Susana esperaba.
Sentada, paciente, con los ojos lejanos.

Las horas siempre pasan lentas cuando uno espera; los días se hacen eternos y se llenan de nada porque la espera en sí misma lo ocupa todo.

El olor del césped recién cortado, de las flores nuevas y frescas en la mañana, punzaba los recuerdos, estimulaba los sentidos, entremezclándose con la agonizante humedad.
Brotaba del suelo un baho mojado que le quitaba el brillo a lo que tocaba; ese vapor lluvioso estaba constantemente presente en aquel lugar.
A pesar de todo, Susana esperaba como siempre, desde hace años.
Pocas eran las palabras para expresar tamaña ansiedad; no quedaban en el cielo estrellas de tanto contar los días.
De a ratos, ella, se miraba las manos y escudriñaba sus uñas; contaba las piedras que la rodeaban; inhalaba y se bebía de pronto cada instante que había vivido.
Suspiraba y se perdía en aquella bruma fastidiosa que embrujaba al recién llegado mediodía.
Pero lo más bello era cuando dejaba su mirada colgada de aquel almendro que florecía intrépido en ese sombrío lugar, entonces se producía una magia que lo conquistaba todo, porque era en ese momento cuando ella volvía a sentir la vida en su cuerpo: removía los escollos de su alma y se acercaba hasta tal punto a la felicidad que su alrededor se iluminaba por completo.

Esperar no es bueno para nadie, no nos deja ser libres. Provoca una maldita sensación de ahogo seguido de sofoco. Nos paralizamos y no logramos avanzar. Nos anclamos impidiendo que nuestras alas cumplan su función.

Susana volvía a la realidad cuando algo interrumpía su vertiginoso sueño.
Podía devolverla a este mundo cualquier ruido o movimiento brusco: la llegada de una familia desconsolada, los rezos del cura de turno, el jardinero o el sepulturero que normalmente venían, con toda su buena voluntad, a acondicionar y embellecer lo irremediable.
Pasaron tantos días desde que ella se sentó a esperar que a un reloj de arena le faltarían granos para contarlos.
Fué algo inesperado lo que la llevó a ese sitio: Las bombas sacudieron la tierra durante semanas. Un fogonazo iluminó la noche y la casa donde vivían se llenó de caos. Un vacio sordo los absorbió. Susana cayó al suelo; un sudor frío cruzó su frente; sus puños se cerraron como queriendo retener algo y, de repente, la confusión la invadió.
Desde aquel acontecimiento inexplicable, Susana espera…
El mediodía dió paso a la tarde. Un sol mortecino y lánguido se filtró entre las hojas de un álamo. Esa incansable humedad se aferró a las piedras y a las lápidas, mojándolo todo.
Un hombre se hizo visible en el horizonte: chaqueta marrón, sombrero de ala, pantalón de franela y un paso lento, cansado, dolorido, como gastado.
Sus manos apretaban unas flores silvestres, coloridas y hermosas, traídas de otro mundo, como si una Criatura Divina las hubiese cultivado.
Él se acercó a donde Susana esperaba. Una vez frente a ella, depositó el ramo en su falda.
Susana sonrió, aunque no muy convencida. Miró las flores y suspiró. Una brisa suave pero intensa lo envolvió íntegramente.
El hombre asintió con la cabeza y con una expresión de ternura lejana, dijo:

– ¡Ya lo sé! pero aún no es mi hora. ¡Tienes que irte y esperarme en otro sitio! Yo todavía tengo cosas que hacer. Volveremos a estar juntos otra vez… Créeme, será pronto pero todo a su tiempo…-

Susana acarició esa cara llena de surcos trabajados por los años y rozó esos labios, con amor intenso en la punta de sus dedos, mientras susurraba:

-Te seguiré esperando aquí mismo como cada día, cada mes, cada año de estos tiempos porque lejos de tí no tengo nada, solo soy polvo y cenizas de décadas acumuladas.

Un soplo fresco deshojó las flores del almendro.
Él cerró los ojos con resignación como si la hubiese entendido, extendió la mano y rozó, con amor intenso en la punta de sus dedos, la fría lápida que rezaba:

Susana Mür
7 de marzo de 1920 – 30 de abril de 1941
QEPD

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