Se llamaba Paquilda. De edad incierta, de pelaje bicolor nómada y abundante, era la primera en acercarse a la mesa cuando Luzmila llamaba desde la cocina. !Está servido! Decía mientras terminaba de batir la crema fresca y servía el plato de mi nona. Ese era el puesto preferido de Paquilda, al lado de mi nona. Con paso ligero, se paseaba por sus piernas sabiendo que no haría falta pedir migajas. Antes de atacar cualquier bocado le gustaba pasearse entre la sillas y olfatear a los comensales de turno, para detectar al incauto que caería al primer maullido. Sus bigotes hacían cosquillas. Siendo honestos, a mí me producía cierto asco. Mi padre, experto en antibióticos y al lavado compulsivo de las manos, antes y después de comer, nos había transmitido su devoción a la pasta de jabón y a los buenos hábitos para evitar parásitos y otros animales intestinales. A los menos ariscos, Paquilda dedicaba rodeos con premeditación y alevosía. Ronroneando, lanzaba con su cola una promesa de amor eterno a cambio de restos de arepa aún tibia. Para mí siempre fue una agazapada, presta al teatro, de maullido fácil y pegajoso, pero con las garras afiladas y carraspeo amenazador a flor de hocico si la ocasión lo ameritaba. No era un gata fina, nadie sabía cómo había llegado a casa ni dónde pasaba las noches. Al darnos cuenta de su ausencia, pensamos que quizá se habría marchado porque del puesto de mi nonita ya no caían más migajas.

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