Siempre he creído que estoy hecha de silencios. Me gusta callar y sentarme en los banquillos de las plazas y en escalones de edificios a los que nunca he ingresado y dejar que los demás hablen. Me gusta mirar sus cuerpos y que no se den cuenta de que una extraña se está enamorando a unos pocos metros de su risa, de la forma en que una abogada mueve el cabello al caminar, del sonido que hacen unos tacones al golpear el cemento por la torpeza de una universitaria que está por entrar a rendir un examen, de La risa extasiada de un niño al que su padre le acaba de comprar una bolsa de palomitas y de la voz de un corazón roto que va cantando (aunque crea que susurra) una canción del último disco de Lorde.
Comienzan a tiritarme las manos cuando dejan de dolerme los labios. Porque sí hay veces en las que me aburro del silencio, y queriendo saludar a un chico que también me ha estado viendo en algún vagón del metro acabo callando todavía con más fuerza. Y una sonrisa maquilla lo mal que me siento. Él me mira, se muerde los labios y hace un gesto con su mano. Quiere mi celular. Entonces le hago caso. Me toca. Y no se aleja, sino que me acaricia la muñeca. Teclea durante unos segundos y me devuelve el aparato.
“Estación Unión Latinoamericana”. Se aleja. Suena el timbre y se enciende la luz roja que anuncia la apertura de puertas.
“No has querido hablarme. Quizá te guste más escribir mientras tanto”, dice. Cruza la línea amarilla y señala mi celular (y ya no me tiemblan las manos). No vuelve a mirar hacia mí. Lo último que veo de él es su mochila que rebota un poco en su espalda mientras sube la escalera saltándose peldaños.
Se ha agregado a sí mismo a mis contactos como “Quiero saber cómo te llamas”.
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