamá sabía que no habría fiesta, pero por lo menos era más empática con ella. La consoló mientras Carlos levantaba sus cejas pensando en lo absurdo que era que un par de mujeres se sintieran tristes y aburridas por no hacer la fiesta.

—¡Mejor! —les dijo—. Nos ahorramos dos millones de pesos que nos iba a costar la cosa.

—No seas así —protestó Lucía—. No te preocupes hija —agregó mientras la abrazaba y ponía la cabeza de la adolescente en su regazo y su mirada soltaba un latigazo profundo sobre la espalda de su esposo—. Puede que ahora no hagamos la fiesta pero te juro que cuando todo esto pase, porque pasará, algo haremos. Nos vamos de vacaciones. Algo haremos.

Varias horas después, sentada frente a su computador, trató de desahogarse con Daniel.

—Habla bajito que mis papás no pueden enterarse de que sigo hablando contigo.

—Colócate audífonos —le respondió—. ¿Tienes?

Lara cayó en la cuenta de su propia estupidez y los conectó.

—¿Cómo estás? —le preguntó—. ¿Cómo vives esta primera semana de cuarentena?

—Es un mundo extraño, Lara. Solitario, derrotado, triste.

—Mi mamá dice que es normal, pero que de esta nos vamos a levantar. Me dijo que hace como 10 años también tuvimos una pandemia y que la superamos. La humanidad es risolante.

—Resilente —le corrigió—. Re-si-len-te- Seguro. Somos capaces de superarlo, pero tendrán que cambiar muchas cosas, ¿no crees?

—Eso también dice mi mamá. Me dice que es la primera vez que nos hemos igualado, porque todos podemos ser afectados por el virus.

—Eso nos iguala, es cierto. Pero la desigualdad sigue estando allí y matará a muchos. Matará a los que no tienen protección social, matará a los que están en las calles, matará a los que viven de trabajar día a día. ¿Has pensado en los taxistas? ¿En los peluqueros? ¿En la gente que trabaja en bares, restaurantes, cafeterías? ¿En el señor de la tienda? Son menos iguales.

—Lo sé, pero todos estamos sobreviviendo como podemos. ¿Has salido a la calle?

—Claro que no.

—Y ¿qué dicen tus amigos? Hoy leí un meme. Que el virus hizo lo que el presidente no pudo: desmontar la marcha del 21 de marzo.

—La marcha no se desmonta. Solo se aplaza —respondió en un tono cada vez más serio.

—Pero, ¿no crees que es un riesgo volver a hacerla?

—En absoluto. Cuando levanten la cuarentena verás que habrá más motivos para marchar.

A veces le asustaba el tono pendenciero de Daniel, pero también le entusiasmaba su decisión, su interés por los demás o lo que ella creía que era un afán por cambiar el mundo, aunque a veces ese cambio tuviese unas gotas de anarquía y otras más de caos. Pero eso era mejor que el orden caótico que existía en su apartamento, basado en cumplir reglas en medio de protestas. Supongo que ese también es el mundo contra el que lucha Daniel, se dijo un día, antes de que su hermano descubriera quién era el extraño con el que Lara sostenía conversaciones frecuentes y buscando recuperar méritos perdidos en andanzas también extrañas, se lo contara a su madre, desencadenando una pequeña hecatombe porque la hija menor de edad de un profesor universitario estaba en conversaciones con un vándalo, como lo llamó su papá, que encima de todo era mucho mayor que ella.

Esa noche no durmió. Daniel le explicó que el toque de queda no significaba que la gente no podía salir a la calle, sino que debía restringir al máximo sus desplazamientos. Sin saber si era cierto o no, se dejó tentar por una invitación. ¿Qué tal si se veían? ¡Ah, bendita tentación!, se dijo, mientras en su cabeza pensaba en las advertencias que mañana, tarde y noche repetían sus padres: no salgan, y si lo hacen, no toquen nada en la calle, no saluden a nadie de mano y menos de abrazo y mucho menos de beso.

—Más vale que no se les ocurra salir sin autorización nuestra. Espero de ustedes dos, solidaridad. Estamos luchando contra algo desconocido —explicó Lucía en algún momento—. Muchas cosas tenemos que hacer en este apartamento para que nos tengamos que preocupar por ustedes.

A Lara poco le importó la petición. Su hermano aprovechó para una nueva burla, al pedirle que se disfrazara de Lara Croft y salir del cuarto piso por la ventana con alguna acrobacia especial.

Lucía lanzó una mirada a Carlos para buscar su respaldo en el sermón a Lara. Ambos sabían que Gabriel tenía menos deseos de salir que su hermana.

—Pues esto no va a ser como en el Libro del día del juicio final, de Connie Willis, en que la heroína Kivrin Engle podía caminar por la Inglaterra del siglo XIV sin ninguna protección. A propósito, la gente sospechó que ese virus fue traído por viajeros del tiempo que contrajeron la peste negra por allá por 1300. No sería extraño que…

IV.

—Me dijeron que una niña de séptimo semestre se contagió en el baño del edificio de Cafetería —anunció Gabriel como si estuviera dando un parte de victoria—. Y mira que un amigo me dijo que no fuéramos a (…). Dice que de buena fuente sabe que allí hay muchos casos del virus que aún no han sido contabilizados.

Gabriel se acercó a su papá caminando, sin dejar de mirar su móvil y reclamando el título de portador de las noticias de última hora. Orgulloso de ser el único de los hermanos con datos para su celular, sabedor de que su padre solo utilizaba el teléfono para hacer y recibir llamadas y que a su madre le quedaba poco tiempo para navegar en redes sociales, Gabriel era una especie de corresponsal de noticias. Lo malo para él era que pocas veces su padre le creía.

—Recuerda Lucifer en WhatsApp, de John Stravinsky, una adaptación futurista de esa otra historia fantástica de Gabriel García Márquez. Fue el día que el Diablo visitó la Tierra y descubrió la locura que es el WhatsApp. Se inventó una pandemia en Madrid, una que obligaba a todos a saludarse a cuatro metros de distancia. Muchos muertos después, muchas vidas destrozadas después, muchas empresas cerradas después, advirtieron que solo se trataba de un rumor. De nada más que eso.

—¿Stravinsky? Pensaba que era un músico.

—Igor. Ese fue otro. Pero John recreó una historia que habla de muchachos como tú. Te pregunto algo. ¿Qué crees que debemos hacer con esa información? ¿Crees que nos sirve a nosotros? ¿Qué hacemos con tus muertos y contagiados?

Gabriel guardó silencio y desistió de la conversación. Su padre era profesor universitario, enseñaba algo llamado Escritura creativa y leía como un demonio. Era imposible rebatirle algo si no estabas bien documentado. Cuando apenas iniciaba clases en la universidad, Carlos lo invitó a una de sus clases y todo lo que vió fue a alumnos como él esforzándose por crear una historia, un cuento, algo, con las noticias del día. Así que leía muchas noticias y leía muchas novelas.

Por ello le gustaba más compartir información con sus amigos. Cada mañana reportaba a sus doce compañeros de curso y a otros cuatro del colegio con los que aún tenía vínculos, el balance de muertos y contagiados. Como estudiaba Comunicación social, y con la pretensión de ser productor digital en el inmediato futuro, Gabriel consultaba todas las mañanas el periódico más importante del país. El minuto a minuto que cada noticiero, emisora, sitio web o revista habían creado desde que la amenaza se sintió en Colombia, le sirvió a él para hacer una especie de boletín que mostraba esa tensa curva de crecimiento de la pandemia.

—No sabía que estábamos tan mal —comentó Lucía cuando vio uno de los mensajes que enviaba por WhatsApp—. Esto no está nada bien.

—Eso es cierto mamá —refrendó—. La cosa no está nada bien. Escuché al alcalde esta mañana diciendo que le parecía dramático el momento en el que estábamos y que la cosa se iba a poner peor.

Así que al terminar la clase virtual de Redacción, compartió con sus amigos los últimos eventos del día sobre la pandemia.

—Y entonces —inició la conversación.

—Acá tranquilos, esperando —dijo otro.

—Mi papá tuvo que salir. Trabaja en una planta y no puede parar producción.

—¡Uy! MK, te vas a contagiar.

—Pendejo, van con protección.

—Huevón, no pasa nada, es más el susto.

—Un tío loco me dice que eso es un complot internacional, que realmente nada está pasando en China pero que todos están aliados para no sé qué mierda y que los chinos se adueñen del mundo.

—O los gringos, da igual.

—En todo caso —volvió a escribir Gabriel—, prepárense para lo peor. Acá un amigo dijo que una familia de un condominio del sur recibió un par de turistas españoles y que estuvieron en la piscina y todo.

—Fijo venían con virus.

Y así transcurrían las tardes de Gabriel, absorbiendo como esponja cuanto dato verificado o especulación sin fundamento llegara por el chat, por alguna red social o incluso por las mismas fuentes oficiales.

—¡Ay, no! ¡Estoy mamada de tus noticias, Gabo! —reclamó Lucía una mañana—. ¿Qué no ves que tengo problemas en la U? ¡Tengo gente que no quiere trabajar y tú lo único que haces es darme malas noticias todos los días!

—No son malas noticias, mamá. Son los hechos. Te olvidas que soy periodista y que ahora tengo más criterio para saber qué es importante.

—Estás apenas en segundo semestre, tonto —se burló su hermana tratando de vengarse de muchos de sus comentarios ácidos—. ¡Dizque periodista! ¡Ya se cree Arizmendi o Julito! ¡No le han publicado la primera noticia en un medio importante!

—Y gracias a los miles de periodistas que piensan como tú ahora mucha gente tiene miedo y no quiere comprar nada —reclamó su mamá—. Si esto ya venía de capa caída, el próximo semestre vamos a tener dificultades en todas las universidades. ¡Nadie va a tener cómo estudiar!

—Esos que crees que son periodistas solo buscan una cosa —analizó su padre, siempre sentado en el sofá—. Ganar audiencia. Harán cualquier cosa para lograrlo, incluyendo decir de cuando en cuando la verdad. La mayor parte del tiempo se dedicarán a especular, y como ahora, a meter miedo. Pero esto se les saldrá de control si mantienen esa tónica.

—¡Ay papá! Vas a decir que lo del virus es un invento de los medios.

—No sería extraño. Lo padeció Joseph Adams en La penúltima verdad, la que escribió el mismo de esa película que te gusta tanto, Blade Runner. A media humanidad la televisión le hizo creer que estábamos en medio de una guerra y que no podíamos salir de nuestros confinamientos. Mientras tanto, las élites se habían dedicado a apoderarse de todo. Phillip Dick fue definitivamente un genio. Véanse El hombre en el castillo. Ahora la pasan por…

—Otra vez con tus historias; esto es serio papá —puntualizó Gabriel mientras regresaba a su habitación pensando en que esa guerra periodista versus escritor la había perdido desde hace mucho y aún no encontraba un arsenal lo suficientemente fuerte para ganar al menos una batalla.

—¿Podemos hablar? —le escribió a Maribel en un mensaje cargado de emojis que simulaban tristeza, soledad y necesidad de compañía.

—De qué —le respondió casi dos horas después.

—De tú y yo —dijo mientras se imaginaba inútilmente en el cine viendo Otra noche más, película y momento adecuados para pedir y otorgar perdón. Pero la respuesta que nunca llegó le hizo pensar a Gabriel que ya no habría más un tú y yo.

V.

Carlos regresó de comprar mercado y encontró paranoia en las calles.

—No faltó el maldito con mentalidad de traqueto que cree que porque tiene plata, puede comprar toda la tienda para él. Menos mal esto no nos cogió en los 80s porque si no hubiéramos visto supermercados cerrados porque el infeliz necesitaba comprarle el mercado a su moza. Se acabaron los traquetos pero la mentalidad mafiosa se quedó instalada en la mayoría de la gente.

Ese fue el primer reporte que le dio a Lucía mientras se despojaba del tapabocas y de los guantes de látex que había usado esa mañana con intención de llenar la despensa de su casa, comprando eso sí, la cantidad habitual.

—Hubieses visto —prosiguió mientras se lavaba las manos, se quitaba su ropa y la depositaba inmediatamente en el lavadero—. Pareciera que no hay un mañana aquí. Agotaron todo el alcohol, todo el jabón, todo el agua oxigenada. ¿Acaso están locos?

—Deberían hacer lo que hicieron en Dinamarca —respondió Lucía—. Primera botellita a cinco euros. Segunda botellita a 150 euros. Es lo que tenian que hacer desde el principio.

—Lo dices tú que quieres vender todo en un minuto.

—Es cierto. Quiero vender todo ahora. Pero también entiendo lo que nos pasa. Y sé que hay que empezar a racionar.

—Mira nuevamente cómo hablas. No quiero imaginarme haciendo lo de ese padre que en La Carretera viaja por todo Estados Unidos con un carrito de supermercado recolectando las sobras que encuentra para vivir y comer. Si esto sigue así, tendríamos que recorrer de cinco a seis sitios para comprar el mercado de una semana. “Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.” Eso escribió Cormac McCarthy. Ojalá no me toque hacer ese papel.

Y mientras daba la vuelta para ducharse, pensó en la mujer ambiciosa que era Lucía. Varios días atrás cuando se hizo más clara la posibilidad de ser Directora de Mercadeo de la universidad, le había escuchado decir que la convertiría en el sitio más atractivo para los estudiantes. Esa frase tan vaga y etérea resumía la esencia de la mujer que le acompañaba dese hace 20 años, alguien que ya había vendido bombones, arroz, servicios financieros, medicamentos y ahora educación. Solo consume y no pienses por qué ni para qué, se dijo con el agua corriendo sobre su rostro pensando en lo que representaba Lucía, en esa cruda realidad que Frederik Pohl describió en Mercaderes del espacio, ese mundo donde conseguir un auto de lujo terminaba siendo más fácil que obtener alimentos y en el que el protagonista de la historia, Mitch, simbolizaba lo que hoy era su esposa.

Una semana transcurrió desde el anuncio de cuarentena y Carlos no dejó de pensar en el futuro que les aguardaba. El fiel oyente de los noticieros de radio matinales, el hombre que abría sus ojos con la voz de Gustavo Gómez, desayunaba con la de Julio Sánchez Cristo y salía a sus clases escuchando a Néstor Morales, el que no abandonaba ningún noticiero de televisión de las 7 o 10 de la noche, había tomado esa semana una decisión radical. Entre los reportes de Gabriel, el conteo morboso de muertos y contagiados y las noticias en las que se repetían calificativos como Alerta, Grave, Desastre, Inquietante, Catastrófico, Desgarrador y no supo cuántos más de ese estilo, su mente colapsó.

Una noche tuvo un sueño que le recordó a Soy leyenda, la novela de Richard Matheson, y se imaginó siendo un Robert Neville que combatía de noche, no a los vampiros de la novela, sino a millones de sujetos que marchaban gritando ¡Van 2.000 muertos y 300 mil contagiados¡, en medio de un desfile de cifras que se elevaba cada segundo hasta que se despertó con angustia a las 4 de la mañana y no pudo volver a dormir. Pero sí le quedó el vago recuerdo de verse caminando con un lanzallamas en medio de lobos y felinos, aunque ellos no lo amenazaban: los rostros de rabia e ira estaban en los marchantes que pregonaban el colapso y a esos era a los que apuntaba su avatar onírico.

Le contó el sueño a su esposa y ella le respondió que era un resultado apenas lógico en un hombre de 50 años que sabía mucho del apocalipsis, el que le brindaban los medios por un lado y el que le surtían las 280 novelas de ciencia ficción que había leído en su vida (sin contar las cerca de 300 que le faltaba por leer). No iba a sacrificar a Kim Stanley Robinson ni a Isaac Asimov, Arthur Clarke o a Ann Leckie. Ni siquiera a George White. Pero mandaría al carajo a los Sánchez Cristo, a los Arizmendi o a los Morales.

Al día siguiente pensó en cómo trabajaría su clase universitaria sin recurrir a las noticias de los medios. Concluyó que una mejor alternativa era pedir a sus estudiantes que hicieran una deconstrucción de reseñas de algunas novelas clásicas de autores como Balzac, Victor Hugo e incluso García Márquez, para convertirlas en historias de ciencia ficción.

O tal vez no. Tal vez lo mejor sería buscar orientación de Elizabeth, pero para ello tendría que responder la pregunta que habían hecho como preámbulo a la siguiente sesión del Club de Lectura: si fueran a escribir una historia sobre la situación actual, ¿qué título le pondrían retomando algún clásico ya existente? Lo más fácil sería recurrir a títulos ya tradicionales como La peste de Albert Camus o Ensayo sobre la Ceguera de José Saramago. Pero Carlos encontró el nombre perfecto en el título de una película de 1951 que luego fue reencauchada con mejores efectos en 2008 y que, aunque nada tenía que ver con la situación actual (tampoco era un libro), hacía imaginar muchas cosas desde su título: El día en que la tierra se detuvo.

—Eso me dice que no pensaste mucho en el tema —le reclamó Elizabeth, profesora también de literatura en otra universidad. Pero también en otra ciudad—. Si solo repasaste películas, te quedaste en lo superficial.

—Las películas también te pueden aportar algo.

—Nunca al nivel de un libro. El cine limita tu imaginación. Te da todo resuelto. Te dice cómo se ven las cosas. El libro no y por eso alimenta tu creatividad. Sigue intentándolo.

Entonces, siendo casi las 11 de la noche y sentado en una silla Rimax en el pequeño balcón del apartamento, observando las luces de ciudad, decidió que no podía dejar que su espíritu estuviera tan vacío como las calles. Necesitaba hacer algo que le diera un impulso a esta hecatombe. Si Luke Skywalker lo encontró en la Fuerza, si Frodo Bolsón lo encontró en el anillo de Saurón, si Paul Atreides, el protagonista de la novela de Frank Herbert, viajó hasta el planeta Dune para encontrarlo en la especia, él lo encontraría en las palabras.

VI.

Los otros tres integrantes de la familia cruzaron miradas indiferentes a la hora del almuerzo, apenas Carlos hizo el anuncio.

Lo hizo después de intentar infructuosamente y después de ocho días de cuarentena, cortarse el cabello con la máquina que había comprado dos años atrás y que hasta ahora había permanecido discretamente oculta, decisión entendible a la luz del resultado de la operación que generó risas en sus hijos, mientras Lucía solo dijo que hacía falta un mensaje de advertencia para que no fuera usada por manos inexpertas. Lo hizo después de que Gabriel se quejó por primera vez de los ruidos de la joven pareja del apartamento de arriba que le dificultaban su estudio, queja entendible porque las discusiones eran constantes y las reconciliaciones también. Lo hizo después de que Lara pasara, sin que él lo supiera, su primera noche en vela después del primer desencanto de amor por un hombre que le llevaba 10 años de vida y que derrumbó de un solo tajo las ilusiones que había acumulado en esa larga semana en la que ella pensó que esas conversaciones clandestinas nocturnas eran parte de un plan secreto de conquista pero que para Daniel hacían parte de su trabajo de movilización y amplificación de redes.

—Es así. De las 16 horas semanales de clase que tenía, este semestre apenas me han dado ocho. Parece que a la gente le interesa cada vez menos escribir. Y las posibilidades de dictar talleres de lectura por estos días son bien bajitas, así que me pondré a hacer lo que nunca he podido hacer hasta ahora. Escribir una novela.

Supongo que no se alegran mucho, o mejor dicho nada, concluyó después del almuerzo y advertir que nadie se tomó la molestia siquiera de preguntarle de qué iba a tratar. Pensó en Gabriel, unido a él por las letras y las palabras, pero las ocupaciones de su hijo mayor le colmaban una buena parte del tiempo, aunque no tanto como las preocupaciones. El muchacho no recordaba haber pasado tantos días sin salir de su casa, ni siquiera cuando era un bebé porque lo rotaban constantemente por las casas de sus abuelos paternos y maternos. Su mayor contacto con la calle era el balcón, porque Carlos y Lucía habían decidido que, salvo situación de emergencia, solo ellos harían vueltas como ir a los supermercados o a las droguerías. Una amiga le recomendó hacer yoga, pero era difícil concentrarse en un espacio tan pequeño; es cierto que su cuarto era independiente pero su oído parecía haber alcanzado dimensiones de superhéroe pues ahora detectaba el ruido de la llave abriendo una puerta, el sonido de los platos mientras se lavaban, las conversaciones de su madre y su hermana frente a sus computadores, por no recordar a los incómodos vecinos del piso 5. Su padre, ensimismado y silencioso, había empezado su incierta tarea de escribir una novela, algo que podría abandonar después de la cuarentena, tal como había hecho antes con las clases de gimnasia que inició cuando recién cumplió los 40.

—A todos nos deberían entrenar para viajar en naves generacionales —dijo esa misma noche ante la cara de insatisfacción creciente que empezaba a afianzarse con más rapidez en los dos adolescentes.

—¿Qué dices? —preguntó intrigada Lara, dirigiendo la mirada a Gabriel, que también levantó su ceja en aceptación de ignorancia.

—Es así —agregó al observar la incredulidad de toda su familia—. Una nave generacional está diseñada para soportar a un grupo de viajeros durante 100 o 200 años. Miren la mejor de todas, Aurora, de Kim Stanley Robinson. Si no nos adaptamos, si no nos preparamos, no llegaremos a nuestro destino. Estamos en un viaje, no de 100 o 200 años pero sí de dos o seis meses. No sabemos. Así que mejor adaptarnos. Mi novela les dirá cómo hacerlo.

Ni siquiera así logró estimular el interés de los otros tres. Lucía tenía su mente en las finanzas del apartamento, en la preocupación por los menores ingresos de Carlos, en la incertidumbre que le generaban las matrículas de la Universidad, el pago de la mensualidad del colegio de Lara y el crédito del banco. Su balanza emocional seguía desequilibrada: le había quitado el peso de las noticias angustiosas de los medios, pues todos decidieron seguir los pasos de su padre para depender únicamente del reporte diario de Gabriel, pero el viaje que Carlos hacía cada semana al supermercado le agregaba un sobrepeso generado en el incremento desmesurado de los huevos, la arveja, del mango y de otras frutas, que le hacían preguntarse todo el tiempo si los recursos alcanzarían. Pero lo que más la agobiaba era tener que soportar el peso de un nuevo reto justo en el momento en que todo conspiraba contra ella: ¿Incrementar las matrículas? ¿Atraer nuevos estudiantes? ¿Convertir a la universidad en la más atractiva e interesante de la región? ¡¿Justo ahora?! Se preguntó si en un año estaría justificando sus bajos resultados por la crisis. Ah, maldita sea, se dijo. Ya me dejé influenciar por todos los malditos analistas económicos que solo ven balances en rojo hasta no sé cuándo. El único día que se sentó a hablar con Carlos de las finanzas, éste le dijo que él confiaba en todas las decisiones que tomara ella, pues su cerebro poco o nada podía aportar a la organización de las cuentas de la familia, así que asumió que por ahora estaba sola.

El único síntoma de interés por la futura novela surgió de Lara.

—Papá, dime si hay alguna novela que haya pintado exactamente este escenario. Nadie puede salir de sus casas. Todos tienen que trabajar en la casa. La gente está en cuarentena. Dime.

La respuesta trastabillante de Carlos, que no logró encontrar ni en su memoria ni en su biblioteca digital ni en la impresa ningún rastro de esa novela, fue suficiente triunfo para Lara, que se regodeó orgullosa ante Gabriel demostrando que ella sí había podido derrotar a su papá, con 15 años y sin estudios universitarios aún. Esa victoria vino acompañada de una segunda que ensombreció la primera: una sorteo realizado entre los cuatro integrantes de la familia selló su destino al hacerla acreedora de la responsabilidad de lavar los dos baños.

—Aura María no viene ni vendrá en mucho tiempo —fue la frase contundente de su madre para justificar la decisión—. Así que todos tendremos que meter las manos a los sanitarios del apartamento.

Lara casi rogó para cambiar su turno con Gabriel, el último entre los cuatro, que le restregó en la cara la posibilidad de que antes de un mes hubiera cambiado todo y que Aura María nuevamente pudiera entrar al apartamento, con lo cual sus manos se mantendrían libres de impurezas, según le dijo.

—Es sorprendete cómo las personas tienen doble moral —vociferó el hijo mayor al final del sorteo ante el rostro enfurruñado de su hermana—. Tu amigo Daniel solo habla de las injusticias de este país y tú le respaldas. Pero cuando te toca el turno de realizar tareas menos nobles, se te acaba la conciencia social.

Poco le duró a Lara la sensación de derrota. Y a Gabriel la sensación de victoria. Mejor sería prepararse. El presidente acababa de anunciar que la cuarentena se extendía treinta días más.

VII.

—Ni siquiera un viaje en el tiempo soluciona esto —le dijo Carlos a Elizabeth en una videollamada—. James Cole solo regresó para que su yo del pasado viera su propia muerte y ni siquiera así pudo detener el virus. El científico que lo creó, un tal Doctor Peters, terminó vivo y listo para expandir el virus.

—Pareciera que últimamente estás más dedicado al video que a la lectura —le criticó—. Hablas más de películas que de libros. Sé que El ejército de los doce monos es una buena película y comparto que me gustan los filmes de Terry Gilliam, pero éste es un Club de Lectura.

—Debe ser que las películas están siendo más cercanas a la realidad de nuestro apocalipsis. Además, descubrí que leer es un acto personal. No puedes hacerlo bien mientras el 75% de tu apartamento está invadido por el ruido.

—No es cierto. Parece que no has leído Los ojos de la oscuridad, de Dean Koontz. Hasta el pueblito chino ese donde se originó el virus, es el mismo del libro. Y lo escribió hace más de 10 años.

—¡Ja! Sacrilegio. Me culpas de ver televisión y no te das cuenta que estás confundiendo el terror barato con la ciencia ficción. ¡Nada que ver!

Y mientras afuera el mundo parecía avanzar y retroceder al mismo ritmo, mientras la humanidad seguía contando muertos y contagiados, mientras los vecinos no se atrevían a compartir el ascensor con otras familias, mientras los líderes, ministros y analistas económicos hacían de las predicciones apocalípticas su hobby diario y los demás buscaban sobrevivir en el aislamiento, Lucía reforzó su cuota diaria de ejercicio y decidió duplicar los 20 minutos de rutina, justo el mismo día que Carlos rompía la correa de la máquina.

—No me culpes —le pidió levantando su mano—. Ya tenía 8 años. Estaba vieja.

—¿Es en serio? ¡No es el momento de comprar una nueva máquina!

—Podrías arreglarla.

—¿Y quién crees que va a venir a la casa a empacarla, arreglarla y devolverla? Incluso si tuviéramos la plata, deberíamos ahorrar para más adelante. Y no sabemos si las personas que la traigan acá estén contagiados.

—¡Yo que sé! —respondió molesto.

—¡Hey! —pidió Lara agitando sus manos y señalando hacia la puerta del apartamento—. ¡Escuchen!

Todos guardaron silencio en ese instante y Gabriel llegó rápidamente desde su cuarto. El sonido que escucharon les dejó a todos atónitos.

—Doña Graciela está tosiendo —dijo Lara en voz baja.

—Por Dios, es tos seca —agregó Gabriel.

—Y muy, pero muy fuerte —ratificó Lucía.

—Ella tiene más de 70 años —dijo Carlos—. Si la quieren crucificar, allí tienen un motivo. Hace parte de la población vulnerable y eso significa que se pueden enfermar más rápido, y también nos pueden contagiar más rápido.

—Es en serio, Carlos.

—¿Acaso no se puede haber atrancado? Pudo estar comiendo algo y se le fue por el otro lado —pidió Carlos con calma, el único que no bajó el volumen de su voz.

—Hay que reportarlo. Busquen los teléfonos. Por allí hay una lista de teléfonos para reportar el virus.

—¡No! —protestó Carlos—. ¿Estás loca? Es un asunto de ellos.

—¿De ellos? Si no se reportan y tienen el virus, nos pueden contagiar. Dame el número, Gabriel.

El prudente y diplomático Carlos encontró al día siguiente que habría preferido no escuchar a Doña Graciela con su tos seca. La noche había sido un acto de espionaje constante, esperando detectar otro ataque de tos que justificara las prevenciones y comentarios. Y aunque pensó que no tenía ni el cuerpo ni las habilidades que el investigador privado Takeshi Kovacs demostró en Carbón alterado, esa novela en la que no hay virus pero los humanos pueden reciclarse en otros cuerpos, logró certificar que no había ninguna razón para estar prevenido. Posición que asumió hasta el momento en que esa mañana salió a comprar el mercado y se encontró frente a frente con la señora del apartamento de enfrente, Graciela, que acababa de abrir la puerta y salía acompañada de su esposo, sin mascarillas y con paso ligero. Carlos no se atrevió a dar un paso más y se detuvo intempestivamente, tratando de fingir que había olvidado algo. Cerró la puerta pero observó por la mirilla el movimiento de la pareja hasta que desapareció en el ascensor.

—¿Qué haces papá? —le preguntó Lara que terminaba de desayunar.

—Nada, nada. La vecina acaba de salir.

—¿Y?

—Iban ambos sin mascarilla. Dame algo, un paño húmedo, desinfectante.

—¿Para?

—El ascensor. Tocaron la puerta, los botones del ascensor, todo. Mejor será bajar por las escaleras.

—¿Crees que están contagiados?

—No lo sé, pero es mejor reportarlos. Tienes razón. Hay que ser responsables.

Esa tarde llegó una comisión de alguna entidad de salud a examinar a la pareja de jubilados. Apenas pudieron llamar a su hijo residente en la capital del país. Desde el ojo de buey de la puerta, Carlos y Lucía se alternaban para mirar el procedimiento, aunque lo único que lograron ver fue el momento en que entró un grupo de dos uniformados con guantes, mascarillas y maletines.

—Sabrán que fuimos nosotros —le dijo Carlos a Lucía.

—Mucha gente los ve entrar y salir. No tienen por qué imaginar que fuimos nosotros.

—Tienes razón. El ser los únicos vecinos en este piso no nos convierte en sospechosos.

—Papá, mamá, ¿no les da pena? —criticó Gabriel mientras caminaba rumbo a la cocina—. ¿No tienen nada más que hacer?

—¿Distinto a cuidar tu salud y evitar que te contagies? No —cortó lacónicamente Carlos mientras desistía de seguir actuando como Takeshi Kovacs y regresaba a su trabajo de profesor y lector.

Lucía se sirvió un vaso de gaseosa y se estacionó en el balcón, donde instaló una pequeña silla. Nada para ver. O tal vez sí: los funcionarios de salud se retiraban después de casi 10 minutos de desarrollar una sesión oculta con sus vecinos. El resto de la ciudad mantenía el espesor de las sombras que emergían en el atardecer expresando la nostalgia por las calles llenas de transeúntes y vehículos.

—La ciudad extraña a la gente —dijo en voz alta.

—Menos los pájaros y los animales silvestres —respondió Lara a sus espaldas—. A ellos no les hacemos falta.

—Sería ideal para filmar una película en estos días. Sin “patos” ni “lagartos” estorbando.

Lucía movió la cabeza de lado a lado. Jamás lograría desconectar a su esposo del mundo ficticio de sus películas y novelas de ciencia ficción.

—Si fueras director, ¿cuál filmarías? —preguntó Lara, recién asomándose al pequeño balcón.

El Martillo de Lucifer —respondió sin dudarlo—. Larry Niven la publicó hace 50 años. Este escenario desploblado sería ideal para mostrar a los sobrevivientes de un desastre nuclear.

—No deberías ir tan lejos para encontrar un tema para tu novela —agregó Carlos, desviéndose completamente de la pregunta inicial—. Piensa en esto, papá. ¿Cómo vive una pareja de esposos jubilados irresponsables, sin hijos, esta cuarentena?. Imagínate la historia. ¿Qué sabemos de ellos? ¿Acaso estuvieron hace quince días en Madrid? ¿O recibieron a su hijo que estudia ingeniería mecatrónica en Londres? ¿O estuvieron compartiendo en el hogar de ancianos con Mario Manzanero, el sujeto que recibió la visita del hijo recién llegado de Shanghai? ¿Qué sabemos de ellos? ¿Con quiénes hablaron antes de iniciar la cuarentena? Si están contagiados, ¿cuántas personas recibieron un saludo de mano de parte de ellos? Alfonso, el guarda de portería. Rosario, la del aseo, Javier, el jardinero. ¿Cuántas veces hemos salido sin darnos cuenta de que sus manos contaminadas pasaron por la manija de las escaleras o la puerta del edificio? Tendría un título como Eres sospechoso de coronavirus hasta que demuestres lo contrario.

VIII.

Otro día Gabriel se levantó con una premonición: su edificio podía ser el último bastión de no contagiados en toda la ciudad. El nombre mismo ya hacía presumir algo así: La Fortaleza, que aparte de ese título, no tenía nada que ver con su arquitectura y mucho menos con el espíritu de sus residentes.

—Imagina, papá —le dijo alguna tarde, después de terminar sus clases virtuales y compartir la misma idea con sus compañeros—. Toda la ciudad está contaminada, en todos los barrios y casas hay gente con el virus, pero solo aquí, en La Fortaleza, no hay ningún enfermo.

Se lo dijo después de dos semanas de haber escuchado al administrador del edificio anunciarles a todos que, por petición de Graciela Ramos, debía contarles que se habían hecho un test para verificar su estado de salud y que éste salió negativo para el virus. Dos semanas después de que el presidente les había anunciado que la cuarentena se extendería, por ahora, por un mes más. Dos semanas después de que Maribel se había convertido en una ilusión a la que se aferró con total vehemencia porque en la terrible realidad de su desconexión social nada ni nadie podría reemplazar el abrazo y el beso que se dieron hace casi un mes. Dos semanas después de que Lucía engañó a Daniel admitiéndole que ella solo estaba allí porque le interesaba ser y hacer parte de su movimiento. Dos semanas después de que Lucía fue informada por su universidad de la reducción en los gastos de mercadeo y el aplazamiento de varias campañas mientras su preocupación por las finanzas de la casa iba en aumento.

—¿Quieres escribir algo sobre eso? —preguntó Carlos.

—No, papá. Se me ocurren ideas locas, es todo. Pero en la U solo escribo noticias. ¿Sabes que deberían ponernos una clase como la tuya? Tal vez más adelante quiera escribir algo.

—Pues empieza a leer más clásicos y menos basura en los periódicos. Así tendrás mejores ideas que la Guerra Mundial Z que propones. Solo te faltan los zombies.

Lucía le recriminó luego por desmotivar de esa forma a su hijo.

—El hecho de que tú lleves un mes tratando de pasar a la segunda página de tu novela, no significa que tu hijo no lo pueda hacer mejor.

—Es cierto, papá —corroboró su hija—. Siempre dijiste que necesitabas tiempo para escribir. Y ahora que lo tienes no lo aprovechas.

Carlos simplemente abrió los ojos, sorprendido ante la desfachatez de su hija, extrañado de que una quinceañera hiciera esa clase de comentarios.

—Ya sabes lo que es desmotivar a alguien —le restregó Lucía.

Gabriel luego le dijo que no se preocupara, que para él no eran relevantes sus comentarios, algo que dijo con tal calma y tranquilidad que le hizo sentir entonces como escritor frustrado. Mi papá es como un crítico de cine: dice que sabe ver cine pero no tiene ni idea de cómo hacer una película, le escuchó decir en una conversación telefónica mientras él estaba encerrado en su cuarto. Volvieron a conversar en la noche cuando se sentaron a comer todos, reunidos en el sitio oficialmente asignado para ello en el apartamento: la mesa del comedor. Sorprendentemente cada desayuno o almuerzo era otra sesión de aislamiento dentro del aislamiento: Lara y Gabriel se encerraban casi siempre en sus cuartos, conversando, asistiendo a clase o simplemente resguardados.

—¿Cómo van? —preguntó Carlos mientras iniciaba su almuerzo—. ¿Alguna novedad?

—Mis novedades están en el boletín —se apresuró a responder Gabriel—. No hay más que informar. Siguen como locos buscando al paciente cero.

—Dicen que se comió un murciélago. Recuérdame no comer cosas raras cuando vamos a la China —agregó Lucía.

—Si por lo menos se hubieran comido un faisán. Eso hizo Ross McLeod. Una gota de sangre de un faisán cazado en Escocia, aniquiló a media humanidad. Lean a Nora Roberts en Año Uno. Ese fue el paciente cero. O vean Contagio, la película. Allí si fue un maldito murciélago y el paciente cero fue Beth.

—Yo la ví, papá —respondió Lara—. Pero el maldito no es el murciélago ni tu faisán. Son los hombres, el ser humano que se cree con derecho a alimentarse de todo. Los malditos son los chinos que se comen cualquier cosa que se mueva y nosotros los occidentales que celebramos con mucha gracia el que alguien visite China y aguante comerse un bicho de esos.

—Es cierto —agregó Gabriel—. Pirry le dedicó todo un programa a cómo comerse un murciélago en la China.

—Eso es no tener nada más qué decir. Ese es el periodismo de Pirry. Mira que en Contagio también hay un periodista. ¿Sabías eso?

—¡Sí! —celebró Lara—. El peor de todos, un sujeto sin escrúpulos, que es una mezcla de todo lo malo que le ves a los periodistas colombianos. Aunque me encanta Jude Law.

—¿Quién? —preguntó Carlos intrigado.

—Jude Law, el actor que lo interpretó.

—Ustedes son un chiste. Se ven una película y se acuerdan de los actores pero no de los nombres de los personajes. Por eso son mejores los libros. No tienes que enredarte con dos nombres.

—¡No es cierto! —protestó Lucía—. A ver, pregúntame.

—Voy a hablarte de una de las películas más taquilleras de la historia. Titanic. Te la viste seis veces. ¿Cuáles eran los nombres de los protagonistas?

—Di Caprio —se apresuró a responder Lara—. Y Kate Winslet.

—Pregunto por los personajes —agregó complacido al ver los rostros incrédulos de toda su familia. Quince segundos después, dos papas después, dos sorbos de jugo de mora después y una sonrisa de triunfo después, Carlos dio la respuesta—. Rose DeWitt y Jack Dawson.

Pasaron varias días más en medio de una rutina que empezó a impacientar a algunos de los integrantes de la familia. Lara quería salir. No soportaba más que su padre se levantara todos los días a las 7 de la mañana para hacer el desayuno, leer hasta las 11, ver alguna película, hacer una larga siesta, conversar con su club de lectura, comer y quedarse una hora más en el balcón. No soportaba más que su madre se levantara todos los días a las 6 de la mañana para arreglarse como si fuera al trabajo, y estuviera sentada frente al computador hasta eso de las 11 y 30 para hacer el almuerzo, duplicado y recalentado a la hora de la comida, y seguir en el computador hasta las 4, y haciendo algunas llamadas en medio de la jornada. No soportaba más que su hermano se levantara todos los días a las 7 de la mañana para asistir a clase y mezclara su aprendizaje con extensas sesiones de videojuegos en línea que le hacían protestar y gritar en medio de la mañana

Así fue hasta que un día, días, semanas o meses después, el presidente anunció que, por fin, el toque de queda terminaba y la amenaza del virus se había extinguido.

    IX

    En el mundo creado por Carlos Rodríguez, si no portas un carné que certifica que has sido vacunado contra el SARS 35, no puedes salir a la calle ni entrar a ningún sitio público. En el mundo que describe en su ópera prima, el 90% de la población no sale a la calle sin mascarillas y guantes de látex. En este mundo desaparecieron decenas de tareas y todos los eventos artísticos, deportivos y culturales, solo se hacen para internet sin público en vivo. Los continentes están desconectados: nadie viaja de Europa a América o de allí a África. El tránsito entre países tiene fuertes restricciones. En este mundo, los perros han sido responsables de transmitir el virus. Se considera ilegal tener una mascota en casa.

    Martha Gaviria es la protagonista de una historia a la vez sombría y esperanzadora que muestra la adaptación de una familia a ese mundo insospechado que surgió de la pandemia más grave que afectó al planeta en el último siglo. Las nuevas reglas de la vida en familia, las nuevas reglas laborales, las nuevas reglas de la vida en la calle, son descritas con una mezcla de humor negro, ironía, crueldad y optimismo, en donde la vida cotidiana difiere en mucho de la que llevábamos hace algunos meses. Por supuesto, en un mundo de normas inéditas, siempre habrá alguien que las rompe y Martha lo hizo cuando decidió no sacrificar su perro pequinés…

    —Espero que Martha no sea yo —sonrió Lucía después de terminar de leer la contraportada del libro que acaba de recibir y que fue abierto, limpiado y desinfectado por ella antes de entregárselo en sus manos a Carlos—. Y que la historia no sea una autobiografía.

    —Será difícil, porque en los últimos 20 años solo te he conocido a ti y no tengo más memoria que tus palabras —respondió mientras olfateaba el libro, tratando de encontrar esos aromas tan característicos del papel—. Pero sé que no te gustan las mascotas.

    —¿Cómo haces eso? —le recriminó Gabriel advirtiendo el gusto de su padre por el aroma del papel—. Te va a dar algún virus.

    —Recuerda que estoy vacunado y que tengo carné, algo que no tienes todavía. Mientras no te lo hagan llegar, no puedes salir a la calle. Te detendrían.

    Sentados todos en la sala del apartamento, los cuatro se habían congregado para ser partícipes de ese especial momento en el que, según Lara, se daba luz a un libro. Un parto.

    —Es así —ratificó Carlos—. Solo que los dolores los sufrí yo cada vez que el editor me pedía correcciones y ajustes.

    — Pensé que iba a ser una novela de ciencia ficción —dijo Gabriel—. Me imaginé alguna nave espacial en portada.

    —No sé en qué momento cambié la ruta. Pero si lo piensas, en el fondo hay algo de distopía y utopía aquí. Porque habla de un presente, habla de hasta qué punto nos pudimos transformar. Al final creo que no escribí ciencia ficción space opera porque soy más Curtis Garland que Arthur Clark. Y no quiero pasar la vergüenza de que me digan Curtis Garland.

    —¿Y esos quiénes son?

    —Lara, hija mía. Son escritores. Han hecho mucho más que yo, que apenas escribo mi primera novela y no sé si escribiré la segunda. Pero sí creo que hay muchos elementos de ficción especulativa.

    La pequeña victoria representó la nota diferente en una vida que seis meses después de la cuarentena, se construía segundo a segundo sobre dos pilares: las restricciones y la monotonía.

    Lara solo había ido a cine apenas hace quince días y le pareció “una broma” como le dijo a su mamá: solo podían entrar en grupos de hasta cuatro personas, todos con mascarillas y siempre con su carné de vacunación. Había que dejar una silla de por medio entre grupos y tampoco podían ocuparse dos filas consecutivas. Ni qué decir del drama que se armó cuando alguien de la sala tosió y fue obligada a retirarse de la sala, a pesar de contar con su certificado de vacunación.

    Gabriel, el mismo que se burló de su padre varios meses atrás cuando Carlos decidió arriesgarse a un corte de cabello con su propia máquina, también tuvo que someterse al estéticamente doloroso proceso de aprender a hacer algo que nunca imaginó que debía asumir. Las precauciones no parecían suficientes y mucha gente dejó de ir a los salones de belleza, temerosos de ser tocados por otras manos. De poco valieron las certificaciones en torno a los protocolos estrictos que debían cumplir pues la paranoia no desapareció en el corto plazo. En medio de su vanidad, Gabriel, ya con el carné en sus manos, seguía asistiendo a algunas clases de universidad y poco le importaba el estado de su cabello cuando la mayoría de sus compañeros pasaba por los mismos traumas. La mayor parte de sus clases ahora eran virtuales, lo que le generó no pocas dificultades, acostumbrado como estaba a ver a sus profesores cara a cara, pero ahora le resultaba más fácil chatear con sus amigos mientras del otro lado un abnegado profesor se esforzaba con la dignidad de un cazador en encontrar alternativas para atrapar esa presa tan huidiza como codiciada: la atención de sus estudiantes. Pero realmente le afectaba más la ausencia de la presencia, esa sensación que surgía cuando empujaba a un amigo o abrazaba a una amiga, que se convertía en cercanía y afecto con una velocidad mayor que la proporcionada por el mundo virtual. Algún día le manifestó esa tristeza a su madre pues Ana María, su mejor amiga, decidió que no podía ser abrazada por nadie: vivía con su abuela y creía que no podía correr el riesgo de llevar el virus en sus manos o en su ropa.

    Lucía era quien más reflexionaba sobre la vida post pandemia. El mundo le pareció más difícil y complejo que antes, pero después de muchos momentos de ansiedad cargados de ideas locas y complejas que solo elevaban su nivel de estrés, asumió la lección de algún pensador olvidado que decía que en un mundo adicto a la velocidad, la lentitud era un superpoder. Ella lo quería, ansió ese superpoder y se preguntó si la vida que llevaba, el trabajo que tenía, los hijos que cuidaba, estaban preparados para su desaceleración. Quería pensar más, quería entender que no necesitaba tener todo en todo momento y al mismo tiempo. ¿Quién inventó y en qué momento, esa absurda idea de que había que vender más, consumir más y poseer más? ¿Quién se inventó el mercadeo? ¿Acaso estaba en una profesión que la humanidad realmente no necesitaba y ella estaba siendo parte de un engranaje que, de algún modo y de alguna manera, había propiciado ese afán acaparador que ella no podía desligar de la pandemia. Como Lara se lo había dicho días atrás, era lo que llevó al hombre, entre otras cosas, a invadir territorios cuyos indefensos huéspedes, murciélagos, serpientes, pangolines, monos y no sé qué otra clase de animales, decidierin vengarse: no podían hacerlo como en aquella serie Zoo, en la que la fauna de todo el planeta invadió ciudades y casas para destruir al hombre. No. Lo hicieron de otra manera: cedieron sus virus. Entonces Lucía pensó que sobrevivió al coronavirus, pero no sabía si superaría el virus de la prisa.

    Una noche de sábado, cuando habían decidido cenar juntos, Lara preguntó a su padre si algún día las cosas iban a regresar a la normalidad.

    —Me pregunto si queremos regresar a esa normalidad —indagó su hija—. O si queremos tener otra normalidad, una en la que aprendamos a actuar y a ser distintos. Una en la que los millonarios no regalen sus riquezas en cada crisis, sino que piensen en redistribuirla desde antes.

    —¡El amigo la volvió comunista, papá! —casi gritó Gabriel devorando un trozo de carne.

    —Piénsalo. Esa normalidad que nosotros queremos no es la que quiere la mitad de la humanidad. ¡Mucha gente vive mal mientras tú chateas con tus amigos! —le gritó a su hermano.

    —Léete la novela que nos recomendó papá. La última de la que me hablaste.

    —¿Sumisión? —preguntó Carlos.

    —¡Sí! ¡Esa!

    —Es cierto hija. La nueva normalidad que sueñas podría ser peor. Le pasa a Francia en 2022: un sujeto llega a la presidencia y privatiza la universidad pública, vuelve a promover la poligamia y rompe la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. No querrás ser mujer en ese país. Fue elegido por algo llamado la Hermandad Musulmana. Michel Houellebecq podría estar advirtiéndonos de algo con su novela.

    —Y les aseguro que en una sociedad así, una mujer como yo no podría trabajar y menos en mercadeo—agregó Lucía para no quedarse por fuera de la discusión—. Dependeríamos de tí, Carlos. De tí, tus clases y tu novela.

    Por primera vez en su vida Carlos deseó estar fuera de la Tierra, en algún viaje que le llevara a nuevos destinos, nuevos sueños. Pero encontró que ni Aurora, ni la Eleonora Cristine, ni la Galáctica, ni la Enterprise, la Astron, la Godspeed o la Star Folk le depararían una vida tranquila y que no podía como el capitán Jean Luc Picard, aspirar a estar en el espacio con 60 o 70 años. Encontró que no hay una novela de ciencia ficción post apocalíptica que termine sin dejar un sabor amargo. Es cierto que al final hay alguien que triunfa, pero después de que el 90% de la humanidad ha muerto, después de que los pocos sobrevivientes se agarran a golpes entre ellos para sobrevivir y después de que todos aguantan hambre y la mayor parte de edificios ha sido destruido. Y cada viaje en el que alguien intenta dejar el planeta porque no hay ninguna oportunidad en él, termina convertida en una odisea sin esperanza.

    —De alguna forma todos tienen razón —le dijo a su familia—. Esta vez el mundo, y digo la naturaleza, gritó para que no volviéramos a ser normales, para que superáramos esa normalidad. Pensemos en el mundo que podemos construir ahora. Ustedes los jóvenes pueden tener una mayor oportunidad para decidir a dónde quieren llevar esto. Eso sí: recuerden que esta pandemia no destruyó el planeta ni acabó con la humanidad. Si no fuera ateo, te diría que fue un castigo de algún Dios para cobrarle al hombre las estupideces cometidas en el camino de aniquilación que emprendió desde hace muchos años.

    Nos dio una oportunidad. Me pregunto si nos dará otra.

    FIN

    URL de esta publicación:

    OPINIONES Y COMENTARIOS