Tengo dos gatas. Cualquiera que haya estado en mi casa y sepa contar lo sabe. Llenan las habitaciones de pelos y de un ruido nervioso de arañazos sobre la tarima. Pero sobre todo de pelos. Un gato es 95 % pelo y 10 % uñas.
Por eso hay veces que se vomitan a sí mismas. Vomitan bolas de pelo en un proceso de autodestrucción muy parecido a la escritura. Afortunadamente lo suyo tiene solución. Basta con darles malta, una pasta color miel que ellas engullen a lametazos.
Una vez cometí el error de dárselo mientras estaba en el baño. Ustedes ya saben; ahí se producen ratos muertos, eso es innegable. Y desde entonces me acompañan al vater como perritos falderos.
Se me quedan mirando fijamente. O dibujan ochos entre mis piernas y ronronean, que es el suplicar de los gatos. Y yo también les suplico, les suplicó intimidad, pero ellas en cuestiones de comida no escuchan lo que no les interesa.
No siempre les doy malta y ahí está el problema. A veces voy con prisa o estoy despistado o simplemente me enfado con ellas por esa insistencia tan suya. Y, como digo, ahí está el problema.
Lo vi en un documental. Es precisamente la incertidumbre lo que crea la adición. El premio arbitrario es lo que te engancha. Por eso sigues echando monedas a la máquina tragaperras, por eso nunca no sabes cuándo parar. Tan sencillo como creer que a la próxima podría ocurrir. A la próxima será, piensan mis gatas. Y me miran muy atentas mientras estoy en el baño.
OPINIONES Y COMENTARIOS