El «aparato»

El «aparato»

Paz Agüero

29/04/2017

Yo no me tenía fe, pero mi amigo me incentivó a que escribiera una historia. En honor a él, este relato.

Ella se llama Micaela, él Jerónimo. Pero en esta historia hay un tercero, un tercero llamado Felipe.

Jerónimo y Felipe eran compañeros desde jardín. Eran más que compañeros. Eran mejores amigos, confidentes, cómplices el uno del otro. Ambos conocían en profundidad a la familia del otro y usurpaban la casa de su amigo como si fuera de ellos. Felipe siempre fue muy mujeriego, andaba con una y otra y las relaciones no le duraban mucho tiempo. Le encantaba la noche y «la buena vida» como le decía el.

Micaela y Jerónimo se habían conocido en la secundaria. Jerónimo fue el primer novio de Micaela. Él ya había tenido algunas novias pero nada serio. A pesar de que se amaban siempre discutían porque, según ella, Jerónimo prefería pasar tiempo con su amigo antes que ir a verla. Él se iba a tomar unos tragos con Felipe o tenía que ayudarlo con algo o cualquier otra cosa. Siempre había algo.

Pasaron los años hasta que decidieron casarse. El casamiento fue hermoso, soñado, tal como Micaela lo había deseado durante tantos años. Bailaron, comieron, tomaron, se emocionaron, se besaron, y se volvieron a elegir. Después le siguió la luna de miel al Caribe y luego, la parte más difícil de todos los matrimonios: la convivencia. Ellos se disfrutaban el uno al otro. Les encantaba llegar de sus respectivos trabajos y contarse cómo había sido el día, decidir lo que iban a comer, qué planes tenían para el finde y dormir. Dormir juntos.

Todo era perfecto hasta que Jerónimo se compró ese «aparato», como lo llamaba ella, porque no sabía ni le interesaba el nombre. Era carísimo y todos los hombres lo querían. El «aparato» servía para jugar. Tenía juegos de fútbol, de carreras, de boxeo… A Micaela no le hubiera molestado tanto que Jerónimo se comprara ese «aparato» sino fuera porque cada vez que llegaba a su casa la imagen era la misma: Jerónimo y Felipe frente al televisor gritando y matándose de la risa. Ella sentía que su matrimonio se derrumbaba a causa de esto sin que nadie se de cuenta y sin siquiera poder solucionarlo de alguna manera.

Un día de mucho trabajo, ella decidió organizar una cena con sus amigas porque necesitaba distenderse y además las extrañaba. Así fue como le avisó a Jerónimo que llegaría tarde y después de salir de su trabajo, pasó por el súper, compró el vino que tanto les gusta y se dirigió a la casa de una de sus mejores amigas. Comieron rico, charlaron, se contaron todo, brindaron y recordaron cuánto se querían. Micaela se sintió tan bien, tan plena. Necesitaba eso, las necesitaba.

Micaela se tomó un remis de vuelta a su casa. Iba dispuesta a contarle a Jerónimo lo bien que lo habían pasado. Esperaba no ver a Felipe. Miró la hora. No, ya era muy tarde, seguro ya se había ido a su casa y Jerónimo la estaría esperando en su cama con una buena peli.

El remis estacionó en la puerta de su casa. La luz del living estaba prendida. Ella se preguntó qué estaría haciendo Jerónimo que no se habría acostado todavía. Debería estar desvelado.

Buscó las llaves y abrió la puerta. Y cuando abrió, todo su mundo se derrumbó. Nunca imaginó ver lo que vió. Se le hizo un nudo en el estómago y los ojos se le llenaron de lágrimas. En ese momento se le cruzaron todas las situaciones que le habían parecido un poco confusas pero que las dejó pasar o no les dio importancia: las bromas que se hacían Jerónimo y Felipe dándose picos, diciendo que eran una pareja o dejándole a Felipe el lugar de tercero en discordia. Se le vino a la cabeza la vez que encontró a Jerónimo oliendo una campera que Felipe se había olvidado, y cuando la vio a Micaela se excusó con que le gustaba el perfume que Felipe usaba. Jerónimo prometió que al otro día se compraría el mismo. ¿Y en su propio casamiento, cuando ella salió a fumar y los vió a los dos hablándose extremadamente cerca? ¿Cómo no se dio cuenta en ese momento?

Mientras pensaba todo esto, ella no pudo hacer nada. Sólo se dio vuelta y caminó con las lágrimas cayendo, con la angustia apenas dejándola respirar. Caminaba sin rumbo, sin saber a donde iba, sólo caminaba. Sólo quería desaparecer. Sólo quería no volver a ver a Jerónimo nunca más.

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