—Pues usted dirá —pregunta la panadera.
—Una barra, hija. Tostadita.
—¿Esta le gusta?
—Esa misma está bien.
La panadera, que se llama Carmen, es una señorona de las que lleva en el barrio desde que colocaron el primer adoquín. Memoria viva y noticiario oficioso de estas calles y gentes. Lo que no hayan visto estos ojitos…, suele repetir. Y, sin embargo, hoy se ha desayunado con algo que, como lleva radiando desde primera hora, si te lo cuenta no te lo crees.
—¿Pues qué ha pasado?
—Que ya no sabe una con quien vive al lado, señora Julia.
—Y que lo digas. Tantos de estos que hay de otros países, ¿verdad? Qué lástima de gente. Pero si aquí no hay trabajo.
—Qué va. Ahora me quedo yo con todos esos, antes que con el pájaro en cuestión.
Se detiene y bajando la voz pregunta a la señora Julia:
—¿Usted sabe quién es Mon?
—Qué voy a saber yo, si de mi casa no salgo más que para hacer la compra. Y poco, porque con mi pensión ya me dirás tú.
—Sí, mujer. Si seguro que lo conoce. Un chico joven. Gordito. Que alguna vez ha venido por aquí a comprar el pan. Muy amable que parecía él.
Pero la señora Julia sigue sin ponerle cara.
—El caso —continúa—, que se lo han encontrado esta mañana muerto en su casa.
—Virgen santa.
—Un infarto al parecer.
—Pobrecito mío.
—Bueno, bueno… No tan rápido, que este viene con sorpresa.
Y entonces, la panadera le narra las nuevas tal y como se las ha largado a ella el portero de la casa en la que vivía Mon… Pues la casa que está aquí al lado, señora Julia, en el siete, pasado el chino. Claro, que la noticia no es la muerte del muchacho, sino la manera en la que estaba el mochuelo. Al parecer, uno de los enfermeros se lo ha contado a una vecina y esta al portero, que es quien se lo ha dicho a Carmen y no tendría por qué mentirle.
—¿Que cómo estaba, señora Julia? Con el pantalón bajado y el ordenador enchufado. ¡No le digo más!
El día anterior, es decir, ayer —aunque hoy la panadera no quiera acordarse de ello—, Mon estuvo en su tienda comprando pan. Algo que, por otro lado, hacía todos los días.
—Una barra pequeña que si no… —pidió Mon echando mano a la barriga.
—Pero si esto no engorda, majo —contestó ella.
Ayer era viernes y, como todos los viernes, Mon decidió comprar lotería. Así que, después de salir de la panadería, se dirigió hacia la esquina en la que solía estar el vendedor. Unos niños, que estaban jugando cerca, hicieron que Mon recordara por un momento tiempos pasados.
—En fin… A ver —le dijo al ciego—, uno para hoy. Pero de los que tocan, que vaya mala racha llevo.
—¿Cuál quieres? En cinco y en dos los tengo.
—En dos no…
—Ea, pues no se hable más, el cinco y mucha suerte.
Nunca en la vida le había tocado algo, pero ahora, después de tantos años, no lo iba a dejar. Alguna vez será, ¿no?, decía cuando alguien le echaba en cara gastarse el dinero en eso. Y pensaba que tocar, debía tocar, porque por la televisión había oído casos de gente que incluso había ganado en varias ocasiones. A uno en Valencia hasta doce veces. Dime tú si eso no es suerte. Así que, con su cupón en el bolsillo, se encaminó hacia su última parada del día: el mercado.
Hoy, el ciego, al igual que la señora Julia, tampoco le pone cara a Mon. Sin embargo, sí recuerda cómo olía.
—Mal señora. Olía muy mal. Créame lo que le digo. Porque claro, yo de aquí poco —dice señalándose los ojos—, pero esta —y apunta ahora a la nariz—, como un sabueso la tengo.
—Claro, claro.
—Nunca me dio buena impresión. Un tipo raro. De esos tiquismiquis a los que no les gusta un número y como se lo ofrezcas casi que te lo tiran a la cara. Oye, que si no te gusta el siete pues no lo juegas y punto. Que tienes nueve más para elegir. No te digo.
—Una tragedia. A mí me parece una tragedia.
—Pues mire, sí y no. Porque ¿sabe usted de que guisa estaba el susodicho? Lo del pantalón bajado y eso…
—Ya me han contado ya. Qué horror —afirma la anciana cerrando los ojos.
—Un tío raro. Eso es lo que debía ser. Alguien así, en serio se lo digo, mejor en otro barrio.
—¿Y le conocía mucho usted? ¿Compraba muchos cuponcitos?
—Bah… De ciento en viento. Justo uno ayer, pero de casualidad.
Mon no solía frecuentar el mercado, pero cuando iba siempre se detenía en el puesto de verduras.
—Hijo, ¿te importa que pase yo antes? Solo es un par de cositas y voy rápido —era una señora mayor que había visto otras veces por el barrio.
—Pase, pase usted.
No le importaba en absoluto esperar un poco más. Sobre todo, si ella estaba detrás del mostrador. No sabía cómo se llamaba, así que en su mente aparecía siempre como “la frutera”. Sin embargo, le parecía tan poco glamuroso que prefería imaginar que su nombre era Diana, Elena o Sara.
Las frutas y las verduras le gustaban lo mismo que el pescado azul —poco, muy poco, nada, más bien—, pero ella trabajaba allí, y no en el puesto de carnicería, en el de encurtidos o —esto ya habría sido tener mucha suerte— en la pastelería. Como hemos dicho, a Mon nunca le había tocado la lotería.
—¿Bueno qué? ¿Qué va a ser? —le dijo ella cuando al fin fue su turno.
Siempre le pasaba lo mismo. Se quedaba embobado mirándola moverse de un lado para otro, atendiendo a los clientes. Veía cómo estiraba su cuerpo menudo para alcanzar una sandía. No era raro que, en sus idas y venidas, ofreciera el comienzo de un escote con el que Mon había soñado muchas veces. Entonces, cuando eso pasaba, se ponía nervioso, bajaba la mirada y empezaba a sudar. Debatía consigo mismo si marcharse o quedarse. Y claro, tanto se abstraía que, cuando llegaba el turno de pedir, todavía no había decidido qué comprar. Lo cierto es que tampoco le importaba demasiado.
—Eh, fruta… Sí. Me llevaré un poco de fruta.
—Muy bien, estás en el sitio. ¿Qué te pongo? Naranjas, manzanas, plátanos… kiwis, muy buenos los tengo.
—¿Y las peras? ¿Qué tal las tienes?
Y en ese mismo momento se dio cuenta de lo que había dicho. Ya era tarde, las palabras habían volado sin que él se diera cuenta. Deseó morirse en ese mismo momento. Encogerse hasta desaparecer.
—Digo que…
El rojo de su cara oronda era tan intenso, que al momento quedó absuelto de toda sospecha.
—Tranquilo —contestó ella con una sonrisa—. ¿Peras entonces?
—Sí, por favor.
—¿Cuántas? Y no me pidas un par que te veo venir.
Ambos rieron y eso hizo que su estómago volviera a dejarle respirar. Cambiaron un par de frases más. Mon pidió alguna otra cosa. Después, mientras ella pesaba todo en la balanza, él volvió a quedarse absorto mirándola. Era extraordinaria.
—¡Anita, please, ayúdame con esto! —gritó alguien en ese momento desde la trastienda de la frutería.
Anita, Ana… ¡La frutera se llamaba Ana! Por fin conocía su nombre.
—Aquí va el cambio, guapo.
—Gracias —dijo Mon.
Y Ana desapareció en la trastienda.
Desde que se ha conocido la noticia del día, toda la gente en el mercado anda revolucionada. Y en especial la frutería. El escenario y los actores casi son, hoy, los mismos de ayer. A excepción del muerto, que no está, claro.
—De buena te has librado, Anita —dice el muchacho moreno mientras coloca los plátanos.
—¿Quieres dejar ya el tema? Vaya mañana me estás dando.
—¿Qué pasa? —pregunta la señora Julia, que hoy ha vuelto a por un puerro para el caldito.
—El pirado ese que se ha muerto esta noche cuando estaba… —sigue el compañero de Ana imitando el gesto con la consabida fruta.
—Ay sí, ya me han contado, ya… —la anciana, con la mano en el pecho, suspira—. Madre mía, estas cosas antes no pasaban.
—Yo estoy seguro de que lo que estaba viendo en el ordenador no era nada bueno… —sigue él.
—Chist —intenta callarle Ana.
Pero ya es tarde. Ha captado la atención de la señora Julia y del resto de clientes. Quieren más, lo desean.
—¡Niños desnudos!
—Dios bendito.
—Seguro, señora Julia. Hágame caso.
—¿Cómo hay gente así? —y la anciana abre mucho los ojos, luego los cierra y menea la cabeza de un lado a otro—.
—Yo a estos tíos se los cortaba —afirma el chico moreno enseñando el cuchillo por encima del mostrador—. ¡Zas! Un tajo y se acabó el problema.
—Bueno, ya está bien —interviene Ana.
—Es que además, el animal este le dijo ayer dos cosas a mi compañera, ¿sabe usted, señora Julia?
—Ah, ¿pero tú lo conocías, hija?
—Qué voy a conocer yo a ese tipo. Vamos, ni de lejos.
—¿Y qué te dijo?
—Anda, díselo, Anita. Dile lo que te soltó.
—Pues nada señora, una ordinariez…
—Las tetas, doña Julia, le preguntó que cómo tenía las tetas.
—¿Te quieres callar? —contesta Ana.
—Pero mujer, si por eso te digo que te has librado de una buena. Imagínate un pirado así en tu vida. Y en tu situación, además…
—Calla, no me lo recuerdes.
—Vamos, esta noche se te ha aparecido la Virgen quitándote a ese de en medio.
—Pues sí… Bastantes locos he tenido ya en mi vida —Ana pulsa el botón y pasa el turno—. ¿Siguiente?
Ayer, al llegar la noche, Mon encendió la televisión para comprobar la lotería. Hostias, el reintegro. El primero desde hace dos meses, pensó. Se dirigió a la nevera y la abrió. Un trozo reseco de pizza en la balda superior hacía una guardia solitaria. Un poco más abajo, diferentes piezas de fruta esperaban su oportunidad. Al principio, Mon las miró con extrañeza, como a seres venidos de otros planetas. Formas y colores poco frecuentes en su frigorífico. Después, no pudo evitar acordarse de Ana. Sonrió, avergonzado aún por el asunto de las peras. Dios, qué hambre, pensó mientras tocaba su gruesa panza. Deslizó su mano lentamente hacia una de las lorzas que tenía en el costado, la agarró con fuerza y estiró de ella. Intentaba —inútilmente, claro— separar la grasa del cuerpo. Ojalá fuera así de sencillo. Dejó sus carnes libres y al fin, como si le costara la vida, alargó el brazo para coger un kiwi y dos mandarinas.
Aún no se creía que le hubiera tocado el reintegro. Tampoco haber hablado con Ana, y mucho menos terminar el día comiendo fruta. Hay que joderse, Mon, quién te ha visto y quién te ve. Pensó en lo que se suele decir: el primer día del resto de tu vida y todo eso. Cerró la puerta de la nevera. Pasaban de las doce de la noche y ayer ya era hoy.
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