Un cuentito para Aída

Un cuentito para Aída

Jorge Ricaldoni

30/04/2017

Para Aída Bortnik

Un cuentito para volver a empezar.

El Fabricante de Historias daba incontables vueltas por su estudio. Miraba por la ventana y podía ver la calle llena de gente. Todos vestían de gris, blanco, negro, marrón y azul. Hombres, mujeres, jóvenes y niños. Viéndolos tan apagados pensó: “¡Qué triste está la gente! Casi tanto como yo… Caminan sin rumbo, pero con apuro. No saben donde van, pero quieren llegar antes que los demás. Esperan ganar la lotería sin molestarse en comprar el billete. ¿Qué nos está pasando?”

El Fabricante de Historias tomó su cuaderno de notas, la cámara fotográfica de capturar historias, un lápiz 2B enorme y una goma de borrar. Salió a la calle con pasos cuidadosos y en silencio.

Vio de cerca a los hombres mujeres y niños. Todos vestidos de color Buenos Aires: gris, marrón, negro, blanco y azul. ¡Carajo! ¡Ninguno sonreía! Todos gruñían fastidiados. Los que estaban desabrigados por el calor y los que estaban muy abrigados, por el frío. Se quejaban porque era demasiado tarde o demasiado temprano. Simultáneamente, todos eran impuntuales. El reloj de cada uno marcaba horas distintas. Los almanaques indicaban otras fechas y estaciones. Ninguno vivía en el mismo meridiano y todos se amontonaban en los paralelos, para no tener necesidad de tocarse jamás, y al mismo tiempo tener la oportunidad de mirar mejor hacia el Norte.

El Fabricante de Historias caminó entre ellos tratando de encontrar a gente roja, verde o amarilla, pero no. Todos vestían color Buenos Aires.

Sacó fotos a los viejos con la esperanza perdida, previendo cuántos días les quedaba por contar en el almanaque.

Retrató para disgustos de ellas, a las muchachas lindas, pero siempre enojadas. ¿Supondrían que les robaría el alma, que la cámara tenía la capacidad de desnudarlas y que luego se amaría sí mismo con sus retratos? ¿Temerían realmente a la nunca probada existencia de una cópula aérea? Tal vez todo se resumía en el miedo a la violación fotográfica y tanto más si de un zoom se trataba.

Se asombró que, solo en Buenos Aires, la inmensa mayoría de los niños pequeños era llorones. Solo los consolaba el consumo de golosinas, que no les gustarían ni bien las probaran o de alguna chuchería de la que se aburrirían y les molestaría cargarla apenas recorridas un par de cuadras, en las que se pondrían a llorar nuevamente.

Pasó por una plaza y vio algunos perros jugando. Los había de raza, todos pequeños y ladradores. Los había grandes con mestizajes que siempre terminaban en el amarillo o el naranja, como tendiendo a volver a ser los coyotes de donde salieron tantas razas.

Las mañanas de otoño soleado, gastando veredas por los barrios, también les tomó fotos y plasmó en su cámara a los gatos que dormían sus siestas, o simplemente cerraban los ojos agradeciendo al sol que los regenerara después de una noche de parranda. El Fabricante de historias se preguntó cuál sería la vida real de un gato, si la de sus largos sueños o cuando se desperezaban entre siesta y siesta para salir a gritar preparándose a perpetuar la especie.

El Fabricante de Historias miró hacia arriba y vio que Buenos Aires era una ciudad con diez mil sombreros coquetos. Cada edificio, de los de antes, tenían cúpula o mansardas, pero su desasosiego no tuvo límites. Las cúpulas y mansardas tan de Buenos Aires, tenían su mismo color: gris, marrón, blanco y negro. Muy pocas conservaban algún resto de azul y ninguna de rojo ni de dorado.

“La ciudad aplasta —pensó El Fabricante de Historias— La gente se mimetiza para pasar desapercibida, para que no la vean y poder seguir en lo suyo.

Caminó por el Centro, por Palermo y por Once. Paró a algunas mujeres, que caminaban mesmerizadas mirando las pantallas de sus celulares y Él las interrumpía mostrándoles una estatua, un árbol florecido, un balcón de otros tiempos o simplemente que panzonas que eran las nubes que pasaban. A otras las atajó para que vieran lo azul del cielo. No hubo una —¡Ni una sola! — que le sonriera, mucho menos que le agradeciera, y sí muchas que lo insultaran o se llevaran un terrible susto. Vio mujeres con la vista fija en la pantallita, torcerse horriblemente un tobillo al bajar distraídamente del cordón de las veredas a la calzada. Se asombró con una que cayó de mala forma en una zanja por donde reparaban un cable de alta tensión por mirar la pantalla maldita. A esa no se animó a fotografiarla. A otra le advirtió que un auto estacionado que un auto retrocedía, mientras ella mandaba, se adivinaba por el gesto, rabiosamente un mensaje. La mujer, en vez de ponerse a resguardo lo insultó suponiendo que la estaba abordando. El golpe fue bastante fuerte y el teléfono terminó destrozado. Rabia, sobre rabia, sobre rabia. ¿Lo tendría merecido? ¿Habría sido un castigo del Designio, o apenas una advertencia?

¡Qué pena que todo sea tan monocromo y que la gente, a pesar de ser parte de la muchedumbre, esté tan sola!

La gente es color Buenos Aires, y Buenos Aires está pintada de color melancolía, soledad en la multitud, estar siempre en otro lado merced a un artefacto que nos dio el poder, adquirido tecnológicamente, de la telepatía. Únicamente los semáforos tienen color, pero se vuelven esquizofrénicos cada pocos segundos.

Los taxis son amarillos y negros. El color de la locura y del luto.

La música típica de Buenos Aires no es el tango, sino los bocinazos de impotencia, el rugir de los motores gasoleros de los bondis, las cumbias predigeridas y de doble sentido, repetidas un millón de veces por Lavalle peatonal o en la Avenida Pueyrredón, llamando, con poco éxito, a una alegría que no existe. Nada más porteño como la llamada de los “arbolitos”, ofreciendo por lo bajo el cambio de divisas, que conllevará por seguro, una pequeña estafa. No menos porteños los hombres y mujeres de la peatonal Florida que ofrecen a los turistas, productos de cuero, siempre disparatadamente caros.

El Fabricante de Historias volvió a su estudio. Desistió del cuaderno en blanco sobre su escritorio. El lápiz negro y la goma gris y marrón corrieron la misma suerte y le hicieron compañía.

Imprimió las fotos, porque ya no se revelan. Las introdujo en un sobre de papel marrón. Luego se enfundó en su campera azul para protegerse de las plomizas nubes grises que se avecinaban prometiendo lluvia y pisos brillantes de agua, y con un humor bien ennegrecido salió para ir a ver a la Maestra.

Ella lo recibió con sus imposibilidades, pero a la inversa del gato de Cheshire, primero apareció su sonrisa amplia, llena de perlas y luego ella, como una reina mágica, que creaba mundos desde la quietud de sus alturas. Su trono estaba en un cuarto de grandes ventanales que miraban al Oeste, cuando un sol anaranjado amarillento bajaba, entre nubes celestes y algunos que otros reflejos rojos. Ella juraba haber visto el rayo verde en más de una oportunidad. Desde su mirador, en aquellos atardeceres, los techos de Buenos Aires se teñían de una colorido que no tenían en ningún otro momento del día.

Los árboles de la Plaza Once de Septiembre, con las luces del crepúsculo, ganaban muchos verdes distintos y sus troncos eran negros y no marrones, con un contraste restallante. Las prematuras luces de sodio, hacían lo su parte sobre el follaje que pasaba a emitir luz, en vez de conformarse con reflejarla.

El Fabricante de Historias miraba extrañado aquel espectáculo que solamente se veía desde el minarete hebreo de la Maestra.

Ella lo hizo sentar a su lado, bien cerca. Él se sintió honrado. Sacó las fotos del sobre marrón y se las entregó. La Maestra fue pasando las fotos, lentamente, una a una, con cuidado, gesticulando graciosamente en silencio como para que interpretara sus pensamientos.

Vio en aquellas imágenes cuantas historias le quedaban por contar y los famosos “Cuentitos” que podría haber contado, en caso de haber tenido al reloj a su favor. Las fotos estaban en un solo tono que iba del negro al blanco pasando por infinitos grises y ningún color. La Maestra siguió recorriendo las fotos y pudo observar a perros amarillos, otros de color blanco perlado, algunos pelirrojos, otro de lanas largas color caramelo. Luego les tocó a los gatos perezosos con sus tonos, pardos, rojizos, anaranjados y ocres.

La Maestra puso sus ojos, siempre húmedos, en los del Fabricante. Luego clavó su mirada en el techo. Suspiró delicadamente resignada. Entrecerró los ojos y volvió su rostro a donde estaba el Fabricante de Historias. Intentó hablar un par de veces, pero antes de arrancar se arrepintió un par de veces, buscando las palabras precisas como las de cada uno de sus conjuros.

—¡Las fotos! —exclamó la Maestra— ¡Están bien! ¡Las fotos de las historias están muy bien!

El Fabricante de Historias bajó la mirada y respondió:

—Sin embargo, yo siento que “algo” está mal.

—¿De las fotos…? ¡No! —respondió Ella con la voz que parecía un secreto, pero se volvía aguda para darle más énfasis— ¡Son impecables, técnicamente perfectas! Sin embargo, hay algo que no tienen…

—¡Color! —se apresuró a contestar El Fabricante de Historias.

—¡Puede ser! ¡Eso es lo que se ve!

—¡Me extraña que las de la gente no tengan color y las de los animales sí! ¿Acaso les falta la alegría Maestra?

Redondeando la boca, con media sonrisa y entornando los ojos, la Maestra dijo con firmeza:

—¡No…! Por ejemplo, cuando los niños tienen un plato de comida y están sanos están alegres. Te diría que son alegres hasta cuando la comida escasea.

El Fabricante de Historias seguía revisando las fotos y el rostro se le iluminó por lo que creía que era un descubrimiento:

—A ver… —lo desafió Ella— Los animales tienen color y la gente no… Entonces… ¿Qué tienen los animales que no tiene la gente?

Los engranajes del cerebro del hombre hacían ruido y se recalentaban: El Fabricante de Historias trataba de encontrar una solución a la charada.

—¡Ya lo sé! —exclamó como un descubridor hallando una nueva isla en el mar— ¡La inocencia!

—¿La inocencia? —Le preguntó la Maestra incrédula mientra abría los ojos asombrada y enarcaba las cejas con un mohín de enojo— ¿Acaso usted piensa que los niños no son inocentes? ¿O te has creído realmente esa pavada del pecado original? En estas fotos los niños no tienen color.

El Fabricante de Historias bajó la cabeza mientras veía los rayos amarillos, naranjas y rojos, recortándose del cielo cerúleo con nubes violetas. La miró a la Maestra extrañada y le preguntó:

—¿Por qué acá se ve la ciudad plena de colores, y cuando bajo a la calle, todo es tan melancólico?

La Maestra desde su sillón lo invitó a que saliera al balcón y mirara a la calle. El Fabricante salió. Se apoyó en la baranda y observó cuidadosamente. En la calle todo seguía siendo monocromo. A medida que iba levantando la mirada, el gris se volvía azul mientras que la luz reflejada del sol del ocaso se pintaba de rojo. Las nubes que eran grises en el zenit se tornaban celestes, azules o violetas en el horizonte. Volvió sobre sus pasos y miró a la Maestra con la intriga pegada al rostro.

—¿Todavía no lo entendiste? —le preguntó con la infinita dulzura de una hermana mayor.

—¡Realmente no! —Se preocupó él.

La Maestra negó con la cabeza, pero con gesto tierno y con voz teatralmente queda, le contó su secreto:

—A mi mundo lo coloreo yo. Yo soy la que le doy el color a Buenos Aires, a las cúpulas, las nubes y su gente. Coloreo sus dramas y sus comedias. Pinté de sepia a los inmigrantes. De rojo a los viejos anarquistas. De verde oliva al bochorno. Demostré que la tregua puede ser verde como la esperanza o blanca como la inocencia. Le puse negro al humor de los ahorristas. Mil colores a los caballos y celeste verdoso al mar. Cada cuentito era una de mis queridas rosas de mi jardín. Cada personaje salía de mi imaginación con sus colores, sus defectos, pero especialmente… ¡Y he aquí mi secreto mejor guardado! ¡Con su alma! ¡El alma es la que da el color! La suma de muchas almas le da color a una ciudad y a un pueblo. La tenés que ver con pureza, con la sencillez del observador y sin cinismo. Dejarás de ser Fabricante de Historias para ser un Escribidor de Historias. ¡Hay una diferencia inmensa! Tus animales tienen color, porque además de inocentes, transparentes, sinceros y alegres, sos vos el que los ve así. Hasta que no mires a la gente del mismo modo, seguirán siendo grises, marrones, blancos, azules y negros. El que les tiene que pintar el alma de colores sos vos. Vas a ser una especie de Gepetto poniendo corazones de fantasía. Un pequeño dios pagano de mundos de papel o celuloide.

La Maestra lo hizo acercar. Le dio un beso muy tierno y lo desafió:

—Andá a poner almas en esos cuerpos, que no pueden andar así, desnudos de espíritu por tu imaginación. Se van a morir de tristeza. Pueden ser dramas, comedias, parodias o tragedias, pero cada uno tiene su color, porque simplemente cada uno tiene alma. Alguien tiene que pintarla ¡Pintalas vos!

El Fabricante de Historias, durante seis meses y un día, observó y pensó a la gente real de carne y hueso. Vio y aprendió que la realidad podía ser más rica que la más febril de las fantasías. De a poco las fotos que tomaba de los personajes reales o inventados fueron tomando color. Algunos con una gama cromática extraña, casi insólita y a medida que iba aprendiendo, la paleta se ampliaba y hasta variaba en el tiempo para cada personaje.

El Fabricante de Historias ahora es Escribidor, porque a las historias, ya sabe que se las cuenta en monocromo por técnicamente perfectas que sean.

Para Aída Bortnik, con el infinito agradecimiento de Jorge Alejandro Ricaldoni en 2010.

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