– Las tortas van en la heladera pelotudo –
El padre de Cachete se dirigía así a su hijo, siempre. Desde que Mario se distancio con su hermano Fabricio, tuvo que lidiar con el negocio familiar sin el secreto de cómo elaborar las pastas tan famosas de la ciudad. El fallecimiento del abuelo Aurelio fue un antes y después en la familia Mastroioni. El abuelo no solo era el numero uno en la cocina, también era un ejemplar perfecto de las finanzas y la estrategia comercial. Siempre hacía todo a su manera. Como buen tano, discutía, alardeaba por todo y daba indicaciones sin cesar. Pero lo que decía el viejo Aurelio era la verdad. Se equivocaba en las formas eso sí, pero cuando se trataba de negocio tenía siempre la razón. Mal no le fue. La fábrica de pastas que emprendió a partir de su llegada al país le permitió olvidar Sicilia y a la triste época por la que decidió emigrar. Conoció a doña Irma, docente ejemplar de la Escuela Rural número 27 y con ella re hizo su vida en una tierra que no le pertenecía pero que adoptó con un profundo amor. El abuelo Aurelio nunca más volvió a Italia. Había decidido incluso dejar de enviar cartas a sus tíos, cortando definitivamente todo lazo sanguíneo que le quedaba, por lo que volvió a comenzar de cero convencido de sus capacidades gastronómicas y con el afán de hacer plata para poder comprar su casa.
Tras pasar los años la fabrica de don Aurelio, como lo llamaban entonces al viejo, se transformó en un ícono regional. Las ventas se habían exportado a los pueblos aledaños, carentes de esa calidad tan particular. Había podido adquirir nuevas tecnologías que le permitieron bajar sus costos mas que la competencia y eso le permitió abrir nuevas sucursales por la provincia. El viejo además era muy astuto en la comercialización de sus productos. No había vendedor que no quisiese trabajar con Aurelio. Los recibía en su casa, le preparaba la mejor pasta con salsa casera y enamoraba a sus distribuidores con exquisitas masas finas, obra y arte de doña Irma, para entonces directora de la Escuela. En esa época Fabricio y Mario eran dos adolecentes traviesos que jugaban a la pelota en las calles de tierra del barrio. Ningún auto pasaba por la Sarmiento en ese entonces. Al terminar la escuela los mellizos se unieron al negocio y acompañaron a don Aurelio en el emprendimiento familiar, primero como bacheros y cocineros y luego como encargados de las nuevas sucursales fuera de la ciudad.
– Mario se va de encargado a Salto y Fabricio a Rojas, punto final.- Le había dicho don Aurelio a doña Irma cuando los mellizos ya tenían veinticinco años.
De a poco sólo las fiestas y los cumpleaños unían a la familia Mastroioni. Cada uno de los mellizos hizo su vida en el lugar donde les tocó llevar su negocio. A Mario le resultó muy fácil emprender. Conoció a Patricia, empleada municipal, con quien se casó al año trayendo a la vida a Cachete y Valentina. Fabricio en cambio no duró ni dos años en Rojas. El negocio se le complicó demasiado, no tenía aptitudes empresariales ni mucho menos gastronómicas. Tras fallidos intentos no hizo más que despilfarrar la guita que Aurelio le pasaba para invertir en mercadería. Dibujo los números un año y al tiempo llegó la noticia a través de un comisario, amigo de don Aurelio, quien acercó los rumores que decían que Fabricio se patinaba las ventas en viajes excéntricos a Mar Chiquita con una prestigiosa periodista. Tiempo después se confirmó que al comisario le habían vendido pescado podrido. Lo cierto es que andaba para todos lados con una joven estudiante y elegía la costa chilena para agasajarla cada vez que podía. Fabricio no volvió más. Pidió su parte y se fue a vivir a Chile para siempre. Nunca más se supo nada de él. El viejo Aurelio no lo perdonó, le dio la plata que le solicitó y sin chistar volvió a su trabajo a seguir con la producción como si nada hubiese pasado.
Irma no pudo superar la partida de su hijo, ya adulto. Mucho menos pudo soportar semejante egoísmo de su marido, quien había decidido no hablar más con su hijo tras recibir la decisión de Fabricio de dejar el negocio. A partir de ahí la cosa se complicó. La familia se había roto por primera vez en muchos años.
Mario en cambio supo empoderar el negocio en Salto. A los pocos meses la fábrica le vendía a toda la ciudad abriendo el apellido a un nuevo pueblo, quien supo adoptar a la familia, a tal punto de otorgarle la intendencia a los pocos años. Todo el mundo amaba a Mario. La fabrica siguió funcionando gracias a su esposa y sus hijos mientras él se hacía cargo de las políticas públicas del distrito. Mario no pudo con la Municipalidad. Confundió rápidamente la empresa con el Estado y se empapó de negocios turbios que le costaron la reelección. A Cachete nunca le gustó que su viejo se meta en política. En el fondo sabía que su padre era ambicioso y jamás lo había escuchado estar preocupado por los vecinos. Aun así lo terminó aceptando, en definitiva era la decisión de su padre y no la de él. Un día el país explotó en veinte pedazos. Año 2001. Sumada a la pobre gestión municipal de Mario Mastroioni, la gente comenzó a reemplazar las pastas frescas por productos secos de terceras marcas y el negocio empezó a caer. A Mario lo agarró el corralito. Fuerte. El viejo Aurelio siempre decía que en este país la plata se hace pidiendo guita para invertirla. Mario pensaba distinto. Creía que deber plata era arriesgar activos así que optó por el camino ahorrista, acumulado pesos y dólares en la cuenta bancaria. Cada tanto Mario iba a la ventanilla del banco, luego de hacer largas colas, solo para ver el comprobante donde figuraba el saldo que acumulaba en la cuenta. Irma le aconsejó que usara los nuevos cajeros automáticos, pero Mario disfrutaba presumir sus dígitos ante la mirada de los cajeros. En diciembre de ese año toda esa ilusión se transformó en papelitos de colores. Nada pudo hacer Mario, a pesar de haber sido Intendente, para recuperar sus ahorros. Un día viajó a la Capital y se atrincheró ante la sucursal de su banco exigiendo la devolución de sus ahorros. Mario termino arrestado, pero al menos pudo esquivar los balazos tras ser liberado en plena Plaza Congreso, aquel fatídico día de diciembre.
Las cosas se habían complicado un poco en la familia Mastroioni. El viejo Aurelio no supo lo que significaba jubilarse y tras seguir trabajando con la misma intensidad con la que había arrancado, sufrió un paro cardíaco que terminó con su vida un frío verano de Julio. Fue ese día que la familia se volvió a encontrar. Era el viejo Aurelio el único, aun muerto, capaz de reunir a los Mellizos, los primos y los tíos en un encuentro familiar disuelto tras años de separación. Tras sepultar al abuelo, Cachete volvió a verse con sus primos a quienes no veía desde hacía muchos años. Martín era de su misma edad, mantenían relación tras vivir a pocos kilómetros de distancia divirtiéndose en los boliches y compartiendo asados con amigos en común. Tincho, como le decía la familia, había permanecido en Rojas tras la partida de su padre a Chile. Su madre se había casado nuevamente con un terrateniente de renombre de la ciudad y al tiempo tuvieron un hijo. Aquella tarde fría trajo la nieve a la Provincia de Buenos Aires. El velorio de don Aurelio tuvo una concurrencia sinigual y junto con el condimento nevado hicieron de Carmen de Areco, un día histórico.
Fue esa misma tarde en donde Cachete comenzó un cambio de rumbo, que le iba a costar algunos meses. Adoraba al abuelo Aurelio, era su maestro y lo que más amaba en el mundo a pesar de ser tan testarudo. Comprendió en el entierro que el aprecio que los vecinos le tenían era la respuesta al orgullo propio de tener un abuelo que había venido a la vida a hacer lo que la vida le había concedido hacer. Ese día Cachete estaba dolido, pero al mismo tiempo entendió todo. Lo busco a Martín, quien se encontraba abrazando a una tía lejana y lo interrumpió para hacerle una pregunta.-
– Tincho, ¿vos crees que el abuelo Aurelio hubiese querido que yo haga lo que yo quisiese? – Le preguntó Cachete entre lágrimas a su primo.
– No tengo dudas de eso primo. – Le respondió Martín abrazando a la tía que lloraba desconsolada.
Pasaron cuatro meses del fallecimiento de don Aurelio. La fábrica de pastas de Salto no levantaba cabeza y Mario se enfrentaba a los problemas comerciales del negocio heredados por su padre. Tratando de recomponer el negocio familiar, Mario decide viajar a Carmen de Areco para hacerse cargo de la sucursal mas próspera de la familia y decide llevar a Cachete para que lo ayude tras su vasta experiencia en Salto.
– Esto es un quilombo. – Le dijo Mario a Cachete tras notar que la sobadora no funcionaba. – Vos nene, te vas a hacer cargo de esto, ¿entendiste? – Le afirmó a su hijo sin mirarlo a los ojos. Cachete no respondió a la pregunta y siguió.
– ¿Viejo, que hago con estas tortas? –
– Las tortas van en la heladera, pelotudo. –
Cachete no aguantó más. Hacía cuatro años que venía bancando al viejo con semejante crisis económica y los desafíos comerciales heredados por don Aurelio. Ahora sí no podía más. No pudo soportar otra falta de respeto por su padre, luego de haber reconstruido lo que su viejo supo romper tras su fracaso político y de su temperamento que cada vez se hacía mas difícil de llevar. El tono de voz comenzó a elevarse poco a poco. Los gritos se hacían escuchar por los empleados de Carmen de Areco que lloraban en silencio la ausencia de su ex empleador. Las heridas se iban abriendo para dejar cicatrices imborrables de por vida.
– Si te digo que te quedas en Carmen de Areco, te quedas en Carmen de Areco. ¿Qué parte no entendés, me querés decir? –
– Ya te dije que no voy a hacer lo que vos querés que haga. No me voy a venir acá, si querés manejarla vos venite, alquilate algo y seguila. Yo ya te dije no pienso venir. – Cachete alzó la voz y tiro al suelo el repasador viejo con cual se limpiaba las manos.
– Un poco mas de respeto con tu padre, ¿me escuchaste? – Mario se acerco a su hijo y lo tomó del brazo derecho.
– Baja la mano impresentable, ¿me vas pegar ahora? –
El sonido provocado por la bofeteada de Mario a Cachete devino en la inmediata intervención del personal de la fábrica. El Gordo Peralta pudo sostener a Cachete que, tras el golpe, quiso partirle la cabeza con una licuadora.
Mario nunca le pidió perdón a Cachete, Patricia nunca se enfrentó a Mario y Cachete nunca volvió a ver a su padre. Con el tiempo apareció un hijo extramatrimonial de Mario y terminó por disolver el matrimonio. Mario se mudó a Carmen de Areco y se encargó de retomar la fábrica de don Aurelio. Se dedicó a tiempo completo. A los pocos meses había duplicado las ganancias, pero también la tristeza. Valentina solo viajaba los findes de semana a visitarlo y Mario la atendía con múltiples regalos. Le compró un auto, varios pasajes a Estados Unidos y le amplio la extensión de la tarjeta para que no le faltase nada. Cachete en cambio decidió partir rumbo a Capital y comenzar la carrera de Ingeniería en la UBA. Compartía un pequeño departamento con Martín, su primo, en Almagro. Bancaba sus estudios con el poco ahorro que juntaba su madre y las changas que conseguía como cocinero en una fabrica de pastas en el barrio de Boedo.
-Pibe, seguro que no querés que te efectivicemos, sos muy bueno trabajando. – Cachete sonrío al escuchar la propuesta de su jefe. – Gracias, de verdad, pero me queda poco tiempo acá. –
Los años fueron pasando. No fueron nada fáciles para la familia Mastroioni. Cachete terminó obsesionándose con la carrera y cuando quiso acordar estaba en sentado en paseo Colón, repasando sus apuntes para dar la tesis. Se sacó un 10. Esteban, amigo y compañero de estudio le dio un abrazo tras recibirlo fuera de la Facultad junto a Martín. Cachete lloró desconsoladamente y se dio cuenta que consiguió lo que había buscado, pero también sintió bien profundo suyo lo que le había costado. Volvió a su casa y observó el teléfono por un rato, se secó las lágrimas, tosió un par de veces y se preparó a discar.
– ¿Hola? –
– Viejo, soy yo. –
Se hizo un silencio del otro lado. Cachete sabía que la comunicación no se había cortado, así que le dio tiempo a la respuesta.
– Juan, hijo, ¿estas bien? – Preguntó Mario con la voz temblorosa.-
– Desde la escuela que no me dicen Juan. – Responde Cachete.
Otro silencio.
– Hijo, ¿pasó algo? –
– No viejo, solo quería llamar. –
Otro silencio.
– Te extraño mucho. ¿Sabés? ¿Me perdonás? – Dejo caer Mario con lentitud.
Los ojos de Cachete se empañaron de lágrimas.
– Viejo, me recibí. Quiero que vengas a darme un abrazo. –
Mario implosionó en un llanto que duró minutos. No lloraba de esa manera desde que perdió a su padre. En esta ocasión lloraba para aliviar esa angustia guardada en esa cicatriz que no había sanado. Mario volvió a ser feliz. Al tiempo recompuso su relación con Patricia y volvió a Salto donde compraron una casa quinta para recuperar el tiempo perdido. También adoptaron un perro, al que Valentina decidió apodar Auri.
– Que bueno que te hayas reencontrado con tu viejo. Te felicitó chabón. – Le había dicho Esteban haciéndole fuertes palmadas en la espalda y siguió. – ¿Qué se te dio por llamarlo de golpe? –
– No sé. No lo pensé. Lo sentí. Creo que no quise cometer los mismos errores que cometieron todos en la familia. Además, solo sé que estar en paz se siente mucho mejor.
Fin .-
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