No sólo son palabras, lo digo en serio, fue la manera que encontró para dar por terminada la conversación, no podía aguantar estar un minuto más ahí. Sabía que lloraría, y no quería ceder cómo tantas otras veces. Sin esperar respuesta, tomó la maleta a su derecha y asió la manilla de la puerta, en un acto que le recordó tantas situaciones parecidas. Esta vez, hasta el silencio enmudeció. En la habitación del fondo, sus hijos dormían. Todo su cuerpo permanecía rígido, la mano sudaba al punto de resbalar. Cerró los ojos, realizando un último esfuerzo como si le costara la vida, la puerta finalmente cedió. El frío de la noche se asomó de inmediato, antes de que se arrepintiera empujó con el arresto que le quedaba su pesado cuerpo. Las calles desiertas le besaron el rostro y la soledad le abrazó con ternura. Cada paso que daba era más doloroso que el anterior, sentía en el pecho tanto dolor que asfixiaba, su cabeza daba vueltas en un torbellino de sensaciones encontradas. Como tantas otras veces, les había fallado a su mujer e hijos, causándole tanta desazón que parecía desfallecer. A pesar que no fumaba, anhelaba en ese momento un cigarro, necesitaba algo que lo distrajera, que lo adormeciera. Sentía las piernas agarrotadas, y no había llegado ni a la esquina.
La bruma nocturna comenzaba a atrapar la ciudad. No tuvo el valor de sacar más ropa para abrigarse, su mujer estaba tan destrozada que tampoco se lo ofreció. A lo lejos las luces de un auto alumbraron en su dirección. A esas horas nadie más transitaba a pie, el sonido de sus zapatos retumbaba cómo un eco lúgubre que se mantenía a distancia tal si le estuviera siguiendo. Miserable era como se sentía, huérfano del azar, no tenía a quien recurrir; de algún modo estaba continuando los pasos de su padre, un hombre alcoholizado que le abandonó cuando apenas tenía cuatro años. Unas pocas fotografías fue lo único que heredó, pues no tenía recuerdos. Alguien le contó que había perecido en una riña en el norte, pero su madre decía que ese desgraciado no era capaz de enfrentarse ni a una mujer, menos iba a pelear con un hombre. De seguro debe estar viviendo a costa de una desdichada que le compraría sus mentiras de enfermo o falto de oportunidades. No quería que sus hijos fueran a pensar lo mismo de él. Les mandaría dinero a través de su hermana, para que no les faltara nada. En el extranjero ganaría lo suficiente. Se lo habían prometido.
Lo buscaban por hurto y tenía orden de arresto. Su amigo el chivo conseguiría que saliera del país aunque fuera de manera ilegal.
Estaba entumido, le dolían las manos y la cara, el frío calaba sus huesos, el vapor que salía de su boca apenas le entibiaba. La bruma continuaba adueñándose de las calles, y sus pasos sonaban cada vez más apagados en la calzada. Un perro husmeaba en unos tachos de basura, buscando alimento. A pesar de haber intentado ser un hombre de bien, la codicia y la oportunidad de verse favorecido le habían tendido la trampa perfecta. Llevaba tiempo esforzándose por ganar la confianza de los jefes, y cuando esta asomaba, a la primera oportunidad lo había arruinado. Suponía que la caja fuerte estaría como siempre llena de dinero, más aquella noche estaba casi vacía. De algún modo, sus debilidades lo pusieron a prueba y el instinto de sus patrones, hicieron el resto. Lo que parecía un descuido, estaba fríamente calculado. Sabían que lo notaría, lo conocían desde los dieciocho años, cuando lavaba autos en la calle. Le dieron una oportunidad en la fábrica y parecía haberla aprovechado. Su mujer era obrera de la fábrica y cuando se casaron, don Miguel pensó que iba por buen camino. Los hijos tardaron varios años en llegar. Para celebrar la llegada de su primogénito, lo ascendió, y cuando la pequeña Tamara formaba la parejita, don Miguel, lo hizo su hombre de confianza.
Todo hubiera ido igual de bien, de no ser por la madre de Miguel, una mujer seca, de pocas palabras, quien le aconsejó a su hijo “no se confiara”. Mamá lo conozco de niño, ha estado conmigo toda la vida, es casi un hermano para mí. Ten cuidado hijo, no me gusta su mirada – dijo la mujer –bastó sólo ese comentario con el tono agrio acostumbrado, para que su hijo dudara. El dinero que logró tomar de la caja, apenas cubría las expectativas de un mes, por eso don Miguel pensó que se arrepentiría. Dos días de ausencia, sirvieron para sepultar la última esperanza, pues estaba dispuesto a perdonarle si lo devolvía. El dolor caló tan profundo cuando no se presentó, que no dudó en aplicar el máximo rigor contra él.
El coche que le alumbraba se le vino encima, no parecía detenerse, por lo que se paralizó. Una serpiente de aire frío se deslizó por su espalda, miró a todos lados más sus piernas no respondían. Cerró los ojos entregándose a su fatal destino, entonces el parachoques del auto se posó en sus piernas luego que quien lo condujera frenara bruscamente. La figura de don Miguel se asomó como un fantasma. Cuando estuvo frente a él, sólo pudo decir con la voz resquebrajada ¿Cómo pudiste hacerme eso? ¡No bastó todo lo que te he dado, miserable rata! – exclamó airado levantando el puño hacia el cielo, en señal de maldición. Necesitaba decirte esto a la cara -prosiguió- quería mirar al hombre que traicionó mi confianza por última vez, sacó un revólver de su chaqueta, y exclamó- ¡No tienes perdón de dios, no tienes perdón de dios! Avergonzado, y tremendamente asustado, clamó perdón de rodillas, suplicó como un niño aterrado con las manos juntas como si estuviera rezando. Sus ruegos fueron acallados por el disparo. La noche se le vino encima en el mismo instante en que el cuerpo de don Miguel cayó a su lado inerte.
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