Jamás rompí o perdí mis auriculares. Escuché por años a mis compañeros quejándose porque ellos sí rompieron o perdieron sus auriculares. Ellos tenían familias perfectas y auriculares rotos o perdidos. Yo tenía una familia disfuncional y auriculares que después de un año seguían pareciendo nuevos.

En casa sobraban las tostadas quemadas, los platos tirados en el piso, el rímel corrido, condones que nunca se usarían allí dentro. Cuando sonaba el timbre de mi escuela para ingresar al primer período, mis padres recién iban por la segunda ronda de discusiones. Ninguno de los dos me quería en su asiento trasero. Odiaba(n) mis ojos marrones, ese único hoyuelo en mi mejilla izquierda (que según mi padre era mi mayor defecto y no entendí por qué sino hasta que a los quince me di cuenta de que es lo único que comparto con mi madre), mis zapatos amarillos. Me gusta el espacio que hay entre los dientes de un compañero de clase y estoy por vencer el impulso de correr a exigirle que deje de cubrirse la boca cuando ríe. Los viernes me ponen de mal humor porque mi psiquiatra me desafía y pasa que ahora, de hecho, me quiero, al menos un poco. Mi equilibrio está mejorando, los moretones en mis piernas han disminuido y estoy a punto de memorizar del todo una canción francesa aunque, de hecho, detesto estudiar francés. Me convenzo a mí misma que sólo el estudio formal es estudio a fin de cuentas; eso es sólo un pasatiempo, aunque bastante contradictorio.

Los sábados salgo de casa a las seis de la mañana y no vuelvo hasta el mediodía: preparo el almuerzo y mis padres se lo comen sin dirigirme la palabra. Dejo de mirar el reloj de mi muñeca mucho antes de que mi corazón comience a agitarse más de la cuenta y recuerde que tengo un soplo desde siempre. Más de un chico corre a mi lado, preguntan mi nombre y finjo un dolor severo en el pecho para no responderles. Entonces comienzo a correr más fuerte y en cosa de segundos se rinden porque saben que es el impulso de huir de ellos lo que me hace invencible

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