A sus 72 años, Jacob Fulner no recordaba haver vivido una situación como la que les atañía en los últimos meses. No era solo la idea constante de estar viviendo una especie de guerra fría, ¡una guerra fría, en pleno siglo XXI!, sinó la devastadora idea, que la prensa y la televisión no paraban de alentar, de que se temía por un ataque nuclear.
Margaret Fulner, como buena esposa y madre de família… Bueno, madre de unos hijos más que emancipados, que tenían más preocupación en intentar no maleducar a sus propios hijos, que en visitar a sus queridos padres, se encargaba de poner la preocupación en punta de lanza y exagerar cualquier noticia que diera la televisión, hasta llevarla a la tragedia.
Aquel 2 de mayo, y tras haber tomado el primer café del día, Jacob volvió a llenar su viejo carrito de transporte, que tantas veces había usado cuando tenía su frutería, por enésima vez, con latas de conserva, caldos en bote, mermeladas y cualquier tipo de alimento que pudiera conservarse por largo tiempo, y se dirigió con él al sótano de la vivienda, por el que se accedía desde el exterior de la casa, por uno de sus laterales.
– ¿Crees que realmente podremos sobrevivir a uno de esos ataques con bombas nucleares ahí abajo?¿No es una artimaña del gobierno, para darnos esperanza y no decirnos que, realmente, si cae una de esas bombas no vamos a sobrevivir nadie?
– Margaret, querida, yo no se si realmente sobreviviríamos a un ataque de ese tipo en un viejo sótano, pero tengo que creerlo, estoy obligado. Además a caso me queda otra opción.
El hombre salió sin excesiva celeridad por la puerta trasera, que comunicaba directamente con el jardín, dejó su carrito un metro más adelante y volvió para cerrar, casi como un suspiro, como si la puerta estuviera insonorizada. Pero, un segundo después, sonó el teléfono y la voz de su mujer le advirtió que se trataba de su hijo mayor. Jacob volvió de nuevo a entrar en casa, pero solo atisbó lo que parecia ser el final de una corta llamada.
-Sí cielo, no te preocupes, ya sabes que no. Sí, yo te despido de tu padre. Nos vemos pronto. Un beso. Te quiere mamá.
– ¿También se va?
– Sí, se van al campo con los ninos, a la casa de sus suegros en Cold Island, todo menos quedarse cerca del nucleó del peligro.
– Bien, me quedo más tranquilo, siendo así.
– A veces, pienso que deberíamos hacer lo mismo, Jacob.
Margaret y Jacob Fulner eran personas muy diferentes, muy diferentes y antagónicas, pero en ello radicaba su longevo matrimonio, en que cada uno suplía las carencias del otro. Pero donde no podían haber estado mas deacuerdo, era en la decisión de no abandonar jamás su casa, su hogar, bajo ningún concepto, pasara lo que pasara.
Además, Jacob ya había llenado, casi hasta los topes, el sótano con comida y útiles para la higiene, como recomendaba el Gobernador de defensa, ante un posible ataque nuclear, y James Fulner no era un hobre al que le gustara trabajar en balde.
– Y esa oleada de saqueadores.. no queda comercio en la Ciudad que no haya sufrido algun robo.
– Con el corte de los suministros, ya sabes que va a ser difícil conseguir algunos alimentos, y a la gente le da igual como conseguirlos, querida.
– Pues perdóname, pero eso me parece de animales.
El día transcurrió con aparente calma, si a calma se le puede llamar un constante ir y venir de vehículos y camiones blindados, adobado con sirenas de policía y un toque final de griteríos de civiles enfrentándose verbalmente con otros conciudadanos en interminables comercios que no podían dispensarles ni la mitad de los enseres y alimentos que necesitan. Sí, un día con aparente calma, como todos los días durante los últimos tres meses.
Margaret y Jacob se acostaron temprano aquella noche, ambos pensando en sus hijos y en sus nietos, de una manera silenciosa y privada.
A las tres de la madrugada oyeron fuertes golpes un la puerta de la entrada y al bajar vieron la espeluznante escena de unos soldados tirando abajo la puerta de su domicilio e instándoles a salir celerosamente y subir a los camiones que poblaban las calles de la ciudad. Jacob agarró fuerte a su mujer del brazo y la llevo consigo al búnquer-sótano que tan esmeradamente había acondicionado para ese tan temido día.
Bajaron, sin importarles que un paso en falso podría haber provocado una caída casi mortal por aquellas empindadas escaleras de madera, y se sentaron en un rincón, con las rodillas flexionadas, la cabeza entre ellas y sus manos unidas fuertemente.
Así permanecieron siete horas, entre gritos de fondo, ruido de ametralladoras y ordenes de soldados que, desde allí dentro, les resultaron ininteligibles.
Aproximadamente a las ocho de la madrugada y con la salida del sol, todo el estruendo cesó y se produjo un silencio casi sepulcral. James encendió una vieja radio que había en uno de los estantes, entre latas y paquetes de arroz, la radio nacional avisaba de que había cesado todo peligro sin lamentar ningún daño, ni el tan temido ataque atómico y que en unos días habría un acuerdo político y económico entre ambos gobiernos que beneficiaría a todos.
El matrimonio salió del sótano con las piernas temblorosas y al salir al jardín, vió como la ciudad se hallaba en silencio, con gente deambulando por las calles, parques destrozados, comercios saquedados, con los escaparates rotos y vacíos de comida, electrodomésticos, muebles y cualquier cosa útil e inútil que pudieran albergar. De fondo se escuchaba el llanto de un niño, que parecía decirles, que tipo de futuro le habían dejado. ¿Cómo aquellos hombres habían conseguido superar, con su miedo, su codicia y su egoísmo, todo efecto que pudiera haber producido un ataque atómico?
Pulvis es et in pulverum reverteris
Polvo eres y en polvo te convertirás (Génesis 3,19)
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