Después de estar veinte minutos dando vueltas en la cama y pensando si sería buena idea ir, me levanto. Prendo el móvil y enseguida me llegan todas las fotos y videos de lo que pasó en la madrugada. ¿Cómo es posible que haya pasado esto en tan pocas horas? Mi humor cambia y no llevo ni una hora despierto. Me derrumbo en la cama de tirón. ¡Ay, coño, cómo duele esto! De nuevo se inflama la herida de ayer.

Salgo a la cocina y ahí está mi mamá viendo las noticias, y preguntándole a Dios en voz alta hasta cuándo tanta injusticia. La observo, la abrazo por detrás y sin voltear a verme solo dice «hoy no me sales de esta casa». Aquí vamos de nuevo. Una lucha constante que enfrento desde hace varias semanas.

«Tu tío Ricardo me mandó un audio que le envió el primo del amigo de su cuñado diciendo que hoy sí habrá toque de queda», comenta mi mamá, muy convencida de lo que escuchó. Las redes sociales son un arma de doble filo: es nuestra ventana para mantenernos informados y también las que nos arropa de rumores que en la mayoría de las veces terminan siendo falsos.

Comemos callados, cada uno viendo su móvil pero sabiendo que estamos apreciando prácticamente lo mismo. Me levanto y de repente, por primera vez, sentí miedo. Yo que siempre soy el que movilizo a las personas, uno de los últimos en dejar la calle, el que habla a través de los parlantes gritando insignias y soy de los que levanto barricadas, hoy, tuve miedo.

No sé si fue por la cantidad de información que vi mientras comía, o si recordé la cantidad de sangre que vi derramada ayer. Quizás es porque sigo preocupado por mi compañero desaparecido o simplemente, por ese llamado de alerta de mi madre, pero vi de reojo mis nuevos «implementos de trabajo» y no quise cogerlos.

Una llamada por WhatsApp me hace recobrar el sentido. Es Carolina, mi novia, que desde hace siete meses vive en Madrid. «¿Cómo amaneciste? ¿Vas hoy? Tengo un pálpito de que algo malo va a pasar, no vayas que además estás herido» la interrumpo porque me empezaba a agobiar: «Tú siempre tienes un pálpito. No me va a pasar nada, mujer. Deja los nervios que yo siempre estoy preparado. Te aviso cuando me reúna con los muchachos, voy tarde, te amo. ¡Recuerda que estoy luchando para que puedas regresar!».

A pesar de las otras inseguridades que Caro me hizo sentir con su «presentimiento», siempre he pensado que más miedo me da quedarme viviendo así. ¡Es ahora o nunca!.

Llego al campo de batalla. Como siempre, hay una mezcla de sentimientos que a medida que pasan las horas van cambiando. Llegamos muy esperanzados, ilusionados. Miles de banderas en alto bailando por el aire, personas que cantan el himno nacional, otras que se sincronizan para gritar «el pueblo unido jamás será vencido» Estamos juntos y somos miles. Los quintuplicamos en personas. Hoy puede ser el día, hay esperanza.

Queremos cruzar la autovía para llegar a nuestra meta y ahí protestar por nuestros derechos, por lo que hemos tratado de defender desde hace años y no nos han dejado. Sin embargo, a menos de 1 Km vemos a los que ahora son nuestros enemigos. Ya están preparados en filas con fusiles en mano al lado de tanquetas; listos para atacarnos.

Volteo para detallar la gran masa que voy dejando atrás a medida que camino. Sus caras ya no son de ilusión. No hay cantos, ahora los gritos son de desesperación y las lágrimas inundan los rostros. Comienza la guerra de nuevo.

En un parpadeo el ambiente se nubla, ya no hay cielo, solo un aire denso y blanco. La gente corre. El ruido de las bombas, los balines, gritos de desesperación, gritos llenos de malas palabras de ambos bandos. Todo va haciendo el ambiente más terrorífico, tenebroso, peligroso, catastrófico. Tratamos de defendernos lanzándoles botellas y piedras; a cambio recibimos bombas lacrimógenas y tiros. Es en serio, estamos en guerra.

Las tanquetas empiezan a movilizarse sin dejar de disparar, a nosotros lo que nos queda es correr cubriéndonos con algún escudo de lata que hicimos en nuestras casas y tirándoles lo que podamos, si es que de algo sirve, para tratar de protegernos.

Algunos van cayendo por heridas, algunos necesitan dejar de correr porque se ahogaron con el humo. Los que podemos seguimos apresurándonos, tratando de buscar lugares para escondernos. Cuando todos dejan de gritar es cuando más miedo siento. ¡Sigan alzando sus voces para saber que siguen vivos!

A menos de 10 metros de donde estoy tres motos de la Guardia Nacional se cruzan delante de unos manifestantes y se los llevan. Mi miedo se incrementa sin frenos. Otros más que esta noche estarán como desaparecidos. Los meten en calabozos y de ellos no se sabe nada hasta que la comandancia donde estarán arrestados quieran llamar a los familiares de los apresados.

Por segundos pienso en la advertencia de mi mamá, en la preocupación que carga cada vez que me veo involucrado en estos sucesos, recuerdo a Carolina con dolor de no tenerla cerca por culpa de los mismos que han iniciado toda esta tragedia. Tengo que ser fuerte. Esto es por ellas.

Corro lo más que puedo, hasta estar un poco más alejado de la policía y la guardia. Devuelvo todas las bombas posibles que me arrojan los «protectores del pueblo» y oigo muy cerca un disparo seguido del grito «le dieron en el pecho». Otro caído. Otro muerto. Otro joven que murió luchando por su país. Me acerco y contengo las lágrimas. Lo cargo junto con los demás y lo llevamos hasta una acera. Muy cerca nos pasa una tanqueta, con dolor tenemos que dejar al fallecido solo. Es él o nuestras vidas. La herida del costado me empieza a supurar de nuevo. No puedo correr más, troto poco a poco y ahí fue.

Giro para ver que tan cerca está aquel tanque de guerra pero ya se ubica prácticamente encima de mí. El fondo es el mismo: gritos y llantos incontrolados.

Mi mamá, Carolina, millones de venezolanos luchando por la libertad de nuestro país. Hice lo que pude, espero que lo valga. Este es mi último pensamiento.

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