1.

Rodeado.

Justo al centro de un círculo formado por cerca de veinte hombres cuyas armas apuntaban directo a su cabeza, esperando una orden, una sola palabra que en cualquier momento resonaría por el pequeño auricular de quien estaba al mando y que haría terminar su vida justo en ese momento, justo cuando comenzaba a vivir.

Esperando en esos últimos segundos de duda que se le hacían eternos pensaba en injusticias y culpabilidades. ¿A quién podía culpar? ¿se culparía a sí mismo por la sangre que corría en sus jóvenes manos? ¿culparía a su padre por haber puesto al linaje familiar sobre sus hombros cuando el sólo quería pasar su vida perdido entre museos, libros y pinceles? Quizás culparía al más antiguo de sus antepasados por haber comenzado a dar frutos alimentados en la sangre, las armas y el dinero sucio y culparía a todo el linaje siguiente por haber continuado en ese ciclo, cobrando favores al destino que ahora por sí mismo debía pagar.

Porque si, toda la suerte y buenaventura que su familia había tenido, hoy se quebraba en él como el tronco del linaje familiar, porque hasta ahí llegaba el imperio, junto con él moriría la dinastía de los Bernutti.

Pero la claridad llegó sólo cuando el disparo de la primera bala sonó, y fue tan rápido que antes de que la ráfaga de municiones dejara los cargadores de quienes lo rodeaban, lo supo.

No había culpa alguna, fue sólo una mala jugada del destino y aún así no podía desear otra vida, porque quizás en otra vida no la habría conocido, no habría tenido la dicha de compartir su último año con ella.

Y justo antes de que la primera bala conectara en su sien, sonrió.

Sonrió porque amaba, porque todo el linaje de los Bernutti había tenido la suerte, lujos, poder, y sobre todo dinero que él nunca alcanzó a poseer.

Pero nunca alguien que llevara su sangre había amado a otro ser.

Y él lo había hecho, había amado a Amelie, amaba a Amelie, y ni con cien balas en su cabeza eso podría cambiar.

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