Lo que más asiduamente recuerdo de cuando era niña son los veranos en Navacerrada, en aquel inmenso caserón de la tía Manuela, con los primos: sus muebles de madera de pino, sus cuadros de paisajes rurales, sus paredes blancas que tanto manchábamos al tocarlas con las manos llenas de tierra… no nos importaba. Qué maravilla. Lisbeth, la asistenta de la tía Manu, nos preparaba la merienda cuando volviámos extasiados de jugar al escondite. Nos hacía sándwiches de nocilla a todos los niños. Lisbeth era negra. El primo Aurelio decía que su piel sabía a nocilla. Nos reíamos tanto. Lisbeth se hacía la sorda.
Yo había sacado buenas notas en verano. No excelentes, simplemente buenas comparadas con el boletín de invierno. Mamá me había regalado un hámster como recompensa. Era peludito, redondo y tierno, sin maldad alguna. Le llamé Fosquito porque me encantaban los fosquitos y fue el primer nombre que se me ocurrió, no le di vueltas. El día que mamá nos dejó a mi hermana Catalina y a mí en Navacerrada para irse con papá a Canarias, yo bajé del coche sujetando a Fosquito en su jaula. Mamá me dijo que le cuidara, que no olvidara darle de comer y de beber. Asentí. Lisbeth nos acompañó al cuarto de invitados, dejamos el macuto y Catalina y yo salimos a jugar con los primos.
No di de comer ni de beber a Fosquito, le pedí a Lisbeth que lo hiciera por mí. ¡Igual que papá y mamá me dejan con la canguro cuando van al cine, que Lisbeth haga de canguro de Fosquito cuando yo salga a jugar! Pensaba. Y jugaba desde el amanecer hasta el anochecer. Excepto cuando comíamos, merendábamos o cenábamos la comida que Lisbeth preparaba. La verdad es que Lisbeth apenas hablaba, excepto cuando gritaba “Niños” o decía “Sí, señora” a la tía Manuela. La tía Manuela no conversaba con ella. Estaba demasiado ocupada hablando con amigas por teléfono, o haciendo fiestas en el jardin con amigos bien vestidos y tragadores compulsivos de martini dry.
Una de las noches hizo un fuerte fresco, predecesor de una tormenta de verano, de esas que parecen el invierno viniendo a recordarnos que existe. Las odio. Hacía frío dentro de la casa -Navacerrada está en la sierra- y los primos se quejaron. Lisbeth puso la calefacción. Los radiadores dejaron correr dentro de sí el agua ardiendo, y se encendió la casa en un calor que nos devolvió al verano. Contamos historias de miedo y en mitad de una de ellas empezó a tronar y a llover. Nos empezó a dar escalofríos contar historias de terror a noche cerrada y paramos. Los primos me pidieron ver al hámster. “¡Saca a Fosquito!”, clamaban. Me pareció una genial idea para divertirnos. Abrí la jaula y lo saqué. Fosquito temblaba, pero nos daba exactamente igual. Nos lo pasamos de una mano a otra. Los primos le apretaban, riendo, para que los ojos se salieran un poco de las órbitas. Encontrábamos tan graciosa la breve humillación. Hasta que, ¡zas! Al primo Fran se le escurrió de la mano y Fosquito salió corriendo. Le buscamos un rato por el dormitorio, pero no le encontramos y dejamos la búsqueda. Después sobre la pared blanca pintamos con ceras rojas figuras, con una adrenalina que sentíamos brutal: la de que la tía Manuela no pillara las pintadas y se enfadara.
Al día siguiente nos despertó el sol, y el cielo azul brillaba ya sin nubes, como si la lluvia lo hubiera dejado limpio y nuevo. La tía Manuela marchó a Madrid para visitar a la abuela Pilar a la residencia. Salimos a jugar. Corrimos sobre los charcos para refrescarnos, jugamos al pilla pilla, al escondite normal y al inglés, a liebre, a la comba. Hasta que de pronto un grito ensordecedor salió del interior del caserón: era Lisbeth. Corrimos hacia dentro para ver qué pasaba. Lisbeth estaba visiblemente dolida, sollozando frente al radiador, no entendíamos qué hacía… hasta que pudimos ver que con una espátula estaba despegando algo: a Fosquito. Por la noche, se había quedado dormido sobre el radiador, y su tripa se había fundido sobre el hierro hasta adherirse a él. Fosquito se había abrasado y había muerto. De golpe y por primera vez sentí a Fosquito como un ser vivo y no como un juguete al imaginar la muerte tan dolorosa que había tenido. Qué miedo debió pasar, pensé, seguro que cuando empezó a quemarse vivo ya no pudo moverse. Si no le hubiera sacado de la jaula, si le hubiera cuidado, si le hubiera querido… Una culpa inmensa me invadió de golpe. Una culpa que Lisbeth no empequeñeció.
-¡Estos niños malcriados! ¡Se os da todo! -Lisbeth lloraba mientras conseguía despegar a Fosquito del radiador- Malditos críos, hijos de ricos. A vuestra edad tomaba el colacao con agua porque no teníamos ni para leche. Y no jugaba, ¡trabajaba! Ay, ¡el ratoncito! Qué lástima. Pobrecito.
Lisbeth tiró a Fosquito a la basura. Salimos afuera para seguir jugando, esta vez al escondite. Me escondí detrás de la leña del cobertizo, deseando que nadie me encontrara. Y lloré.
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