Recuerdo que me despertaron porque llegaron flores a mi casa. Yo no entendía nada, pero el llanto fue instantáneo. El cuerpo me tiritaba y yo ahí sin poder decir nada, tapándome la boca del agónico sonido que salía por mi boca al cerrar los ojos. Me dijeron «Nanita, lo encontraron muerto, pero al menos recuperaron el cuerpo» y yo negaba con la cabeza el dolor y la rabia. Nunca entendí eso de los dolores. Pero sigo después de tanto tiempo teniendo la misma rabia. Yo nunca pude ser madre. Nací con un problema grave y a mis veintiún años me tuvieron que sacar los ovarios. Tampoco quería ser madre, menos sabiendo cómo estaban los tiempos en ese entonces. Pero después me arrepentí.
Le crié el hijo a un vecino viudo que desapareció como desaparecieron varios. El niño tenía ocho cuando quedó botado y los milicos me lo dejaron en la puerta de la casa por andar sapeando no más. Ahí yo parada al frente de la puerta. Ellos se llevaron todo y quemaron la casa. El Valentín era pollo, pero educado. Me dijo «Nanita, usted me va a cuidar hasta que mi papito llegue» y yo por detrás miraba la cara impávida de los uniformados que convencieron al cabro chico de que su viejo iba a volver. Y nunca fue po. Jamás llegó. Y lo peor de todo es que más encima ahora mataron al cabro por buscar a su padre ausente. Qué le puedo decir yo a la gente. No soy de su sangre ni lo tuve en mi vientre pero lo amé como buena madre. Le di valor para usar su nombre. Le di palabras para generar revueltas. Le enseñé que lo humilde es lo que nos hace mejores y finalmente lo mandé a la muerte cuando le dije que no se rindiera nunca por querer hacer algo que a nadie le parecía. Si a él le llenaba hacer algo, lo hacía y punto.
Le gustaban las lentejitas con arroz y tomate. Y yo para castigarlo no le hacía el plato, le enseñaba hacerlo a él pa que aprendiera. Una vez salí a comprar y después de un par de horas de diligencias llegué a la casa y estaba sentado, todo amurrado, los vecinos afuera de la casa y cuando entré la cocina estaba sucia y hedionda a gas. Me dijo «Nanita, me enseñaste todo pero no me dijiste nunca cómo se prendía el fuego, ahora parece que se acabó el gas». Un vecino que sintió el olor lo vino a ayudar pero no pudimos cocinar. Tuvimos que comer afuera y de pasada comprar un tubo nuevo pa poder cocinar.
Yo no tenía tele en ese entonces. Tampoco me gustaba así que no gastaba en tonteras. Escuchaba tangos y rancheras y a veces me pedía la radio y se encerraba en la pieza a cantar en inglés chamullado las canciones que a él le gustaban. A mí me daba lata que cantara cosas que no entendía así que un día le dije «Valentín, enséñame inglés de ese que te pasan en el colegio» y me dijo «bueno, Nana, pero no quiero cocinar más», yo me reí tanto de su atinada y le di la mano para cerrar el trato. Aprendí lo mismo que él y después andábamos cantando juntos.
Creció, se enamoró, lloró y se escapó. La última vez que discutió conmigo fue por lo que ahora lloro yo. No pude convencerlo de que se quedara, de que lo necesitaba. De que lo amaba como el único hijo que nunca pude tener. Y para más remate el dolor que ahora no entiendo tiene forma de las últimas palabras que me dijo antes que se fuera. «No me detenga, por favor, porque también lo hago por usted, mamá». Y sentí cómo me tiritaban las piernas de saber que una sílaba repetida conjunta entre una eme y una a había una fuerza tan fuerte que me dejó callada y así partió apurado, cerró la puerta y corrió a la esquina donde pasaba la micro para llegar a la ciudad.
Me costó dormir esa noche. Me costó dormir la siguiente y otra más. Una llamada a la semana y pasaron así tres meses. No llamó más. Dejé la denuncia por presunta desgracia y yo sabía que los pacos no me iban a decir na.
El mismo vecino que lo salvó de la fuga de gas fue el que me trajo flores y tocó la puerta. Las flores ya estaban en el piso cuando me abrazó y me dijo «Nanita, él era su hijo, todo el mundo lo sabe, llore tranquila no más».
Lo vestí yo misma con ayuda de un par de caballeros de la iglesia. Nunca le enseñé de religión pero quería que se fuera con Dios como despedimos a la gente de por acá. El cajón lo mandaron pagado con todo el servicio funerario. Dijeron que había un contacto que había hecho el trámite para ahorrarme el dolor y el trabajo.
Y el dolor seguía sin entenderlo cuando metieron el cajón al nicho. Sigo sin entenderlo, ahora que ya no lo veo. Y sé que seguiré sin entenderlo hasta que lo vea de nuevo quizás cuándo, y lo escuche diciendo al mundo, reconociendo que yo, la Nanita, soy su mamá.
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