El viaje había llevado setenta años, pero no los sentimos, dormidos en cápsulas todo ese tiempo, por nuestra propia decisión, hizo que tanto yo, como el resto de la tripulación fuéramos los primeros humanos en ser jóvenes todo ese tiempo.

La vida en la tierra me había cansado, ser parte del Taissa era para muchos un peligro, una barbaridad, una aberración, pero para mí, y probablemente para muchos de los que aterrizamos de esta nave, representaría una oportunidad.

La muerte de mi padre, el alcoholismo de mi madre, la esquizofrenia de mi hermana, y el abandono de mi novia, fueron algunas de las múltiples razones por las cuales aquella mañana de enero me dije que lo mejor que podría hacer era abordar el Taissa.

Las pocas amistades que me quedaban me dijeron que moriría dormido viajando, porque si bien tenía diecinueve años, era más que difícil que durmiera setenta años, y me despertara en otro lugar como si nada.

Cuando firmé el contrato para ser parte del experimento leí claramente que estaríamos exactamente iguales al despertar, y cumplieron su palabra.

Comenzamos construyendo cabañas, investigando el lugar, y de a poco formando una nueva civilización..

La primer noche en el nuevo planeta comenzamos a contarnos la historia de nuestras vidas, ya que éramos todos desconocidos, lo único que compartíamos era el idioma.

Lo primero extraño que vi fue a Vanessa, ella comenzó a quejarse de que su vista era inferior, desde el aterrizaje. Los médicos de la tripulación le diagnosticaron miopía, ella repetía incansablemente que antes no había necesitado anteojos.

A los pocos días, cuando nos encontrábamos armando las primeras granjas, Santiago corrió a la enfermería, no supe que le pasaba, pero no volvimos a verlo.

Luego le tocó a Rodolfo, el temblor en sus manos era insoportable, evidentemente padecía el mal de Parkinson. Y así cada uno de nosotros fue teniendo distintos síntomas de diversas enfermedades.

En tres meses habíamos perdido alrededor de una cuarta parte de la tripulación.

Una noche en la que todos dormían, me metí a escondidas al Taissa, y busqué las fichas de cada uno de mis compañeros. Me sorprendió enterarme de que yo era el menor de todos.

Vanessa cada vez veía menos, Rodolfo ya no se sostenía en pie, y yo comencé a ver que mis manos se manchaban, pecas café claras comenzaron a invadirlas, luego parte de la cara, y finalmente la cabeza se plagó de esas manchas. Mi cabello cayó paulatinamente, y de vez en cuando perdía algún diente.

Todos temíamos ir a la enfermería del Taissa, casi ninguno regresaba.

Continuamos construyendo una vida, y fingiendo que no nos importaba lo que le sucedía a nuestros cuerpos.

Ocho meses después de llegar al planeta quedábamos cinco vivos, de los cincuenta que formaban parte del grupo incialmente.

Ya no teníamos enfermería, tampoco médicos. Recordé ser el menor de la tripulación, y el siguiente era Rodolfo, que a pesar de sus temblores, era parte de los cinco.

Mi espalda se encorvó, mis pies dolían, y mi rostro surcado de profundas arrugas fue lo último que vio Rodolfo antes de dejar su anciano cuerpo, quedándome desde su partida como estoy hoy en medio de este extraño planeta, sin energías ni siquiera para alimentarme, absolutamente solo, y muriendo de a poco

CUENTO SELECCIONADO PARA INTEGRAR EL TERCER NUMERO DE LA REVISTA MELANCOLIA DESENCHUFADA

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