Hoy mi ciudad son mis manos, mis piernas, mi cuerpo. En la catedral, ese músculo latente que guarda mi pecho, redoblan las campanas porque sabe que es día de fiesta y en las calles y avenidas que surcan mi cuerpo corren torrentes de adrenalina en una comparsa que festeja libertad y aventura.

En los próximos días, mi ciudad no precisará de código postal. Ya veremos cuánto tiempo me tomará necesitar alguno. Mi ciudad es ahora una isla que se prepara para ir flotando bajo cielos prestados. Solo lleva de equipaje, muy adentro, los amaneceres brillantes bajo el cielo azul del caribe, la luz rosa sobre el cerro Ávila a las cinco de la tarde bordeando el tráfico caraqueño. Dentro de un bolsillo secreto, justo al un lado del pasaporte y los euros prestados, las risas, caricias y recuerdos de un país que se ha ido volviendo pequeño para mis ansias, mis anhelos.

Conmigo viaja toda la venezonalidad que me cabe en los poros. El sabor de arepas y pabellón, de casabe y queso de mano y el dulce de leche de mi abuela. Me convierto en una ciudad oculta sobre la que se construirán un coliseo y una torre luminosa con acento francés. La rodearan el azul profundo que aún protege Zeus y la perfumarán los azahares en flor al ritmo de flamenco y bulerías.

Descubrirá mi ciudad diferentes formas de nombrarse entre acentos distintos y expresiones desconocidas. Mi ciudad se revelará diferente tocando cada nuevo puerto y muero de ansias por comenzar.

Los minutos me asfixian, la línea interminable hasta el puesto de migración me produce mareo. Pero mi ciudad respira profundo imaginándose nuevos paisajes, sus habitantes. En el fondo sabe que en algún lugar, del otro lado del charco le espera una nueva identidad y un nuevo himno nacional.

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