De tan vacío que llevo el pecho, ya no tengo espacio disponible. Como tampoco lo tengo en el resto del cuerpo. Puedo rechazar sin miedo -y con gusto- todo lo que toque mi puerta poniendo su mejor cara, buscando refugio nocturno: tormentas, amistades a medias, heridas abiertas; pretendientes, amores imposibles, las decepciones que se lleva a diario mi madre conmigo, el escaso cariño de mi padre y el asco que siento últimamente cuando me miro al espejo. Se llenará el aire de pena, la neblina se hará espesa y durará jornadas completas, los niños se esconderán en sus casas y olvidarán lo mucho que deseaban correr por las calles.

Me pondré labial rojo y fingiré que me gusta el color de mis ojos. Bailaré con la seguridad con que acostumbro tomar el lápiz y escribir sobre los demás. Me diré a mí misma «te quiero».

Se hará de mañana. Escucharé cantar a un gallo en alguna parte pero será una pelea entre mis vecinos lo que me hará moverme de la cama. Maldeciré volver a estar liviana.

Extrañaré sus manos en mi entrepierna y su boca ansiosa mordiendo mi cuello. Sentirme repleta.

Volver a tener un hueco en el cuerpo para alojar sentimientos que al parecer se pueden reproducir con cada latido me hará odiar el espíritu cobarde y sobreprotector de mis padres.

Probaré el alcohol después de meses. Entraré al bar que me gustaba antes de conocer a mi último novio. Buscaré aventuras de una noche.

Y nada dará resultado. Seguiré echando de menos. Haciéndome más grande. Volviéndome más triste. Queriéndome menos.

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