Ya queda muy poco de esa versión de mí que conociste. Me he roto noventa y ocho veces desde entonces, crecí otros dos centímetros, no como carne, bebo bastante más de lo que tú bebías entonces y ahora vivo en un departamento.
Me extrañó volver a saber de ti, porque recuerdo que nadie te dejaba cicatrices a la vista. Ahora te escucho hablar y mi nombre se cuela en tu voz resquebrajada cada tres oraciones dichas apenas.
Pudimos haberlo sido todo. Y nos habríamos comido el mundo caminando de la mano y gritando los coros de Faith no more después de un último examen con el maestro que siempre odiamos.
Llegar a tu boca y contar un tercio de los lunares en tu espalda. Que el silencio más brutal en un verano plagado de conciertos me toque con violencia la mano diciéndome que corra y yo decida quedarme.
Que no me elijas y yo siga creyendo en ti. Que te digan que probablemente sea yo la villana. Que me quede con las ganas de saber cuántos lunares tienes en total.
Tirar de tu suéter sabiendo que si lo intento una vez más seré yo quien comience a escucharme rota aunque todas mis piezas sigan en su sitio. Que me beses como si en realidad no quisieras dejarme marchar.
Poner tus esperanzas en nosotros esparcidas en toda mi cara. Que me queme la piel durante meses.
Miré tus fotos y me alegré por cada uno de tus logros. Supe de varios contratiempos y mordí la punta de más de un lápiz peleando contra mis deseos por escribirte. Me pregunté si seguirías comprando camisetas de Batman y si te acordarías de mí al ver alguna de Superman.
Me quedo con el recuerdo de tu sonrisa saliendo del estreno de la que se convirtió en tu película favorita de la década. El collar con el giratiempo que aún conservo. Mi cuento narrado por tus labios frente a tus amigos. Aquel último beso afuera de la facultad que ya no echo de menos.

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