Cuarentena en Tokio.

En el recibidor de la casa se acumulaban los rollos de papel higiénico junto a los bricks de leche y las bolsas de garbanzos, como en el resto de la casa. La familia Frías había arrasado con los supermercados cercanos a su casa tras escuchar al presidente del Gobierno anunciar el Estado de alarma. Ana contaba las cajas señalándolas con el dedo: una, dos, tres… ¡Ay! ¡Hijo, que daño me has hecho! Si es que no ves por dónde andas con esa cosa en… ¡Luisito, que te quites ese armatoste de la cara y me mires cuando te hablo! El zangolotino se alejaba por el pasillo para perderse en la primera puerta. La madre le gritó al pasillo. ¡Luis, que tu hijo no me hace caso! Luis apareció al fondo del pasillo. Al llegar a la altura de la puerta de Luisito la empujó con el pie y sin llegar a entrar pegó un berrido que hizo aparecer al Luisito en el umbral. Haz caso a tu madre y ponte a estudiar, y déjate de jueguecitos y quítate esos guantes y las gafas, que pareces una cafetera con patas, y limpia tu cuarto, que huele mal. Ana, que continuaba contando los víveres, preguntaba con la ansiedad del náufrago primerizo, ¿falta algo? ¿Tenemos suficiente? ¿Dónde está la lejía? ¡Luisito, ayuda! ¡Ven ya a echar una mano! Silencio. ¡Luisito, que vengas! ¡Deja ya la maldita gameboy! Un vago mugido fue la respuesta. Luisito no se movía de la puerta sin dejar de jugar. La madre se acercó a él chocando su cara con los cascos que el crío aún llevaba a medio colgar. Sí, mamá, respondía Luisito mientras no paraba de mover los dedos en el vacío y miraba de reojo la pantalla del Smartphone que sujetaba en una especie de máscara de buzo. La madre seguía agarrada a Luisito mientras trataba de quitarle las gafas… ¡Mierda, un dragón! Y Luisito salta protegiendo su rostro con la mano enguantada al tiempo que con la otra aprieta el invisible gatillo de su ballesta de hielo.

La llamada a medianoche les sobresaltó. Ana, somnolienta descolgó… ¿Con quién hablo? Preguntó una voz dura. Soy el coronel Galindo, del CNI. Soltó sin darle tiempo de responder a Ana. Tienen ustedes que venir urgentemente a nuestra sede. Un coche se dirige en estos momentos a su domicilio. Por favor, cooperen. ¡Pero, oiga, ¿qué pasa?! Chilló Ana a un teléfono que ya indicaba que la conversación se había cortado. Luis, que apenas podía aún despegar los párpados, la acosó a preguntas: ¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Qué pasaba? ¿Estaba todo bien? Ana seguía mirando el móvil dudando si devolver la llamada a ese número de mil cifras o responder a su marido. Finalmente, se decidió por ser práctica, como siempre, y le dijo a Luis: vístete que en nada nos recogen los del CNI. Voy a decírselo a los niños. ¿¡Qué!? Dijo un Luis sin saber qué hacer, si traerla un Diazepam o seguirla la corriente. Pero, como estaba acostumbrado, tras muchos años de matrimonio, se puso en pie y empezó a vestirse con lo primero que encontró a mano en el armario.

Estaban aún a medio vestir cuando sonó el timbre del telefonillo. Ana miró en la pantalla y vio a un militar tras el que se adivinaban otros dos. ¿Luis Frías? Por favor, abra. Deben acompañarnos todos. Ana pulsó el botón de la apertura y tras un pocos segundos un oficial y dos policías militares entraban en el recibidor de la vivienda. En ese momento aparecía Alicia, la mayor de sus dos hijos, muy tranquila y con ese tono de su voz, de abogada de empresa capaz de poner firmes a un Consejo de Administración. ¿Qué pasa? ¿Estáis bien? ¿Os ha pasado algo? ¿Luisito está bien? ¿Qué hacen aquí estos militares? ¿Quién les ha dejado entrar? Disparaba Alicia. El militar con esa estolidez que da el atenerse a las órdenes zanjó la verborrea de Alicia con un: «No tienen nada por lo que preocuparse. Vístanse y acompáñennos.» Alicia lo miró y se calló. Aquél militar no era un petimetre de Consejo de Administración.

Dos marcianos, o eso parecían con sus trajes con escafandra, entraron y preguntaron dónde estaba el niño. Alicia, ya muda señaló una puerta del pasillo y hacia allí se dirigieron los marcianos. Ana, que ese momento regresaba de recoger su abrigo quiso interponerse sin éxito, los dos policías militares la apastaron educadamente contra la pared y nada pudo hacer. Vio con asombro como los marcianos sacaban a su Luisito en una urna sin que el crío pareciese enterarse de nada, mientras seguía con sus gafas de realidad virtual pegadas a la cara y sus guantes sin parar de mover las manos. Según salieron los marcianos del cuarto entraron otros con pinta de fontaneros que salieron cargados con el laptop de Luisito y toda su colección de CD, router, gameboy, XBox y hasta la impresora 3D.

El viaje a la sede del CNI fue rápido. Eran las cuatro de la mañana y la cuarentena había vaciado la A6 de los noctámbulos que a esas horas solían acudían a los after de la zona. Quince minutos después Luis y Ana entraban en la sede del CNI en la Cuesta de las Perdices, adonde los llevó el coche del ministerio de Defensa. Un oficial, otro, les recibió, y del que no consiguieron sacar más que un educado buenos días, ¿a estas horas, pensó Ana? y un síganme, por favor, los dejó ante la puerta de una sala que abrió para cederles el paso. Pasaron al interior donde les esperaban cinco personas más con uniforme militar, un par de civiles y un desarrapado de diseño. Uno de los militares se acercó tendiendo la mano a Luis y luego a Ana y presentándose como el coronel Galindo. Muchas gracias por venir señores Frías. ¿Nos podíamos negar? Preguntó con ironía Luis. El coronel Galindo ignoró la pregunta y comenzó las presentaciones. La comandante Cantera, experta en sistemas; el teniente coronel médico Borraz; los señores Isaki e Ibañez, de Nintendo y… disculpe, señor Ibañez, ¿cómo dijo que se llamaba su invitado? pregunta el coronel Galindo con cierta dureza refiriéndose al joven que con ojos de estar muy lejos le miraba desde un extremo de la mesa ovalada que ocupaba el centro de la sala. Ibáñez iba a responder cuando el aludido dijo muy claro, Spectrum, para usted, señor Spectrum, coronel Aureliano Buendía. Vaya, así que el perroflauta tiene culturilla, silabeó el coronel Galindo. Ana ya no aguantó más y preguntó a punto de llorar ¿Y Luisito? Que se calmase, le dijeron. Luis estaba en observación, allí mismo, en la unidad médica del CNI. Pero ¿qué es lo que había pasado? Preguntó Ana ¿No lo saben? Contestó el coronel. Alicia se incorporó a la conversación y empezó a contar que ella lo había dejado, como todos las mañanas, cuando salía para ir al trabajo, tumbado en la cama, jugando con las gafas y guantes, que estaba harta de discutir con él y decirle que se levantase, que se lavase…, que se había ido viendo que era imposible hacer carrera de él. Al volver esa tarde lo encontró como lo había dejado por la mañana: en la cama jugando, la habitación olía peor que de costumbre, cerró la puerta y pasó de su hermano. Ya se arreglaría con sus padres cuando volviesen del súper, una vez más, luego ella se encerró en su cuarto a tuitear y cuando salió para cenar algo sus padres ya estaban acostados, y en la habitación de Luisito no se oía nada, así que se acostó. Señores Frías, cortó el coronel Galindo este caso es extraordinario y de seguridad nacional, por ello queremos toda su colaboración y que nos cedan la tutela de su hijo para… ¿Cómo? Estalló Ana. Ni en sueños. Y ya está bien. ¡Llévenme con mi hijo o les demandaré! Alicia es abogada y sabe cómo hacerlo. Luis intentaba calmarla. El señor Ibáñez intervino para dejar claro que lo que se estaba tratando afectaba a los intereses comerciales de su compañía, y quería ofrecerles un contrato por cien mil euros por ocuparse de Luisito. ¿Pero qué dice? Preguntaba Luis. ¿Mi hijo está bien o no? ¿Y dónde está? Ni se les ocurra aceptar esta compraventa, advirtió el coronel Galindo. Puedo detenerlos a todos… Coronel, le aviso que si no llegamos a un acuerdo la demanda le costará al Estado miles de millones por apropiación ilegal de patentes. ¿Pero alguien puede explicarme qué le ha pasado a mi hijo? Volvió a pregunta Ana.

Comandante Cantera, explíqueselo usted. Sí, mi coronel, y tecleó en el portátil que tenía enfrente de sí apareciendo en la pantalla de la pared lo que parecía ser un circuito. La comandante comenzó a explicar la interfaces entre circuitos en redes y su conexión con partes del hipocampo del cerebro humano, y cómo se podía entrar o salir según la estimulación de ciertos nudos, pero eso era hasta ahora una hipótesis, hasta que Luisito lo había hecho, y le cedió la palabra al teniente coronel Borraz, que siguió explicando… Ana y Luis se miraban y no entendían nada… La habitación les daba vueltas, las palabras se perdían. Cuando volvieron a la realidad el tal Spectrum con una pasión extraña para su aspecto relataba fascinado cómo Luisito había logrado romper todas las barreras del juego y ya alcanzaba el nivel 666, cómo había desarrollado niveles que ni él podría haber diseñado jamás… Gracias, señor Amstrad, cortó el coronel Galindo, con evidente mala leche, para dirigirse a los padres de Luisito. No sé si son conscientes de lo que supone que su hijo quede bajo la tutela del Estado, al tiempo que golpea la mesa para atajar la protesta del señor Ibáñez, para seguir. Su hijo es una oportunidad para nuestro país. Él ha logrado integrarse en las redes de un sistema complejo y eso significa que si quiere puede ir a cualquier lugar. Entrar en archivos de gobiernos, empresas, redes terroristas, delincuentes internacionales, de cualquier sitio y sacar la información que quiera. ¡Se dan cuenta de la ventaja que eso supone para España! Ibañez quiso hablar y el coronel Galindo se giró amenazándolo con la policía militar. Ana no aguantó más y se negó en redondo a seguir oyendo nada más si no la llevaban con su hijo. El coronel, seguido por todos los llevó a la habitación en que Luisito estaba recluido. Ana y Luis entraron mirando asombrados el caos de cables y pantallas que cubrían en 360º el cuarto. A Ana la mirada se le heló. En la cama estaba el cuerpo de Luisito y en la gigantesca pantalla se le veía pletórico; que al verlos los saludó alegremente mientras continuaba saltando con su ballesta de cornisa en cornisa, de pantalla en pantalla, por las devastadas calles en llamas en una interminable partida de Tokio Street Fighter.

Ana se volvió hacia el representante de Nintendo y con una voz que ni ella se reconocía dijo: diez millones, señor Ibáñez. Mi hija tratará con usted los detalles.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS