La niña feliz

La niña feliz

Adanhiel

14/03/2020

Tremulas e incoloras gotas de agua rivalizaban en sinuosa carrera por llegar a la hipotética meta imaginada en la parte inferior de los ventanales de la habitación 014 de un aséptico hospital, y es que a Rosa el transcurrir del insoslayable tiempo la pasaba cada vez más cadenciosamente, como si éste no fuera dirimido por el tic tic de un justo reloj sino por los latidos de un corazón que a sus veintipocas primaveras se estaba acostumbrando, peligrosamente, a sufrir si acaso con descomedimiento. Eran las doce de la noche y no conseguía conciliar el sueño, más bien ni se atrevía porque solamente la traía grotescas pesadillas repletas de ira, confusión y acomplejado arrepentimiento, con su insana e impertinente sensación de una incorrespondiente culpa. Fijando la vista en ese ventanal también veía un rostro reflejado, hinchado y amoratado, que la costaba reconocer como el suyo para apartarla, en plausible acto reflejo, evitando volver a recrear los hechos y al propietario de los inmisericordes puños autores de tan evidente desfiguramiento que amenazaba con extenderse del contexto físico al psicológico. Pero, una vez más, no pudo evitarlo, rememoró a su todavía relativamente reciente marido poniéndola los cuernos en su propia cama de matrimonio justo cuando iba con sus dos pequeñitas niñas de semanal visita a la casa de los abuelos que fueron, posterior y precisamente, los que tuvieron que hacerse cargo de ellas cuando las reiterativas palizas recibidas por su desabrido y drogadicto cónyuge se volvieron demasiado recurrentes hasta el punto de abordar la separación como única medida a tomar. Desgraciadamente su traumática liberación no llegaría a buen puerto sin antes recibir una última paliza de despedida, penoso colofón a unos años de cruel y muda tortura que la dejaría traumatizada para los restos. Rosa lejos estaba de tan siquiera intuir que la diagnosticaron (no se sabrá nunca si a raíz de los hechos) como bipolar, motivo por el cual, como discapacitada que era, sería incapacitada ante todo y sobre todo para criar a sus dos niñas de cortísima edad siendo internada en un hospital psiquiátrico en el que, por cierto y tras la muerte de sus padres y marido, intentaría suicidarse en más de una ocasión.

Para contrarrestar todo lo malo a Rosa le gustaba retrotraerse a su feliz infancia que, casi sin quererlo, consiguió prolongar prácticamente a la mayoría de edad en la cual no se avergonzaba de recordarse todavía rodeada de sus queridos peluches, con los cuales dormía, ni con sus menos estimadas muñecas con las que no se cansaba de jugar allá cuando sus amigas presumían de frecuentar chicos y discotecas indistintamente vacilandola abiertamente, eso sí, con una irreconocida envidia. Y, prosiguiendo con tan beneficiosa sinergia, quedó enganchada a esos todavía nada remotos recuerdos como el de su queridísimo padre (que más que padre fue amigo y confidente), reputado pescador al que le gustaba llevar a pescar a su entonces niña, y en adelante adolescente, en su vieja lancha siendo los dos copartícipes esmerados en la magia Brava que el mar cantábrico les procuraba; también la venían a la cabeza las riñas con su hermana cuando ésta la cogía prestados sus mejores vestidos aprovechando que era de la misma y menuda talla; rememoraba igualmente a su hermano mayor que, recién licenciado del servicio militar la hizo probar su primer porro escondidos celosa y furtivamente en el baño; o a su beata madre que, después de pescarles un fraganti, la castigó todo un mes sin televisión ni salidas a la calle. Todas esas remembranzas la hicieron sentirse más digna… menos ensuciada por el devenir de unas circunstancias que, después de muchos años de altas y recaídas, la tenían definitivamente en un centro hospitalario que la costará reconocer como atípico hogar.

Cierto es que su periplo como paciente y por mor de su enfermedad estaba repleto de claros y oscuros, que probó suerte con relaciones con otros hombres que no la colmaron precisamente de atenciones ni del cariño que, ya desde la época de sus padres, nadie la había aportado dejándola la agria sensación y la total seguridad de, a pesar de mostrarse un tanto pueril, extrovertida y dicharachera, seguir teniéndose por una completa infeliz. Mucho rezó (pues era creyente aunque no comulgara con los rituales de la Iglesia Católica que la hacían sentir abatida y pesarosa) cuando, viuda como era y a sus ya 48 primaveras, vio a aquel hombre esquizofrénico de pelo oscuro, como el de ella, discretas gafas, de aire calmado, triste y taciturno sabiendo con certeza, como nunca antes había sentido, que representaba su ideal de hombre, así que, totalmente resuelta, le abordó sin titubeos dejando sin pensarlo a su última frustración, mal llamada pareja, para comprobar que se trataba de otra alma torturada, como la suya, por las injusticias de un mundo que no ve con buenos ojos los corazones puros. Comenzaron a salir y hoy es el día, veinticinco años después, que ambos espíritus saben que, con la predisposición adecuada, cada cual cosecha lo que en su momento siembra y que media vida de tribulación Dios la transforma en media de felicidad y, finalmente, en una eternidad también llamada… Dicha.

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