No sé cuándo ni cómo comenzó todo esto. Había siempre algo diferente en los mismos ambientes en los que vivía, o al menos creía que existía. Tenía visiones distintas sobre mí mismo. Escuché que los llamaban reflejos. En una ocasión de esas, podía percatarme de las dos piezas triangulares y amarillas en la parte inferior de un rostro emplumado. Distinguía yo la fragilidad de mi cuerpo y mi pequeño pero elevado hogar. Unas ramas firmes trenzaban por donde quiera que me desplazara y tal era mi fascinación por la cercanía a los cielos que parpadeaba insolente desafiando la luz solar.¡Soy un gigante!- decía con un trino- mientras mis padres sobrevolaban el roble castaño y hueco en el que por tradición establecieron años atrás su nido.
-¿Por qué tan alejados estamos de esa tierra que se matizaba con la humedad de las lluvias? ¿Por qué me temblaban los cortos zancos que tenía yo por piernas, por qué no me sostenían? Acaso eran tan delgadas que el primer viento, cálido y amorfo, me inclinaría hacia su suspiro. Jamás respondieron ellos a esas interrogantes como yo lo había aprendido en algún lugar a querer saber.
¿Qué es el tiempo? Sé que muchos se han hecho la misma pregunta y no la han contestado como suelo yo definirlo: Aquel señor apresurado que no hace amigos por la vanidad en la realización de nuestros sueños; y, por esos breves instantes, yo sólo pensaba en la siguiente porción triturada que mamá traería del mar reservada en su garganta. Si pudiera desdibujar su mirada para hacer una descripción sobre ella, de los fabulosos cristales a través de los cuales, mientras se acercaba a mí para acariciarme con su presencia o asearme de algún polvo sólido adherido a mi cuerpo casi impermeable, me veía yo, poseía una silueta, una imagen confusa de mi creación; me parecía mucho a quien me sonreía y por el color pardo de las plumas con un pecho blanco magnífico me convertía en heredero natural de una raza de águilas pescadoras sobrevivientes a la extinción. Si reflexiono sólo un poco de a quién vemos realmente al estar delante de otro ser vivo, no tardaría mucho en responder que a nosotros mismos. Casi todas las naturalezas nos asemejamos en esa característica.
– A quién recuerdas?
– A mí. En aquel entonces me sentía una esponja mojada resguardada por dos cuerpos similares al mío; sin embargo, más grandes -soltó una carcajada-. Más protectoras. Hubo una tormenta. Las gotas de lluvia esta vez fueron más intensas. Se percibía la obra de alguien molesto.
Para lo que no puedo dar explicación es a la inversión de la procedencia del agua. Ésta venía de abajo, de la tierra húmeda y verde, de un color turbio y metal, y sus direcciones eran más fijas, nosotros. Esas esferas plomas producían rayos, que a las aves, perturbaban más por no haber desarrollado la capacidad de resistir a su audición. Lastimaban. Pronto toda mi isla sobre oxígeno y el soporte de ramas comenzó a tiritar. Él se levantó. Se alejó unos metros, a poca distancia. El miedo detuvo mi vista sin madurar. Esta vez el ruido creció en furia colosal. Y desapareció.
-¿Son posibles las transiciones espirituales y consecutivas? Interminablemente volvió a ocurrir. Desperté. Y las zonas emplumadas fueron esquilmadas. La recubierta envolvente ahora era rosa y respiraba fresca el aire encerrado de una clínica al sur de lo más lejano – no respondió-.
– Despacio. ¿Puedes movilizarte hasta la columna central y regresar en paralelo?
– ¡Oh! ¿Es a mí?
– Por supuesto. ¿En quién más tengo los ojos en este momento?
“Ojos”, fue lo que pronunciaron las voces en ese período. “ Los ojos podrá abrirlos todavía alrededor del mes y medio. Advierto: Todo será gris durante unos meses más. Despreocúpense de anomalías futuras.” Y así fue hasta la edad de los cinco años.
– ¿Todo bien hasta el momento?
– Sí, no hay desequilibrios hasta ahora.
– ¡Podrá dar vuelta entonces!
Equilibrio, nunca lo tuve. No había nada armonioso en mí. Hacía falta algo, ¿qué era? La visión se tornó más clara. Esa mirada intensa de esmeralda y plata dirigiéndose hacia mis mejillas con una mezcla de ternura y compasión. El cabello sepia claro recogido para verano y suelto acompañando las primeras nevadas que se dejaban contemplar a través de las ventanas. Alguien cruzó la puerta de entrada. Ahí estaba él. Observaba atento el lugar iluminado en el que me encontraba. La luz matinal ingresó por la angosta chimenea con mayor intensidad y me cegó el sentido sin que yo pudiera alzar los brazos como reacción ante esa debilidad. Era verdad. No los sentía. Corrí dispuesto a refugiarme en él. El mismo camino, la misma línea de destino. Caí contra la madera del suelo antes de que lograse sostenerme. No existía balance en mi anatomía. Hacía falta algo. Pero…yo estaba completo, o al menos así se me trataba.
¿Cuál es la edad mínima para que el ser humano despierte cierto grado de conciencia y pueda retener recuerdos? Aislarlos para sí mismo. En el trato con las personas que hallo alrededor siento el cuajar de mis acciones, una constitución de diferencias pequeñas que a vista total desaparecen; del mismo modo en la observación del cielo y sus nubes y sus tonos de temprano y atardecer. ¿Por cierto, alguien a dado razón a la distribución de sus nubes, en los detalles del borde, en que algunas escenas no son escenas sino la realidad en idioma y comportamientos que no pueden ser desvelados?
La caída irrumpió la composición de habilidades que tanto habían mencionado en referencia a mí. Pude darme cuenta de algo. Como cuando un equilibrista está al inicio de la cuerda floja y descubre que no sólo necesita simetría vertical en el cuerpo, sino también horizontal. ¡Como las aves cuando extienden sus alas y planean por horas en las corrientes de aire! ¡O como los brazos en los humanos para extender la capacidad de su altura! ¿Brazos? ¿Humanos?
– ¡Oh, Dios, siga la línea en el piso! ¡Se caerá, tenga cuidado, por favor!
Sí, me desplomé. La fachada especial del salón en los que se trataba casos como el mío, golpeó mi blanquecino rostro dejando una marca que aumentaba poco a poco su escala en color rojo. Aún estaba húmeda la superficie y olía muy de cerca… a roble.
Tuve un sueño alguna vez en la que era un halieto de las tierras altas. El lugar era tan lejano y elevado como para voltear o bajar la mirada por algún depredador más. Había una gran historia sobre los kilómetros de extensión de follaje que vestía divinamente cierta parte de la biósfera encontrada en una isla. Las temperaturas, entre las más bajas registradas en toda nuestra esfera, rígidas como al principio de los tiempos afirman muchas voces naturalistas, no alimentaban la cercanía entre especies mas sí las retaba a la supervivencia. Recuerdo el rumor débil de un río cerca a nuestro árbol, éste desembocaba en un espejo de transparencia gris azul, muy inmenso en relación a nuestro cuerpo. Pasos fuertes y firmes empezaron a condensarse más y el ruido- porque ruido se le llama a aquellos sonidos que destruyen el estado místico del viento – apareció. No podría saber a dónde fueron quienes habitaban al otro extremo de la cadena arbórea ni si volverían, sólo que nuevas figuras nacieron casi al mismo tiempo de su desaparición. Pero éstas no volaban porque la dotación de sus cuerpos fue más pesada. No dominaban el aire sino la tierra o el cielo al revés. Ellos se esforzaban tanto en no ser como nosotros y querían descubrir nuevas habilidades; sin embargo, cuando la gravedad está en contra, todo lo que lances regresará sobre ti con más poder que al inicio.
Ahora todo regresa a lo que llamaré “el principio de mi existencia”. Yo era una cría de ave promediando un mes de vida. Todavía no lograba desarrollar la excelente visión que distingue y combina más colores que el ojo humano. Fue una reacción natural que mi padre se alejara del nido. Necesitaba saber de dónde salían y hacia quiénes amenazaban. Un copo de nieve de acero, de constitución más sólida y fría, atravesó su pecho dejando traslucir las manchas fúnebres de un ser que no terminó de dar sentido a sus años, que comenzaba a formar parte del ciclo de la vida, de nuestra especie a la par con otras renaciente. Me lancé hacia él cuando caía. No sabía volar. Nunca vi los rayos, pero sentí los truenos penetrando mis alas. Las plumas se deshojaron de mi cuerpo y desde entonces presentí que no volvería a atravesar el cielo. Sólo se me dio una oportunidad de volar y yo decidí caer en lugar de elevarme. Adolecía mi espíritu y descendía a fuerza del árbol al que me aferraría en los primeros aleteos torpes hacia la vida aérea, mas no dejé de tener fija la mirada en sus ojos hasta el golpe con tierra seca, en la lluvia. Y no me arrepiento.
En la clínica más cerca de la Antártida que de la ciudad- y muchos deben de haber comprendido ya por qué la metáfora- un 20 de septiembre de 1990, un nuevo bebé fue dado al mundo para colmar de alegrías y fortuna a unos padres ansiosos por serlo. Sólo que éste no tenía brazos y su proceso de caminar tardaría más que la de un niño normal. Ese pequeño era yo. Mi conciencia despertó encontrando la continuidad del camino que ya había comenzado a transitar, lo buscó entre la espesura de almas que jamás se vuelven a hallar, sintió el compás de sus latidos en el intervalo de lo que algunos llaman descanso eterno. Y lo alcanzó.
Pronto mi terapeuta se acercó. Llamó a médicos y enfermeras, los cuales aparecieron de inmediato trayendo lo necesario para mi traslado. Mi cuerpo yacía inerte. Al cabo de unos minutos, ingresé a sala de urgencias. Estaba seguro de que volvería a pasar. En la actualidad más próxima, era un famoso concertista que se venía recuperando después de haber sufrido un accidente aéreo tras una exitosa gira por Europa. Mi ánimo en rehabilitación era muy optimista. ¿Desde cuándo convertí el viento proveniente de los círculos árticos en música? -pensaba concentrándome por reflejos instantáneos en ello-. No lo sé. Aunque ahora me viera más humano y mis extremidades superasen los límites establecidos, la sensación de estar incompleto persistía. De repente, regresó una presencia que alguna vez formó parte de mi creación. ¿Quién era? Y mis ojos, maduros, se abrieron un poco más mientras esbozaba una aliviada sonrisa.
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