Recuerdo aquella vez…

Todos tenemos muertos en el armario, eso es obvio, más o menos, todos hemos caído en el burdo engaño de nuestra imaginería, y hemos visto hermosas aves donde solo había rapaces, pero aquella vez, fue el colmo de las malas jugadas de mi traviesa cabeza.

Era de estatura limitada, prominente nariz, y siempre caminaba encorvado como si escondiese algún mezquino secreto; no tenía andares de galán, al contrario, caminaba sin recelo como si de un viejo pistolero se tratara.

A mí me resultó infinitamente atractivo. Todos sus defectos, soberanamente evidentes, me resultaban carismáticos, como si en lugar de ser sencillamente un hombre común y feo, fuera un vaquero al estilo Clint Eastwood, defensor de causas con sentido y salvador de damiselas en apuros.

Pero ni yo fui jamás una damisela en apuros, ni él un valiente salvador. Mas bien era un pequeño vaquero que siempre estaba en apuros y al que había que estar salvando constantemente.

Fue entonces cuando empecé a intuir su maldad, su perversa gana de quemarse a cualquier precio, eran tan cambiantes sus emociones que no se sabía donde empezaban los sentimientos y donde su volátil humor. Estar a su lado era una montaña rusa interminable. Y esto puede marear a cualquiera, incluso a mí, que siempre me encantó el quemarropa, las bacanales y el exceso de piel para evitar las hieles de mi memoria. Pero a su lado, todo era un eterno va y ven, arriba y abajo, cerca y lejos, todo era demasiado de todo. Y aunque sus arranques de ira venían seguidos de efusivas caricias, pronto empezó a pesarme el juego de lo intenso.

Poco a poco, y mas brutalmente que otra cosa, sus idas y venidas, sus eternas guerras y sus eternos problemas, fueron acaparando nuestros tiempos, hasta el punto de que en aquella relación todo lo ocupaba él y sus historias. Y como si de una botella de champan se tratase, un día descorchó de forma efusiva, e ineludiblemente, la puerta de mis recuerdos más clausurados, y entre tanto dilema ajeno, se presentó ante mí el verdadero motivo de mis propios engaños y mis propias rarezas.

Fueron desfilando ante mis inquietos ojos, los zombis del armario, pequeños monstruitos a los que había dado caza sin miramientos, personas inocentes o culpables, que habían estado en el momento equivocado frente a la mujer equivocada, o mas bien la mujer que estaba equivocada y que nunca entendió hasta ahora, que al corazón hay que darle un tiempo para sanar, porque poner tirita tras tirita infecta la herida, que tornándose profunda y oscura, termina por emerger cuando aparece otro cazador, más hábil y más necesitado de consuelo, que ocupa demasiado espacio, hasta que él mismo resulta un vendaje extenso y tirante, y tienes que arrancártelo de cuajo, o sufres el riesgo de perder el miembro entero por ausencia de circulación. Y si ese miembro es el corazón, imaginen el conflicto. Así que sin miramiento desenredé el complicado y enredado vendaje, que ocultaba tiritas tan viejas como mohosas.

Fue terrorífico, al quitarlo salió todo junto, y no quedo apósito alguno sobre el miembro en carne viva, postulado, dolorido, y con un color indefinible, fruto de la infección subyacente que parecía crecer a escondidas.

Es curioso, pues justamente ese tipo mohíno de paso encorvado, que me hirió con rotundidad, nocturnidad y toda alevosía por su parte, fue el salvador de mi más antigua herida, pues me la dejó al descubierto, al aire, y es bien sabido que hay ciertas dolencias que solo curan si se oxigenan. Y ese fue su regalo para mí, me dejó el corazón tan al aire, que respire aliviada, al ver que aún latía sin tapón alguno.

Así fue, como con ojos nuevos, y el corazón por bandera, me decidí a devolverle el favor, y desvendar cada una de sus heridas, en secreto y a escondidas. A veces, quedarse en carne viva es el único remedio a nuestros males.

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