Aguacero. Ballay Gustavo Daniel.

Y te diría bien… tratando de atajar los porrazos que a uno le caen encima. Esos bravos de esquivar…

A los que veo aterrizar entre los zapallos o los tomates, los junto despacito y les compongo las patas y los sueños con apósitos de segunda mano hasta verlos caminar y reírse por su cuenta. En general desaparecen rengos pero agradecidos.
Los que no vagan, me esperan sentados en el techo mascando hinojo tierno como si fuesen duendes o fantasmas de opereta; los rebeldes ansían los cuentos de brujas que leo mientras ceban mate cuando regreso. En realidad son exabruptos de los sueños, caen como estrellas fugaces, urden la imprevisión y se clavan como dardos endemoniados en las nalgas de las gordas que eligen manzanas ofrendando posturas voluptuosas a los transeúntes y empleados del lugar.
Los porrazos no son criaturas sensatas ni alegran nuestros días (son traumatismos del destino). Uno solo puede aprender a convivir con ellos, con sus mezquindades de medio pelo, con sus alas rotas.
Todos hacen un gran trabajo, digno, incluso aquellos que logran golpearme entre semana (aun durmiendo y con las luces apagadas) en mis sueños de luna llena, cuando el corazón anda flaco y el marote no colabora, se los ve sacando basura en minúsculas cajas de cartón o estraza sin orden ni permiso previo. Nadie sabe qué llevan. Yo imagino su sigilo y sus mercancías cercanas al precipicio cuando despierto…



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