La Amiga del Último Gran Magnate

La Amiga del Último Gran Magnate

Lina Paredes

05/04/2020

Con el pasar de los años, la vida me ha sabido inundar de deleites que yo he sabido recibir con sonrisas. Me ha llevado hasta las fronteras del placer y de ahí me ha bajado sin cuerda o escalera que suavice la caída y yo; yo siempre he disfrutado de la vista.

Sin embargo ahora soy viejo y estoy cansado; cansado y con ganas de morirme hoy.

Pero no te digo eso mientras tomamos café, sé muy bien qué dirías: “Viejo tonto, sí que eres dramático” Yo me sentiría ridículo porque sé muy bien que soy viejo pero no tonto. En tu rostro se dibujarán las arrugas que presencié formarse en esas mejillas por más de 40 años, y aun querría besarlas sin permiso, así mis labios ahora se sientan tan secos y arrugados como se siente hoy mi vida. A lo mejor sí; soy un poco dramático también.

Por eso en vez de decirte algo, solo suspiro y tú me miras, haciéndome desear de inmediato no haber suspirado tan fuerte. Tus ojos infantiles me estudian. Te ves preciosa y lo sabes. Una mujer que no esconde su cuerpo raído por el tiempo, sino que por aceptarlo, lo embellece. A mi cuerpo no parece sucederle lo mismo, reflexiono mientras al intentar esquivar tu mirada, mi mano toca el bulto redondo donde erase una vez, había unos abdominales.

– ¿Nostalgia? – me preguntas.

Nunca he sabido bien, si me molesta más de lo que me fascina, que continuamente te metas sin permiso en mi mente; tan privada para todos, menos para ti. Siempre me hace sonreír así no quiera.

– Un poco – respondo rápido y sin poder contener un suspiro involuntario; tú tuerces la mirada.

– ¿Quién te entiende? Cuando joven suspirabas por no saber quién serías cuando viejo, y ya viejo suspiras por saber quién fuiste cuando joven – coges el café, levantas la taza con ambas manos como siempre lo has hecho, das el primer sorbo, cierras los ojos y sonríes – Dios, como me gusta el café – dices aliviada.

– El mejor de Nueva york, el colombiano – ostento, contento de que la conversación se concentre más en la cafeína de tu vaso, que en la nostalgia de mi día.

– Lástima que no pueda tomarlo tanto como quisiera – te hago una pregunta con los ojos – el doctor – me explicas casi de inmediato. De nuevo la nostalgia llega. Nunca he tenido nada en contra de los doctores, al contrario siempre los he respetado profundamente, casi al mismo nivel que he ignorado todos sus consejos durante los años. Ahora; si soy honesto, me hubiera gustado seguir uno que otro.

– Bueno, uno al año, no hace daño – digo confidente, tú sonríes y me dices – lo que te haga sentir mejor, pequeño. Pero yo sólo me siento más viejo.

Das otro sorbo – ¿Dónde lo compraste? – me preguntas.

– Siempre lo pido por encargo, sabes que no me gusta hacer compras, mis gustos ya están definidos y a mi tiempo no le gusta que lo desperdicie – tú alzas la ceja izquierda y sonríes con malicia, en toda tu cara se dibuja un gran “Qué grandísimo esnob eres”.

– No me digas nada, tú detestas hacer oficio.

– Sí bueno, ambos sabemos que contratar a alguien que lo haga a esta edad es necesidad tanto como capricho.

– Igual que pedir que te hagan las compras – digo levantando de la mesa los platos y los pocillos– Estoy viejo, podría lastimarme – respondo al mismo tiempo que me divierte un poco pensar como mi vejez resulta un argumento útil de vez en cuando.

Me miras divertida – Llevas pidiendo que te hagan las compras desde los 30 años.

– Bueno en esos tiempos tenía mejores cosas que hacer – “Las cuales seguiría haciendo con la misma regularidad si tuviera menos miedo de sufrir un infarto en medio de un orgasmo”. Ruedas los ojos y toda discusión que se pudo haber armado queda anulada. El tiempo te ha enseñado a argumentar y vencer con sólo un gesto en tu cara.

Yo me sigo sintiendo viejo. Viejo y abstemio. Quiero morirme más que nunca.

Pongo la loza en el lavamanos y empiezo a limpiar, tú te recargas en la mesa.

– ¿No tienes gente que te lava la loza? – Preguntas con tu característico tono.

– Sí, pero me gusta disfrutar de las cosas pequeñas – respondo con mi característico tono.

– Cínico – niegas con la cabeza, y me miras con cariño. 

Esos grandes ojos se clavan en mí como lo han hecho siempre y yo no sé qué pensar. Aún me pones nervioso.

Eres pequeña y menuda. Tu cuerpo conserva sus caderas anchas, tu pelo es corto y tienes un buzo vino tinto cuello tortuga que te hace ver particularmente radiante.

Eres una señora aguda, entrometida y adorable.

Entonces; recuerdo el antiguo camisón rosado que usabas cuando te sentías deprimida, el clásico peinado cebolla que dejaba ver las puntas azules que tanto te gustaba pintarte, tu cara en ocasiones lavada y esa absoluta negación a hacer ejercicio y dejar el cigarrillo que con el tiempo iría cambiando. Recuerdo las ocurrencias y los olvidos, que sólo han ido mejorando.

Te acercas hacia mí y te pones a mi lado, te quitas el anillo, coges un limpión y te pones a secar – déjame ayudarte psicorrígido – yo sonrío y observo el anillo en la mesa. El anillo de él.

Viene a mí ese viejo y distante paréntesis durante el cual quisiste amarme y yo no te dejé entrar. La pesadez de mi cuerpo, reconociéndome como el producto de tus lágrimas, tú, diciéndome que nunca nos volveríamos a encontrar. Mi espíritu amputado y ambos lidiando por un tiempo con nuestra soledad .

La distancia, el silencio, y después en el reencuentro esa noche de los dos. Desnudos, viviendo un momento que contrario a lo predicho fue lento, tierno, juvenil y no del todo satisfactorio. Honesto y lleno de tanto cariño que ni siquiera ahora puedo hacer una broma sobre él. Tú y yo; lejos de ser un cliché romántico. Nos amamos tanto siempre que nunca pudimos estar juntos. Tú por tu franqueza, yo por mis miedos y ambos por nuestros destiempos. De eso nos convencimos en un pacto silencioso con los años, los amores, la vida y el tiempo.

Cuando terminas de secar la loza, vuelves a ponerte el anillo. Ese objeto forma parte de tu ser. Podrías perder tu abrigo en un restaurante, tu sombrero favorito en un carro, un celular en alguno de tus viajes, pero nunca lo dejas a él. Incluso lo veo andar en tus ojos mientras hablamos. El amor de tu vida, tu compañero y amante; ese que me desterró a mí del puesto de mejor amigo y me dejó en segundo lugar. Como le he agradecido el amarte. Es siempre en ese pensamiento que me doy cuenta que te amo, pues me alegra haberte perdido y Dios sabe que perder nunca me ha alegrado.

Me encanta esta foto de ustedes dos – me dices cuando miras mi foto con ella – te vez feliz, viejo –agregas– yo sólo la miro y sonrío.

Soy consciente de que en contra de mi voluntad he amado a más de una mujer y de que más de una mujer me ha amado. En esa foto veo a una de ellas, la que ahora me acompaña, con la que tengo un idioma que nunca me permití tener contigo.

Al contrario tuyo; ella es más elegante que ingeniosa, respeta mis silencios y me llena de dulzura pastel en vez de exóticos colores. Siempre en control, como siempre en control. Lo pienso pero no lo digo. Te miro y entiendo que no tengo ningún arrepentimiento, e vivido como quiero.

Ahora toco el piano y tú cantas, no particularmente afinada pero muy feliz. Hace mucho tiempo no estamos así de solos, sin él o sin ella y soy feliz.

Me siento joven de nuevo en la antigua casa en Bogotá, huelo la comida de mi madre, quien sale a fumar contigo feliz de tener una mujer con la cual hablar, te veo mujer niña usando aquella casa como guarida, aprendiendo de Star Trek, James bond, Blade Runner, entre otras de mis muchas pasiones.

Me he visto tanto a mí mismo en tus ojos, que estoy seguro de que desconozco más de un secreto tuyo hasta ahora.

Mientras toco el piano me siento pleno y entiendo, que he sido todo lo que he querido ser; punto. Reconozco como el tiempo ha convertido mi pasada indecisión en una constante negociación de opciones y ya no me quiero morir, sino vivir en ese momento para siempre. He sido feliz.

Antes de irte nos damos un gran abrazo.

– No te pierdas preciosa.

– No te prometo nada viejo – me respondes – cuídate y compórtate – agregas mientras el ascensor se abre.

– No prometo nada vieja – te digo mientras entras al ascensor.

Me sonríes ampliamente y me mandas un beso con la mano, no me queda duda de que sabías lo que estaba pensando, cuando, después de almorzar, nos tomamos ese café. Contempló una vez más esos grandes ojos que con el tiempo se han tornado aún más brillantes y reconozco como en ese gesto me dices “te quiero”, mientras el ascensor se empieza a cerrar. Hacerme sentir de nuevo joven y recordarme que en mi vida he tenido todo lo que quise; esa es tu magia.

He tenido dinero, aventuras, una vista al Central Park y alguien que ha hecho las compras por mí desde los 30. He tenido una amiga que me ha visto perder, ganar, llorar, enfermar y renacer. La he querido y me ha querido. La he dejado y me ha dejado. La he recuperado y me ha recuperado. He envejecido junto a ella en la distancia de nuestras vidas y a pesar de los años nos seguimos riendo el uno del otro.

Sí; soy viejo y siento que muero cada día, sin embargo, cuando veo como esta mujer, compañera de vida durante 40 años, ha dejado su celular en la sala de mi pent-house, sonrió y digo “definitivamente, no tiene remedio”.

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