El fruto de la vid

Hubo una vez un joven campesino que plantó un árbol cerca de una viña que daba a su casa. Todos los campesinos, dueños de granjas y de viñas también habían hecho esto, por lo que se consideraba una tradición en la comunidad donde vivían.

Los árboles que los campesinos más adultos habían sembrado eran hermosos, variados, de ramas frondosas y con buen aspecto. El fruto que se recogía en temporada era particularmente sabroso debido al cuidado de los campesinos al comienzo y final de cada estación, ya que limpiaban la maleza y cortaban las ramas secas.

El joven campesino había esperado por años que su árbol creciera y diera el mismo fruto que el de los árboles más antiguos, pero años más tarde cuando su árbol había crecido y dado fruto por primera vez, comprobó con su paladar que el sabor estaba muy lejos de ser como el de los otros. Como los demás también habían comido del fruto de este, cuando se los encontraba cerca de la plantación se sentía avergonzado. Esta vergüenza motivó al muchacho a no volver durante un tiempo a ver a su árbol.

Y las estaciones llegaron… Las hojas cambiaron de color, las ramas fueron cubiertas con copos de un blanco opaco, las flores exaltaron el verdor de las hojas y el verano colocó a sus chicharras cercas con su canto y un sol que parecía eterno. Los frutos cayeron, pero no fueron aprovechados por nadie, por lo que algunos se pudrieron trayendo plaga al árbol, y otros fungieron como abono.

El hijo de uno de los campesinos adultos en temporada de fruto acompañó a su padre a recoger de su cosecha y éste, viendo no muy lejos de donde realizaban su trabajo a un árbol de aspecto descuidado y con un montón de hojas secas debajo de su sombra, preguntó a su padre:

-Señor mío, ¿a quién pertenece ese árbol de aspecto descuidado?

-Ah, hijo mío, ese árbol es de un joven campesino que vive cerca de una casa que da al río, pero tiene años en ese estado ya que su dueño no lo cuida.

Su hijo, sorprendido, le preguntó:

-¡¿Cómo puede ser esto?!. Y entonces, el padre le contó la historia de su abandono. Después de oírla y de haber ayudado a su padre le dijo que iría a visitar al campesino a su granja.

El joven campesino ya convertido en adulto, granjero y ganadero, había adquirido fortuna gracias a la crianza y venta de ganado. Su viña había crecido y también su casa. Incluso llegó a tener sirvientes. Uno de ellos le avisó que un joven muchacho de la zona preguntaba por él y le hizo pasar a su despacho.

-Adelante, tome asiento, por favor. ¿A qué debo su visita, joven?

-Soy hijo de un campesino agricultor y he venido para hablar con usted sobre un árbol de su plantación. Hace tiempo usted siguió la tradición de nuestros padres y como debe saber, cada año, el fruto de los árboles es recolectado y vendido al mejor postor, pero el árbol que usted plantó hace años pierde su fruto y se desperdicia. He venido a preguntarle si puedo ponerlo a mi cuidado.

-Oh, ¡claro que me acuerdo de ello!, exclamó el señor sorprendido, pero no tengo tiempo para su cuidado, así que haz como me has pedido, sin embargo, tengo una condición para ti. Cada año cuando el árbol dé fruto traerán una caja de frutas seleccionadas por ti y las dejarás con mi criado.

-De acuerdo, señor. Ambos estrecharon sus manos como símbolo de pacto.

Y así fue como aquel árbol, olvidado por su dueño, volvió a cobrar vida. Cuando la maleza crecía el joven muchacho la cortaba. Y siempre estaba al cuidado de la viña que se le había encomendado.

Al primer año le hicieron llevar la caja de frutos a su despacho, pero éste, ocupado en sus cuentas, le dijo a sus criados:

-Tomadlos para ustedes. Pues pensaba en su ingenuidad, creyendo conocer cuál sería su sabor que no valdría la pena. Y los criados se repartían entre sí, contentos, ya que estos valían mucho dinero y además eran muy gustosos al paladar. Año tras año hacía lo mismo sin dar siquiera un bocado de lo que le enviaban.

Tiempo después, aquel joven muchacho, convertido en hombre había aparecido nuevamente en el despacho de su oficina y aquel señor ganadero, entrado ya en edad adulta, le hizo pasar.

-¡Oh!, cuánto tiempo señor. El viejo, que no le recordaba, contestó enseguida:

-¡Oh, joven apuesto!, ¿con quién tengo el placer?

-¿No se acuerda de mí? Soy aquel muchacho que hace tiempo se dedicó al cuidado de la plantación.

-¡Ah!, has crecido y cambiado, ya estás hecho un hombre.

– Sí, he venido para traerle la última caja de frutos que ha dado su árbol. ¿Qué le han parecido los frutos de la caja que ha recibido?

-Excelentes, muchacho. Sin embargo, sabía que estaba mintiendo, porque en una conversación que tuvo con uno de sus criados le habían dicho que siempre las obsequiaba.

-He aquí el mejor fruto que ha producido.

-Gracias, dejadlas en la mesa. Y así concluyó la conversación y el hombre se marchó.

Ese mismo día en la noche su estado de salud había empeorado y se encontraba en su lecho con fiebre y padeciendo los dolores de la vejez. Hizo llamar a sus hijos para despedirse y confersarles su última voluntad.

Estando todos reunidos se acordó del fruto que el hombre le llevó y ordenó a uno de sus criados para que los cortara y sirviera a los miembros de su familia. ¡Vaya, cuán bueno es nuestro padre, que incluso en su lecho, enfermo, llena de atención a sus hijos!, y pensamientos de este tipo pasaban por la mente de los miembros de su familia.

Horas más tarde, cuando el anciano había quedado sólo en la habitación probó bocado de la fruta, un instante después, lágrimas escaparon de su rostro, una sonrisa se dibujó en su semblante y se quedó dormido.

Los criados lo habían encontrado así en la mañana tras haber irrumpido en su habitación. Uno de ellos encontró una nota con la firma de su señor que decía lo siguiente:

«¿De quién es el amor, de quien lo siembra o de quien lo riega?»

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