Eche una moneda de 20
(Si quiere ver la vida color de rosa)
Esa mañana del verano de 1930, Alexander, como todos los días, salió de su casa mientras el sol todavía hurgaba a unas pocas nubes en el horizonte. El calor, al que no estaba acostumbrado, se sentía intensamente en su nuevo país. Alexander, pese al verano y la humedad que llegaba del río, vestía un traje de franela gris, una gorra del mismo color y llevaba un morral de lona verde colgado del hombro, la usanza polaca que había migrado a la Argentina junto con él, sus recuerdos, nostalgias e imágenes para nada casuales de San Casimiro.
Caminó por una calle de tierra en dirección a la estación del ferrocarril. Los árboles del lugar albergaban a una multitud de claveles del aire que mostraban sus ínfimas flores rojas antes de Navidad.
Cruzó las vías y se paró en el andén de bajada, en dirección a Buenos Aires. Revisó sus bolsillos y comprobó que tenía la pequeña libreta de cuero rojo que guardaba el abono ferroviario mensual. Observó impaciente al reloj de la estación, que marcaba las seis menos diez de la mañana. Miró en dirección al Norte. Por sobre el cartel que indicaba el nombre de la parada “Don Torcuato”, vio la columna de humo de la locomotora que traía al convoy desde la lejana Villa Rosa.
A las seis menos cinco minutos, luego de la efusión de enormes nubes de vapor, y ruido a hierros frotándose, la locomotora y sus vagones finalmente se detuvieron frente al andén del villorrio Don Torcuato. Todos los pasajeros que esperaban en el andén, se alejaron de las vías. Las fumaradas que se produjeron en la frenada del convoy no disminuían y lo envolvieron todo con un olor acre.
Bajaron unos pocos trabajadores que iban a las quintas de la zona. A la mayoría se los adivinaba italianos. Alexander los distinguía por la forma de los inmensos bigotes que les cubrían los labios superiores y porque gesticulaban demasiado cuando hablaban. No esperaban a que el tren se detuviera para lanzarse apresurados a la plataforma del andén con sus herramientas a cuesta. Cuando todos bajaron, los pasajeros que esperaban en la estación, subieron al tren. Alexander subió al primer vagón de pasajeros que era el de tercera clase. Lo ponían inmediatamente después de los dos furgones de carga porque solía recibir el humo, vapor, y a veces hasta chispas encendidas que se originaban en las chimeneas y los pistones de la locomotora. El interior y los asientos eran de roble y bronce.
Los changarines de la estación cargaron varios tarros de leche y canastas con verduras en los furgones de carga. Ni bien todo estuvo arrumado, el jefe de la estación hizo sonar la campana y el maquinista anunció la partida con un pitido de doble tono muy agudo, característicos de las locomotoras suizas de la línea de trocha angosta Ferrocarril Nacional de Buenos Aires, al que todos llamaban simplemente “El Provincial”.
La velocidad de convoy aumentó y Alexander miraba el paisaje por la ventanilla abierta. Prefería aguantar el humo antes que el creciente calor de la mañana. Su rostro se veía nostálgico. Se atusó sus bigotes manubrio cuando se vio reflejado en el vidrio de la puerta del vagón y notó que no estaban simétricos. La nostalgia de la proximidad de la Navidad en soledad, el sol y el traqueteo lo adormilaron.
Lo despertaron unos golpecitos nerviosos del guarda, en la manija de bronce del asiento de madera. Metió la mano en el bolsillo y le entregó la libreta con el abono. El inspector lo saludó con un gesto mudo, como todos los días, miró la fecha del abono como si fuera la primera vez, lo marcó en el espacio correspondiente al viernes 19 de diciembre, en la fila que correspondía a la IDA, y se lo devolvió agradeciéndole con un leve toque en la visera de la gorra.
Alexander, aletargado, volvió a mirar hacia afuera mientras el tren cruzaba el puente sobre el río Reconquista y mientras se detuvo en innumerables estaciones. La única que le gustaba a Alexander era la Parada Balneario porque era desde donde se podía ver el Río de la Plata en toda su magnificencia. Finalmente el tren llegó a terminal de Retiro en la ciudad de Buenos Aires. La estación era lujosa y recordaba a las grande “gares” francesas.
Salió arrastrado por la multitud. Casi todos estaban vestidos con ropa de modesta franela gris e infaltables gorras de visera del mismo tono. Algunos corrían y otros caminaban hacia la Plaza de los Ingleses. Todos traspiraban a mares. Caminó por la calle Maipú, pasando por frente a la gigantesca terminal del Ferrocarril Central Argentino, hasta el Paseo de Julio. En una plazoleta, en medio de la avenida esperó que pasara alguno de los tranvías que lo llevarían hasta el Correo Central. El primero en llegar fue el 25. Subió por la parte de atrás y el guarda italiano le vendió un boleto de 15 centavos. El tranvía estaba lleno por lo que tuvo que viajar parado. Cuando se estaban acercando al Palacio del Correo Central se corrió hacia la parte de adelante del coche y le pidió al conductor que se detuviera en la intersección con la calle Corrientes. Era el único pasajero que bajaba en ese lugar, por lo que el conductor lo único que hizo fue aminorar la marcha y Alexander se tuvo que bajar a la carrera del coche eléctrico. La prisa del conductor se debía a que el policía de tránsito de la intersección le daba paso mientras le hacía gestos para que se apurara. Alexander lo maldijo y al instante se arrepintió, miró al cielo y se hizo la señal de la cruz como pidiendo perdón.
Una locomotora a vapor cruzó frente a la entrada al puerto de la calle Sarmiento tirando de muchos vagones y todo fue estruendo. Alexander esperó a que terminara de pasar el convoy, cruzó hasta la entrada al puerto de Buenos Aires. Pasó por la oficina, firmo el libro de presentismo y volvió al dock. A pocos metros de allí estaba la grúa guinche donde tenía que tomar el turno de su trabajo.
Las radas eran un hervidero de estibadores, marinos de piel muy arrugada, mendigos, braceros buscando trabajo, carros tirados por caballos inmutables que lo bosteaban todo para alegría de las moscas, y camiones que invariablemente se negaban a arrancar. Las palomas se movían en bandadas por cada bolsa que perdía unos pocos granos de trigo. Los gorriones, mucho más rápido y ágiles, les ganaban en llevarse los mejores granos.
Una prostituta se ofrecía insolentemente. Alexander ni la miró. Subió a la grúa por la escalerilla lateral sintiendo la vibración del gigantesco motor eléctrico Ganz que era el corazón de aquel brazo mecánico.
Entró a la cabina. Lo recibió su compañero del turno anterior, un criollo aindiado de amplia sonrisa blanca, pelo crespo engominado y vestido tan solo con un pantalón y una musculosa. Se dieron un fuerte apretón de manos.
− ¡Gracias Polaquito por llegar siempre a tiempo! − le dijo su compañero con una sonrisa.
− Mientras el tren llegue en hora… − le respondió Alexander.
− Los trenes siempre llegan a tiempo.
− El Central Argentino puede ser, pero no se olvide que yo vengo en el tren de trocha angosta del Provincial − le explicó Alexander.
− ¿Y usted se queja Polaco? Lo mío es muchísimo peor. A mi barrio, la Chacarita, no llega ni el tren ni el tramway así que tengo que venir desde Primera Junta en el colectivo 7. Son una bazofia. ¡Esos artefactos no van a funcionar nunca! ¡Tardan mucho! Además se rompen a cada rato. Son Ford o Chevrolet… Norteamericanos… ¡Una porquería!
– ¿Y el Ferrocarril Central Buenos Aires? ¿No sale de Chacarita?
–Mire Polaquito, ese me serviría si trabajara en el puerto de Campana, pero por ahora el conchabo lo tengo aquí.
− ¿Qué hacemos hoy? − Le preguntó Alexander cambiando abruptamente de tema.
− Hay que embarcar latas de corned beef y de carne de cordero para Alemania − le contestó su compañero.
− ¿Para Alemania? ¿Quién embarca eso? − preguntó Alexander con asombro y desagrado.
− Los gringos del Swift.
− ¡Qué raro! ¿Por qué embarcan desde este dique y no del puerto de ellos en La Plata? − Se extrañó Alexander.
− Yo me malicio que los gringos no quieren que los vean cargando alimentos en un vapor que va para Alemania − supuso el criollo– A la gente no le gustaría saberlo.
–¡Pero a Uriburu sí, que es el que les da el permiso!
–Mire… –continuó el criollo resignado– Lo que sé es que con el Peludo Yrigoyen, esto un hubiera ocurrido.
− ¡Los ingleses, algún día se van a arrepentir de darles de comer a los alemanes! Es como alimentar a su propio verdugo. Mis padres, en Varsovia, me contaron en la última carta que desde Alemania y Rusia, amenazan todos los días a Polonia por la radio − contó Alexander.
− ¡Ah! ¡Perro que ladra no muerde! – Lo tranquilizó el morocho – Vi en el noticiario del cine que los polacos firmaron el tratados de no agresión con los alemanes y tienen una alianza militar con Francia. − Dijo el compañero de Alexander mientras salía de la cabina de la grúa guinche.
− Yo no estaría tan seguro. − Contestó Alexander mientras le daba otro apretón de manos a su compañero que salía. − ¡Suerte con el colectivo!
− ¡Hasta mañana, si Dios quiere! − terminó el hombre mientras descendía por la escalerilla.
Alexander empujó una palanca y el cable de acero con una red en la punta, bajó hasta el muelle y se abrió como una medusa. Los estibadores colocaron cajas de cartón con un contenido que parecía ser muy pesado. Cuando la pila llegó a unos dos metros de altura, un capataz hizo sonar un silbato. Alexander se dio por enterado. Hizo sonar una bocina eléctrica. Los estibadores se retiraron. Tiró de una palanca y el cable se arrolló en su bobina. La red aprisionó las cajas y la grúa las elevó. Alexander, a medida que las levantaba, movía la cabina con el guinche en dirección al barco amarrado. Llevó el guinche sobre una compuerta que daba a la bodega del barco alemán. Vio con desagrado la bandera con la cruz de malta que identificaba al buque como alemán. Hizo bajar la carga lentamente haciendo sonar la bocina eléctrica insistentemente hasta que oyó la sirena del barco. Allí detuvo la máquina y la frenó, jalando trabajosamente de otra palanca dentada.
Al mediodía, en su hora de almuerzo, cruzó hasta un galpón enorme que tenía aproximadamente una cuadra de largo. El gobierno argentino, desde hacía muchos años, había armado allí un comedor gigantesco. Los trabajadores del puerto pasaban con un plato hondo y, por apenas dos pesos, les servían guisos o sopa de fideos. A los menesterosos y a los inmigrantes, que no tenían el dinero para pagar, les servían igual. El lugar estaba lleno de obreros portuarios, marineros de todas las razas, estibadores, polizones, prostitutas, inmigrantes recién llegados, falsos ciegos y los de verdad, lisiados de guerra, lúmpenes, mendigos y desahuciados… Nadie se iba sin su plato de comida de aquella Babel porteña. El turno empezaba a las 11 de la mañana y se extendía hasta las 3 de la tarde. Cuatro a cinco mil personas paseaban su hambre o su miseria frente a las ollas de comida cada día. Alexander se juntaba con otros polacos y comentaban las pocas noticias que les llegaban de sus lejanas tierras e intercambiaban miedos que se repartían entre los alemanes, que resurgían de su derrota y los bolcheviques que no abandonaban los modos imperiales de sus antiguos opresores.
A las seis de la tarde bajó por la escalerilla de la grúa. Se cruzó con su reemplazante eslovaco. Se dieron las manos sin cruzar palabra y Alexander terminó de bajar. Salió por la puerta de la calle Sarmiento. Pasó por el frente del Correo cuando vio que venía el tranvía que lo devolvería a la Estación Retiro. Se apeó en el Paseo de Julio y la calle Florida, en la esquina del Parque Japonés. En lugar de cruzar por la plaza de los ingleses en línea recta a la estación, fue caminando por la calle Florida para poder pasar, caminando lento, por frente a la entrada del parque de diversiones. Allí había un gigantesco galpón de chapas pintadas de blanco que tenía un cartel que anunciaban “Circo Parque Japonés”. Al costado, a la izquierda, estaba la entrada al parque que era un tosco semicírculo de hierro. Alexander se paró mirando hacia adentro. Había mucha gente, se oía música, hacía calor y era viernes. Dos o tres veces amagó a entrar y se detuvo.
Apoyado en la base del semicírculo de la entrada, había un hombre, modestamente vestido, extendiendo su gorra en señal de pedir limosna. Lo vio a Alexander y se le acercó:
− ¿Me podría dar veinte centavos? – le pidió el mendicante en un castellano dificultoso.
Alexander lo miró fijamente y le preguntó en polaco:
− ¿De dónde es? ¿Polaco o pruso?
− ¡Polaco! –Le contestó el pordiosero– ¿Y usted debe ser de Vilna, por la forma de hablar? ¿Es polaco o lituano?
–Polaco, católico. ¿Y usted de dónde es?
–De Gdansk. De todas formas Jozef Pildsuski se encargó personalmente de deportarme de la ciudad cuando dio el golpe de estado en el ’25, como si yo fuera un pruso o un alemán. ¡Aquí estoy! ¡Solo, sin familia y con un trabajo mal pago!
– ¿La Sociedad de Naciones no lo ayudo?
–Sí, poniéndome en un barco que no sabía a dónde iba y terminé acá.
− ¿Necesita dinero para comer? − le pregunto Alexander piadosamente.
− ¡No! necesito nada más que veinte centavos para ver a mi familia. A Ewa, mi mujer, y a los niños que quedaron en Gdansk.
Alexander lo miró extrañado. Entrecerró los ojos con gesto de duda. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un puñadito de monedas. El pedigüeño le indicó una moneda de níquel de veinte centavos. Alexander se la dio. El hombre le agradeció con exageradas reverencias.
− ¡Espere! − Lo detuvo Alexander − ¿Cómo hace para ver a su familia con veinte centavos?
− Echo una moneda en la ranura.
– ¡No le entiendo!
–Hay una máquina de Edison allí adentro que dicen que anda mal. Le echo un moneda de 20 centavos por la ranura, se enciende una luz y van pasando las fotos de ellos − contestó el refugiado.
El hombre, apurado, se dio media vuelta y se metió en el parque de diversiones. Alexander asombrado, dudó un poco. Agachó la cabeza y cuando la levantó nuevamente, el hombre había desaparecido en medio de la multitud. Alexander dudó nuevamente hasta que finalmente entró. Un marinero, muy borracho, con uniforme de la Armada Argentina, lo interceptó de mal modo para exigirle dinero. Alexander hizo como que no le entendía y le dijo en polaco que no tenía dinero. El marinero lo miró con desprecio y le gritó:
– ¡Ruso de mierda! ¡Bien que venís a matarte el hambre acá! ¿y no podés darme dos pesos?
Alexander sintió furia por haber sido tratado de “ruso” más que por el improperio inútil. Apretó los puños. Sus músculos, acostumbrados a tratar con fierros y palancas, se tensaron, pero se contuvo. No estaba para pelearse con un conscripto borracho, sino para saber qué era lo que veía su coterráneo en esa extraña máquina de Edison.
El parque era un estrambótico territorio donde los sueños se superponían a las fantasías, y en otros casos a las pesadillas y lo marginal. Todo tenía un toque de cierta rareza supuestamente oriental mezclada con pacotilla teatral barata y de dudoso gusto. Los pasillos estaban improvisados con pedregullo blanco que crujía bajo los pies de los paseantes produciendo un ruido permanente que se sumaba al griterío, la música y los ruidos a fierros flojos de los juegos mecánicos.
A la izquierda de la entrada principal, estaba la carpa de los enanos y el puesto de estos hombres bajitos, que deambulaban por decenas de un lado al otro sin rumbo fijo. No hacían nada artístico, cómico o especial, ellos eran el fenómeno en sí mismos. Caminar sin destino era su trabajo. Los niños los miraban maravillados por verlos a su propia altura y que sin embargo tuvieran barbas y bigotes. Algunos estaban disfrazados de ayudantes de Papá Noel aprovechando la proximidad de la Navidad. Además de los enanos había una enorme cantidad de gitanas vagabundeando por el parque, ofreciendo tirar las cartas o leer las líneas de las manos por un níquel de veinte guitas. Caminaban de a dos o tres. Todas tenían trenzas y tetas inmensas. Exhibian escotes insondables. Las señoras las miraban con fastidio y los señores con codicia. Si no podían leer la suerte, probaban la propia, pidiendo cincuenta centavos a modo de extorsión para que al desdichado caminante no le cayera rayo que lo dejara seco o que no muriera abrasado en un incendio. Algunos temerosos sacaban un seguro contra la yeta dándoles unos pocos centavos que las gitanas, aunque escasos, nunca rechazaban.
Todo el parque estaba iluminado por guirnaldas con lámparas de colores. El edificio de cartón piedra que emulaba al Coliseo Romano estaba perfilado por unas pequeñas lamparitas blancas.
En el centro del predio, el ruido se volvió ensordecedor. Cada sonido correspondía a una de las fantasías representadas en aquel parque de diversiones. Para completar el caos, un pequeño tren a vapor recorría todo el parque llevando a los niños y sus padres. El conductor estaba convencido de tener la obligación ineludible de ir tocando el silbato de la pequeña locomotora en forma permanentemente. Con esa insistencia avisaba de la presencia del tren a los caminantes distraídos y de paso fascinaba a los niños.
En una jaula esférica de acero había dos motociclistas, que daban vueltas y más vueltas dentro de lo que habían llamado “El círculo de la muerte”. Los motores de ambas motocicletas roncaban ensordecedoramente. Alexander se detuvo a mirar el espectáculo monótono, pero no por ello exento de peligro. Cada vez que las motocicletas se cruzaban demasiado cerca se sentía un “¡Aaaaah!” de la multitud que en realidad esperaba un choque definitorio y ser justo ellos los testigos.
Todo era de un color blanco crema con fileteados de colores. Chapas, maderas, carteles y lonas repetían el color y los motivos que lo acompañaban. De tanto en tanto se veían siluetas de templos budistas o lotos pintados y eso era todo lo japonés que podía encontrarse en el lugar.
En el fondo del lote, se oía lejanamente, que alguien cantaba con más virtud de la que necesitaba un artista para estar en la carpa de un parque de diversiones. Un polichinela intentaba dar volteretas con sus manos, lo que erraba una vez tras otra.
El olor de las manzanas acarameladas, del algodón de azúcar y del pochoclo recién reventado, invadía el aire de por sí ya pesado de la tarde veraniega. De tanto en tanto, llegaban como oleadas de olor a chorizos asados que recordaban el hambre del atardecer.
Había gente de las más diversas clases por todas partes. Familias con niños gritones y padres aburridos; madres acongojadas para que sus vástagos no se alejaran más de dos pasos de ellas; abuelas que le recomendaban a sus nietos no correr, nietos que corrían sin prestarle la más mínima atención a sus abuelas; monjas con huérfanos vestidos de negro, o gris raído pidiendo limosna por la proximidad de la Navidad. Los políticos radicales, que no salían de su asombro por el golpe cívico militar del 6 de septiembre de ese mismo año, se juntaban en el bar con mesas y sillas metálicas a vociferar hasta que se acercaba un policía ceñudo, o el mozo con el vino, los sifones y el hielo. En cambio, los socialistas tenían una verba encendida y discurseaban con palabras difíciles a unos auditorios ínfimos a los que se podía sospechar de claque armada. Por su parte, los anarquistas se manifestaban permanentemente indignados por la iniquidad de todo lo que ocurría en el mundo. Se reunían vociferando contra todo y acusando a todo el espectro político que no fueran ellos mismos. Los policías los miraban fijamente intentando en vano amedrentarlos. Tres Reyes Magos con barbas de crin, sudaban la gota gorda y trataban de contener como podían a un dromedario y a dos caballos mancarrones.
La estructura de la montaña rusa era de madera. Rodeaba, y luego cruzaba, a un falso volcán de cartón piedra. Los carros se metían por un túnel que en la entrada tenía un cartel que advertía “Cuidado con los sombreros”. El mayor atractivo del falso volcán era que humeaba y chisporroteaba en la cima iluminando a un cartel que decía “Parque Japonés”, y que se podía ver desde el Paseo de Julio y también más lejos, desde las grúas guinche de los diques del puerto.
En un puesto de chapa, un hombre sin brazos tiraba al blanco con un rifle de aire comprimido que manejaba con los pies. En otro, casi idéntico al anterior, un prestidigitador manco del brazo derecho hacía maravillas con los naipes a pesar de su descalabro. En su rutina, le gritaba a la multitud:
– A pesar del accidente de moto, en el que perdí mi brazo derecho, me superé y aprendí a manejar las cartas, como modo de ganarme la vida.
La explicación le sonó a Alexander como la confesión de un pecado. Cuando el prestidigitador decía que el accidente había sido en una moto, todo el público hacía comentarios o se asombraba en un “Ooooh!” generalizado. El hombre sabía perfectamente cómo imprimirle un sentido trágico a su discurso para preparar al público a maravillarse mucho más con sus dotes de manco. Alexander, mecánico experto y alma curiosa, le dio vuelta al retablo del prestidigitador, para verlo casi de espaldas. Así pudo notar que el hombre escondía un brazo, que no mostraba. Quedaba oculto en el saco del smoking demasiado brilloso por el desgaste. Era un brazo que se notaba pequeño, atrofiado y deformado, con una mano como la de un bebé. Tal vez esa deformidad de nacimiento haya sido una situación más trágica en su vida que el supuesto accidente de moto, pero el hombre sabía cómo vender su condición diferente.
Alexander reconoció a los animadores como a una parte del lumpenaje que durante el día recorría los docks del puerto. Al anochecer, indudablemente, trabajaban de fenómenos en el parque de diversiones: un conocido prostituto del puerto era el que hacía de hombre tragasables. El hombre lanzallamas era un estibador sindicalista y anarquista.
− ¡Qué coherentes! − musitó Alexander para sí mismo moviendo la cabeza de un lado al otro.
Unos metros más adelante le llamó la atención la carpa de alguien que se hacía llamar “Sabú el magnífico”. Era una especie de atleta musculoso que se untaba vaselina por todo el cuerpo y movía espasmódicamente los músculos, especialmente los del abdomen. Las mujeres hacían gestos de repugnancia, pero no le sacaban los ojos de encima. Los chiquilines trataban de imitarlo en medio de un griterío. Los hombres se sonreían con evidente envidia.
Desde los altoparlantes se oía la de la cantante de moda: Alberto Morán, entonando el tango que era furor del momento: “Al mundo le falta un tornillo” de José María Aguilar y Enrique Cadícamo. Los más jóvenes seguían la letra a los gritos, especialmente en la parte que decía “Hoy no hay guita ni de asalto/ y el puchero está tan alto /que hay que usar el trampolín. / Si habrá crisis, bronca y hambre, / que el que compra diez de fiambre / hoy se morfa hasta el piolín”. A pesar de la crisis los grupetes terminaban a las risotadas, festejando la letra zumbona.
Casi en el fondo, lindando con los campos de Catalinas Norte, en una carpa detrás del volcán, Alexander distinguió al polaco que le había mangueado el níquel.
Dentro de la carpa de lonas pintadas había unas cincuenta viejísimas máquinas de Edison en las que, la poca gente que por allí pasaba, ponía una moneda en una ranura y miraban a través de un vidrio de aumento. Mientras tanto, hacían girar las manivelas de cada máquina para que las fotos pasaran delante de sus ojos. El paso de las fotos sucesivas daba la ilusión de movimiento. Se veían brevísimas películas de “cowboys” que duraban un par de minutos cada una, dependiendo de la velocidad con la que se girara la manivela. Las fotos, de tantas pasadas estaban arqueadas, desteñidas y cuarteadas.
Cuando las fotos terminaban de pasar, la luz se apagaba y la manivela se trababa. Había que poner otra moneda de veinte centavos en la siguiente máquina donde continuaba el episodio. Había cowboys cuya vida transcurría a los tiros, escenas eróticas de una mujer en ropa interior con medias y enagua de seda y algunos terribles crímenes con inmensos cuchillos en las penumbras.
En el fondo de la carpa había una máquina solitaria, maltrecha y descascarada, que tenía un cartel que anunciaba que allí se podía ver la vida color de rosa por 20 centavos. En esa máquina estaba el polaco, haciendo girar la manivela muy lentamente y sonriendo. Alexander se le acercó y le preguntó en su idioma natal, qué era lo que miraba con tanto entusiasmo. El hombre se dio vuelta, lo miró de arriba a abajo y le contestó.
− Este es mi hermano Carol con mi hijo Ladislav. ¿Quiere verlos?
Alexander se acercó al vidrio de aumento y vio una foto coloreada de Charles Chaplin con Jackie Coogan tomada de un fotograma de “El pibe”. Se alejó contrariado, lo miró al polaco y le dijo:
− Son Chaplin y Coogan.
− ¡No! ¡No! ¡Son Carol y Ladislav…! ¡Cómo ha crecido este chico! − continuó haciendo girar la manivela − ¡Esta es Ewa, mi mujer! ¿No es hermosa?
Alexander se acercó al visor y vio una foto prolijamente coloreada, pero absolutamente ajada, de Greta Garbo.
− Sin embargo, a mí me parece que es Greta Garbo… − comentó Alexander.
El polaco no le prestó atención y giró la manija.
− ¡Mire! ¡Aquí esta Ewa con Doda! Doda tenía apenas un año cuando me mandaron al exilio. ¡Está hermosa…! ¡Mírela!
Resignado, Alexander volvió a mirar por el visor y se encontró una foto de Carol Lombard y la niña Shirley Temple. Alexander hizo un gesto de negación con la cabeza. El polaco volvió a mirar por el visor y le dijo a los gritos:
− ¡Son Ewa y Doda en el jardín de mi casa de Gdansk! ¡Lo que pasa es que usted no las conoce!
La luz de la máquina se apagó y la manija quedó frenada. El polaco hizo un gesto de resignación al notar que ya no le quedaban monedas. Lo miró suplicante a Alexander, que revolvió en el bolsillo y le dio dos de los níqueles que le quedaban.
− ¿Otro no? − Le preguntó el refugiado con un gesto infantil de inocencia.
− Los necesito para sacar el boleto – le mintió Alexander.
Esperó que su compatriota viera dos lentas vueltas de fotos. Cuando la luz se apagó por segunda vez, el polaco se golpeó el muslo con la gorra y se fue. Cuando estaba por salir de la carpa se dio vuelta, lo miró a Alexander y le dijo:
− Para mí, esto es más importante que comer. ¡Gracias paisano, que Dios lo bendiga!
El hombre se fue arrastrando los pies. Su figura delgada y el pelo desprolijamente largo lo igualaban con otros que, como él, deambulaban como fantasmas en la noche del Parque Japonés. Cuando se perdió de vista, Alexander se acercó a la máquina e introdujo el níquel de veinte centavos en la ranura. Se acercó al visor y cuando se prendió la luz, para su asombro había una foto de él mismo con una chica muy bella a su lado.
− ¡Giuliana…! − dijo con asombro.
− ¿Quién es Giuliana? − le preguntó desde atrás la voz en polaco. Alexander se dio vuelta y vio al hombre que había regresado con otro níquel en la mano.
− La tanita que conocí en el conventillo de La Boca ni bien llegué a Buenos Aires hace cinco años.
− ¡Siga girando la manivela entonces! − Le dijo el polaco – ¿Vio que yo tenía razón?
En la siguiente foto se vio nuevamente a sí mismo, también a Giuliana que llevaba a una beba primorosa en brazos. Se alejó del visor con lágrimas en los ojos.
− ¿Y esto? − le preguntó al polaco.
− Usted tiene que meter su moneda por la ranura para ver la vida color de rosa. ¡Siga!
– ¿Cómo es esto? –Le pregunto Alexander– ¿Cómo sabía usted de esto?
El polaco se encogió de hombros, en un gesto de “no sé nada”.
– ¡Hable paisano! ¿Quién es usted?
El polaco se echó la gorra para atrás, metió las manos en la chaqueta y luego de un interminable silencio le dijo:
– ¿Qué le parece si le digo que soy un espía de Dios?
Alexander lo miró incrédulo, se dio vuelta sobre sus talones y volvió a girar la manivela de la máquina de Edison. En la siguiente foto estaba una vez más él mismo. Giuliana también, pero esta vez con la niña sonriente llena de rulos negrísimos, y un niño más pequeño. Atrás estaban sus propios padres, los que habían quedado en Vilna. Todos estaban en la casa quinta de Don Torcuato. Sus padres se veían más viejos, pero todos sonreían. En las siguientes fotos se vio a sí mismo, adulto, con una chica y un muchacho, ambos parecidos a él en su presente. El resto de las fotos parecían haber sido tomadas en un extraño futuro. Una de ellas lo mostraba a Alexander y al joven arreglando el inmenso motor de un extraño auto de carrera, mientras Giuliana y la muchacha le cebaban un mate.
Siguió dando vueltas la manivela hasta que la luz se apagó. Se alejó de la máquina. El polaco puso su propio níquel. Alexander se fue caminando lentamente, tenía una larga espera hasta que saliera el último tren que paraba en Don Torcuato.
El lunes 22 y el martes 23 de diciembre de 1930, la rutina de su viaje y su trabajo se repitieron. Al atardecer pasaba por el Parque Japonés e iba directamente a la carpa de las máquinas de Edison, y en particular a aquella a la que nadie le prestaba atención, salvo el polaco refugiado con el que a veces se cruzaba. Aquella extraña máquina permitía nada menos que ver la vida color de rosa. Vio muchísimas veces las fotos de Giuliana y aquellos muchachos, que por ahora le eran desconocidos.
El miércoles 24 de diciembre al mediodía lo vio de lejos al polaco menesteroso, pidiendo su plato de alimento en el comedor del puerto. Por ser 24 de diciembre les sirvieron pollo guisado y un pedazo de pan dulce como postre.
Esa tarde el Parque Japonés no abrió, así que cruzó directamente a la estación del Ferrocarril Provincial. Llegó a su casa, se cambió y se fue a pasar una solitaria Nochebuena en la capillita del pueblo.
El viernes 26 de diciembre marcó la vuelta a la rutina, pero con un calor más agobiante si se podía. Hizo el cambio de turno como todos los días a las nueve de la mañana. Se sacó la camisa para aguantar mejor el calor adentro de la cabina metálica de la grúa guinche. Vio sus músculos brillantes por el sudor y se le ocurrió imitar sin suerte al envaselinado “Sabú el magnífico”.
Ese día le tocaba seguir hasta las dos de la tarde. Al mediodía vio, desde su posición privilegiada, entre la arboladura de los barcos que salía una tupida humareda de la montaña rusa del Parque Japonés. Le pareció que para un efecto era una exageración. A los pocos minutos oyó pasar a los carros de los bomberos que se desplazaban a toda velocidad por el adoquinado del Paseo de Julio. Adelantó la grúa para tener una vista más despejada. Salió a la portezuela de la cabina para ver mejor y ya no había dudas. La montaña del Parque Japonés se estaba prendiendo fuego. Se desesperó y bajó por la escalerilla de hierro que le quemó las manos por estar expuesta al sol del mediodía.
El capataz lo increpó recordándole que no podía dejar la grúa hasta las dos de la tarde.
− ¡En el Retiro hay un incendio enorme! ¡Tengo que ir! − Le gritó Alexander.
− ¡Vuelva a su lugar inmediatamente! − Lo interrumpió el capataz, mientras Alexander sin oírlo corría desesperadamente en dirección al Norte. Cruzó las cuadras que lo separaban de Retiro en pocos minutos. Cortó camino por los campos de Catalinas Norte y llegó al Parque Japonés por la parte de atrás. Los bomberos estaban atacando al fuego que se había iniciado en la montaña rusa. Los cuidadores sacaban a los animales del Coliseo Romano y a los del Circo de Berlín que funcionaba en el galpón blanco de chapas. Los llevaban a los campos de Catalinas. Una puntal encendido de la estructura de la montaña rusa se desplomó sobre la carpa de las máquinas de Edison prendiendo fuego a las lonas pintadas como si fueran papel viejo. Alexander, desesperado, quiso avanzar en el momento que salía el cuidador alemán con los elefantes que se veían muy nerviosos. Alexander retrocedió. La carpa ardía llevándose en las lenguas de fuego las ilusiones y la vida color de rosa.
Esa tarde, en el camino de vuelta para su casa, el Parque estaba cerrado. Vio al polaco entre los cientos de curiosos que se reunían sobre la calle Florida para ver los restos humeantes de la estructura de madera que había quedado desnuda del cartón piedra quemado.
El polaco tenía el rostro desencajado. Estaba perdido. No le pedía nada a nadie. En un instante se mezcló en la multitud y no lo volvió a ver.
El lunes 29 de diciembre, cuando terminó su horario de trabajo, Alexander se lavó cuidadosamente, se cambió la ropa, se perfumó con Colonia de La Franco−Inglesa y salió en dirección al Paseo de Julio. En lugar de tomarse el 25 o el 46, en dirección a Retiro, se tomó el tranvía 12 en la dirección contraria, rumbo al Sur y que lo llevaría a unas pocas cuadras del conventillo donde había vivido en La Boca. Estaba seguro que Giuliana lo recibiría con una sonrisa y hasta tal vez con un afectuoso abrazo.
La vida ya no se podría ver color de rosa, por un níquel, pero Alexander había decidido que ahora tenía que vivirla de ese color.
Inspirado en el poema Eche veinte centavos en la ranura (1926) del poeta Raúl González Tuñón.
Para mi nieta Sofía y que sepa algo de los que llegaron antes, para que ella hoy pueda estar acá.
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