Fue la primera discusión que no llevamos a la cama con la única intención de hacernos reír tras enredarnos torpemente entre las sábanas.
Esa vez no nos dirigimos la palabra por dos semanas y mis labios evitaron el whisky, ya sedientos por más de un beso tuyo.
Eran las dos de la tarde, te estaba mirando cocinar y te pregunté qué era lo que más te gustaba de mí.
El olor de la salsa fue a parar directo a mis fosas nasales y tus ojos, a mis senos. Apenas me viste estando al tanto, levantaste la mirada y te quedaste en mis labios.
-Tu cintura –dijiste finalmente, y volviste a revolver la mezcla.
-¿Qué más?
El golpeteo de la cuchara contra los bordes de la sartén cesó de repente.
-Tus clavículas. Y tus manos.
Te diste la vuelta, me miraste de reojo antes de sacar de la encimera el frasquito con sal y regresaste a tu sitio. Acababas de sonreírme, para no hablarme durante los próximos diez minutos.
Estaba enfadada contigo. Me sentía un poco estúpida, bastante absurda, pero al mismo tiempo me parecía justa mi reacción –hasta entonces interna.
Quería que me dijeras que te gustaban mis chistes, cómo arrugaba la nariz al reírme, mi obsesión por el orden o que los lunes sólo vistiera de amarillo.
No podía entender cómo esas razones que para mí eran tan obvias, para ti habían pasado desapercibidas después de todos esos meses juntos.
Te vi fruncir el ceño y me alegré. No sabías qué sucedía conmigo. Fui yo quien te instó a hacer el amor sobre el mesón de la cocina con ese calor infernal filtrándose por las ventanas. Quería mirar todas tus cicatrices, de infancia, amores no correspondidos, peleas de mala muerte y cogidas en un baño de alguna discoteca a las tres de la mañana. Pero dos meses atrás había decidido comenzar una dieta y esa mañana, mientras me veías bailar en medio del césped mojado, el estúpido vaivén de mi cuerpo enamorado de la música dejó al descubierto mis caderas y sus huesos prominentes. Me jalaste del brazo y no me soltaste ni para cruzar la calle hasta que abriste la puerta de tu departamento en la torre más alta de la ciudad. Hago los mejores fideos con salsa blanca del mundo.
Ni siquiera eres italiano, así que lo dudo. Sonreíste, porque fue un reto.
Almorcé y no me viste por quince días aunque tuvieras razón sobre tu comida.
Durante la mañana del día que volvimos a mirarnos a la cara intenté recordar la receta, pero estuve muy distraída con tus razones estúpidas como para memorizar siquiera la marca de los fideos que escogiste. Mi mente prefería desvariar, como era costumbre, y para ella siempre fuiste uno de esos problemas para los cuales existen varios caminos hacia un mismo resultado, terminando por darte la razón tarde o temprano.
Media hora después, cada parte de mí que era capaz de razonar y sentir gritó tu nombre.
Camino a tu departamento me preocupó que tus ojos me juzgaran apenas me divisaran a través de la mirilla de la puerta. Pero cuando sentí tus ojos sobre mí, creí escuchar una risita desprovista de todo resquicio del sarcasmo que habitaba en ella.
Llevabas los jeans desgastados que usabas los días buenos, como los llamabas tú. Quise preguntarte si por fin te habían asignado tu primer caso en el despacho para el que habías sido seleccionado en un mar de recién egresados de las Facultades de Derecho del país, si tu madre te había visitado antes de irse a la casa de tu abuela como solía hacerlo a mitad de semana o si te habías estado acordando de mí y soñaste que regresaba a buscarte para que me hicieras el amor una vez más.
-Francisco –murmuré, y en mi boca tu nombre seguía teniendo sabor a frambuesa, arándanos y leche de coco.
-Hola –sonreíste. Extendiste tu mano, pero la retiraste antes de que pudiese acercarme lo suficiente para que rodeara mi cintura, una de las razones que me habías dado para explicarme por qué te gustaba yo y no otra chica.
-Mi cintura –dije, todavía en la puerta.
Te mordiste el labio inferior y alzaste la mirada, y una vez más me estabas sonriendo sin descaro.
Sabías que se me habían venido todos los recuerdos a la memoria y que por fin lo había entendido.
Estábamos ebrios y drogados al punto de no podernos los pies y al mismo tiempo no conseguir dejarlos quietos. Bailamos durante más de dos horas, sin coreografía, ritmo o equilibrio. Me sentí desfallecer de la risa cuando intentó imitar un paso de break dance que les había visto hacer a sus amigos y terminó sobre la alfombra de esa pequeña habitación del último motel de la carretera.
Me mostré desnuda frente a un hombre por primera vez en la vida, y jamás tuve miedo.
Sin secretos, liviana, sincera y desde esa noche, una fiel admiradora de sus manos, que me recibieron como si nunca antes hubiesen tocado una piel tan rota –y puede que así fuese. No volví a preguntarle con cuántas chicas había dormido.
-Tu cintura tentó a mis manos desde que te vi en ese aeropuerto –su aliento en mi cabello, una brisa que te encuentras de noche una vez en la vida. Estábamos tendidos sobre la cama, mi rostro seguía sobre su pecho y me obligó a detenerme en mi vientre-. Mira –dijo, antes de contornear esa curva izquierda-, toda ella y sus puntas afiladas. Puedes esconderte del mundo como en un callejón del que muy pocos tienen conocimiento en la ciudad más grande del mundo.
-¿De qué estás hablando? –tosí, con restos de la última calada al cigarrillo que todavía no concluían su camino hasta mis pulmones.
–Que me arriesgo a quedarme allí para siempre. Sé que abundan las ruinas, mentiras, pantanos de tu infancia, alguno que otro mal amor, pero me gusta mirarte. Desde ya quiero quedarme –hundió su pecho durante lo que a mí me parecieron horas y, cuando por fin estuvo listo, dejó al suspiro marcharse-. Pero también es probable que todo eso que aguarda allí me obligue a quedarme, como castigo por enamorarme de una pieza tuya tan dañada. Cautiverio de por vida, por mirarte en un aeropuerto –musitó, su voz cada vez más suave. Su dedo iba y volvía, creyó memorizar mi piel la primera vez, pero por cada recorrido parecía encontrar diez detalles más dignos de admirar.
Mi mente, aunque dispersa por el ritmo uniforme que seguían sus caricias, me informó que era la décima vez.
-Estás sonrojada –mis manos quisieron comprobarlo, pero la mano que no disfrutaba de mi cintura como un niño con su primer juguete, las detuvo y se las llevó a los labios.
-Ahora me vas a decir que también adoras mis manos.
Levantó las cejas varias veces, dándome la razón.
-Son muy bonitas –dijo, como si mi comentario fuese tonto y su respuesta absurdamente obvia-. Eres muy hábil con ellas. Nunca puedes tenerlas quietas, ¿me equivoco? –asentí-.Te miré durante media hora, yendo y viniendo una y otra vez con tus maletas, y jugaste a la mímica con un niño cuya madre poca atención le prestaba por estar hablando por teléfono.
-¡Sí lo recuerdo!¡Ramiro!¡Pobre niño! –me lamenté-. Me preguntó si podía subir conmigo al avión, porque se había divertido mucho esa tarde y el viaje no sería tan aburrido si íbamos sentados juntos.
-Sientes la música e intentas llevar el ritmo con el chasquido de los dedos, aunque pocas veces te dé resultado: ¡Eres muy descoordinada! –besó mi nariz-, sin embargo, lo más interesante está o más bien no lo está… aquí –estiró su mano blanca y de dedos largos y la posó frente a la mía como si fuese su reflejo. Su tacto se sintió frío, pero sólo por un segundo, mis dedos entrelazados a los suyos se sentían como en casa. De pronto, volvió a alejarse, aunque nada más un poco, para conseguir explicarse mejor-: las palmas de tus manos prácticamente no están marcadas como las mías, como las de todos los demás.
Líneas horizontales, verticales y diagonales cubrían su piel áspera; unas más largas o gruesas que otras, algunas recorrían un camino corto y tranquilo entre dos que parecían decir mucho de lo que le deparaba el destino, aunque no eran pocas las que todavía no parecían encontrar su lugar definitivo y daban vueltas interminables alrededor de todas las demás.
-Probablemente no sea nada –articulé muy cerca de su boca.
-Probablemente lo sea todo –replicó, su respiración ya estaba sobre mí. Tabaco, marihuana y galletas de coco.
-Probablemente sea el amor –dije esta vez- que siempre me ha resultado muy esquivo.
Sus ojos castaños se posaron una vez más en mis labios, ahora por el tiempo suficiente para suponer que deseaban quedarse a dormir la siesta sobre su tierna piel.
Para esas horas de la noche habíamos compartido tabaco, sabores y fluidos, pero, por tantas razones que no pretendo volver a explicar porque ya conoce a mi mente de memoria, seguía prefiriendo el mensaje que me transmitía su mirar.
-Tal vez el amor se cansó de que lo busquemos en las palmas de las manos y estuvo esperando que alguien se rebelara antes que él para asumirlo –su voz se oía calma, pero la miraba incandescente justo detrás de la garganta. Tal vez –tragó saliva-, se aloja en moteles de mala muerte y acecha a parejas que lo son todo aunque se nieguen a usar otros nombres que no sean los propios para demostrarse cariño.
Nuestros cuerpos nos quitaron las palabras de la boca y las recibieron entre muslos frágiles después de tanta adrenalina y poesía nostálgica de una noche de Julio.
-Ahora mismo estoy seguro de algo –se dejó caer con violencia con la nuca sobre la almohada-, y creo que nunca he estado más seguro de nada en toda mi vida.
-¿Y ahora qué? –me mordí el labio y saboreé el sabor metálico de la sangre.
-El amor, justo ahora, está escondido en tus clavículas.
¡Escucha! –se volteó de repente y besó mi clavícula izquierda. Cuando repitió el mismo ejercicio en la otra no pude contener la risa- ¡Eso!¡Ahí está el amor!
-Estábamos demasiado enamorados esa noche como para recordarla todos los días –me acunaste en un abrazo y besaste mi frente, para luego llevarme, con mis pies sobre los tuyos y pareciendo pingüinos que recién aprendían a caminar, hasta el mesón de la cocina.
-Por favor dime que hoy también has hecho fideos con salsa blanca.
-Y aquí tengo el relato completo de esa noche –levantaste un cuaderno viejo, y reconocí mi letra de inmediato-. Lo escribiste apenas despertamos con resaca esa mañana. Te bebiste dos litros de agua en menos de una hora.
–Para cuando no sepa qué somos –recordé.
–Y para cuando olvide por qué me quiere tanto –replicaste.
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