El mar le balanceaba con suavidad. El agua salada, el sol cayendo, el contacto de la piel con la tabla. Solo esos elementos componían aquel momento indiferente al resto del mundo. El tiempo se había desvanecido en la espuma de las olas, la geografía se reducía al aquí mismo de manera fulminante. El equilibrio simplificado en un instante de expectación. Pero una expectación hermosa, sin ansiedad. No anticipaba un futuro casi siempre decepcionante, sino la llegada de la siguiente ola. Llevaba una hora surfeando y había olvidado la presencia de otros surferos. Concentrado, había borrado sus siluetas. La playa era, tras la última ola, solo un lejano referente. Remó relajadamente con ambas manos para girar y encarar de nuevo la costa. Notó el cansancio en los brazos, pero no le importó. El dolor en las costillas, irritadas por el roce con la tabla, empezaba a ser molesto. Pero solo podía pensar en la siguiente ola, y cualquier sensación física quedaba subordinada a lo que vendría a continuación. Ya posicionado, echó la vista atrás y vio un mar estático, extendiéndose sin ondulaciones hacia el infinito. Sin prisa, apoyó las manos sobre el ancho de la tabla e incorporó el tronco para sentarse a horcajadas. Se apartó los cabellos mojados de la frente y esperó. Hacía tiempo que había aceptado la espera como parte de la experiencia. No como un precio a pagar, sino como una fase armónica que anticipaba un feliz encuentro, que formaba parte de él. Así lo había entendido, y solo podía comportarse como una extensión serena del mar, que aquella tarde se había presentado constante y agradecido. Movió sus pies bajo el agua, como si sintiera su contacto por primera vez, y siguió esperando. Observó que el sol estaba más bajo de lo que pensaba. La ola que esperaba podría ser la última, pero igualmente la esperaría tranquilo, ceremonioso.

No había esperado mucho cuando notó que el vaivén se acentuaba ligeramente. Aquella era la señal que había estado esperando. Miró para atrás y vio que una ondulación de agua comenzaba a levantarse a bastante distancia. Por un momento dudó. No sabía si tendría bastante fuerza como para convertirse en la ola que estaba buscando. Tendrás que intentarlo, se dijo. Podría ser la última que encuentres, podría valer la pena. Recostó su tronco sobre la tabla y se puso en posición. Su cuerpo, su rictus, desprendían el sosiego que da la experimentación, la confianza imperturbable de saberse dueño de aquel momento y probablemente del siguiente. Sin precipitación, metió de nuevo las manos en el agua y empezó a remar de nuevo. Sus remadas eran suaves pero decididas, persistentes en su ritmo. Echó la vista atrás y vio que la incipiente ola había recorrido la mitad de la distancia antes de alcanzarle. Ya no tenía dudas. Era ya una ola consistente y prometedora, que crecía con ímpetu y se alargaba indefinidamente. Sus remadas ahora se abrían paso con más fuerza en la masa de agua y la playa, tan lejana, ya era un escenario perfectamente distinguible. Volvió a mirar y la ola había crecido más de lo que había previsto. Con suerte alcanzaría el metro de altura, un tamaño perfecto para despedir el día. Oyó el sonido, aquel sonido que acompañaba el furor de la ola cuando ya se sabía ola y había conquistado su protagonismo en el paisaje. Sabía que pronto sentiría su llegada y aceleró el ritmo de la remada, depositando las fuerzas que le quedaban en cada brazada. El sonido crecía en intensidad y notó cómo cogía la velocidad punta que necesitaba para cabalgar. En aquel momento su cuerpo, como una prolongación de su tabla, avanzaba enérgico pese al cansancio entre un agua cada vez más agitada. Nada existía más allá del movimiento, la entrega a ese instante que tantas veces había repetido y que sin embargo siempre resultaba nuevo. Estaba preparado para la ola. Abrazaría su azar y su fuerza, una vez más y por primera vez.

Notó que la cola de la tabla se levantaba y supo que había llegado el momento. Apoyó las manos y con un rápido salto su cuerpo se incorporó. Su pie izquierdo, adelantado, apuntaba hacia la playa. Sus piernas, flexionadas, sentían el agua salpicada por la cresta. Y entonces recordó. Recordó su primer encuentro. Tenía tres años y estaba en una playa vacía del Cantábrico. Se aferraba nerviosamente a la punta de la tabla mientras su padre remaba detrás. Él le recogía protectoramente con su cuerpo, podía sentir su calor y eso le aliviaba. Recordó la pequeña ola que tomaron juntos y recordó que parecía gigante. Recordó el agua salpicándole la cara, la velocidad, el miedo deshaciéndose en la euforia y después en una carcajada. El rostro cómplice de su padre, el momento del legado. Era su primer recuerdo, un recuerdo feliz. La tabla había ascendido a la mitad de la ola y ya volaba, ligera y segura, sobre el manto azul. El impulso crecía constante para empujarle hacia la playa. Aseguró la posición adoptando una pose impertérrita, como una admirable estatua surgiendo del epicentro marítimo. Pensó en aquel verano en Australia. Pensó en aquella semana en una remota playa de Queensland. Tres amigos y el tiempo suspendido. El viaje de sus vidas, el surf durante horas, el furor de la temprana juventud. Los días se sucedían indistinguibles y salvajes, sometidos al arrebato de la vida en armonía con el mar. Recordaba a menudo el olor de aquella playa y lo hacía en otras playas, casi como un ritual que le conectaba de inmediato con aquel episodio. Recordó también aquella chica. Su pelo mojado, sus ojos oscuros mirándole llenos de vida. Aquel beso espontáneo al caer la tarde, sentados sobre sus tablas. Había descubierto en su mirada un amor radiante y relajado, consciente de su finitud y quizá por ello entregado con delicadeza. Dominaba ya la ola y la vivía en toda su plenitud. Escapó con un giro de la parte que rompía y siguió cabalgando con la mirada puesta en el nose de la tabla. La brisa y el agua envolvían su cuerpo como una gran caricia cuando, por un momento, notó que se desestabilizaba. Sin perder la concentración, dio un paso hacia atrás y recobró rápidamente la postura que le permitiría dar el siguiente giro. Le sobrevino la imagen del día más doloroso, aquel mar picado e impracticable. La mañana después de su encuentro con la muerte, la ira que acompañaba el adiós a su padre. Había enfrentado olas rabiosas y desordenadas, y en el intento había salido derrotado. Se había derrumbado sobre el fondo marino, para acto seguido ser golpeado con violencia por la tabla. Aquella herida en la cabeza no le había abandonado desde entonces, una cicatriz que le impedía olvidar que también había sangrado en el mar. Efectuó un nuevo giro recobrando la seguridad y disfrutando de la inercia de la ola. La había conquistado ya en toda su intimidad y avanzaba fluidamente sobre su pared. Como si cada palmo le fuera conocido y hubiera vivido flotando en su seno. Pensó en ella. Ella era la felicidad desbordada en una playa cualquiera de la orilla norte de Oahu. El amor bañándose en un verano sin fin que entendía como refugio y aventura, allí donde quería estar. La recordó esperándole en la playa mientras agotaba las últimas olas de una cálida tarde de septiembre, una imagen que siempre le llenaba de paz. Giró por última vez sobre la ola, cuya fuerza ya se extinguía. De nuevo sobre el nivel del mar, dejó que el último tramo se deshiciera sobre la cola y que la tabla navegara plácidamente con el último impulso. En la suave deriva vio acercarse la playa e identificó varias figuras que la abandonaban. Al mirar a la orilla, le asaltó una nueva imagen. Su hijo entrando por primera vez en el mar, su diminuto cuerpo embutido en un neopreno y extendido sobre la tabla. Él le impulsaba desde el agua, el pequeño miraba al frente con ojos curiosos y volteaba la cabeza para buscar a su madre en la playa. Ella, cómplice y hermosa, le devolvía una sonrisa que le tranquilizaba al instante.

Avanzó los últimos metros hasta casi detenerse cerca de la orilla. Con un sutil movimiento, puso un pie en el agua y se dispuso a recoger metódicamente. Observó, mientras salía, que la oscuridad empezaba a teñir el cielo y sintió que había valido la pena esperar la última ola. El cansancio, ahora sí, se abría paso en él sin piedad. El dolor de una vieja lesión de rodilla apareció con sus pasos, que pesaban ya sin el vigor de la juventud. Cuando alcanzó la playa era más viejo y vulnerable. Pensó por última vez en la ola. Sintió que por fin la había entendido, que comprendía su misterio. Y entonces un sentimiento de tristeza lo invadió, y solo deseó volver a ella una vez más.

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