Se van a dormir las nubes.
La ciudad viste de luto.
Y en un lugar de ésta,
empiezan fiestas de instituto.
Cuando el mar es ruido,
en la casa del silencio,
se reúnen dos enamorados
a escucharse hablar por dentro.
Ella se sienta a su lado.
Él le mira sin mirar.
Él la tiene de pecado.
Ella de alcohol de guardar.
Ella señaló la Luna,
que espiaba tras la cortina.
Él sonrió, la miró y pensó
que el cielo es un gran espejo.
Porque no estaba tan lejos.
Que aquel sofá era una estrella,
y sentado sobre ella,
saludó a la eternidad.
Las horas pasaban.
Las guerras terminaron.
El banquete se cerró.
Era la hora del baile.
Comenzó a sonar la música.
El corazón latía.
Hasta la estatuas públicas,
morían por vivir.
No existía más Sol que una bombilla.
No se rindió más culto que al Amor.
Los criminales lloraron.
La Muerte abandonó el duelo.
Los pájaros se posaron
alrededor de su vuelo.
Los campos abrieron puertas.
Los sábados se impusieron.
Andaron las marionetas.
Se bañaron los insectos.
Pero las horas, tan crueles,
no dieron tregua al momento.
Envidiosas de la vida,
no les basta con lo eterno.
Así, ella hubo de irse.
Él, tristemente contento,
le apretó contra su pecho,
y algo de ella quedó adentro.
Esa parte que quedó,
se manifestó en sus sueños.
Ella fue quien le besó.
Quién hizo eterno lo muerto.
Nadie pudo escuchar
su silencioso lamento
cuando él se despertó,
torturado en un recuerdo.
Ahora, despiertas las nubes.
Vestida la ciudad de boda.
Ahora que el mar tiene cuerpo,
ya no quedan dos a solas.
Él siempre espera la noche.
Ahora él siempre mira al cielo
cuando ella le falta.
Y allí está.
La Luna.
Ella.
El reflejo de ambas.
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