-Llaman a la puerta hijos, estoy ocupada en la cocina!
-¡Abriré yo, no te preocupes! – patinando el trayecto sobre sus calcetines de renos rojos.
-¡Gracias Charlie, eres un sol cariño! Anna Phoeler siempre intercambiaba cumplidos y palabras cariñosas con sus seis hijos; los mellizos Bill y Cathy, Victoria, John, Donna y el pequeño Charlie, siempre dispuesto a recibir educadamente a las visitas.
-¡Hombre, buenos días, Charlie! Cada vez que te veo estás más alto, aunque tampoco me extraña, tu madre es la mejor cocinera de Galena. Huele a su estofado de carne… envidia me dais, pequeño.
-Buenos días, Señor Underwood. No desconfío de su olfato, pero hoy comeremos pescado al horno. – Torciendo la boca en señal de reprobación amistosa.
– ¿Pescado? ¡Entonces tu papá no comerá en casa! -Exagerando su sorpresa como si hablase con un bebé- Su aversión a todo lo que tenga escamas es bien conocida en Galena. -Olfateando el ambiente para verificar el menú.- La señora Phoeler siempre ha cocinado estofado los sábados. ¿Estás seguro de que tu padre comerá con vosotros hoy?
-Se lo aseguro, Señor Underwood. Tendrá que conformarse con lo que hay en el horno.
– Pues si se come el pescado házmelo saber, muchacho, avisaré a la prensa. – Acariciando la cabeza de Charlie.
– No he dicho que se lo vaya a comer, sino que tendrá que resignarse. ¡Mamá, está aquí el Señor Underwood! Pase a la sala, estará con usted en un minuto. Y, por cierto, Feliz Navidad, Señor Underwood.
– Feliz Navidad, hijo.
Richard Underwood era el director del Banco del condado de Jo Daviess en Galena. Un tipo escaso en estatura, cabeza alimonada, extremidades rollizas como carne recién picada y envuelto en una estructura similar a la de una cría de bisonte. Pedante, con aires de grandeza e inseguro en las distancias cortas con cualquier mujer más atractiva a la anterior que hubiese visto pero con las agallas y el valor necesarios para exigirle un pago pendiente a una familia de clase humilde el 23 de Diciembre de 1925. Las normas de la entidad obligaban a los encargados de cada sucursal a tomar las medidas oportunas para evitar que la morosidad ahogase los resultados anuales y si eso requería personarse en un domicilio para recordarle sus deudas a una familia, se hacía. “Apretar clientes”, así se conocía el método.
Buenos días Señor Underwood. – El saludo de Anna Phoeler carecía de la cortesía que se esperaba de ella. Sabía que el pequeño bisonte no realizaba visitas conciliadoras a un domicilio ni felicitaba las Fiestas en persona, así es que, el único motivo por el que el advenedizo Underwood se plantaba en su casa en esa fecha era para exigir el cobro de otro impago de su marido. En cualquier caso, la Señora Phoeler contaba con su visita ese día. -Buenos días Anna, Feliz Navidad, ¿Cómo estáis pasando las Fiestas? ¡La casa huele deliciosamente a pescado al horno!
– Feliz Navidad. Su olfato no deja de sorprenderme. – Mientras escuchaba a sus hijos charlando en la gran mesa redonda de la cocina, le hacía creer al cobrador de morosos que su nariz era un prodigio de la genética o un sobrenatural poder que le había otorgado Dios por el cargo que ostentaba. Y eso era algo que bien podía creerse de una simple cristiana rezapenas un hombre bien relacionado con Dios y con asiento en primera fila en la Iglesia de San Miguel de Galena.
– No creas, me ha costado identificarlo. Lo que sucede es que…
– ¡Que yo se lo he dicho, mamá! – Charlie vociferaba desde el aseo mientras se lavaba las manos.
-¡Hijo!
-No se lo tengas en cuenta. Con su edad es normal que este hombrecillo no sea del todo fiel a la verdad.
– Descuide. ¿Le apetece un café, Señor Underwood?
– No, te lo agradezco, además seré breve.- Imaginando cómo sus manos envolvían el delgado y pálido pescuezo de aquel descarado mequetrefe que había intentado menospreciarlo. – Anna, sabes que tengo un enorme respeto por tu familia…
– ¿ Cuánto debe…? -carraspeando- ¿Cuánto debemos esta vez? Con sus brazos en jarra, Anna Phoeler aparentaba curiosidad por saber a cuánto ascendían las deudas de su marido Paul. Un hombre sin rumbo, adicto al juego, a cualquier líquido que marease y a hincar las rodillas en la iglesia de San Miguel para suplicar perdones a Dios por maltratar a su mujer y a sus hijos.
-¡Mama, hemos acabado la carta para papá y queremos que las leas antes que él! – Cathy, como primogénita del grupo, casi siempre ejercía de portavoz cuando la ocasión lo requería. En este caso, esas palabras tenían más relevancia en sus vidas que todas las deudas que hubiera generado su padre en los últimos años.
– En cuanto acabe de hablar con el Señor Underwood, estaré con vosotros.
– Tiene usted una familia fantástica. – Underwood dejaba de tutear a los clientes morosos cuando los preparaba para algún disgusto. – Mis hijos nunca me escriben nada, ni siquiera una mísera nota. La verdad es que…
-En este caso, ni es mísera ni tiene menor trascendencia que cualquier regalo ostentoso y caro. De hecho, es la carta más valiosa que mis hijos hayan podido escribirle a su padre.
-Es muy afortunada de tener un marido que ponga tanta pasión en la educación de sus hijos y en procurar que sean tan dóciles mientras están con usted. –Sonriendo mientras negaba con la cabeza y tamborileaba los documentos de la familia Phoeler. -Paul es un buen hombre, y estas pequeñas cargas que tiene con nosotros son fruto de los sacrificios que siempre ha hecho por mantener viva a su familia y sacar adelante a sus hijos. Y a usted. Así es la vida… uno trabaja a destajo, se pierde vivencias con sus pequeños o sacrifica tiempo en el bar de Marlene para sostener la economía familiar y…bueno, en ocasiones el sueldo no cubre la mayor parte de sus propósitos. Y es ahí donde entramos nosotros. – Golpeando el pecho con una mano mientras sacaba un sobre con la otra. Familia Phoeler, éste es.- Susurrando el apellido mientras enfocaba su presbicia.- Tendemos nuestra mano, prestamos nuestro dinero a ese luchador y le invitamos a devolverlo en cómodos plazos. Comodísimos, diría yo. -Anna dejó su mente en blanco mientras se limpiaba cuidadosamente sus aceitosas manos en el mandil que le había regalado Paul las Navidades pasadas y que rezaba en el pecho “ la mejor ama de casa del mundo”. Ese había sido el regalo de su marido. Un mandil y un beso en la frente con aliento a whisky destilado de gatos muertos. -Deje eso ahora, lo arreglaremos en cuanto llegue Paul del aserradero. Le traeré una copa. Richard… – Imantando sus cejas. – Quédese a comer. No dejaré nunca de agradecerle lo que su entidad y usted personalmente están haciendo por nuestra familia. Mi marido estará encantado de que se quede, se lo aseguro. Le traeré su copa. ¡Donna, la botella del Señor Underwood!
El director no tenía elección. Entre un buen whisky y comer con la charlatana de su mujer, Richard prefería disfrutar de lo primero mientras sus ojos no se apartasen de las nalgas esculpidas por los dioses de Anna Phoeler. Así que, se acomodó en el sillón en el que Paul clavaba su trasero a diario y decidió cerrar su maleta hasta que llegase el señor de la casa. Donna, Charlie y John entraron en el salón con una bandeja metálica que contenía un vaso, la botella de whisky, el periódico del día y un pequeño plato con frutos secos.
-Disfrute de su whisky. Le encantará, Señor Underwood.
Los tres Phoeler al unísono y a través de una melodía descendente propia de sirenas que hacen encallar un barco en la piedras, doblaban sus espaldas en señal de agradecimiento al director prestamista, ahora cobrador, que amablemente había venido a escrutar la baja espalda de su madre mientras reclamaba lo que era suyo.
Mientras Anna asentía, los cuatro regresaban a la cocina para que Underwood bebiese tranquilamente la copa de whisky que contenía una cantidad suficiente de veneno para ratas como para matar a un elefante. La disolución tardó media hora en hacer efecto. Richard Underwood, aquel hombre que presumía de su valía como catador de whisky en los restaurantes de Galena, había disfrutado de su último trago mientras leía la actualidad en el sillón de Paul Phoeler.
-¡Mamá, el Señor Underwood no respira! – Bill y Cathy tocaban con sus índices la cara, el cuello y el torso del director, empapado en sangre por las diversas hemorragias que habían buscado una salida por los distintos orificios de su cuerpo.
-¡Está muerto, volved a la cocina!
Matar a alguien no resultaba sencillo. Primero, porque Anna Phoeler era una persona de firmes principios religiosos que creía en el cumplimiento de los mandamientos bíblicos y segundo, porque unos hijos no tienen por qué presenciar una barbarie de tal magnitud. Pero existía un motivo que descafeinaban esos dos inconvenientes morales. El Señor Underwood era una de las causas por las que su familia había perdido la dignidad para los habitantes de Galena y la razón por la que las señoras del pueblo señalaban a la morosa Phoeler por las calles de la ciudad. Underwood había engañado a su marido haciéndole firmar préstamos con intereses perversos mientras Paul era incapaz de sostener la pluma a causa de los efectos del alcohol. Había visitado en tantas ocasiones la casa de los Phoeler para cobrar atrasos en los pagos de los créditos que tenía una botella con su nombre en la despensa. Era el rey del prostíbulo en Galena, Richy para las chicas y un hombre que perdía la gravedad en su mano para incrustarla en la cara de su abnegada mujer cada vez que ésta lo contrariaba. Era un desgraciado que merecía morir y el causante de que esa misma mañana, como todas, Anna aguantase estoicamente a las cotorras de sus vecinas en la tienda de Arthur donde adquirió el veneno para unas ratas que habían colonizado su sótano. Lo pidió en nombre de su marido y se encargó de recordarle al viejo Arthur el miedo de Paul a cualquier tipo de roedor. Anna sabía que una noticia bien plantada y regada en el mostrador de aquella tienda, crecería, en cuestión de minutos y sin necesidad de agua, en todas las malditas cocinas de Galena.
-Sentaros a la mesa. Avisad cuando llegue papá. Estaré arriba.
Ese día, Paul Phoeler salió del aserradero, dio la bienvenida al fin de semana con seis cervezas en el bar y después de despedirse de Marlene asegurándole que el próximo día pagaría las cuentas pendientes, regresó a casa caminando. Abrió la puerta con dificultad eructando la última cerveza y después de atravesar el recibidor como un niño aprendiendo a caminar, obviando el cadáver del sillón que dejaba en el salón de su derecha, se sentó en la mesa de la cocina mientras sus seis hijos disponían la bandeja del pescado, el pan y la jarra de agua sobre el mantel.
-¿Qué es esto, pescado? ¡Anna!
-¡Mama, papá ya está aquí! – Victoria avisaba a su madre sin apartar la mirada de su padre.
-Papá, tenemos un regalo para ti. Es una carta que hemos escrito los seis. Nos gustaría leértela. -¡Charlie, hemos quedado en que esperaríamos a mamá! – Bill apoyó su mano cariñosamente en el hombro del benjamín y observó cómo su madre entraba en la cocina con la pistola que Paul guardaba en su mesilla de noche.
Anna introdujo suavemente el cañón en la oreja derecha de su marido y le susurró al oído izquierdo que escuchase a sus hijos antes de que ella le volase la cabeza.
-No sabes lo que estás haciendo, maldita zorra…cuando no seas capaz de apretar el gatillo yo mismo cogeré esa pistola y te mataré delante de estos malnacidos. Sólo una coneja como tú puede parir seis hijos en cinco años. ¿No sabíais eso, hijos? Los embarazos de vuestra querida madre nunca han sidodeseados -eructando una sonrisa-, al menos después de tener a Bill y Cathy…eso es lo que sois, pues. Unos malnacidos fruto de…
-¡Cierra la boca! -Apretando el arma con fuerza en la oreja de Paul- Vicky, puedes empezar a leer.
Paul comenzó a repartir carcajadas y a golpear la mesa mientras el resto observaba la escena con rostros de tristeza. Algo le decía que esto podía suceder en cualquier momento porque Anna era frágil, dependiente y responsable, pero en su interior descansaba un ser valiente y muy poderoso. Paul podía sentir cómo respiraba ese organismo dentro de su mujer cada vez que le pegaba a ella o a cualquiera de sus hijos y ahora estaba presenciando cómo esa sombra que hibernaba a sus pies se despertaba del letargo al sol de una nueva vida. Su corazón empezó a correr hacia la meta y en sus oídos sonaba un zumbido grave y oscuro parecido al de las réplicas de un terremoto. -Se llama miedo a morir, Paul. – Con la misma resignación con la que se explicaban las cosas a los retrasados, Anna le hablaba al oído procurando que sus hijos no adivinaran sus palabras. – Esto es lo que yo he sentido desde que me insultaste por primera vez. Esto es lo que han vivido tus hijos cada vez que tus puños se desahogaban en sus cuerpos. Miedo, Paul. Se llama miedo… Pero ese miedo se va a acabar en esta casa a partir de hoy y todo el mundo en Galena va a descubrir quién eres en realidad. Vicky… – señalando a su hija con su mentón. – Lee.
-Paul…
-Paul Phoeler dejó de sonreír y fijo la mirada en su hija. Ésta nunca le había llamado por su nombre. Los ojos, enrojecidos por la carcajada nerviosa, se congelaron como los de un muñeco. Victoria continuó leyendo.
-No mereces vivir.
Se hizo el silencio en la cocina de los Phoeler, algo que no sucedía desde hacía tiempo. Anna cerró los ojos, fijó la mirada en su mano derecha envuelta en un guante blanco y apretó el gatillo.
Galena se desperezó al día siguiente entre chismorreos e historias sobre la muerte de dos vecinos de la ciudad. Nadie podía creer cómo un hombre tan familiar y trabajador como Paul Phoeler había podido envenenar al director del banco que le facilitaba las cosas antes de suicidarse en la cocina de su propia casa delante de sus hijos. En ese orden de importancia de las cosas.
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