Los bordes de la cordura

Los bordes de la cordura

Dante Ramos

05/02/2020

Las voces interiores son las que dan

cierto tinte de locura en quienes

no saben escucharlas de manera sabia.

La gran casa se abría paso en aquella ominosa cuadra donde los árboles y las veredas eran lo suficientemente espaciosas como para jugar incansablemente horas y horas a cualquier cosa que sus dueños se propusiesen.

El Volkswagen verde se detuvo frente a aquella imponente edificación que databa de mediados de siglo. Era tal su magnificencia que cuando los vecinos, que metódicamente todas las mañanas salían a correr por las calles del vecindario, giraban su vista para posarla sobre ella quedaban una y otra vez estremecidos por su fina y delicada fachada, y al mismo tiempo no a más de uno un escalofrió le recorrió su espalda sudorosa. La magnífica casa se emplazaba sobre aquella vereda dividida en dos plantas. Las ventanas que daban al frente –de un gótico estilo- parecían observar el exterior con un aire plagado de intriga, como quien mira hacia la calle tratando de comprender lo incomprensible, buscando respuestas a mañanas monótonas y noches desoladas por el invierno abrasador.

La planta baja que de por sí era extremadamente amplia estaba perfectamente distribuida con el diseño de un ojo experto. El arquitecto que la había construido vivió allí dos años para luego venderla a una pareja del este que buscaba un lugar acogedor para la pequeña familia conformada por los padres y dos hijos cuasi adolescentes. Pero al poco tiempo de haberse mudado, nuevamente se puso a la venta, los habitantes reunieron sus pertenencias y con el alquiler de un camión de esos que realizan las mudanzas se fueron del lugar sin despedirse de los vecinos. Así de rápido, así de simple.

Hacia el frente un amplio comedor se abría paso entre cuadros no menos costosos y muebles de caoba barnizados a mano de un brillo que cegaba los ojos. Una amplia mesa con seis sillas, una cocina que era el sueño de toda mujer y hacia la parte trasera un living que gracias a grandes ventanales permitían ver un espacioso jardín interno con un césped cortado al ras del suelo de manera casi maniática. Hacia el costado derecho se encontraba un baño de servicio para los invitados, con mármoles de adorno en pisos y lavabos, además de una bañadera sumamente grande apoyada sobre cuatro patas de bronce que parecía descansar su laboriosa fatiga como tal sobre un piso que daba la sensación, a primera vista, de ser una extensión del gran espejo que había frente a la doble pileta principal. Las griferías estaban cuidadosamente lustradas y pulidas por el empleado de la inmobiliaria que días antes de que el nuevo dueño llegase, había puesto el mayor de los empeños en hacerlas parecer recién instaladas.

Las paredes en ciertos lugares estaban tapizadas con papeles color beige cálido, en otros se erigían imponentes, placas de una madera entre marrón oscuro y negro, que de por sí hacían juego con los marcos de las ventanas que las rodeaban. Era todo perfecto, en su justa medida y con el gusto de aquel arquitecto que al parecer la había construido y decorado de acuerdo a sus más delicadas pretenciones, no por nada había viajado por Viena, y la República Checa para diseñar y ¨robar¨, por decirlo de alguna manera, ideas para aquella lujosa vivienda. Una escalera compensada con escalones de un mármol gastado pero no menos sobrio conducía a la primera planta. Tres habitaciones no menos exuberantes aguardaban a ser vueltas a habitar, la vista era perfecta, una de ellas hacia la calle arbolada y las otras dos hacia el patio trasero donde un nogal dejaba caer sus ramas sobre la cerca circundante. El baño principal era del doble de tamaño que el de visitantes, y por supuesto no menos ostentoso que aquel.

Por debajo de la planta baja un sótano albergaba las calderas para las estufas y el agua caliente de la cocina, baños y los radiadores para la calefacción invernal. Una bombilla que apenas alumbraba unos pocos metros era la única fuente de iluminación de aquel lugar un tanto lúgubre, y con atisbos de una humedad que se había apoderado del lugar al parecer durante algunos años de descuido y poco mantenimiento. Todo lo demás que formaba parte de aquella morada era algo que es prácticamente indescriptible en pocas o muchas palabras, sólo basta con decir que todo era perfecto, pero al mismo tiempo para el ojo inexperto, ciertos detalles se perderían si no fuesen observados con la delicadeza pertinente.

La puerta izquierda del Volkswagen se abrió con un leve chirrido y unos finos zapatos tocaron el asfalto con una cierta delicadeza. El señor Valmayor (val), era el nuevo flamante propietario de aquella pequeña mansión. Val era un hombre meticuloso, de unos cuarenta años de edad que había visto paisajes y lugares recónditos de toda América. Su trabajo como inversionista lo había llevado a conocer los lugares más extravagantes y exóticos que cualquier hombre quisiese conocer. Era un ¨hombre de mundo¨, como le gustaba que lo llamasen sus amigos y conocidos. Dos años atrás se sumergió en las selvas del Amazonas en un viaje de placer que al parecer, dicho esto por sus allegados, le cambió radicalmente la vida. Su estilo de vida. Luego de aquel viaje Val no había sido el mismo de antes, algunos rumores dejaron la puerta abierta a las más alocadas historias, desde que hubo encontrado una tribu nómade que lo mantuvo cautivo durante semanas, hasta descabellados relatos de que fue acogido por algún Chamán que le enseñó a ver cosas que nunca antes había visto. En fin, las anécdotas luego de aquel viaje fueron diversas y alocadas, pero él jamás habló a ciencia cierta de lo que allí en aquel lugar le había sucedido. Cuál era el motivo de que su personalidad en principio vivaz y alocada, se convirtiese en la antítesis más confusa e irremediablemente drástica como para que ahora sea prácticamente un ermitaño, era una incógnita. Aquella casa la adquirió gracias a un amigo que hizo de contacto con la familia que desalojó repentinamente la casa, y luego de algunas semanas de negociación se apropió por derecho propio de su nueva morada.

Su metro setenta se irguió frente a la casa y con un aire de satisfacción esbozó una mueca casi parecida a una sonrisa, la mansión por fin era suya.

Caminó hacia la puerta principal con pasos firmes y decididos hasta que justo en frente de la cerradura sacó de su bolsillo la llave que le otorgaría el titulo de ¨dueño¨. Aunque ya lo fuese, ese insignificante requisito de girar la llave le decía en su mente que aquella obra de la arquitectura gótica le pertenecía.

Un vecino justo en ese momento pasó caminando por el frente de la fachada y se detuvo a mirar al nuevo vecino, lo contempló de espaldas como si mirase una estatua o algún ornamento más de aquel lugar, quiso saludarlo desde la vereda pero al ver que el otro no se había percatado de su presencia ahogó sus palabras y siguió caminando hacia la esquina, luego de doblar hacia su derecha un pensamiento se le vino de pronto como un huracán descontrolado: otro más que pronto se irá. La casa había estado en boca de muchos vecinos, y en cierta ocasión cuando hubo una reunión en el parque central sobre los temas de seguridad del vecindario alguien recordó que desde que había vivido allí, al menos unos veinte años, aquel lugar, aquella casa la mayor parte de ese tiempo había estado deshabitada, y que los dueños que allí vivían, o vivieron, de manera confusa y espontanea abandonaban la vivienda sin dar explicaciones. Alguien soltó una carcajada que desencajó a los presentes. Hubo un murmullo que no pudo escucharse con certeza y la mayoría de los presentes abandonaron la reunión abruptamente. Aquel que soltó la grotesca sonrisa se encogió de hombros y entre dientes balbuceó algo incomprensible, sólo un joven que se encontraba a su lado pudo escuchar una sola palabra entre aquella maraña de incoherencias: MUERTA. Luego de aquel suceso nadie más volvió a nombrar aquella casa, y parecía que en cierta forma causaba un tedioso pesar para los vecinos que la circundaban. Era por las noches un lugar lúgubre, donde habitaba la soledad y la indiferencia. En otra ocasión uno de los niños que vivía cerca de allí le contó a su madre como se había sentido atraído a entrar en aquel lugar, como si una especie de fuerza centrífuga lo empujara hacia las entrañas del porche y que aquellas hermosas y delicadas ventanas habían cobrado vida tal como un hombre enojado frunce el ceño ante una palabra humillante. Su madre le hubo dicho que no volviese a pasar por allí, que había otro camino para llegar a la escuela, entonces el niño a partir de ese momento evitó por todos los medios de volver a pisar la vereda de la casa.

Val ingresó al cuarto de recepción con la satisfacción en su rostro, cerró cuidadosamente la pesada puerta y tal vez al otro día llegarían sus pertenencias. Por el momento todo lo que necesitaba era estar solo y recorrer su propiedad con el menor de los apuros. Disfrutando de cada rincón, de cada mueble, de cada detalle que hacía que ¨su¨ casa fuese única. Acariciaba como a un cachorro cada una de las mamposterías, los muebles, las ventanas, todo aquello que cruzaba al pasar y que le causaba un éxtasis proporcional a aquella aventura en el Amazonas. Exploró cada detalle, cada cuadro, las lámparas de un estilo veneciano, y se sorprendió al descubrir que en aquella cocina simplemente no había cuchillos, por lo demás la vajilla estaba perfectamente completa e intacta. No le dio importancia. Siguió su recorrido como un excursionista sigue a su guía, fascinado por cada detalle, por cada sutil borde esplendido de los techos de un yeso tan blanco como su camisa. Todo era fascinante en aquel lugar, era su lugar soñado.

La primera noche solo en aquella inconmensurable casa. Había encendido el hogar con unos leños apilados meticulosamente a un costado y prendió la luz del comedor principal. Ésta era tenue pero al mismo tiempo cálida, algunas sombras se proyectaban sobre las paredes producto de un par de lámparas de pie que en los rincones permanecían estáticamente erguidas sobre sus patas. Val encendió su pipa y se acomodó en el sillón principal del living, no sin antes servirse una copa de ron que había quedado guardada en una gaveta, tal vez la hubiesen dejado los dueños anteriores pensó, y mientras el humo del tabaco se esfumaba en el ambiente, su vaso parecía cobrar vida y en un ir y venir, el amarillento líquido se consumía lenta y gradualmente. De esta manera transcurrieron un par de horas, hasta que presa de un sueño pesado cayó en el más profundo de los abismos de su extraña mente. Al cabo de –probablemente- una hora se despertó sudoroso y sobresaltado, las manos le temblaban y el cuerpo estaba adherido a aquella blanca e impecable camisa que todavía llevaba puesta. Había tenido una pesadilla, había recordado –tal vez- aquellos encuentros con esas personas extrañas del Amazonas. Era todo confuso, dirigió una mirada torpe a uno de los cuadros del estar y con sorpresa y por qué no asombro también, una figura que no era aquella plasmada en el óleo, se le representó vivamente. ¡Si, era uno de aquellos seres que lo habían capturado en la última expedición! ¨Antíope¨ retumbó en su cabeza.

Se incorporó de una forma drástica, sus ojos miraban a su alrededor como en busca de algo que no encontraba, cuando levantó la vista, el techo pareció tomar la forma de un ente amorfo. Estaba alucinando, aún así con su brazo derecho cubrió su cara y como un niño se agachó para protegerse de aquella visión que lo atormentaba. Los Anunakis junto a los Sumerios fueron tal vez las primeras ¨civilizaciones¨ que colonizaron la tierra, de una de ellas se tienen certezas palpables, de la otra son meras e inverosímiles teorías paradigmáticas. Al parecer los Antíopes fueron sus sucesores. Cuando Val se hubo recuperado de aquella fantasmagórica visión –pero que en su mente fue tan real como muchos de sus encuentros con estos extraños seres- volvió a recobrar lentamente la razón que en aquel momento pareció escurrírsele entre los dedos de las manos. Por unos instantes volvió a sentarse en el sillón recordando, y a la vez tratando de olvidar, aquellos encuentros que jamás pudo explicar y de los que no habló con nadie nunca jamás. El vago recuerdo de una vieja choza en el medio de un pantano pegajoso corrompido por la existencia de una naturaleza extraña circundante, lo llevó a una breve pero al mismo tiempo angustiante imagen. Una silueta afuera de aquella escalofriante pocilga que lo albergaba en medio de la selva, hubo de acercarse hacia él hasta una proximidad que casi le permitió tocarla. Estaba bajo los efectos de un brebaje que aquel Chamán le había dado de beber, y en su casi adormecimiento, o tal vez fuese por los efectos sedantes de aquella bebida, ese extraño ser se paró frente a Val observándolo con sumo interés, tratando de abrir lo más que pudo sus ojos pudo escudriñar, si era esto posible, un ser delgado, con brazos que llegaban por debajo de la cintura, con una forma cefalea casi sin sentido dentro de los parámetros humanos, con un tipo de piel que parecía estar pegada a lo que se suponía debía ser su propio esqueleto.

Hubo un contacto entre ellos, no de palabras, pero si podría decirse ¨mental¨. Lo único que pudo comprender era que se hallaba en peligro. Ahora sentado aquí en el sillón de la sala rememoró aquel suceso con una angustia inusitada.

El amanecer fue apacible en la vieja casa, sin saber cómo, se encontraba sobre la cama del dormitorio principal en la primera planta. Aún sin desvestirse y con la camisa blanca a esas alturas desencajada de su pantalón de vestir. Por un momento, cuando recobró la lucidez, las imágenes que la noche anterior se habían hecho presentes en su mente, parecieron ser solamente fotogramas de una película vieja, postales ensambladas dentro del álbum de los recuerdos. Val se incorporó al costado de la cama y decidió bajar a beber agua fresca y luego darse una ducha reparadora. Algunos portales se abren en los lugares menos esperados, algunos recuerdos no son más que realidades que la mente del ser humano conecta con terminales del presente y que en definitiva jamás pueden borrarse de la memoria.

Luego de tomar la ducha decidió telefonear a la compañía que había contratado para hacer la mudanza de sus pertenencias. -¡sus cosas están en camino señor Valmayor, a más tardar a las cinco de la tarde todo estará allí, en su nueva casa¡ había contestado alguien del otro lado de la línea telefónica. Decidió prepararse un desayuno con algunas provisiones que él mismo había traído, se llegó hasta la cocina para empezar a calentar el agua para su café cuando de pronto el teléfono sonó inesperadamente. Llevó el tubo a su oreja y con una voz amable pronunció un casi imperceptible ¨hola¨. Por unos instantes la línea pareció esgrimir unos ecos propios de una llamada de larga distancia. Val quedó en silencio tratando de escuchar a su interlocutor. Pero por más que se esforzase en agudizar su oído, ninguna voz parecía hablarle del otro lado, creyó que habían equivocado el número telefónico y en el preciso instante en que iba a despegar el auricular de su oído, débilmente escuchó una lejana voz que pronunció algo casi incomprensible pero que le llamó poderosamente la atención: Koquedy. Inmediatamente colgó el tubo y por un instante su mano seguía sosteniéndolo sobre el aparato que se encontraba en una pequeña mesita junto a una de las lámparas de pie. ¨Koquedy¨ repitió para sí. Aquella palabra significaba algo, debía tener algún significado que ahora no podía comprender sensatamente.

Como quien quiere cortar el viento con cuchillos invisibles, trató de llegar lo más pronto hacia la cocina donde la cafetera estaba lista para preparar su café matutino. Se sentó en la pequeña isla en medio de aquel lugar y con la taza en la mano empezó a examinar recuerdos que le permitiesen poder llegar a alguna comprensión lo más aceptable posible –si es que la había- para aquella palabra que había escuchado al otro lado del teléfono. ¨Koquedy¨.

Un amigo del trabajo fanático de los libros había puesto en sus manos años atrás un ejemplar comprado en una tienda sobre un extraño manuscrito indescifrable, unas escrituras que nunca habían podido ser reveladas para la comprensión humana. Claro que allí no se encontraba aquella palabra. Pero casi instantáneamente recordó que alguien había escrito algún tipo de ensayo sobre aquel misterioso libro donde –ahora lo recordaba con lucidez-, la palabra KOQUEDY se había pronunciado varias veces. Recordaba que quien quiso descifrar el manuscrito terminó ahorcándose a causa de aquella endemoniada cadena de sonidos sin sentido al no encontrarle un significado posible, certero. Estaba de acuerdo con que aquello era una simple hipótesis manejada por alguien que quiso tratar de escribir algo sobre ese incongruente manuscrito, pero la palabra se encontraba allí en aquellas páginas y él la recordaba con absoluta claridad. Trató de espabilarse y olvidar aquello. Había sido bastante por lo que había pasado entre la noche y esta llamada telefónica misteriosa. Terminó su café y luego de cambiarse la ropa por algo más cómodo decidió empezar a recorrer la casa, no había tenido tiempo de explorar el patio trasero y el sótano donde le había dicho el agente inmobiliario se encontraba la caldera que calefaccionaba el lugar.

Abrió una gran puerta corrediza y se encontró con la fascinante vista que le proporcionaba aquella textura verde tan parecida a un campo de Football, en los que jugaba con gran entusiasmo en sus épocas universitarias. Halló sobre el costado derecho una pequeña pérgola con una hamaca, propicia para sentarse los días calurosos o las noches estrelladas. Decidió descansar allí, sentándose y observando el gran árbol que dejaba caer sus hojas sobre aquel manto verde que lo cubría todo. Por momentos se sentía un adolescente. Fijaba la vista en una madera, en un pájaro que momentáneamente se posaba sobre la cerca, y en ciertas ocasiones elevaba la vista al cielo para contemplar las nubes que se disipaban a miles de metros con el viento. ¡KOQUEDY!, inesperadamente volvió como una puñalada a su memoria, entonces se preguntó qué o quién podría haber pronunciado aquella palabra indescifrable, y más aún, con qué motivo. No encontró una respuesta a aquello, y se perdió en pensamientos vagos, en viajes pasados donde había conocido los más excelsos lugares, tratando de evitar en su mente su estadía en aquel lugar de Centroamérica, más precisamente el Amazonas.

A las seis en punto alguien tocó el timbre y Val entendió que sus pertenencias habían llegado por fin. A paso ligero se dirigió hacia la puerta de entrada y efectivamente el empleado de la compañía de mudanzas lo esperaba del otro lado con una sonrisa complaciente. ¡llegaron sus cosas señor Valmayor!, había dicho lacónicamente el muchacho. El proceso no duró más de una hora y al cabo de este corto lapso de tiempo todo estaba apilado en el salón principal. El empleado se retiró con una pequeña propina que aceptó con un desagrado visible en su rostro y Val pensó que todo quedaría allí hasta el día siguiente. Una de las cajas contenía algunos de los libros que había leído no hacía mucho tiempo, y creyó recordar que en esa misma caja se encontraba tanto aquel misterioso libro con el manuscrito como así también el ensayo donde aparecía aquella palabra. Desarmó la caja en busca de los ejemplares y luego de desparramar hacia todos lados revistas y demás, pudo encontrar solamente el ensayo. Al pie una firma con el nombre de FRIENDRICH daba conclusión a aquella hipótesis, una mirada rápida encontró aquella execrable palabra, repetida de manera casi frenética a lo largo del escrito. Con un poco más de calma tomó aquellas hojas y empezó a releerlas sentado en el sillón. Todo era una maraña de palabras inconexas y alocadas que no aportaban ningún dato de peso sobre su significado, y en la última página una copia adjunta de un informe policial en breves líneas decía que aquel hombre se había ahorcado sin antes haber escrito en todas las paredes de su casa la palabra KOQUEDY. Un escalofrió recorrió su cuerpo, casi inconscientemente dejó caer los papeles al piso, como si le hubiesen dado una repentina descarga eléctrica en sus manos. Trató por unos instantes de despejar su agobiada mente, el escrito se hallaba en el piso a sus pies, y en la primera página escrita en letra mayúscula se podía divisar nuevamente aquella palabra, como si estuviese ligada a él por algún tipo de fuerza extraña y abrumadora. Decidió guardar los papeles nuevamente en la caja y tratar de olvidar aquello. No sólo la palabra sino también la llamada telefónica.

La noche comenzó a caer lenta y silenciosamente sobre la casa, no había podido escudriñar el sótano, lo inundaban pensamientos de todo tipo. Se había recostado en el sillón nuevamente con su pipa y el vaso de ron en su mano izquierda. Hacia las tres de la madrugada cuando se hallaba desparramado en aquel mullido sofá preso de un pesado sueño, un sonido proveniente de algún lugar de la casa lo sobresaltó llamando su atención. Posó el vaso sobre la mesita y dejó a un lado la pipa ya apagada para tratar de escuchar nuevamente –si es que se producía- aquel sonido que había oído pero que no pudo descifrar. Con sumo esfuerzo se levantó y comenzó a abrir las puertas del baño, de la cocina y hasta la ventana corrediza que daba al patio. No se oía absolutamente nada que no fuese el sonido del viento acariciando las hojas del gran árbol. Cerró nuevamente la ventana y volvió sus pasos hacia la escalera para investigar las habitaciones de la planta alta. Nada. Tal vez fue una pesadilla –pensó-, pero aquel sonido en su profundo y aletargado sueño había sido más que real, no sólo en el sueño, aquel ruido había provenido del interior de la casa. Los encuentros con seres inexplicables lo siguen a uno, vaya donde vaya. Sin excepción una vez que se tuvo contacto, aquel ente estará por siempre con la persona, aunque sea en un pasado lejano.

Val decidió terminar la noche en la habitación principal y la cosa transcurrió de manera normal, como si nada hubiese pasado. Despertó hacia las nueve de la mañana y antes de ir por una ducha bajó hacia la cocina a poner en marcha la máquina de café. Todo estaba bien, la mañana era acogedora, y el sol entraba por la ventana dejando ver sus rayos que se proyectaban sobre la mesada de la isla. Tomó la máquina, la cargó de agua y en el preciso instante en que se volvió hacia la ventana para observar unos niños que jugaban en la vereda de enfrente, extrañamente, incomprensiblemente halló escrita en una caligrafía que atendía a la mano de alguien que mientras la escribía titubeaba al hacerlo la palabra KOQUEDY. La expresión de su rostro se transformó, se desfiguró. Al contemplar aquella escritura soltó un leve gemido que casi fue imperceptible para sus propios oídos. No podía dar crédito a lo que estaba viendo, ¿quién había escrito esa palabra en la mesada?, cómo. Se acercó para observarla con más detalle, como tratando de descifrarla aunque ya de antemano sabía que no lo haría, pero por el contrario, no quería descifrarla, comprenderla, quería examinarla detenidamente ya que no se había escrito con tinta ni con algún tipo de pintura, por el contrario cuando hubo de acercarse lo suficiente su olfato percibió un olor nauseabundo, sutil pero abominablemente despreciable que provenía de aquella escritura. Sea lo que fuere estaba seco, como si un antiguo jeroglífico hubiese sido tallado en aquel mármol de su cocina. Pero a diferencia de aquel, éste no estaba tallado, se encontraba escrito sobre la misma mesada. Al sentir el nauseabundo olor se alejó impulsivamente retrocediendo con tal asco y fuerza que su espalda dio contra el aparador que estaba a sus espaldas. Sintió un fuerte dolor en la cintura y se dejó caer al suelo como quien se siente exhausto. No había lugar en su conciencia, en su mente o en sus pensamientos para algo que pueda concebir que aquello que había leído en un ensayo y que débilmente se le susurró al oído por la línea telefónica, ahora esté plasmado delante de sus ojos, como un objeto más de aquella casa, como la heladera o la cafetera ocupaban su lugar en la cocina, la palabra KOQUEDY ocupaba ahora un lugar al lado de la pileta de lavar los platos. Sintió terror, un pánico se apoderó frenéticamente de él y nuevamente su cuerpo comenzó a temblar, sus manos no dejaban de moverse aunque tratase de apretarlas fuertemente una contra la otra. Estaba sumergido en un abismo mental, un pozo que lo conducía nuevamente a lugares recónditos de sus recuerdos, aquellos que quería guardar en un cajón de plomo. Infantilmente esbozó una sonrisa, y lentamente con la ayuda de sus manos se incorporó, -tal vez cuando se hubiese levantado aquella palabra hubiere desaparecido-. Lentamente se asomó hacia el filo del mármol y con una timidez miedosa y al mismo tiempo palpitante observó. La palabra seguía allí, adherida a su mesada. No había desaparecido, por el contrario ahora la luz del sol la hacía resplandecer aún más. Se tomó la cabeza con las manos, e inconscientemente trató de arrancarse la negra cabellera. Fue en busca de algo para limpiar aquello, roció la mesada con un potente líquido y fregó aquella palabra frenéticamente con una virulana que tenía a mano. Pero sus esfuerzos fueron en vano, la palabra seguía allí. Observándolo silenciosamente. Buscó un cuchillo, pero no encontró ninguno en la casa, quiso rasparlo con un tenedor que estaba junto a él pero nada parecía hacer desaparecer aquella escritura de su vista. Se dio por vencido. En un instante de lucidez pensó que llamaría algún contratista para remover la mesada, para que esta despreciable e incongruente escritura desapareciese delante de su vista. Como un rayo se abalanzó sobre el teléfono y llamó a la operadora, tratando que le proporcionasen algún número de quien pudiese cambiar aquella mesada. Del otro lado se escuchó una voz femenina y cuando Val hubo explicado su necesidad apremiante, un sonido de clavijas sordo e inmutable se oyó del otro lado de la línea, pocos segundos después la voz de una persona atendió la llamada, una vez explicado el inconveniente escuchó decir que la tienda de reparaciones se hallaba colapsada de trabajo, al igual que otras del pueblo. Con un nefasto movimiento dejó caer el tubo sobre el aparato y eso fue todo.

Las horas pasaban de manera lenta y pegajosa ante la mirada de Val que otra vez se había acercado a la mesada para tratar de entender por qué esto le estaba sucediendo allí en su propia casa. El silencio que precedía a la noche se hacía abrumador para sus oídos, le causaba repulsión escuchar el viento haciendo eco sobre las habitaciones o sobre el árbol del patio trasero. Ahora se volvió a desplomar sobre el sofá del living pero ya no con un vaso de ron en la mano, la botella relucía bajo la tenue luz que colgaba de la lámpara del techo. Comenzó a beber largos sorbos directamente del pico, el vaso que estaba a su costado derecho era fiel testigo de la premura con la que iba vaciando aquella botella sostenida por una mano temblorosa. La pipa parecía acongojarse ante aquella vista drástica y patética que Val estaba ofreciendo a cada uno de los objetos que lo rodeaban como espectadores de una obra dramática. Cuando hubo sorbido hasta la última gota de aquel líquido, una cálida somnolencia se comenzó a apoderar de su cuerpo. No estaba consciente. El alcohol había producido una borrachera que parecía alejarlo de esta pesadilla y trasladarlo a un mundo paralelo, allí donde todo es de ensueño, donde las cosas son buenas, y no hay lugar para malos pensamientos. De pronto la botella se resbaló de su mano y con un sordo ruido cayó al piso a un costado de su pie derecho. Todo estaba oscuro en su mente, sus manos ya no temblaban y los espasmos de su cuerpo habían cedido momentáneamente.

Pasaron un par de horas desde que había perdido por completo la conciencia, pero no así la agudeza de su oído, que aunque borracho no lo había abandonado. Nuevamente sintió ruidos que por su estado no supo discernir de qué parte de la casa provenían. Estaba a merced de lo que fuese a suceder, estaba débil tanto física como mentalmente. Los ruidos se hicieron cada vez más cercanos, no eran golpes sordos ni tampoco pasos que acortaban la distancia hasta el sillón, por el contrario escuchaba entre la conciencia vapuleada por el ron y su sentido de audición, un murmullo que se hacía cada vez más latente y nefasto. Balbuceó un par de frases sin sentido y largó una risotada que hizo eco en cada rincón de la casa. Pero al terminar la última oración, involuntariamente articuló aquella abominable palabra. Volvió a soltar una carcajada. Con los ojos cerrados se perdió en aquel Amazonas donde el Chamán le había concedido aquella pócima anestésica, hasta el presente no había podido comprender el porqué de aquel brebaje, con efectos alucinógenos que trastocaban sus imágenes mentales. Débilmente se incorporó en un atisbo de lucidez y observó a su alrededor, las lámparas de pie habían tomado la forma de extrañas enredaderas, idénticas a las que lo rodeaban en aquella choza perdida en medio de un impenetrable monte. La alfombra que se extendía sobre toda la habitación había tomado la forma de la hojarasca que dejaban caer aquellos árboles por las heladas nocturnas. El cielorraso blanco y con los mejores detalles de yeso se convirtió en ramas de juncos para parar las fuertes tormentas que azotan aquellos parajes. No supo si producto de su embriaguez o de alguna alucinación, nuevamente aquel ensayo se hallaba tirado a sus pies, dejando ver en una gran letra imprenta la palabra KOQUEDY, se inmutó repentinamente. Trató de levantar aquellas hojas cuando por fuerza de la gravedad y la borrachera se hundió en el suelo, prácticamente desplomándose sobre sí. Ahora el ruido se había convertido en voces que murmuraban a su alrededor con un claro tono metálico, al principio no las comprendía completamente. Pero con los ojos cerrados pudo escuchar en su oído derecho y luego en el izquierdo, primero su nombre, luego la voz patente de aquel Chamán que lo había albergado durante su estancia allí. Manoteó al aire, como queriendo desacérese de aquella figura que entre párpados y ojos se le representaba, pero nada podía tocar, porque allí no había nadie.

Se sintió flotar en el aire, sintió que manos heladas lo agarraban a ambos lados y que con un movimiento suave lo trasladaban a lugares desconocidos, tal vez era producto de aquella atroz borrachera, pero pudo sentir que era arrastrado con una fuerza extrañamente sutil hasta donde nunca había querido volver.

Sus piernas estaban paralizadas, y por más que quisiese moverlas nada impedía que estén a merced de aquel extraño suceso que le estaba aconteciendo, sin quererlo ni buscarlo. Lo había dejado en el pasado, había tratado de borrar todos y cada uno de los recuerdos que lo retrotraían a aquella pesadilla que había vivido y de la cual era presa y aunque jamás pudo deshacerse de ellos, seguían estando latentes allí, en su cuerpo y en su mente. Todo ahora se había convertido en una oscuridad total, la humedad del bosque amazónico lo estaba volviendo a impregnar, punzaba fuertemente cada uno de sus sentidos. Y Val sabía que tarde o temprano volvería a ser llamado para terminar con aquella experiencia nefasta que había vivido, de la cual había sido experimento y experimentado. Las voces aumentaban y susurraban a su oído, las mismas que en aquella choza le hablaban cosas incoherentes pero que su mente podía comprender con suma facilidad. Miró hacia ambos lados, entrecerró los ojos para tratar de ver un poco mejor qué estaba sucediendo. Nuevamente observó el techo y pudo ver ahora un cielo completamente estrellado y diáfano, al igual que en otras épocas cuando lo dejaban a la intemperie desnudo y conectado a un aparato que emitía sonidos agudos que traspasaban sus tímpanos al punto de volverlo loco. La nefasta palabra se escuchó como un eco en su mente: KOQUEDY, y sonrió. Estaba allí recostado desnudo sobre aquel manto de hojas húmedas, conectado a aquella máquina que le carcomía los oídos, a lo lejos vio como una figura se acercaba lentamente hacia él para ratificar que todo estaba en orden. Estaba en Antíope, aquel lugar donde luego un fuego abrazador concluyó con aquella maldad atroz e interminable. Lo habían dejado salir para que pudiese ver qué era lo que sucedía en el mundo exterior, para que su mente guardase imágenes de lugares humanos, de niños jugando, de personas diferentes a él. Aquellos que posteriormente serían –como él- presa de los más atroces experimentos. Se fue desvaneciendo en un sueño profundo. Y aquel irritante sonido fue mermando en sus oídos hasta desaparecer.

Al amanecer el Chamán había desaparecido, la casa estaba vacía y la choza guardaba todavía el calor de la fogata nocturna. Estaba rodeado de aquellos seres, aún desnudo sobre el suelo pudo contemplar su cuerpo, pudo ver que su carne estaba adherida a su propio esqueleto. Comenzaron una conversación sin palabras, se miraron fijamente, y lo observaron como a uno más. Las mentes de quien lo rodeaban –si así pudiese llamarse a aquella inteligencia-, ahora habían recabado más información del mundo que ellos nunca habían conocido. Todos adoraron una estrella nunca antes vista en las constelaciones terrestres, un momento después se esfumó hacia un costado sin dejar rastros. Val no entendía cómo había podido haber vivido la vida humana durante un periodo fugaz de tiempo en aquella casa de ensueño, la que le había vendido el conocido de un amigo. Su Volkswagen verde había sido proyectado, insertado en su mente de la misma manera que cada uno de los momentos que hubo vivido. Miró a un costado y vio la lámpara que todavía era testigo de su borrachera de la noche anterior. En el piso vio los apuntes de aquel ensayo que contenía la abominable palabra. La botella de ron estaba vacía por completo, se estremeció ante un espasmo estomacal que hizo que devolviese todo lo que había bebido. El techo volvió a tomar el color blanquecino del yeso impecable. Se levantó no sin esfuerzo y se dirigió al baño para pegarse una ducha. Se sacó la ropa por completo, cuando miró su cuerpo en el espejo, contempló sin reparos que su piel estaba efectivamente adherida a su esqueleto. Al salir de la ducha limpió el espejo sobre el lavabo y escrito sobre éste la palabra KOQUEDY se hallaba plasmada con caracteres que él mismo reconocía, porque eran propios. Al salir, en la sala principal vio que lo estaban visitando, él envuelto en un tohallón dejaba ver su torso desnudo. Las miradas de los otros fueron de satisfacción, él también sonrió y cruzaron unas palabras incomprensibles. Dejó caer aquel absurdo atuendo que lo tapaba y todos se dirigieron a diferentes lugares de la casa. La noche se volvió a apoderar de la mansión con tintes góticos y aquellas figuras que horas atrás estaban juntas, ahora habían desaparecido hundiéndose entre las paredes, los mármoles y las lámparas de aquel lugar. La abominable palabra había desaparecido. Todo estaba en un silencio sepulcral. De tanto en tanto un murmullo se dejaba oír con un sonido incomprensible. El ambiente era pesadamente lúgubre y parecía que todo había vuelto a la normalidad.

A la mañana siguiente, el mismo vecino que quiso saludar a Val cuando hizo su entrada triunfal en la casa, pasó por al lado del Volkswagen y pensó: ¡al fin un habitante que pudo resistir al menos una semana en esta casa maldita!

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