El áspero 12 (copia)

“Aquellos fértiles y frondosos lugares

que ayer fueron huertos repletos de alimentos

hoy son moribundos rastrojos colmados de azares,

con una empalizada que se la lleva el viento.

Wilmer Lúquez, El paraguanero en su agonía.

Otra vez, el zumbido de los zancudos, una calembe e´ calentura y ese terco tiritar rompe huesos componen tu séquito nocturno, y claro no podía faltar la paroniria de siempre: por el camino que conduce al frente de la casa aparece un pollino negro cargado con grandes alforjas, un pollino fino, de llamativas facciones humanas, no se muestra extraviado, va derechito a la ventana de la sala de la casa como si conociera claramente su destino. A medida que se acerca toma un aspecto exiguo, se seca, babea, se le enrojecen los ojos. Victorina no puede moverse víctima del garrotillo mientras mira por la ventana como se aproxima el pollino, al toparse cara a trompa el equino saca su acartonada lengua como para lamerle el rostro pero de repente cae fulminado. Cuando ella lo observa nuevamente ya es una osamenta.

Corría el año 1905 en Yabuquivauno más de los íngrimos caseríos esparcidos por la faz paraguanera- los últimos aguaceros de octubre fueron maníficos como dirían las comadronas. Paraguaná es una península de unos 3.405 km cuadrados situada al noroeste de Venezuela que sobresale como una «cabeza coriana» hacia el septentrión del país. La región recibe el embate permanente de los vientos alisios del noreste lo que imposibilita que sobre ella se posen nubes de lluvia, cuando los vientos amainan pueden producirse unas pocas precipitaciones al año, este pequeño período pluvial resulta vital para una población que no cuenta con un solo cuerpo de agua superficial aprovechable. El paisaje peninsular exhibe un panorama seco y desértico, plagado de tunas, cardones, urupaguas, cujíes y toda una pléyade de especies vegetales resistentes a climas extremos que comparten en común estar revestidas de espinas.

La alopécica cabeza coriana permanece estéril salvo en los meses de lluvias cuando el maravilloso pedacito de tierra hace honor a su toponimia en lengua caquetía «conuco entre el mar» de repente surge omnipresente el verdor, los huertos florecen, sobreabunda el maíz, el ajonjolí, el millo, la pira, la sandía, el melón, la auyama, el pepinito de monte. Algunos excéntricos campesinos cultivan la lechosa, el tamarindo, la piña y hasta el mango. Los frutos silvestres tributan también a la existencia, brotan: semerucos, chigüares, caujaros y taques. La estación lluviosa trae consigo prosperidad y el desarrollo de la vida en toda clase de manifestaciones. Hasta casi la primera mitad del siglo XX los pobladores peninsulares en líneas generales se dedicaban a la actividad pastoril, específicamente a la cría de chivos, la pesca complementaba la demanda periódica de sustento. Desde la época de los caquetíos el abastecimiento de agua se hacía obedeciendo al régimen natural de lluvias. La única fuente permanente de líquido está ubicada en la cima del Cerro Santa Ana, su elevación permite la condensación de nubes en un área remota que recibe constante goteo pero que es insuficiente para abastecer siquiera a los pueblos ubicados en sus faldas, el agua de lluvia se conservaba en pozos, aljibes o jagüeyes.

Con el final de los risueños meses de lluvia «como a todo exceso lo acecha un suplicio» aparecen unos prehistóricos zancudos, fiebres, diarreas -consorte a perpetuidad tanto del derroche como de la carencia- y un calor húmedo que asociado con el sudor frío de las calenturas tercianas produce extravagantes temblequeras. El período seco reserva una pequeña sorpresa para los paladares ávidos de néctar frutal; los cactus -cardones, lefarias y tunas- nos regalan suculentos manjares. Se trata de los populares datos, brevas y comojones especies de higos xerófitos con un sabor incomparable en el mundo vegetal.  


Mapa Físico y Político de la Provincia de Coro, tomado del Atlas Físico y Político de la República de Venezuela de 1840, realizado por Agustín Codazzi.

Victorina, ferviente católica asistía sin falta alguna a las misas de Isaías Montiel, el cura de Moruy. (poblado alejado una legua y media al este de Yabuquiva que contaba para entonces con el templo más cercano, Iglesia San Nicolás de Bari).

Iglesia de Santa Ana, fotografía tomada del Blog del Centro de Historia de Paraguaná. Nos regala una estampa típica de «Aquella Paraguaná» de principios del siglo XX.

Todos los domingos confesaba el tormento que sufría a causa de su pesadilla repetitiva, el cura, adelantado por remisión propia en lo que respecta al sempiterno oficio de desentrañar artificios demoníacos le advirtió que su sueño estaba protagonizado por El Mulo Entequetao, un borrico diabólico, que según la tradición popular marchaba cargado de funestos presentes -en vísperas de la llegada de los españoles a la península de Paraguaná, nuestros habitantes originarios se sorprendieron enormemente al tener el primer contacto con Europa a través de un burro extraviado, probablemente evadido del primer asentamiento español en tierra firme. El Mulo Entequetao marcó el preludio de la eventual desaparición de la nación caquetía- luego de un sentido ave María purísima pronunciado por Victorina y replicado instantáneamente por el sacerdote con un entrevero de señales de cruces, el docto religioso procedía a prescribirle una indiscutible fórmula de absolución compuesta de una retahíla de Padres Nuestros y Aves Marías cataplasma que servía como panacea -junto con las chispeadas de agua bendita y la cruz de ceniza- de todo clérigo contra las más elaboradas artimañas desplegadas por el maligno. Aparte exigía una «piadosa» colaboración pecuniaria en calidad de limosna.

La acoquina’ Victorina murmuraba al salir de misa: “¡ooj! Ahora sí pue’ con la ensalma´ que me echó el cura y con la moneda que le puse en la busaca voy a deja´a ese pollino tatareto pa’ siempre”.

Güiche, único hermano que le quedaba a Victorina no iba a misa, perdió la fe tras la muerte de Piedad, su mujer. Siempre que Victorina llegaba con el cuento de la ensalma´ que le echó Montiel le impugnaba la siguiente cantaleta:

-¡Ah mielda carajo! Qué va a sabe’ el pendejo del cura, si lo que quiere es cobre, tanto que me jodo yo pa´ trae’ un par de lochitas a la casa y tú regalándolas. Es mejol que vayás pa´donde el compadre Atacho, a que te pegue una buena friega de miao rancio y te componés puntual, le llevás una hojitas de tabaco y queda complacío.

-¡Ah velga! Ya salió el viejo hablachento este, si yo tengo cobre de mi negocio con El Goldo Caslito y vos te gastás toitico en cocuy pa´ después veníl a pedilme… Ojalá te salga María la Onza cuando estés de vagamundo por ahí y amanezcás empielnao con una cochina como el compadre Segundo pa’ que sigás de grosero.

Con todo, las cosas en Paraguaná no iban tan mal, en las Praderas -nombre de la casa hato de Victorina- el rebaño proliferaba saludable. La Huerta del Saco; desquiciadero, ensoñación y delirio de Güiche Lanoy estaba hasta el tronco emaíz y pira, había: sandías, melones y pepinitos al perder. Güiche portaba una perenne sonrisa de oreja a oreja. Cada vez que regresaba de la huerta venía cargado con una carretilla repleta de frutos para regalar a los lejanos vecinos y periódicos visitantes de Las Praderas, ya no iba con la carabina montada para ahuyentar a los zorros que se comían la siembra y hasta dejaba que El Gusano; conocido salteador de huertas, se robara lo que quisiera. Decía contento tras un escupitajo e’ tabaco: ¡joda shh! Hasta El Gusano debe andar con el cachube pa’ juera ¡viva la breva! Además la quebrada parecía un río y tenía incomunicada la vía hacia Moruy, así que por algunas semanas Victorina no iría a misa, lo que representaba un gran alivio.

Isaías Montiel

-I-

«Yo me dediqué a robar

y digo sin alabanza,

que robé con la esperanza,

de que podría mejorar,

del tesoro nacional

me robé dos y cuartillo,

media vara de liencillo

yo me robé en una tienda,

y me robé en una hacienda

siete mazorcas de millo.

-II-

Me robé en la mueblería

medio litro de barniz,

medio kilo de maíz

que en el almacén había,

le robé a una sastrería

un dedal y dos botones,

sentí fuertes convulsiones

temiendo ser descubierto,

y le robé a un viejo tuerto

un plato con chicharrones.

-III-

Me robé en un tendedero

una franela algo rota,

y le robé una pelota

a un deportista extranjero,

también le robé a un tendero

cinco cuartas de cordel,

y le robé a una mujer

un peine con siete dientes,

y me robé de un paciente

el cubierto de comer.

-IV-

Me robé en el manicomio

una loca buena moza,

y me salió pretenciosa

la loquita del demonio,

y me robé a San Antonio

en el altar de una iglesia,

le robé a una vieja necia

el chicote que fumaba,

mientras tanto le sacaba

un diente sin anestesia.

-V-

Me robé de un cocinero

que no me quiso muy bien,

un platón, una sartén,

un colador y un salero,

y le robé a un carpintero

el metro con que medía,

robé en la carnicería

un pedazo de mondongo,

cosa que yo me supongo

que delito no tenía.

-VI-

Me robé de un pescador

con la carnada el anzuelo,

y con el mayor recelo

observaba su furor,

la furia de aquel señor

fue cosa descomunal,

hoy me vengo a confesar

culpable de mi delito,

y por robar tan poquito

no cuento con capital».

La confesión del ratero, Alfonso García.

Ya sabemos que Isaías Montiel ostentaba el cargo de santo y benemérito cura de la población de Moruy, aunque Güiche mantenía sus reservas «vainas de viejo» decía Victorina. Pero la verdad es que Güiche tenía razón, Isaías Montiel no era Isaías Montiel.

El sujeto conocido como Isaías Montiel en realidad se llamaba Juan Nemesio Irausquín oriundo de la ciudad de Coro y… ¿Cómo carajos llegó Irausquín a ser Montiel? Juan Nemesio tuvo como progenitor al comandante José Ceferino Irausquín, natural de la misma ciudad. José Ceferino luchó en la guerra federal de 1859-1863 bajo las órdenes del general y caudillo revolucionario Tirso Salaverría. La noche del 20 de febrero de 1859 Salaverría acompañado por 40 hombres tomó por asalto la guarnición de Coro haciéndose con cuantiosos pertrechos y unos 900 fusiles. Al día siguiente lanzó a los cuatro vientos el grito de federación y en el mes de marzo recibió al principal líder revolucionario Ezequiel Zamora que partió con rumbo al interior del país -dejando como jefe de la plaza a Salaverría- no sin antes vencer en el primer combate a campo abierto de la guerra al Mono Enchaquetao José del Rosario Armas en la batalla del Palito el 23 de Marzo. La reacción centralista no se hizo esperar originándose entonces dos de los choques más grandes de la guerra, el primero; Santa Inés en diciembre del mismo año saldado con victoria para el bando revolucionario comandado por Ezequiel Zamora y el segundo y casi definitivo la Batalla de Coplé; liquidada a favor del bando central dirigido por el General León de Febres Cordero en febrero de 1860. Tras la victoria de Coplé la ofensiva goda se extendió por todos los territorios dominados por los facciosos, de manera que pronto tuvimos a Salavarría enfrentando a un contingente del ejército central cerca del pueblo de Yaracal donde fue penosamente derrotado. Como consecuencia del combate la plaza de Coro quedó con una menguada guarnición y los restos del maltrecho ejército federal huyeron hacia los montes para en última instancia organizarse en cuadros guerrilleros. Pocos días después Salaverría sería hecho prisionero.

Extrañamente Tirso Salaverría apareció luego de varios meses en San Felipe nombrado por el General paraguanero Juan Crisóstomo Falcón comandante militar del Estado Independiente de Yaracuy.

Aprovechando la desbandada federalista, José Ceferino, alias El Chuco que por entonces fungía como reconocido filibustero en compañía de su cofradía de cacos asaltó el parque de armas de la comandancia central de Coro, dejando con el ojo blanco a la escueta guarnición para echar guante a los pocos pero valiosos elementos que potenciarían su accionar en futuras correrías. 

El Chuco Irausquín comenzaría a operar en los caminos del sotavento de la sierra de San Luis, ruta obligada de comerciantes y arrieros.

Veinte días después de la desastrosa Batalla de Yaracal un barbado pordiosero a eso de las diez y media de la noche se presentó en la entrada de la casona de los Salaverría, al tiempo que un peón de cuadra salía a hacerle frente garrote en mano con la firme intención de ahuyentarlo.

De repente se escuchó en tono altanero al pordiosero decir:

Vos sos loco negro pendejo soltá ese bejuco y abrí no joda.

– ¿Ahora sí pue’? ¿Señol Tilso es uste’?

– Claro boca e breva, vení pue’.

-Ah mundo señol pero si parecés un cacuro, pensamos que me lo habían matado los muelganos…

– Calláte la jeta y no te dilatés más que vengo esmorecio y de aquí salimos como alma que lleva el diablo pal monte antes que amanezca y sin que María Prudencia ni nadie se entere, abrí la puerta y no hagás bulla.

Salaverría tenía la apremiante misión de formar grupos insurgentes desde sus propiedades en San Luis de Carigüa para posteriormente -transmontando la sierra- unirse a las huestes del General Juan Crisóstomo Falcón apostadas en Yaracuy. 

Horas antes de que despuntara el alba, con una luna que alumbraba como si fuera de día, sin que nadie lo sintiera el peón zambo apodado Chico Mecates ya tenía lista a la mula Josefina y al caballo Pachuco para emprender la travesía. Llevaba buena porción de cecina de chivo, queso de cabra, papelón, arepa pela’, tabaco pa’ mascar y hasta unos papo e’ reina y unas paledonias que había preparado Agustina para salir a vender en la plaza. Por supuesto no podía faltar la carabina e´ pitón -o pistón- dos pistolas de duelo, municiones, pólvora, aguardiente y par de machetes bien afilados. Tirso permaneció escondido en la cuadra de los caballos, Chico le facilitó los elementos necesarios para el apremiante aseo, un cambio de ropa suya -ya que no podía ingresar a los aposentos del señor- unas alpargatas viejas y un reconstituyente plato epira con patas de cochino.

-Vamo’ a coge’ camino de una buena vez Chico que ya me saqué el cadare y la hedentina er coño ésta, no vaya a ser que se levante Agustina y nos de chaparro a los dos la muy atrevía.

Agüeno’ señol Tilso vamonós, aunque a mí lo que uste’ anda enventando me parece cosa mala, a mí no me gusta la hablachentería de la revolución, pol lo mismo me quedé aquí en la casa la última vez que uste’ me quería llevá, menos mal la patrona María no lo dejó, además uste’ está muy flaco y parece un bisure…

-Ahora sí me jodí yo con este negro cagón, vé negro breva sola: agradecé na’ más y me acompañás hasta el Comején y te devolvés ¿cómo vas a creer que me voy a arrequintar yo en la guerra vos? Si lo que tenés de grandote lo tenés de cagón, joda shhh, vamonós par coño y calláte la boca por el camino no vaya ser que te deje sindare del pescozón que te voy a mete’.

A las cuatro de la mañana -como de costumbre- se levantó Agustina para prender el fogón y preparar las arepas. La casona de los Salaverría junto con algunas más había quedado sin gente, parte de la servidumbre cogió el monte aprovechando el grito de federación o respondiendo a las promesas de los diferentes caudillos. A pesar de que Coro no fue el escenario principal de la guerra los corianos no iban a quedar al margen de la repartición esta vez. En la casa permanecían María Prudencia, María Betania -hija menor del matrimonio-  y Agustina.

La primera cosa extraña que notó Agustina es que Chico aún no estaba despierto componiendo el bastimento para los animales y se preguntó: ¿qué le habrá pasao al negro lambío de Chico? ¿Será que me amaneció con dolol? Yo sentí que andaba pol la casa anoche pero como me quedé en el cualto de la niña María Betania que me ayudó a prepara’ los dulces no me quise para’. Pero si a él no le cae ni coquito, seguro se puso a bebe’ el cocuy pecayero del señol polque lo mataron aquellos zánganos¡si será pretencioso! Ya le voy mochar la cabuyera de la hamaca pa´ que se dé un buen platanazo y deje la grosería. Pero ni Chico ni la hamaca estaban.

-¡Barajuste señora María se nos enmontó el negro Chico! Jesús sijo ahora si nos terminamos de escalembar ¡Señora María dispieltese! ¿Y Ahora?….

-¿Qué pasa, cuál es el escándalo mujer? ¿No me diga que hay noticia mala de Tirso?…

– No señora María, el señol no, es que el negro agazapao de Chico se nos jue´ ligerito pa’ la guerra .

-Pero si a Chico lo deja engarrotao el mieo pánico que le tiene al plomo y a la candela, cada vez que Tirso se lo quería llevar hasta me lloraba, aquí hay gato encerrao ¿será que se fue con los godos?

– ¡No fuña y hasta las paledonias y los papo e’ reina se me llevó! Dios quiera que le dé una cagantina arrecha. Si supiera que iba a vende’ en la plaza los dulcitos pa’ comprarle una ropita y lleválmelo pa’ las fiestas de San Isidro, ahora nos quedamos sin hombre en la casa y pol ahí anda suelto el Chuco Irausquín, menos mal que el señol Tilso siempre le sacaba la pata del barro cuando lo agarraban, aunque esos fantoches no se acueldan de nadie.

-¡Al diantre! Y Luisito –hijo mayor de los Salaverría– está allá arriba en el Comején hay que darle aviso, el negro segurito se nos llevó hasta las carabinas y las pistolas, cuidao nos echa una vaina porque ahora los peones andan resabiaos. Mejor no le digamos a nadie que se nos fue y esperamos a que Luisito baje, el chisme es arrecho y nos pueden envaina’ los vecinos godos si se enteran que andamos solitas. Ya sabés Agustina; boca e’ bisure de aquí pa’ lante hasta la semana que viene que baja Luisito y ya tú vas a ver que mi Tirso se aparece por ahí yo sé que no me lo han matado los tunantes del gobierno.

Entre sollozos y mentadas de madre la Negra Agustina pasó revista a las cosas de la casa:

-El negro se nos llevó a la mula Josefina y al Pachuco na’ más, nos dejó a Ramón manque sea, los chivitos están completos, las gallinas y los cochinos ni los tocó, ahí nos quedan varios machetes y raro si me parece que me dejó la carabina vieja en la cocina con una buchaquita e’ pólvora y munición -segurito se le olvidó cogerla en la carrera- tenemos bastimento bueno del que nos bajó el chavalo Luisito qué Dios me lo gualde, pa’ losotros y pa’ los animalitos. Deje quieto señora María que yo voy a terciarme la carabina día y noche y si aparece el Chico o el Irausquín me los voy a echa’ al pico. Cuando los vecinos me vean jopiando a los chivitos sola les voy a decí que el Chico anda malo, que tiene culebrilla y como es tan cagón no se atreve a salí.

Como señalamos anteriormente, el coronel Tirso Salaverría tenía la misión de reunir a la peonada que aún permanecía en el Comején y plegar a la de las propiedades adyacentes al bando liberal rejuveneciendo a punta de encendida cháchara las viejas promesas que quedaron en veremos tras la independencia.

El Comején producía principalmente café en las condiciones de atraso típico de la época, con una peonada enfeudada y depauperada que de no ser por el demagógico impacto provocado por los cantos de sirena caudillescos de ayer y hoy habría permanecido en estática obediencia para siempre, además la infame ley del 10 de abril 1834 que en algunos momentos benefició a los Salaverría amenazaba con su filo inverso llevarlos a la bancarrota.

San Luis de Carigüa era un caserío circundado por sendas propiedades agrícolas ubicado 64 km al sur de la ciudad de Coro, con una altura aproximada de 700 a 800 metros sobre el nivel del mar. En los caminos cercanos había comenzado a operar la banda del Chuco Irausquín, situación de la que tenía cierto conocimiento nuestro nervioso Chico Mecates, pero no era eso lo que más lo inquietaba, en primera instancia le preocupaba Agustina, la irremediable zurra que ella le propinaría al regresar y mucho peor; toda la legión de ánimas, espantos y aparecidos que pululan en dichos contornos. Aparte no se atrevía a pronunciar palabra alguna luego de la advertencia del señor Tirso. Metido en semejante berenjenal, por la imaginación del zambo desfilaban aquellos «viejos relatos, contados en noches de luna clara, alrededor de una olla de mazamorra caliente» que tenían como protagonista a un imprudente parrandero sin temor a Dios, acuciado por La Llorona, El Perro Negro, El Carretón, El Silbón, El Ceretón de la quinta, María la Onza o La Bola de fuego. 

A toda rienda, los viajeros dejaron atrás la solitaria ciudad para adentrarse en las polvorientas recuas de la sierra beneficiados por la inmensa claridad de la luna. Ordinariamente el trayecto podía cubrirse en un par de días si no se presentaban mayores contratiempos, transcurridas unas tres horas ya estaban cerca de Caujarao.

Cada sombra proyectada por la luz nocturna remitía un punzante correntazo directo a la columna de Chico, Tirso cabalgaba impasible sin despachar una sílaba, espoleaba al Pachuco poseído por sus demonios internos o por el encontronazo de proyectos futuros gravitando entre sien y sien, en dicho trance no se dio cuenta que cabalgaba solo, dejó rezagado a Chico, desorientado intentó dar rienda atrás pero de ambos lados del camino se asomaron cañones de fusilería.

Masculló una voz gruesa:

-¡Quédese quietejito pariente!

-¡Ah malaya! ¿Y ahora qué?

-¡Cojéle las riendas y bajálo Ponzoña!.

-¿Qué querés vos diablo? Yo no tengo naita…

-¡Qué te bajés te dije ya! O te bajo a plomo.

-¡Chico vení!

-¿Cuál Chico? El negro agüevoniao éste.

Tirso volteó a un costado y divisó como traían al zambo temblando, ahogado en lágrimas y con el pantalón de lienzo mojado.

Coño e’ la madre con Chico.

-Velga pero ese negro se me parece a Chico Mecates…

-¡Claro no le ves la cara de pendejo!

-¡A mielda si sos vos Tilso! No y que te habían matao los empelucaos del gobiesno…

¡Ah carajo! Si es la plasta de mielda del Chuco, agüena caga’ me echaste primo, vos sos loco.

-Ah mundo pero si parecés un cacuro mijito, tas seco como un tabaco…

Joda primo si me salvé de ñinguita, pero todavía sigue prendío el saperoco…

Ya podemos hacernos una idea de cómo se nos volvió comandante el cuatrero. Los asaltados pasaron a ser escoltados y los ladrones a ser escoltas como por arte de magia, bastaron quizá algunos minutos para que las habilidades persuasivas de un consumado hablachento como el comandante Salaverría tuvieran un efecto determinante. Una de las condiciones fundamentales para ejercer a toda regla como caudillo del siglo XIX residía en saber prometer y vaya que Tirso fue ducho en el asunto. Además pesaban circunstancias atenuantes u objetivas que hicieron el resto, la guerra no había terminado, el comercio se iba a deteriorar por el déficit de mano de obra que ahora se alistaba bajo las órdenes de los diferentes caudillos y lo más importante: como sucedió durante el proceso de independencia, la guerra se convertiría en el vehículo más idóneo para una rápida asunción en el escalafón social.

De la forma más simple y fortuita Salaverría lograría conformar una pequeña cuadrilla de efectivos sin siquiera haber llegado al Comején. E Irausquín contaba con la promesa de ser convertido en oficial de la noche a la mañana si se metía en el negocio de la guerra y contribuía con el ascenso de Salaverría tras el descalabro de Yaracal.

Al pobre Chico durante el intento de asalto le robaron los Papo e’ Reina y las Paledonias aderezadas con la maldición de la negra Agustina -la de la cagantina arrecha- el efecto infalible de la imprecación sembró de deposiciones el segundo día de trayecto. 

El Tratado de Coche firmado el 22 de mayo de 1863 puso punto y final a la escabechina de turno de la que salió victorioso el bando federal y que anegó los campos venezolanos con la sangre de unas 180.000 víctimas. Nada más y nada menos que el compadre del ahora general Salaverría, el magnánimo general Juan Crisóstomo Falcón se quedaría con el coroto. En Octubre de 1864 fue elegido presidente constitucional de la República hasta que lo derrocaron en 1868. Irausquín regresó a Coro dejando de ser El Chuco para asumir su nuevo rol como comandante y propietario, despidiéndose momentáneamente de su ruinoso pasado pero conservando intactas las malas costumbres, porque: «aunque el mono se vista de seda, chuco se queda». 

Rostros y Personajes de Venezuela, El Nacional, 2001. Caudillos victorioso de la Guerra Federal.

Un hombre con pretensiones de encumbramiento como el flamante comandante Irausquín necesitaba a una mujer de abolengo para adornar con encajes y nácares su comedia de asunción social, nada más conveniente que centrar la vista sobre alguna familia goda caída en desgracia con una joven y rozagante solterona y cierto padre servil interesado en levantar cabeza.

Así fue como los ojos puyuos de Irausquín fueron a dar en el generoso escote de la señorita Juana Casilda Bracho durante una de las noches de saraos que acostumbraban a ofrecer los vencedores y que aprovechaban los arruinados godos cabeza de familia para darse a conocer con los nuevos amos del valle. Irausquín era un mestizo cuarentón, que aparentaba más de cincuenta, de cuerpo ancho y fuerte, algunos dientes entre amarillos y negros, nariz y labios gruesos, mostacho y barba descuidada, modales rústicos, voz retumbante, de jerga campesina, borracho, jugador y putañero. Juana; una dama saliente de la adolescencia, de unos 17 años, de piel blanca como la porcelana, hermoso cabello negro, modales delicados, típica dama de alcurnia formada en la escuela de señoritas de Coro, anteriormente prometida a un reluciente patiquín del mantuanaje local que se equivocó de bando y ahora lista para ser llevada ante la bestia por el honor de la familia. El patético cuadro era exclusivo del espacio o el tiempo del relato, de hecho Juana aceptó la inmolación matrimonial con cierto gusto. Un extraño apósito de vanidad y obligación le permitió contener las lágrimas al observar la dentadura del victorioso comandante poblada de caries y pedazos de tabaco suspendidos de las hendiduras de las piezas dentales. Juana Casilda comprendería prontamente aquel popular dicho que reza: «no hay nada más pesao que un matrimonio obligao».

Producto de la la unión fabricada por las circunstancias y el oportunismo nació Juan Nemesio Irausquín. Pero pronto lo que parecía fraguarse como un futuro provisor para la nueva familia Irausquín Bracho comenzó a torcerse al ritmo del tambor veleño, tragos, putas, tabaco, gallos, cartas y toda clase de apuestas absurdas.

Dicen que en una noche de enero el orgulloso caudillo, solo por porfía apostó la hacienda El Curubo que tenía en la Sierra con más 120 cabezas de ganado, 60 caballos, 20 mulas e incontables árboles de café contra el dueño del bar El Tolete, señor de apellido Molleja, otro gran terco. El Tolete organizaba anualmente el certamen del Cochino Encebao en las instalaciones rudimentarias de la cancha de bolas criollas, el Cochino Encebao se jugaba de la siguiente manera: en un espacio cerrado de suelo arcilloso convertido en barrial se soltaba un cerdo totalmente embadurnado de manteca y en los extremos de la improvisada cancha se colocaban los individuos en pugna que debían coger al cochino en tres oportunidades, tradicionalmente su práctica estaba reservada a sujetos de la más humilde condición que al salir ganadores eran premiados con el suculento animal. El público apostaba libremente en las diversas categorías y tandas por su atleta preferido. Antes de jugarse El Curubo, en el enfrentamiento estelar Irausquín había apostado una fuerte suma a favor de Mandiel, un joven especialista, campeón de varias ediciones y siempre necesitado, implacable en las lides de coger animales de cría pues también contaba con un amplio prontuario como ladrón de chivos, sin embargo en estos pueblos se engendraba cierta indulgencia por los ladrones más miserables, intervenía una rara piedad cristiana que limitaba el castigo -cuando se capturaba en flagrancia al infractor- a propinarle una parranda e’ trancazos para luego dejarlo ir sin más. Incluso si la cosa estaba buena les permitían cometer hurtos libre pero comedidamente. Mandiel enfrentaba a un desconocido forastero que no exhibía la mejor estirpe arrabalera ventajosa en este tipo de justas.

«Es un tiro al suelo, quién va a comprometé plata por aquel mongolo» decía Irausquín refiriéndose al forastero. Lo que ocurrió no estaba en el libreto, pues el intruso haciendo gala de la más refinada destreza logró capturar a la presa las tres veces consecutivas en tiempo récord, ante la mirada impotente y flojo desempeño de Mandiel. La sospechosa situación apuntaba a que alguien había escrito otro guión al darse cuenta de la gran suma que empozó Irausquín.

Mandiel ejecutaba el robo con astucia pero empleaba torpemente la mentira, muy en el fondo resultó ser un hombre inocente a pesar de lo que pudiera indicar su profesión. Presentaba un tic nervioso que lo delataba cada vez que iba a mentir: nuestro multicampeón se sobaba la nariz siempre que decía un embuste, en este caso luego que el rival le arrebataba el cochino se la sobaba con una saña y un nerviosismo exagerado. Los ojos inquisidores de la multitud y en especial los puyuos de Irausquín le exprimieron la verdad sin hacer preguntas.

-Aquí hay maraña, decía Irausquín con la aprobación casi unánime de la concurrencia.

-Claro vos sos loco el pájaro bravo de Molleja te jodió. Agregó Pedrito Lugo.

-Mirá como se soba la nariz que se la va a desacel… Mentó Poncho.

-La otra vez que me robó unos chivos lo agarré con las manos en la masa, abajo de un cují donde los estaba pelando y me decía que él no había sido, que no más pasaba por ahí, se sobaba la nariz así mismitíco… Le dí un pela con un güevo e` toro al muy atrevío, argumentó Juan Chamorro.

Ante el acto consumado y la ausencia de pruebas no se podía hacer mucho. Pero el honor del comandante se interpuso y sacó lo mejor de su conocimiento de los hombres, le propuso a Juan Molleja en medio del jolgorio popular que se jugaba El Curubo a duelo de Cochino Encebao contra él, que debía empozar el local, toda la mercadería y el dinero que había. Molleja tendría unos 20 años menos que el Comandante, no gustaba de beber en exceso y contaba con una condición física visiblemente mejor que la de su ahora contrincante, la quiniela a todas luces resultaba favorable al propietario de El Tolete.

Aquella noche se configuró un evento sin precedentes en la tradicional justa atlética por lo que se jugaba y por la posición social de los participantes. Pero en estas coyunturas: «más sabe el diablo por viejo que por diablo».

Durante el primer lance un silencio expectante se apoderó del recinto, los rivales se posicionaron en la esquinas correspondientes, el juez soltó al porcino en medio de la cancha, Molleja salió disparado chapoteando barro en todas direcciones con la energía y vitalidad que solo puede excitar la avaricia. Por su parte modulando ademanes de hombre ebrio Irausquín intentó salir en carrera, pero al recorrer escasos metros cayó de bruces sobre el barrial, intentando levantarse varias veces sin éxito, robándose las burlas del populacho que rápidamente apareció como de la nada infestando el lugar. El segundo lance tuvo un resultado similar y se observaron multitud de sonrisas y lágrimas de dicha surcando cachetes. Pero en el tercer lance se apagaron las sonrisas no por falta de emoción sino por el efecto letal y abrumador del asombro, Irausquín salió disparado como un tigre haciendo tracción en el barro con los dedos de pies y manos, simuló un intento por agarrar al cochino pero pasó de largo y golpeó con su portentoso hombro derecho el rostro de Molleja de manera aparentemente accidental, dejándolo tendido en el lodazal con la boca desflorada. Aguijado por los recuerdos del campo de batalla y con los ojos puyuos encendidos, el tigre Irausquín logró capturar sin mucho esfuerzo a la presa levantándola por encima de su cabeza para estrellarla contra el suelo. Con el animal gravemente lesionado y el rival fuera de combate el resto fue pan comido. El comandante Irausquín logró una contundente victoria y en el cénit de la celebración ofreció aguardiente y vianda gratis pa’ todo el mundo hasta que dos días con sus noches después se extinguió El Tolete. Lamentablemente para él no en todos los duelos obtendría un resultado favorable y pronto la ruina aparecería invicta.

No se conoce la fecha de nacimiento de Juan Nemecio, o sí la sífilis que le carcomió lentamente tuvo un origen congénito o la contrajo transitando las liadas veredas de su existencia. Lo cierto es que cuando contaba con unos diez años Juana ya había sucumbido ante la enfermedad y José Ceferino era un indigente trajeado con uniforme militar.

Juan tuvo la suerte de conocer el amor y los cuidados maternos. En la casona de los Irausquín progresivamente desmantelada por las cuitas del pater familias lo que podía salvar de la vorágine la madre estaba reservado para el pequeño Juancito. Juana lo enseñó a leer haciendo uso de lo único que el comandante no empeñó; la Sagrada Biblia. En el transcurso de diez años la casona de los Irausquín terminó siendo un símil de la sombría casa de María la Onza.

Paredes derruidas y las que se mantenían en pie con el esqueleto expuesto, habitaciones sin techo, estancias sin enseres ganadas por la maleza junto a la horripilante figura de una mujer desgreñada y deformada por la sífilis constituyeron el vergonzante panorama de los últimos años de Juan al lado de su madre. El padre de Juana recuperado económica y socialmente -a partir de algunos negocios que emprendió con José Ceferino- «apenado» de vez en cuando enviaba a un peón con sobras de comida y algunas monedas para su hija. Sin embargo Juancito disfrutó de una infancia particularmente feliz. Juana siempre encontró la manera de suplir las carencias que se multiplicaron al tiempo que las sabandijas invadían la casa. Una noche Juana se durmió para no levantarse más de la hamaca y podría decirse que esos diez años al lado de su criatura fueron los más felices que alcanzó a vivir. Juancito también supo suplir las miserias que se propagaron como los chancros y las dolencias.

Como suele ocurrir en los pueblos y ciudades los domicilios abandonados no solo sirven de albergue para roedores e insectos, sino que fungen igualmente como escondite para todo hampón que se precie de serlo. La casa de los Irausquín llegó a ser el albergue predilecto para Mandiel en los urgentes momentos de persecución, además nadie se atrevía a ingresar al predio porque al parecer allí vivía una bruja decrépita y es que no parece extraño que la población se espantara con la presencia de Juana que cada vez se consumía más en el ostracismo y la enfermedad.

Mandiel compartía parte de los frutos del pillaje con los Irausquín llegando a convertirse en el único amigo de Juancito, que se desvelaba esperándolo con un danzón de retortijones encendido en la barriguita. Al día siguiente de la muerte de Juana el viejo Bracho empleando todo su talento como embaucador se presentó con las escrituras originales de la propiedad y sin miramientos mandó a echar a su nieto de lo que quedaba de la casona mientras le metía candela al cuarto que habitaron madre e hijo. Juana había sido enterrada por Juancito y Mandiel en el patio central donde se observaba el abultamiento de tierra y una cruz de cují adornada con flores de trinitaria.

A partir de allí el pequeño Juan Nemecio Irausquín pasó a vivir con los taiteros, mote con el cual se reconocía a la familia de Mandiel por la habilidad que tenían para construir casas de bahareque tal como lo hacen las avispas que en la región coriana llevan dicho nombre. Los taiteros conformaban una numerosa familia que mudaba itinerantemente de residencia cual gitanos, siempre a las afueras de los pueblos, alternando entre Tocopero, Piritu, Cumarebo, Coro, Tacuato, Pedregal y Menemauroa. Levantaban grupos de casas de barro de la noche a la mañana, sorprendiendo a los vecinos que corrían la siguiente voz de alerta: «recojan la ropa que llegaron los taiteros». Normalmente se dedicaban a la pesca y vendían pescado salado de buena calidad en los distintos lugares que ocupaban, pero cuando la pesca escaseaba algunos de los integrantes de la familia tenían la difícil obligación de dedicarse al hurto, usualmente de animales de cría, preferían por encima de otras especies a los chivos ya que era común verlos transitar libremente por los infinitos baldíos de los pueblos. Desde que Mandiel comenzó a frecuentar la casa de los Irausquín primero por casualidad y después por afecto se separó un poco de la manada pero logró ampliar el repertorio de rapiña que pronto trasmitiría al pequeño huérfano. 

De la mano de los taiteros Juan daría sus primeros pasos como ratero, ayudando a diversificar el rango de rubros indebidamente apropiables por parte de la agrupación familiar que no permitía a sus propios hijos envilecerse practicando las actividades de subsistencia in extremis que los mayores desplegaban, pero que estimulaban al huérfano a realizar. Así incorporaron huevos, leche, queso, granos y hasta miel a la precaria dieta que los sostenía, aprovechando la habilidad y tamaño de Juan para saquear trojas, empalizadas, gallineros y mabas. El hurto se convirtió en un talento heredado y conducido al colmo de la perfección gracias a las lecciones que le dictara Mandiel. En los pueblos lo apodaron El Garipial por la destreza que derrochaba salteando huevos frescos sin alborotar los gallineros. Muchas distinguidas gallinas pasaron a mejor vida bajo sospecha de que habían dejado de producir posturas: «no ponían ni dejaban la culequera».

Juan mostraba capacidades cognitivas superiores a las de los taiteros. Además sabía leer, escribir y hasta sumar y restar, cosa excepcional para la mayoría de los niños o adultos de la Venezuela del último tercio del siglo XIX y gran parte del siglo XX. Las actividades formativas representaron un gran complemento administrado por su madre en las aletargadas tardes corianas, bajo el amparo del cujisal que creció descontrolado en la entrada de la casa.

Cuando el ambiente se refrescaba por la acometida de la brisa marítima en las horas previas a la cita del sol con el horizonte Juana arrancaba una rama tierna del cujisal para dibujar formas y caracteres sobre el suelo arenoso que servía amablemente como pizarra y libreta para maestra y alumno. Si el pequeño se distraía admirando los colores de algún exótico bisure, pájaro cardenal o azulejo la rama usada como puntero terminaba marcándole los cardenales o azulejos en las nalgas. Sin embargo siempre fue mejor el golpe que el chaparro. Para todos los niños las lecciones académicas son un martirio absurdo, nunca entendemos durante nuestra edad infantil para qué diablos servirá todo el cúmulo de información con que nos comprimen los sesos. Juana le repetía constantemente al atribulado muchacho: «no se me ponga necio hijo que algún día toda esa vaina le va a servir pa’ algo».

Desde que se integró a los taiteros quizá habrían transcurrido solo un par de años, sin embargo Juan Nemecio ya destacaba como un elemento indispensable para la familia debido a la supremacía técnica que ejercía a través del dominio de la lectura, la escritura y las operaciones matemáticas elementales. Poco a poco se fue alejando de la actividades hamponiles para dedicarse a contribuir con la racionalización de los movimientos comerciales del grupo. Al principio con algunos animales montaraces -robados- lograrían ingresar al negocio de los chivos, bastante más lucrativo que el del pescado porque del ganado caprino se aprovechaba la carne, la leche y primordialmente el cuero y hasta el excremento, productos muy apetecidos por comerciantes extranjeros.   

Tres décadas de trabajo medianamente organizado no libre de artimañas, zancadillas y el supuesto hallazgo de un entierro -dicen que la madre de Juan le confió a Mandiel la ubicación de un cofre con alhajas y morocotas de oro que había enterrado al pie del cujisal- bastaron para convertir a los taiteros en una respetada familia capitaneada por el señor Juan Nemecio Irausquín, con residencia fija en la Vela y varios hatos diseminados entre Pedregal y Tacuato. El señor Irausquín visitaba periódicamente Coro por asuntos de negocios o de relaciones públicas y tenía la adorable costumbre de ir al cementerio a plantarse en la tumba del viejo Bracho para defecar sobre su placa.

Con casi cuarenta años Juan no había contraído nupcias y se comenzaban a manifestar en él más notoriamente los efectos de la sífilis, la enfermedad lo hacía lucir como un hombre de mayor edad y de vez en cuando después de una noche de juerga difícilmente podía levantarse de la hamaca. Siempre llevaba en el mapire manteca de saruro mentolada pa’ las dolencias y una navaja pico e loro pa’ los equivocaos terciada en la cintura. No se aficionó al juego pero sí a las mujeres, realengas o ajenas, tenía varios hijos regados a los cuales les dispensaba algo de dinero cuando se acordaba o cuando alguna histérica dama lo encaraba reclamándole sustento. De las diversas categorías de mujeres prefería a las ajenas, a pesar de no haber sido un hombre atractivo si fue un gran declamador de décimas y apasionado serenatero.

Las condiciones de vida de Juan para entonces eran superiores a las del coriano promedio en una Venezuela anarquizada por la decadencia del liberalismo amarillo pronto a fenecer pisoteado por el ímpetu del caudillo de los «nuevos hombres, nuevos ideales y nuevos procedimientos».

En la sabana de la Mata Carmelera un balazo certero acabó con la vida del hombre fuerte del gobierno de Ignacio Andrade y último baluarte del Liberalismo Amarillo Joaquín Crespo. Andrade sucesor de Crespo llegó al poder tras un viciado proceso electoral en el cual figuraba como candidato a ganar José Manuel Hernández. El evidente fraude electoral impulsó al «Mocho» Hernández a levantarse contra el gobierno el 2 de marzo de 1898 originando la penúltima revolución del siglo, la revolución de Queipa. En el combate de la Mata Carmelera el 16 de abril de 1898 las fuerzas gubernamentales contaban con una amplia ventaja numérica, no obstante, la expiración sorpresiva del Taita Crespo precipitó la victoria de los rebeldes. La revolución fue sofocada finalmente en el mes de junio y José Manuel Hernández terminó en los calabozos de La Rotunda hasta 1899.

Tras el fracaso del «Grito de Queipa» un grupo de sesenta gochos en el que marchaban curiosamente tres futuros jerarcas de estado iniciaron la Revolución Liberal Restauradora. Capitaneada por Cipriano Castro, secundada por Juan Vicente Gómez y en la cual venía un joven de 16 años llamado Eleazar López Contreras recién evadido del seminario. La revolución de los 60 partió el 23 de mayo de 1899 de la hacienda Bella Vista en Cúcuta Colombia y recorrió en cinco meses Táchira, Mérida, Trujillo, Lara, Yaracuy y Carabobo donde derrotaron definitivamente a las fuerzas gubernamentales en la batalla de Tocuyito. De sesenta pasaron a ser cientos y miles victoria tras victoria. El 22 de octubre Cipriano Castro ocupó Caracas y se quedó con el coroto.

Cuentan que el novel jefe de estado durante el terremoto del 28 de octubre de 1900 -aculillado por el poder de la sacudida- saltó de uno de los balcones de la residencia presidencial sujetando un paraguas abierto para amortizar la caída y que fue tan grande el guamazo y el susto que decidió mudar la sede de la presidencia de La Casa Amarilla al parcialmente inconcluso Palacio de Miraflores. De manera que las primeras posaderas que se aferraron al sillón de Miraflores fueron las de Castro.

La Venezuela de aquellos tiempos era una madriguera de desnutrición, paludismo, anquilostomiasis, lepra, disentería y tuberculosis «6.000 pobladores por año fallecían de paludismo; 250 venezolanos de cada 1.000 padecían de tuberculosis y más de 50.000 morían anualmente en el medio rural, víctimas de enfermedades desconocidas». Con una población aproximada para 1910 de 2.323.527 habitantes -75% de ellos diseminados en el ámbito rural y solo 618 médicos titulados que volcaban sus escasos conocimientos principalmente en las zonas urbanas- y una economía agrícola, monoproductora, latifundista, atrasada, altamente dependiente de las caprichosas fluctuaciones del mercado internacional. La propiedad de la tierra se repartía entre caudillos y colaboradores de los mandatarios de turno, hasta que Juan Vicente Gómez a partir de 1908 tras arrebatarle el coroto a su compadre comenzó a exterminarlos sistemáticamente para convertirse en el caudillo único y mayor propietario del país.

Juan Nemecio sufría solo de sífilis mitigada quizás por el elemento genético indígena presente él. Logró distinguirse como comerciante y sobrepasó la expectativa de vida promedio para los venezolanos de la época. Pero todo cambiaría, cambiaría porque de alguna forma Juan tenía que convertirse en el cura Montiel, el detonante: una mujer ajena.

Ana María Zuloaga esposa de Pedro Manuel Colina hijo del fallecido General León Colina -veterano victorioso de la guerra federal, participante de la revolución Azul, compañero de armas del «Ilustre Americano» en la revolución de abril, pacificador de de Coro 1872 y alborotador de Coro 1874, exiliado múltiples veces y en sus últimos años senador por el estado Lara- mantenía un amorío en cautiverio con Juan ¿amorío en cautiverio? Sí. Colina harto de llevar cachos, enterado de cierto acercamiento entre Juan y su mujer decidió encerrarla en una de las propiedades que poseía a las afueras de Coro, con la excusa de que presentaba problemas de salud a raíz de un reciente parto. Ella tenía antecedentes y Pedro no podía permitir el aumento exponencial de su cornamenta, mucho menos de la mano de un taitero. Una vaina es que se la cogiera el presidente del estado y otra que le comiera el maíz fiao un advenedizo como Irausquin. Utilizando al fiel Mandiel como intermediario Juan sostenía inusuales relaciones sexuales con Ana a través de la reja de una de las ventanas del inmueble. Generalmente los encuentros se coordinaban cuidadosamente, pero una noche la aventura acabaría en desastre.

Maldiel tuvo parte de la responsabilidad en el infortunio que eventualmente convertiría en cura a Irausquin. Esa noche como en muchas otras debía llevar un taburete consigo para que la pelvis de Juan alcanzase la altura que le permitiera penetrar a la cautiva por entre barrotes sin mayores peripecias, mientras vigilaba los alrededores de la casona y en caso de peligro advertir a su camarada -imitando el sonido de una dara- que era momento de dejar pies en polvorosa. Pero apareció sin el taburete y si existía algún otro elemento que lo sustituyera el ardor del don Juan y la negritud de la noche impidieron divisarlo, de manera que el viejo Mandiel terminaría en cuatro patas cumpliendo la función del taburete mientras Juan apuraba el trámite de aquel triunvirato de amor, deseo y amistad. La alcahuetería de Mandiel sumada a la imprudencia de Juan traería como resultado la defunción de un cornudo, pues en esa ridícula pose de «castell erótico» los encontraría el señor de la casa acompañado de un compadre.

Juan sintió el soplido del peñón que le rozó la oreja derecha e ingresó a la casa destrozando una imagen de la virgen de Guadalupe que observaba sin querer el coito. Cuando intentó brincar del taburete humano para hacer frente al atacante los calzones abajo le jugaron sucio y terminó semi desnudo en el suelo, entre tanto Mandiel corría impulsivamente con rumbo al monte. Un pestañeo bastó para que el cabronazo de Pedro Colina estuviera encima de Irausquín moliéndolo a puños mientras le gritaba: ¡te aguaité demontre! El galán en apuros no podía alcanzar la navaja pico e’ loro porque tenía el estuche en la correa que ahora llevaba por los tobillos. A la cayapa se unió el compadre de Pedro que le pateaba el costillar sin piedad. Repentinamente apareció Mandiel armado con un palo de pilón y se lo sentó en el lomo al fulano compadre dejándolo temporalmente fuera de combate. Instantes antes de que Mandiel pudiera alcanzar el lomo de Pedro un cuchillo arrojado desde el interior de la casa a escasos centímetros de la mano siniestra de Irausquín le daría desenlace mortal a la travesura. Juan cosió a puñaladas a Pedro Colina mientras el fulano compadre recuperaba el sentido y emprendía la huída.

Cuando el mal es de cagar no valen guayabas verdes

Languidecía la tarde coriana del 27 de diciembre de 1903, Isaias Montiel llegó a mediodía procedente de Cumarebo. Habían transcurrido un par de meses desde la muerte del viejo párroco de Moruy y unos 15 días desde que recibió noticias de su nombramiento como nuevo cura párroco del poblado paraguanero. Debía recoger la documentación oficial en la sede de la arquidiócesis y continuar el viaje de más de 16 leguas hacia el norte atravesando médanos, salinas, desiertos y polvorientos rancheríos. Haría la primera parada después de unas 8 horas de camino en el caserío de Tacuato -siendo común entre arrieros realizar dicho tramo del viaje al caer el sol por ser el segmento más asfixiante- para proseguir la madrugada inmediata unas 6 leguas más hasta Moruy. Un viaje de tal naturaleza consumía habitualmente entre 4 a 5 días pues los arrieros no cabalgaban ningún animal del cortejo, pero éste sería un servicio expreso.

Tras atiparse de chivo guisado, arepa y nata durante el almuerzo en la casa parroquial y embutir sus 140 kilos y 1,62 centímetros de estatura sobre un compungido chinchorro -a eso de las 3:00 pm- Montiel interrumpió los ronquidos y la sudorosa siesta, alcanzó a lavarse la cara con agua de la tinaja, se despidió del colega residente y se dispuso a cruzar la plaza central con dirección a la arquidiócesis no sin antes echar una mirada lasciva al puesto de dulces criollos que Agustina recién instalaba a la sombra de un guayacán. Musitando entre bostezos: «más vale llegar a tiempo que ser convidado».

En el despacho arquidiocesano recibió credenciales y recomendaciones mientras lo ponían en contacto con el grupo de arrieros que le acompañarían. A las 4:00 pm los viandantes iniciarían la travesía dándole tiempo suficiente al goloso clérigo para exigir «piadosa colaboración» a quien hace poco exhibiera el producto de su desvelo bajo la sombra de un guayacán.

En las inmediaciones de la plaza procedió a inspeccionar el puesto de la anciana Agustina:

-¿Qué se me va a lleva´ el señol?

-Dios me la bendiga y me la favorezca hija mía, soy hombre de Cristo.

-Amén Padre, peldón si no me figuré…

-Queda perdonada usted, dígame ¿qué es lo que vende?

-Padre tenemos paledonias, cucas, papo e´reinas, conserva e´ leche, consevita de ajonjolí, de coco, dulcito e`lechosa, harifuque…

-Ponéme pues aquellas paledonias, cuatro papo e reina, tres conservas de leche de las grandes y dame tres de las de coco y también unos harifuques pa´los muchachos.

-Ta bien Padre ahí se lo acomodé empaquetaíto, son…

-Gracias hija mía interrumpió Montiel cogiendo el paquete, que sea Dios el que le pague en salu´ oyó, que yo le pagaré con oraciones.

Culminada la operación, se escapó el cura cantando bajito con la presea entre manos, salivando antes de abrir el paquete para devorar frenéticamente su contenido a la par que articulaba con la boca llena: «barajo y esa negra resabia´ me quería cobra´… Una cosa piensa el burro y otra quien lo está enjalmando, si será pendeja»…

Entre tanto Agustina, echando humo por las orejas, con los ojos aguarapados, sin encontrar resignación gemía: ¡coño e´ la madre carajo! Toitíca la noche amazando aquella mielda pá que venga ese curita y muy forondo se me vaya con la cabuya en la pata ¡esos coños sí son lambucios nojoda, Dios quiera que le dé una cagantina arrecha y quede aguachinao en mielda! ¡Qué le vaya a paga´con oraciones a la madre suya!

A las 4:08 pm con un cielo encapotado, comenzó la excursión. El grupo estaba compuesto por el cura Montiel que montaba una mula y remolcaba un pollino negro alforjado con la carga de vinos, hostias y libros sacros junto a cuatro baquianos en mulas y burros ligeramente cargados de café, papelón y cocuy para permutar o vender durante la ruta. Las primeras leguas demostraron que no habría cohesión entre los miembros de la comitiva, los arrieros mantuvieron distancia prudencial con el cura que no tardó en convertirse en un vendaval de flatulencias.

A las 3 horas de camino, finalizando la zona de medanales iniciaron los cólicos y las quejas del clérigo, momentos después las acuosas deposiciones. Lo reiterativo del episodio diarreico atrasó cada vez más la caravana, los arrieros se impacientaron, Montiel lo notó y les transmitió calma brindándoles varias botellas de cocuy que prometió colocar a cuenta de la parroquia. Llegó la noche y no se pudo avanzar ni una legua más, a medio camino entre Coro y Tacuato el grupo decidió acampar orillándose a la vereda. Los arrieros amarraron las bestias a un cujisal, prendieron una fogata y continuaron libando a cuenta de la iglesia católica ¡ya qué importaba! Se pagaron y se dieron el vuelto con el licor convidado.

Las defecaciones de Montiel no se detuvieron, parecía que en una noche iba a descargar por la retaguardia los 140 kilogramos de peso y hasta los 1,62 cm de estatura que lo constituían. Se mantuvo alejado del grupo por lo regular de las evacuaciones y por el nauseabundo humor que destilaba, insoportable hasta para él mismo, literalmente se anegaba en excrementos. Durante uno de los lances cerca de un tunal sintió un agudo pinchazo en las nalgas, sospechó que eventualmente se había mancado, tomó camino al campamento buscando lumbre hasta que todo se tornó negro y cayó inconsciente con el culo expuesto a metros de la comitiva.

Camino largo y culebrero

El estallido de la imagen de María de Guadalupe, los gritos, improperios y carajazos despertaron a Remigia, ya acostumbrada a lidiar con los episodios de violencia doméstica cada vez más frecuentes en la residencia de campo de los Colina, pero esta vez la escena presentó novedades.

– ¡A la velga Juancho vos si sos detelminao! ¿Cómo se le ocurre a Anita zumba´ ese cuchillo? Magináte…

-Si no me lo zumbaba me fuese matao…

-¡Si no lo mataba Juan lo mataba yo! Porque ganas no me han faltao, ahora que me tiene encerra´ y llega vuelto mielda ha cogío la manía de caerme a cuerazos y me quería hasta marca´ la cara dizque pa´que me de pena salí pa´ la calle… Ahí viene Remigia…

-¡Púyalo! Mentó Mandiel.

– ¡Ay mi madre! ¿Ese es el patrón? Preguntó la criada frente a la ventana desde donde se podía divisar el bojote agujereado y ensangrentado.

– Sí, parece que es Pedro, yo escuché el zafarrancho y cuando vine corriendo a ver qué pasaba tumbé a la virgencita…

El bojote se movió, se incorporó y se acercó tambaleante a la ventana, gritando entre borbotones de sangre: ¡ayudáme puta!

Remigia dio un alarido de terror abrazando a la criatura que llevaba en brazos mientras Ana veía a los ojos por última vez a Pedro y con una sonrisa en la cara pensaba pa´sus adentros: «a la puta la dejaste encerrada».

Pedro Colina pereció aferrado a la reja observando la sonrisa de satisfacción de Ana María.

«Juancho vamo´a tenel que enconchalnos en El Julepe allá en Tacuato hasta que se calme el velguero y vemo´ pa´donde cogemos». Le recomendaba Mandiel a Juan mientras se asía a sus espaldas y emprendían la huida galopando a pelo un caballo de los Colina aquella noche del 26 de diciembre de 1903.

Al ingresar a los medanales del norte rumbo al istmo de Paraguaná se esclareció el paisaje nocturno. La luminosidad del plenilunio en el desierto es casi total pero transitar cabalgando por él resulta un suplicio a consecuencia de la falciforme superficie y el azote de los granos de arena sobre la piel desnuda y los ojos. Los viajeros normalmente se apean durante este tramo resguardándose de la brisa usando como protección el cuerpo de las bestias mientras avanzan lentamente, pero para Juan y Mandiel ésta no era una alternativa por obvias razones.

A todo lo que daba el corcel en poco menos de dos horas lograron cruzar los médanos, serian las 11:00 pm cuando divisaron un bulto destellante a la lejanía y metros más allá se distinguía algo de lumbre .

-¿Qué será aquello Juancho? ¿Un entierro o nos estarán espantando?

-¡Qué espanto ni qué ocho cuartos! Ya vamo´ a averigua´ qué es y le llegamos con tiento a la lumbre que debe habe´ gente ahí.

A unos veinte metros aún no podían distinguir el bulto que perdía parte de su brillo platinado a la distancia, desmontaron y se acercaron llevando al bayo por las crines. Para su grandísima sorpresa lo que brillaba reflejando los rayos de la luna no era otra cosa que el pálido culo de Isaias Montiel profanado por dos pequeñas incisiones de mordida de víbora de cascabel.

Rápidamente constataron que efectivamente Montiel habría sido un cura que murió cagando, por su vestimenta -el hábito estaba guindado en las ramas de un urupagua cercano- la busaca repleta de monedas, el rosario de plata que llevaba apretado en las manos y el insoportable olor a mierda que destilaba.

Los fugitivos, fieles a sus antiguas costumbres despojaron de toda pertenencia al finado y lo apartaron del camino, Mandiel se quedó en el sitio cuidando del botín y la cabalgadura mientras silencioso como El Garipial Juan se acercaba al campamento.

Agazapado entre matorrales El Garipial observaba el gallinero, es decir al grupo de arrieros que departía en claro estado de ebriedad. Uno de ellos dormía envuelto en un chinchorro, otro cabeceaba con una botella en la mano y un cabo de tabaco en la boca y los otros dos ensayaban coplas desafinadas blandiendo un cuatro frente a la fogata.

Naturalemente en poco tiempo los arrieros cantores sucumbirían ante el cansancio y la borrachera. Juan regresó al punto donde lo esperaba Mandiel para manifestarle el plan de acción:

-Ve Mandielito allá lo que hay son cuatro pendejos vueltos mielda, segurito que iban con el cura, vamo´ a espera´ un rato a que se duerman, cuando se acabe la musiquita les cogemos las bestias y ¡cargalo carajo!

-Ajá y… ¿qué hacemos con este?

-Barajuste, habrá que llevárselo y lo enterramos por allá en El Julepe o mejor lo echamos en La Salina del Infierno que llaman pa´que se lo chupe…

-¡Elga sí! Polque nos van a encasquetá al curita también a losotros

-Cuando se callen los demontres aquellos montamos al muerto en el bayo pasamos con tiento pol detrás, llegamos al cují donde tienen a los animales, cogemos dos pencos y agilamos; «el camino es largo y culebrero».

La musiquita desafinada continuó durante algo más de una hora, fue tremendo el esfuerzo de Mandiel y Juan para montar el cadáver de Montiel en el rocín, tres veces se les cayó y tres veces expulsó sonoras flatulencias al impactar contra el suelo. Pasaron por detrás del campamento a metros del camino real respaldados por los matorrales. Se les cayó la carga otra vez y despachó un pedo aún más sonoro, alguien del campamento medio dormido gritó: ¡Joda shhh, zumbámelo con pelos! Los fugitivos se detuvieron y esperaron unos minutos más para subir nuevamente la carga pútrida y continuar el avance. Finalmente con el sigilo que los caracterizaba en sus años hamponiles llegaron al sitio donde descansaban amarradas las bestias, se hicieron con mecates y aseguraron el cadáver al bayo. La mula de Montiel aún estaba ensillada, Juan decidió que sería la indicada, Mandiel agarró otra y tomaron el camino real nuevamente sin montar hasta que estuvieron a buena distancia. El pollino negro seguía alforjado y amarrado a la mula, no tenían elección, los futuros prófugos cargaron también con hostias, vinos y libros sacros. El segmento final del istmo estaba infestado de arenas movedizas, existían sendas específicas para poder atravesarlo y solo los prácticos del lugar las conocían, Mandiel como buen taitero conocía al dedillo el trecho, en el lugar denominado la Salina del Infierno arrojaron el cuerpo de Isaias Montiel que no tardo en ser succionado por el pantano con la cooperación de su propio peso.

El Julepe

El Julepe figuraba como una de las posesiones periféricas de Juan, situado dos leguas al sur oeste de Tacuato, frente a la playa de las Barrancas. El área de mangles rendía buena pesca durante algunos meses del año, entre enero y marzo proliferaba el pargo y entre junio y agosto el jurel. Los linderos de la propiedad permanecían indeterminados como solía ocurrir con ciertos aparcelamientos rústicos de la región. Lo usufructuaban principalmente como punto de pesca, salazón y almacenamiento de pieles de chivo, anteriormente frecuentaban la zona los taiteros en sus expediciones pesqueras, quienes le recomendaron a Juan ubicar el punto allí. La propiedad estaba compuesta por un pequeño rancho de bahareque y un corral, contorneada a norte, este y oeste por hectáreas de desierto, salinetas y medanales y al sur por el mar y los manglares.

Tras franquear el caserío de Tacuato, alboreando el 28 de diciembre, los tránsfugas llegaron al Julepe. Sedientos y exhaustos desmontaron y procedieron a revisar la carga que transportaba el burrito, infortunadamente no estaba compuesta de comida o agua pero sí de suficiente vino y hostias, de nuevo sin alternativas se desayunaron con el cuerpo y la sangre de Cristo bajo un árbol de trompito. La manteca e´ saruro mentolada salió a relucir, Juan se empatucó prácticamente todo el cuerpo y Mandiel principalmente las nalgas estropeadas por la larga cabalgata. 

-¿Y ahora qué vamo´a hacel Juancho? Nos salió carita la travesura carajo.

-Lo primero sera´echa´una descansaita mijito yo estoy molío…

-¿Y los papeles que llevaba el zaporreto del cura? Jorungálos mientras yo veo si hay algo en el rancho… Pa´vel si el carajo era impoltante, polque si lo jué, lo van a comenza´ a buscal y ahí si nos tenemos que pelde´ bien peldios. El cachafloja del Colina ya tenía la cabuya colta con el presidente Galcía Góme´ pol el peo de la libeltadora y no le van a para mucha bola en lo que pase el tiempo, pero si éste goldito vale lo que pesa ¡ay papá! Y ve que ya nos ensanjonamos cogiéndole los animales, los cobritos, el rosario, el agua e´ breva y las hostias… Vamo´a telmina´parando las patas por allá en Aruba, magináte.    

Juan revisó la documentación y través de la carta de recomendación de la arquidiócesis descubrió que Isaias Montiel sería el nuevo cura párroco de Moruy. Una alocada idea comenzó a cuajar en el cerebro reptiliano de El Garipial: «¿Y si me hago pasar por Isaias Montiel?

-¡Mandielito agilamos ya mismo pa´Moruy!

-¿Pa´ Moruy? ¡Ahora sí pue, vos sos loco! si allá no tenemos ni un horcón sembrao…

-¡Qué nos vamos! y si no querés prepará el culo que ya tenés escarapelao porque te van a dar langanazo parejo cuando te encuentren y quieran conoce´ dónde me enconché y vos no sabés ni meter embustes…

-Elga Juancho vos sin inventás zoqueta´qué carajo vamo´a hacel pa los laos de Moruy, los coñazos que te dieron te dejaron eschavetao… Ahora y qué Moruy, yo ya estoy muy viejo pa´la gracia y ando con mucha dolencia; vos siempre me metés en tremendos ziperos

-Mandielito ve: pa´acá pal Julepe va a vení la justicia y nos va a lambe´ el cogote, aparte en ésta guarandinga no hay na´… Paráme bolas que la vaina es «un tiro al suelo».

El Diablo y La República de Los Locos

Son las cuatro de la tarde del 27 de diciembre de 1903, el fulgor que hostiga a todos los seres que tienen la insolencia de vegetar en estas tierras va cediendo de a poco, los vientos del noreste refrescados al atravesar el cerro Santa Ana son un bálsamo para los que sienten y hasta para las estructuras inanimadas. Un chuchube canta alegremente sobre las ramas de un taque mientras recibe las caricias del viento en la Plaza Bolívar de Moruy. Desde la casa parroquial se acerca una muchedumbre cargando a un anciano en un chinchorro, acompañados de Alcides Yagua presidente de Los Locos de Moruy. Alcides sube los escalones de la Iglesia y procede a leer el siguiente bando:

Moruy 27 de diciembre de 1903, teniendo como testigo a Dios, al pueblo y al año viejo (el anciano en el chinchorro) a partir del 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes a las 5:00 de la mañana y hasta la medianoche en la jurisdicción de la parroquia de Moruy se instaura la República de los Locos. Por consiguiente:

  • Inicia la venta de escarapelas para las personas que deseen transitar la jurisdicción sin ser multados.
  • Desde las 5 de la mañana del 28 de diciembre hasta la medianoche todo animal realengo será secuestrado.
  • Los animales secuestrados serán devueltos a sus dueños al pagarse una multa.
  • El pago de la multa puede ser en metálico o especies preferiblemente alcohólicas.
  • Quedan abiertas la inscripciones para los locos que deseen participar.

La Fiesta los Locos es una manifestación folklórica que desde antaño se celebra en los pueblos falconianos. El día de los Santos Inocentes se licencia a la población para que desate la extravagancia. Los participantes se disfrazan combinando colores llamativos como el rojo, el verde, el púrpura y el amarillo, confeccionan horripilantes máscaras con morfologías animales, en algunos casos los hombres visten de mujer y las mujeres de hombre. A mediodía inicia la comparsa sazonada con la música de cuatros, tamboras, maracas, charrascas, violines, clarinetes y las grotescas danzas de los Locos. Es dirigida por El Diablo, que va poniendo orden persiguiendo y repartiendo cuerazos con un mandador -disfrazado con máscara, cachos de toro y cola roja- a los traviesos locos que lo cuquean y salen en carrera para entretener a los parroquianos agolpados en la plaza. En cierto momento del festejo los locos comienzan a ingresar a las casas divirtiendo a sus residentes haciendo piruetas, maromas y bailando a las muchachas. Como recompensa reciben bebida y comida por parte de los propietarios. El dinero recaudado por concepto de multas se invierte en el gran baile que se organiza en la noche donde se descubre la identidad de cada Loco.

De Tacuato a Santa Ana hay unas 4 leguas en dirección oeste y de Santa Ana a Moruy otras 2 leguas doblando al norte, la mañana del 28 comenzaba a caldearse cuando Juan decidió llevar a cabo el temerario proyecto de autoerigirse cura. Se atavió como pudo con las vestiduras de Montiel, desistió de usar los pantalones que le quedaban holgados de cintura y cortos de ruedo, se encasquetó un sombrero de paja y el de teja lo reservó para la entrada triunfal en la parroquia. Mandiel aun renuente improvisó un asiento para su mula con algunos cueros de chivo viejos y las prendas descartadas del cura, hizo estribos y frenos con mecates y se puso un sombrero de palma que había en el rancho.

En las proximidades de Tacuato conocían a Juan, pero él poco frecuentó Santa Ana y mucho menos Moruy cosa favorable para concretar la evasión. Trazaron ruta por los montes paralelos al costado norte del camino real, atravesando estrechos senderos de contrabandistas; agrestes veredas atestadas de setos erizados y cujíes enanos que entorpecieron el progreso de la marcha. Durante el recorrido siguieron consumiendo vino y Juan declamaba liturgias y citas bíblicas para perfeccionar el fraude. Transcurridas unas cuatro horas de camino, al conseguirse paralelos a la figura azulada de el cerro Santa Ana, semejantes a los dos famosos personajes de las historias de Cide Hamete Benengeli comenzaron a buscar el camino real que va al norte, antes de ubicarlo tropezaron con un Jagüey donde dieron de beber a las bestias y Juan en tono burlesco le preguntó a Mandiel:

-¿Mandielito a tí te bautizaron?

-Pues claro, vos sos loco…

-¿Seguro Mandielito?

-Ahora sí me acomodé yo ¡qué te picó pue!

-Ah carajo vos cómo que me estás metiendo embuste..

-Losotros tamos bautizaos toítos compadre…

Eso aseguró el taitero sobándose la nariz y así fue como aparentemente evitó los suplicios del infierno y Juan o Isaias Montiel administró su primer servicio sacramental bautizando al impenitente en las agua amarillentas del jagüey teniendo como padrinos los cardúmenes de guasarapos.

En el sector de El Cayude empalmaron con el camino real que conduce a Santa Ana, alejados de Tacuato podían darse el lujo de transitar los caminos principales. El gorjeo de las chicharras se intensificó anunciando la proximidad del mediodía, a medida que se arrimaban al pueblo entre espejismos iban surgiendo las casas y las miradas expeditivas de vecinos y transeúntes versadas en detectar forasteros. Frecuentemente a orillas de los caminos reales podían encontrarse posadas para arrieros que ofrecían agua y forraje para las bestias, horcones o vigas para guindar chinchorros y comida y bebida para los viandantes. A una legua de Santa Ana encontraron la posada La Carretilla, el momento fue propicio para echar mano a las moneditas del finao cura.

-Buenas, pasen pa´ lante ¿qué se les ofrece a los buchachos? Chuito, atendéle los animales… Se ve que vienen de bien lejos ¿me los atormentó mayén por las veredas? Pasen pa´lante, pasá sentáte que ya vamo´ a serví el almuerzo.

Santa Ana daba comienzo a la insanía anual, la Carretilla estaba casi llena, con varias personas disfrazadas y con la extraña amabilidad del posadero -el comerciante paraguanero es huraño por naturaleza- pero era 28 de diciembre Día de Los Locos. El cocuy y el ron fluían dadivosamente de mesa en mesa, la insolación, el efecto del vino, el hambre, la sed y el cansancio le conferían un tono surrealista al de por sí alocado panorama. El olor acoplado de leña abrasada, chivo guisado, arepa, café y tabaco hacía delirar a nuestros evadidos.

-¿Van a querer cafecito? ¿Con el dulce pol juera o pol dentro? ah carajo… ¿Usted es cura?

-Soy Isaias Montiel nuevo párroco de Moruy…

-La bendición padre, ya decía yo: «barajuste que va disfrazao de curita, ya ni le iglesia respetan»… Y qué me les pasó por el camino que viene su compañero casi a pelo y andan como atortojaos.

-Figúrese que nos cogió la noche por los laos de Tacuato y unos demontres alcanzaron a llevarse la silleta de Mandiel y otras bagatelas, pero resolvimos y acá estamos con el favor de Dios.

-Amén padre, bueno pues ya les traigo unas arepitas con nata pa´que cojan color y el cafecito…

Mandiel y Juan se dieron banquete aquella tarde porque hasta las codiciadas ñemas fritas les sirvieron. Para la época la mesa venezolana y especialmente la paraguanera era desmesuradamente modesta. Las guerras intestinas que no pararon durante todo el siglo XIX, la reciente Revolución Libertadora y el bloqueo marítimo que sufrió el país entre diciembre de 1902 y febrero de 1903 asestaron duros puñetazos al costillar expuesto de los más pobres.

Paraguaná en otras palabras, Alí Brett Martínez, 1974.

Se tenía por costumbre servir el café con una pequeña porción de panela puesta al costado del plato donde se colocaba la taza. Mientras se sorbía el líquido se iba chupando la panela, esto con la intención de economizar el dulce, siempre se preguntaba por cortesía si se quería el dulce adentro o afuera. La arepa tuvo la preeminencia de acompañar todas las comidas en caso de que fueran varias al día y si había algo que acompañar, se hacían con maíz blanco o millo -sorgo- las de millo eran muy apreciadas y excepcionales. La mazamorra de maíz y leche de cabra se comía con delirio como cena, la pira, quiguagua y tapirama fueron los granos tradicionales, la carne se consumía muy poco y en momentos de celebración principalmente en cecina que se adecuaba para hacer guisos, por razones obvias se consumía más la de chivo, poco la de cerdo y muy poco la de res. Las fuentes de proteínas alternas se recibían de la caza y la pesca, las piezas de caza más apetecidas fueron el conejo, aves silvestres como: la guacoa, la perdiz chengora, la torcaza y animales exóticos como la iguana o el cachicamo. Del mar se consumían principalmente peces como el lebranche o lisa, el jurel, el pargo, el cazón, la raya y la sardina, ciertos moluscos como el chipi chipi o la pepitona y aunque abundaban los camarones no se consumieron hasta bien transcurrido el siglo XX porque los consideraban cucarachas de mar. El queso se elaboraba agregándole el cuajo extraído del cuarto estómago del chivo previamente procesado en salazón- a la leche, la leche cuajada se convertía en picadillo (parte sólida) y suero (parte líquida) el picadillo se pasaba al cincho donde se le agregaba sal e iba cogiendo forma para terminar solidificándose definitivamente con el transcurrir de las horas.

Paraguaná en otras palabras, Alí Brett Martínez, 1974.

El último clamor de las montoneras

Durante la guerra de independencia en Venezuela se engendraron ciertas «costumbres plebeyas» relacionadas con la obtención de ascensos militares producto del arrojo y el valor personal en el campo de batalla, en una sociedad altamente estratificada que definía la posición social de los individuos tomando en cuenta factores etnoraciales o de nacimiento. La guerra se convirtió en una herramienta que aceleró la escisión de los viejos valores coloniales originando oportunidades para que muchos personajes perennemente subyugados por la estructura dominante lograran ascender en el escalafón social, la figura de José Antonio Páez quedó eclipsada como el ejemplo clásico del fenómeno antes señalado, similares a él surgieron un puñado de ungidos más, pero terminó siendo muchísimo mayor el número de combatientes que a pesar de haber prestado un servicio invaluable a la patria regresaron a sus tierranchas defraudados, mutilados, enfermos y sin un peso en el bolsillo.

“La Guerra de Independencia fue la primera en subvertir el orden social que venía establecido, dándole predominio al heroísmo sobre lo que se entendía por limpieza de sangre, y dándole lógicamente, al soldado plebeyo o liberto, un rango superior al que tenía el propietario blanco, engreído y vanidoso… ” (José Santiago Rodríguez, Contribución al estudio de la Guerra Federal).

El siglo XIX venezolano se conoce como el siglo de las montoneras, exacerbadas por el caudillismo y las paupérrimas condiciones de vida del pueblo llano permanentemente eyectado a la lid por los diferentes demagogos regionales, jefazos rurales abanderados de reivindicaciones sociales que nunca llegaron concretarse y que se hacían valer por el prestigio, las promesas o el fuete. La última gran convulsión doméstica fue la Revolución Libertadora de diciembre de 1901 a Julio de 1903 capitaneada por el Banquero Manuel Antonio Matos -financiado por las trasnacionales New York & Bermúdez Company, la Compañía Francesa de Cables Telegráficos, la Orinoco Steamship Company y otros representantes del capital internacional- contra los excesos autoritarios del presidente Cipriano Castro. El movimiento insurreccional rompió como sus predecesores con la monotonía y el eterno bregar del Sísifo labriego de nuestros campos, costas y montañas. En Paraguaná despabiló los caseríos de la mano del General Juan Sierralta Tinoco. La idea de surgir del terco tierrero para convertirse en oficial de la patria por arte del valor sedujo a muchos integrantes de la prole local entre ellos a tres de los hijos de Güiche Lanoy hartos del vaivén de la chicura. El bicho Páez… El bicho Páez siempre picando.

La Madrugada del 17 de diciembre de 1901 armados con dos machetes, una vieja carabina de pistón, dos gallinas y una carga de papelón se evadieron de Las Praderas José Luis y José Ramón Lanoy, de 25 y 23 años. Tras sus pasos echó a andar el travieso Silvestre de 12 años acompañado de Martirio su perro amenazando con «decirle a papá» si no lo admitían en la partida. Pero esta montonera sería de fusiles Máuser, carabinas Remington, Winchester, Spénser, revólveres Colt, ametralladoras Gatling, cañones Krupp, granadas Shrapnels, dinamita, vapores en mares y ríos, trenes sobre la tierra y cuando todo lo anterior se agotaba bayonetas y machetazos.

Al escenario de las contiendas latinoamericanas llegaron tarde las armas de precisión, en buena parte del siglo XIX se luchó reciclando chatarra de las guerras napoleónicas. Durante el período de exploración y conquista de finales del siglo XV el arcabuz de mecha corriente de cuatro a seis kilos con un alcance promedio de 100 metros se consolidó como el arma decisiva para los conquistadores en combinación con las armas blancas de acero, la artillería, el caballo y el perro.

Pronto el mosquete con mayor potencia de fuego -unos 200 metros- sustituyó al arcabuz. En el siglo XVI apareció el sistema de chispa de pedernal mucho más eficiente que el de mecha. Durante la guerra de independencia venezolana asumió rol preponderante el fusil de chispa de martillo sobre pedernal como arma de fuego para la infantería con un alcance de 200 a 300 metros y una cadencia de tiro de uno o dos disparos por minuto, evidentemente el principal problema de estas armas lo constituía su engorroso sistema de carga -avancarga mediante el cual se introducía pólvora y munición por el cañón del arma y luego se compactaba con una baqueta haciendo altamente vulnerable al infante que debía realizar el procedimiento de pie frente al enemigo. A mediados del siglo XIX en Europa comenzó a emplearse el fusil de pistón con sistema de percusión y casquillos con fulminante mercurial dando el primer paso hacia la creación de cartuchos de munición de una sola pieza, para 1848 los ingleses ya contaban con el fusil de retrocarga Scharps, sin embargo los alemanes tomaron la delantera con la creación del fusil Dreyse, prototipo que venía desarrollándose desde 1835. El Dreyse unía el sistema de retrocarga con el de cerrojo de aguja, sirviéndose a su vez de cartuchos compuestos de bala, pólvora y fulminante en una sola pieza. Con los Dreyse los alemanes lograron una cadencia de tiro de 5 disparos por minuto.

«Pronto los movimientos del soldado quedaron reducidos a abrir la recámara, introducir el cartucho, cerrar, apuntar y disparar, que podían hacerse desde cualquier posición, incluso sin detenerse y al asalto, sin ver el arma, lo cual significaba una gran ventaja en relación a las incomodidades del fusil de chispa o de pistón».

La Artillería se viene utilizando en los campos de batalla por lo menos desde el siglo XIV. En Venezuela durante la guerra de independencia se emplearon piezas livianas de avancarga -culebrinas, falconetas, robinetes, cervatanas- con un alcance máximo de unos 1.200 metros, en tierra o sobre navíos junto con las viejas piezas ubicadas en las fortificaciones. Para la segunda mitad del siglo XIX los alemanes ya contaban con artillería de retrocarga aumentando así la precisión y cadencia de tiro hasta convertirla en un arma esencial que terminaría orientando el curso de las guerras hacia estrategias más defensivas.

«Cuando en Crimea la artillería y los fusiles de ánima rayada, las nuevas granadas y los morteros perfeccionados, mostraron su extraordinaria fuerza, los procedimientos de la infantería se tornaron más conservadores. Los ejércitos buscaron las trincheras y las fortificaciones a fin de protegerse del fuego. Las guerras perdieron movimiento, se hicieron más lentas y se generalizó el despliegue antes de las batallas» (28 armas)…

A partir de la guerra Crimea (1853-1856) provocada por el expansionismo del imperio ruso se propagó el uso de armas de precisión, explosivos y armamento de repetición. En la guerra civil norteamericana de 1860 a 1865 se experimentó con trenes blindados, acorazados artillados, ametralladoras, torpedos, lanza llamas y primitivos cohetes.

Las armas de la guerra federal venezolana de 1859 a 1863 siguieron siendo las gloriosas armas de la guerra de independencia.

«No habían llegado al país las novedades de la retrocarga, las armas de precisión que ya usaban los principales ejércitos del mundo. Ni siquiera estaba generalizado el sistema de ánima rayada. Federales y oligarcas se enfrentaron con fusiles de ánima lisa, encendido de piedra y alcance limitado; con los antiguos cañones de campaña de las guerras napoleónicas y las armas blancas de los combates entre realistas y patriotas».

Viejos fusiles, trabucos, escopetas, carabinas, tercerolas, chopos, lanzas y machetes integraron el arsenal dispuesto por las facciones en pugna, a ocasión excepcional se relegó el uso de artillería teniendo en cuenta la naturaleza de la guerra de montoneras, la mayoría de las bajas se registraron como consecuencia de las precarias condiciones sanitarias para tratar a los heridos y el contexto imperante de enfermedades, larguísimas marchas, hambre y sed.

Recién a partir 1870 comenzó a ingresar al país progresivamente artillería de ánima rayada y para 1880 El Ilustre Americano introduciría 12 cañones Krupp, 27 mil fusiles de pistón de un tiro y mil rifles Remington de repetición. De a poco los instrumentos para hacer la guerra más eficientemente en una Venezuela que se asemejaba según el mismo Guzmán Blanco a un cuero seco: «la piso por un lado, se me levanta por el otro» irían robusteciéndose aunque siempre a merced de los desechos de las potencias mundiales, hasta bien entrado el siglo XX un infante venezolano no se distinguía de un vagabundo armado. A todas las confrontaciones del siglo XIX sobrevivieron el machete y las nobles alpargatas.

Joselino Velazco de Cerro Abajo tenía el encargo de reclutar a la muchachada de Gisevo, Yabuquiva, El Hatillo y El Mamonal. En el camino que va de El Román a Jadacaquiva acompañado de unos 15 chavalos esperó a los Lanoy. Ya clareando se juntaron para tomar las veredas e ir al encuentro del general Juan Sierralta Tinoco que concentraba efectivos en los montes de Jayana. Paralelamente desde la isla de Curazao zarpó el vapor Ban Right con los cabecillas de la Libertadora -El general Juan Antonio Matos Jefe Supremo, El máximo caudillo falconiano general Segundo Riera, los generales Juan Pablo Peñaloza, Nicolás Rolando, Manuel Córdoba, Eduardo Ortega, Horacio Ducharne y los doctores Luis Calvani y Rafael Cayama, entre otros- a bordo y un cuantioso parque de armas para invadir Venezuela por el extenso litoral falconiano. Frente al puerto de Cumarebo fueron interceptados por el vapor de la armada nacional General Crespo pero el Ban Right mejor armado y dirigido tras varias descargas precisas púsolo fuera de combate, no obstante el ingreso por Cumarebo o la Vela de Coro quedaría descartado de momento. En estado de alerta el gobierno desplegó milicias por todo el litoral obligando al Ban Right a navegar al occidente dirigiéndose a las aguas del Golfo de Venezuela. A las 4 y 15 pm el vapor revolucionario asomó proa en el puerto de los Taques al occidente de la Península de Paraguaná y a media legua de Jayana. Las milicias gubernamentales dirigidas por el general Pedro José Peña ya tenían cavadas las trincheras, durante hora y media las tropas en tierra y el vapor se observaron expectantes, los movimientos a bordo anunciaban la descarga de artillería previa al desembarco, la tensión se hacía insoportable en la playa y los gubernamentales se aprestaron a recibir firmes el embate cuando desde la retaguardia cayeron sobre ellos sendas descargas de plomo. El General Sierralta Tinoco con 86 hombres apostados en las alturas que dominan el ingreso a la playa abrió fuego de carabinas, máuseres, escopetas y una vieja pieza de artillería. Muy a su pesar al chavalo Silvestre le ordenaron reventar petardos, el terrorífico estruendo puso en fuga a las tropas castristas que en un santiamén abandonaron la posición.

Dispersada la resistencia gubernamental y asegurada la playa, se dio pie al desembarco. Sierralta Tinoco recibió a la a la avanzadilla del Ban Right recomendándoles subir a bordo a sus hombres para realizar el desembarco al amparo de la noche en otro punto temiendo la reorganización de los castristas. Horas después más hacia sur, en Punta Cardón, lograron desembarcar de forma segura los elementos de guerra cuya cantidad resultó ser mayor a la de los efectivos con que se contaba. En consecuencia decidieron enterrar parte del parque en las inmediaciones de Tigüadare al cuidado de Ramón, Martín y Manuel Medina, la mitad de los combatientes de Sierralta pasaron a alimentar las filas del «Vapor Libertador» -como se rebautizó al Ban Right- entre ellos José Luis y José Ramón Lanoy. Silvestre quedó bajo supervisión directa del General Sierralta ascendido por su valiente acción de reventar petardos a amanuense. Inmediatamente Sierralta apertrechado y con diez mil pesos en la busaca dispuso su cuartel en el sitio de Mata de Uva al pie del Cerro Santa Ana donde logró aglutinar una fuerza efectiva de más de trescientos hombres.

El 20 de diciembre El general Peña -advertido de la posición de los rebeldes y reforzado con una muchachada del caserío de Misaray y unos 50 efectivos del general Hermoso Tellería- reunió una tropa de 150 hombres equipados con máuseres y 2 piezas Krupp, ignoraba que lo doblaban en número pero conocía cabalmente el cerro y más importante aún: tenía un candelillo arrecho tras la derrota de los Taques. Por sugestión de Tellería decidió inusualmente atacar la posición de Mata de Uva de noche, durante parte de la tarde los hombres de Peña se movieron con sigilo por las recuas del cerro hasta que instalaron la artillería en un sitio conveniente. A medianoche bombardiarían el rancho donde presumían que se encontraba el parque y el cuartel general, posteriormente descargarían todo el plomo con que contaban y rematarían la faena al arma blanca.

Silvestre se encontraba acongojado por varias razones, a pesar de ser el nuevo amanuense del general no fue incluido en la partida de cinco oficiales que junto a Sierralta salieron con premura del cuartel como a las diez de la noche vestidos de paisanos, no conocía el paradero de sus hermanos y durante la plomazón de los Taques perdió a Martirio. A las doce en punto comenzaron a caer las granadas y los tiros sobre el rancho y el campamento. Confundidos y desorientados los hombres pedían a gritos la presencia del general y los oficiales para organizar la defensa, los que no cayeron por el efecto de la metralla, las explosiones y las balas huyeron cerro adentro. En el rancho fracasaba en conciliar el sueño el amanuense cuando comenzaron a golpear las descargas, el primer cañonazo impactó a pocos metros del mismo, Silvestre corrió hacia la puerta al tiempo que el segundo bombazo daba de lleno en la estructura.

Minutos después de la primera descarga inició la escabechina, a bayonetazos y machetazos iban rematando a los heridos. Silvestre aun atolondrado sintió la cara empapada y un intenso pitido en los oídos, medio abrió los ojos y pudo vislumbrar borrosamente la lengua de Martirio que intentaba reanimarlo, al momento se les acercó un hombre blandiendo un mauser con la bayoneta calada -las órdenes obligaban a no dejar con vida insurgente alguno- el perro se encabritó alrededor de Silvestre, el matador disparó impactándolo en el pescuezo, la fiera herida de muerte se abalanzó sobre el atacante que la redujo finalmente a bayonetazos. Las próximas estocadas caerían sobre su amo. Silvestre cerró los ojos mientras esperaba la muerte, ésta vez sintió que una masa acuosa y caliente le caía en el rostro ¿así se sentía morirse?.. Segundos antes de que recibiera el golpe de gracia una sombra machete en mano emergió de las ruinas del rancho y le acomodó un tajo en el abdomen al soldado, el siguiente mandoblazo fue directo al cuello.

En Moruy tiran piedras

Una hebra de luz solar se filtró entre sus pestañas para engalanar con colores prismáticos el bello rostro de Juana. Por el techo agujereado penetró el intenso destello que le otorgó un aura angelical a la aparición. Ella no es la mujer deforme y desgreñada de los días definitivos. Él la mira pero no quiere abrir los ojos por completo temiendo que una vez más se trate de un sueño y tenga que hacerle frente a los dolores del cuerpo y el alma… Juana le canta y lo mece en la hamaca, in crescendo aparece el calor, el bullicio, el aleteo de una mosca. La figura comienza a deformarse y la certeza brota como las lágrimas que inundan todo de realidad.

-¡Juancho, Juancho! Dispieltate…

– Carajo Mandiel…

-¿Otra vez soñando con la comadre?

-¿Y cómo sabés?

-Tomá secáte… ¡Ah mundo mi comadre, no fuña!

Del calorón meridiano y el despecho de la remembranza onírica surge un esperpento de ojos colorados y vestimenta de cura, necesario es envenenar a los duendes que le picotean el cerebro con cierta dosis de ron o aguantar el martilleo a capela para presentarse convenientemente a la grey. Juan creyó prudente ajustar las cosas al punto medio, venga pues salteado el palo e´ron caminero hasta llegar a Moruy.

El infundio de que en Moruy tiran piedras tiene un abolengo centenario, rezan los registros que en 1596 al capitán Alonso Arias Vaca teniente de gobernador de Coro y posteriormente gobernador de Venezuela entre 1600 y 1602 se le otorgó mediante composición los terrenos donde hoy ubicamos los pueblos de Niraba, Barunú y Los Llanitos -un área de unos 120 kilómetros cuadrados- para extender su negocio de crianza de yeguas y burros. Apenas instalado no dejó de ser acosado por los caquetíos de la llanura de Moruy que le derrumbaban las empalizadas, le cegaban los jagüeyes y amedrentaban a la peonada con recias lluvias de piedras «eran unos tinosos davides en el manejo de esa temible arma llamada fonda». Tal fue la insistencia de la indiada que Alonso terminó cediendo y reubicó los criaderos por los lados de Guacuira y Miraca. En tiempos del primer ensayo republicano cuando el Marqués del Toro intentó tomar Coro los caquetíos de Moruy actuaron en defensa del rey reglados como milicias de indios siendo decisivas las pedradas nativas para el descalabro del inexperto patriota. En enero de 1812 el tenebrosamente célebre capitán realista Domingo de Monteverde desembarcó en lo Taques y sin dudarlo incorporó a los hábiles lanzadores moruyeros a las huestes que pulverizaron a la primera república de Venezuela, hasta Caracas fueron a dar los caquetíos a fuerza de piedra y piedra.

Para llegar a Moruy los viajeros podían ingresar a Santa Ana, cruzar el pueblo y seguir en dirección nor oeste por el camino real bordeando el cerro. Maldiel, Juan y las bestias habían saciado sus demandas calóricas poco antes en La Carretilla así que no sería necesario ni prudente atravesar Santa Ana, la sensatez los invitaba a tomar la vereda que se bifurcaba al oeste del pueblo y que llevaba directamente al camino real de Moruy, además se ahorrarían unos 20 minutos de ruta, el reloj marcaba las 2 y 15 pm y les quedaban pendientes un par de horas más para culminar la marcha. Con las energías renovadas devoraron el último tramo del viaje. Tal como ocurrió horas antes al acercarse al pueblo iban surgiendo de los espejismos las casas y los vecinos, Juan se acomodó el sombrero de teja, a lo lejos se observaba resplandeciente el campanario de la iglesia, en mitad de la encrucijada que daba acceso a Moruy habían colocado un muñeco de trapo engalanado con indumentaria militar, sentado con un tabaco en la boca. Súbitamente de las orillas del camino saltó una muchachada portando horripilantes máscaras y variopintos trajes, tomaron desprevenidos a los viajeros y les retuvieron las monturas por las riendas.

-¿A mielda y qué le pasa a esta gente pues? Mentó Mandiel.

¡Bajáte de la mula! Le replicó un carajito.

¡Alaverga vos sos loco muchacho!

Bajáte te dije ya! Y bajáme al demontre aquel disfrazao e´ cura ¡si será atrevío carajo!

-Ahora sí me acomodé yo no fuña ¡tomá que te mandó Lauro! Gritó Mandiel mientras le propinaba una patada en la cara al loco.

-¡Mandielito no! alcanzó a exclamar Juan segundos antes que silbaran las piedras.

Mandiel recibió una pedrada en el costillar izquierdo, el golpe lo dejó sin aliento doblado sobre la cabalgadura, el loco menudito se incorporó de un brinco y lo sujetó por los pelos al tiempo que una jauría de furicos enmascarados salió de todos los puntos cardinales para aferrarse a la humanidad del taitero que intentaba gritar sin poder expeler palabra, por desgracia no se reeditó la escena de mala puntería de la noche anterior, a Juan le endosaron una pedrada limpia en el cogote que lo dejó inconsciente ipso facto.

Dicen que se adelantó la escenificación de La Pasión de Cristo con los forasteros, una turba entró en la plaza llevando a Mandiel atado, amordazado, desnudo y cubierto de arañazos por todo el cuerpo, a Juan lo traían amarrado al burrito sangrando por la parte posterior de la cabeza. Alcides Yagua encarnaba a El Diablo desde hacía ya varios años, cuando llegó la mascarada a la plaza exhibiendo los trofeos de la victoriosa reyerta él estaba en una de las casas adyacentes refrescando la garganta con el famoso guarapo e´ piña que en vísperas de toda celebración preparaban los Mavo y repartían a los notables que visitaban el pueblo, al divisar el alboroto como máxima autoridad de la celebración se presentó rápidamente en el sitio.

¿Y qué coño pasó Rafucho que traen a esta gente maniata´? interrogó Yagua a Rafucho el loco menudito.

-Unos tunantes que no quisieron entregá los animales allá en la entrada de la enrama´ y de pasapalo el que quedó esnuo y amordazao me metió un carajazo durísimo en la cara, los muy pendejos como que no saben que aquí en Moruy tiran piedra, el atrevió aquel va disfrazao e´cura ¡magináte!

-¿Dizfrazao e´ cura? y el rosario que llevás en el pescuezo Rafucho ¡ay carajo!

– Lo tenía el dizque curita…

-Coño e´la madre, ¿quién carajo son ustedes? ¡Quitámele la mordaza!

– ¡Nojoda, alaverga, coño! No ven que él es el cura de esta vaina, es Isaias Mandiel, digo Montiel, yo soy Mandiel ¡y estoy bautizao carajo! Ahora me dejaron esnuo y mataron al compadre, revisá el burrito pa´que veás…

El Rosario de plata que llevaba Rafucho representó evidencia suficiente para convencer a Yagua que de inmediato mandó a bajar del burro a Juan y a desamarrar y cubrir a Mandiel.

Dentro de la cabeza de Juan un cardonal crujía y rechinaba, el techo de un lugar desconocido se alejaba y alcanzaba la altura del cielo para venirsele encima de sopetón, abría los ojos avinagrados en sudor, no podía moverse, los cerraba, un mequito se hacía gigante y le rumiaba el pelo, Pedro Colina sangrante le lanzaba piedras, el culo de Isaias Montiel se explayaba amenazando con engullirlo. Una eternidad de temblores después apareció Juana, la Juana bella de los años de los que uno solo conserva instantes ¡despiértese Padre Isaías! Juan despertó y se encontró con la mirada ampliamente sincera de Carmelina la mujer de Alcides Yagua. Se desvaneció otra vez, entró en un plácido sueño negro. Los gallos cantaron, Juan renació, renació como Isaias Montiel cura párroco de Moruy.

El barco de piedra

Si existe una grandiosa nimiedad que extraño es la del aroma a cagarruta de chivo humedecida con mi propia orina por la mañana. El amanecer paraguanero es una revelación de frescura, cantan los pajaritos silvestres justo cuando el gallo exhausto da los últimos alaridos ya roncos, ya desgastados, huele a café, a fogón. Los tunales y cardonales emiten un perfume agrio pero tierno al ser bañados de rocío. Seguramente por esta razón escogemos el amanecer para acometer la rutina más dura de la jornada, bien sea jopiando a los chivos, ordeñando a las cabras, aprovisionando la casa de agua o dándole surco a un suelo que parece ateo, terco, indolente y que sin embargo con las primeras gotas del invierno nos devuelve la fe en Dios, la lluvia nos hace creyentes, nos permite ser testigos del milagro, entre castigo y milagro vive el paraguanero. El mediodía es un azote del que todas las criaturas se resguardan, aunque el agua de la tinaja sabe mejor cuando de muchacho regresas del monte podrío a sol y la procuras ansioso. Bajo el amparo de los cujíes instalamos chinchorros para enfrentar el letargo tórrido, por sus huequitos se cuelan rafagas de viento y entre las ramas del noble árbol rayitos inofensivos de sol que a campo abierto abrasan todo. El atardecer es majestuoso pero nostálgico, lo celebramos después de cortar la leña y guardar a los chivos preparando un ollón de mazamorra, los decimistas cuatro en mano salen al ruedo, también los cuentos exagerados; de espantos, de amores, las botellas de cocuy, de ron, la cachimba y los cabos de tabaco.

Un flaco oriental Llamado Andrés Eloy me dijo: «esta vaina parece un barco de piedra» a él lo hicieron preso en Caracas un par de meses antes que a nosotros, ya tenemos varios acá, es lo que presumo basándome en la información que nos brinda El Zamuro Pelón Ramiro Parra cuando con cadencia interdiaria nos dejan salir al patio a coger sol y hablar entre nosotros, Ramiro es el único que presuntamente lleva la cuenta de cuánto tiempo tiene preso y por él nos guiamos todos. El Barco de Piedra es una fortaleza costera ubicada en Puerto Cabello, su nombre real es Castillo de San Felipe, lo construyeron en el extremo oeste de una pequeña península de tal forma que se halla rodeado de mar por todos los costados, la disposición estratégica de la que goza permitía en tiempos coloniales brindar resguardo al puerto defendiéndolo de los piratas y enemigos del rey de España, ahora alberga a los enemigos del gobierno. En los barrancones de nutridas rejas oxidadas pasamos la mayor parte del día, durmiendo sobre esterillas con la ropa hecha añicos, el tiempo que tienes cautivo corresponde con tu estado de indigencia, el salitre consume todo lo que no es de piedra, cuando sube la marea las olas amenazan con entrar por las claraboyas de la muralla sur. Somos semejantes a la tripulación de un barco fantasma encallado, entre el vaivén de las olas solemos escuchar gritos que se escapan de las bóvedas, solo los gritos pueden escapar de allí. El acre olor del agua salitrosa descompuesta en los fosos no es el acre pero libertino olor de las manadas de chivos, los olores del pasado también fueron consumidos por el salitre.

La primera etapa de mi vida hasta donde recuerdo estuvo constituida por días idénticos, la monotonía del campo solo se rompía con las lluvias. Lluvias mensajeras presagiadas por el vendaval, cuando irrumpía el vendaval todo se paralizaba por un momento, hasta los animales quedaban inmovilizados, luego aparecían las nubes empachadas que ensombrecían el horizonte, a veces expulsando rayos y truenos, cada trueno lo replicaba una vieja asustada con un «Santa Barbara Bendita» hasta que el malestar nubico reventaba en frías y gigantes gotas, una sola de estas gotas parecía capaz de empapar fácilmente a una vaca, llegaba el aroma lejano a tierra mojada, al calmarse los rayos y hacerse uniforme el aguacero salían todos de las casas a su encuentro con la boca abierta apuntando al cielo, hasta los niños recién nacidos recibían el milagro, algunos se bañaban con jabón de tierra bajo las canaletas de los techos, los carajitos jugaban cerca de la quebrada con arcilla. 

Pareciera que uno de los requisitos para envejecer bien en aquellas tierras era el de saber si realmente iba a llover o no. Papá agüelo sabía cuando un vendaval representaba un simple amague o si la cosa venía en serio, en Paraguaná se sembraba en seco a riesgo de perder las semillas, Güiche Lanoy nunca perdía y en parte disfrutaba regalando los frutos de la huerta a los vecinos porque así afirmaba ante ellos una nueva victoria contra el hambre, me emocionaba muchísimo cuando nos decía: «ahora sí chavalos a limpiar el jagüey que viene agua». Agüelo Güiche solo tenía dos estacas marrones por dientes pero nunca vi en mi vida sonrisa más hermosa que la de él al terminar de pronunciar la frase anterior, no se trataba de una sonrisa de boca nada más, sonreía la cara completa, los ojos, los pliegues de las arrugas, los huecos de la nariz, los pómulos, la frente y las orejas.

Mi nombre es Antonio, Antonio Lanoy aunque todo el mundo me conoce como Capora, desde carajito acompañaba a mi abuelo Güiche en los menesteres propios del campo, durante las jornadas de labranza por ser nieto del caporal me llamaban Caporita, los muchachos se divertían haciéndome imitar las órdenes de mi abuelo, cuando crecí lejos del pueblo asumí el Capora por decisión propia, no sé si existen otros Capora, no sé si es costumbre apodar a la gente así, lo cierto es que no me he encontrado con otros que lleven el mismo remoquete. En mi tierra nos emprestábamos a los muchachos en época de cosecha de manera que uno trabajaba para todo el mundo a cambio de algún rubro y terminaba conociendo a todos los chavalos y chavalas del pueblo, en las huertas y los caminos se desencadenaban las aventuras, las travesuras y los primeros amores. Mi papá dizque murió en la Libertadora junto con mis tíos y a mamá se la llevó la peste, vivía con mi abuelo y mi tía abuela Victorina. El vecino más cercano se llamaba Inal, era primo de abuelo, vivía como a 20 minutos de camino pa´arriba (este) pá bajo (oeste) a 40 minutos estaba Carmen Ruíz prima de los viejos también, detrás de la casa teníamos un conuco pequeño, pero la niña mimada de abuelo siempre fue La Huerta del Saco que estaba a media hora de camino en dirección norte, para nosotros resultaba indispensable ubicarnos en el espacio teniendo como referente el cerro Santa Ana, pa´arriba de frente a él, pá bajo de espaldas a él, determinado el este se definía norte y sur. La temporada de labranza comenzaba cuando los dos meses de lluvias que teníamos al año daban resultados, a partir de agosto normalmente iniciaba el tira y afloja de los vendavales, el meollo de las observaciones celestes se centraba en determinar con cierta precisión cuando las lluvias iban a ser continuas, si llovía de forma dispersa se perdían las semillas, si llovía en exceso durante varios días ocurría lo mismo, un buen invierno se caracterizaba por presentar precipitaciones moderadas diarias por más de un mes, a veces se adelantaba el milagro, a veces se atrasaba, los lidiadores de la tierra expertos como mi abuelo que en paz descanse eran prestidigitadores, o más bien nigromantes de la lluvia, cuántos fracasos habrá sufrido Güiche, cuántas veces se enchinchorró al saber que había sido derrotado por el sino caprichoso de la naturaleza y todo lo que esto implicaba. Un ciclo de lluvias irregular desembocaba directamente en un año de penurias, golpeaba el suministro de agua, perjudicaba las cosechas, imposibilitaba el surgimiento de pastos silvestres para los rumiantes en etapa de reproducción, lógicamente el aprovisionamiento de granos que almacenábamos en trojas para el largo verano se veía ostensiblemente disminuido, diezmados quedaban los rebaños por enfermedad o por la obligación de sacrificar animales para el consumo, emergía el hambre, la sed, la peste y de los nubarrones de tierra seca el poderoso hipotecando al pobre. Desconozco qué relación tiene la ausencia lluvia con el comportamiento de los océanos pero el abatimiento de los rastrojos se replicaba en el mar del que solo sacaban camarones, conchas y algas.

A mí me capturó el gobierno junto a José Dolores en la entrada de la gallera de Heriberto Prieto en Coro el 14 de abril de 1928. A José Dolores lo apodaban El Gallo Colorao por la afición que demostraba por los gallos y porque cuando perdía se ponía rojo de candelillo. Ya presos nos enteramos de que los barrancones y las bóvedas estaban preñados de comunistas que participaron en un golpe al gobierno el 7 de abril y algunos viejos opositores al Bagre que tenían años enmohecidos en el reclusorio como Ramiro Parra. José Dolores Villavicencio había heredado hace poco de su padre el monopolio de la carne de res que de la sierra bajaba a comercializarse en Coro y sus alrededores. Inmediatamente después del golpe frustrado oscuros funcionarios de la dictadura arribaron a las ciudades más lejanas para meter en cintura a los presuntos conspiradores. Nosotros no teníamos nada que ver con asuntos de política, pero por el apodo de José o más seguramente por ser el hombre de la carne en la ciudad nos metieron en el mismo guacal que el de los enemigos de la «unión, la paz y el trabajo». Yo me embarqué en esta galera rocosa por la anecdótica pendejada de ser gran amigo de José, generalmente del presidio se salía con las patas pa´lante, escapar constituyó una quimera fortalecida quizás por la ausencia de antecedentes, algunos prisioneros célebres con cierta influencia en la capital después de pulverizado el espíritu recibían el agridulce perdón del exilio. Pero para nosotros ni célebres ni culpables no cabía otra cosa que adherirnos al monolito desintegrados por la acción del salitre. Al Zamuro Pelón lo encerraron un 21 de octubre de 1925 porque cierta tarde borracho jugando bolas criollas en el pueblo de San Mateo por allá en Aragua le querían cobrar una abultada cuenta y se le ocurrió mentar a los cuatro vientos: «en esta vaina no hay gobierno» con la mala leche de que un esbirro de La Sagrada de permiso en el pueblo se encontraba en el establecimiento.

Lo peor del cautiverio fue el agua salobre que nos daban de beber, sentía que nos hacía delirar, las arepas durísimas e incomibles teníamos que dejarlas remojando por varias horas para poder masticarlas, todos los alimentos que nos suministraban parecían de piedra, yuca dura, casabe duro, caraotas duras, carne salada dura, pescado salado duro, de piedra todo, hasta el corazón de nuestros carceleros por supuesto. Recuerdo que parecían una tribu de guajiros, de un color de piel rojizo, de cabellos azabache lacios y bigotes chorreados, de pocas palabras y muchos gestos, de escupitajos negros, de ojos inescrutables. Evitábamos que hablaran porque cada frase pronunciada por estos carajos venía acompañada de un peinillazo. Sin embargo yo había vivido algo peor, un momento de mi infancia donde las boronas de arepa dura se convirtieron en un bien suntuario. 

Una mañana mientras masticábamos «remojado» José Dolores me comentó: «nojoda esta vaina es peor que el año 12» . La frase me sacó del desvarío salobre:

No fuña, no hablés gamelote acá nos estamos dando banquete muchacho.

-Ah mundo verda´ que vos venís del 12.

-Aquello fue tan arrecho que no sabíamos ni pa´qué servían los dientes.

– ¿Y cómo te salvaste vos? Yo tenía por ahí 10 años y me acuerdo que en la sierra se puso mala la cosa pero decían que en Paraguaná quedaba la gente cachúa en las veredas y se morían los animalitos por racimo ¿Cómo paraste las patas a que los Curiel?

El Aspero 12

«La vegetación se agosta, la cría se acaba, las esperanzas languidecen sin solución a la vista… Los caminos se van sembrando de cadáveres, algunas veces con patéticas angustias el hombre no puede avanzar. Avanza el hambre. En una zona boscosa se oye un leve lamento: una madre muerta y el niño de pecho tratando de deslizarse en busca del pezón que debiera nutrirlo, pero está frío…». (Geo).

Nuestros carceleros sabían muy bien que no representábamos una seria amenaza y que no existía forma plausible de organizar una evasión, así que sin reparos mayores nos dejaban ejercitar la sin hueso, yo compartía barrancón con José Dolores, Andrés Eloy, Evaristo Briceño y un negro pretencioso de Ocumare de la Costa llamado Esteban Mijares. Si de algo se conversaba mientras jugábamos el zorro y la gallina con semillas de caraotas, maíz y pedazos de piel de arepa en un recuadro dibujado sobre el piso con alguna piedra de caliche -apostando un cuarto de la ración diaria de la porquería que comíamos- fue de recuerdos y añoranzas. Demostrar si la efigie de la vida pasada de cada quien era falsa o verdadera sinceramente no importaba, en la cárcel solo importaba el presente, si es que algo realmente importaba. Como nos recomendaba el Zamuro Pelón cuando nos veía con la cara amarra´ «tranquilo potro que la cabalgadura es nueva… deje quieto lo que está quieto». Cuando estás preso lo mejor es no jurungar los calembes del pasado, pero no existe cosa más inútil para un hombre que una recomendación. 

Evaristo Briceño un tipo de baja estatura y que para el momento llevaba una poblada barba bíblica provenía de Barquisimeto donde ejercía de poeta y periodista, si consideramos que efectivamente publicar libelos clandestinos contra el gobierno es poesía y periodismo. Blandía una insoportable voz chillona aunque felizmente hablaba poco. Andrés Eloy Blanco como de 30 años era un sujeto cadavérico con mundo en la cabeza, abogado y escritor, vivió algún tiempo en España y estaba enredado en la política caraqueña, Andrés tenía lengua de plata y resultaba un placer escuchar los miles de párrafos de buenas lecturas que tenía almacenados en la memoria. Mi gran compañero el catire José Dolores medía como dos metros, tenía los ojos de un azul claro que se oscurecía cuando cogía arrecheras mientras que su piel mudaba a rojo intenso, gozó del privilegio de insultar a la guardia guajira sin que le tocaran un pelo. El personaje más pintoresco después de El Zamuro Pelón resultó ser Esteban, un negrito embustero y jodedor que poseía obsesivas costumbres de aseo, se arrancaba cada vello que le salía en el cuerpo, se comía las uñas de pies y manos para mantenerlas en perfecto estado de limpieza y no me quedan dudas de que lo metieron preso por bromista, Esteban siempre con firmeza aseguraba que había confeccionado un perfecto plan de huida que no podía revelarnos hasta llegada la hora crucial. Con el transcurrir de los meses a manera de rompecabezas cada uno tenía armada su vida pasada, sin embargo a mi mosaico le faltaba una pieza importante: Paraguaná. 

Paraguaná es una cuestión que los sobrevivientes del 12 soliamos eludir y que amablemente los vecinos de Coro a sabiendas de nuestra procedencia evitaban hurgar, pero el que alguna vez conoció la felicidad intentará constantemente acercarse a ella sumergiéndose en el mar de los recuerdos aun teniendo que lidiar contra corrientes de imágenes penosas. Los recuerdos son traicioneros porque muchas veces su ilusión nos convence de que lo que en realidad fue difícil y molesto alterado por la distancia del tiempo resulta ahora fácil y agradable. Algunas cosas del Barco de Piedra me recuerdan lo terrible y maravilloso de mi árida infancia, la radical diferencia es que todo gran esfuerzo por lo menos antes de que la naturaleza se empeñara en borrarnos del mapa traía consigo alguna recompensa, acá sepultado, todo lo desgastante, todo lo oxidante, todo lo punzante mientras más lo alejas más se acerca, todo esfuerzo es vano, o te resignas como aquel tuqueque que se secó aferrado a la pared o enloqueces ¿Por qué me dieron ganas de rememorar aquellas vivencias? Pensé que sería mejor hacerlo antes que me corresponda asumir el destino del tuqueque.

Recuerdo los portales de las casas que encontrábamos camino a las huertas pintados a cal, de ruedos cimarrones de tierra y barro, la ubicuidad de la desnudez en los críos con mocos verdosos aferrados a las depresiones subnasales, barrigas prominentes -apestadas de parásitos- y enjambres de mosquitos circundándolos, el humo de los fogones saliendo por las ventanas de las cocinas junto a alguna cara conocida que sonreía mientras se escuchaba a alguien emitiendo un agudo alarido familiar -«ajúa, güeje, güepa, popóp, éjele»- a manera de saludo caminero, las tortuosas jornadas jalando de oscuro a oscuro cuando aflojaba un poco el invierno e iban retoñando las plantas. Si voy al infierno estoy seguro que me condenarán a jalar perpetuamente, porque todo suplicio avernoso se caracteriza por ser coño e´madre y repetitivo. Jalar consistía en desmalezar manualmente los alrededores de las plantas en brote, para esto era bueno el chavalo con suficiente edad para vestir y sacudirse la nariz, no precisamente por la poca destreza que requería el trabajo sino por la condición sumisa inherente al hecho de ser un carajito temeroso al embate del cuero y el bejuco o peor aún del chaparro. De cuclillas o encorvados retirando toda maldita hierba, en predio propio o ajeno, flagelados por la plaga hasta que se hacía intolerable el sol que anunciaba mediodía, el almuerzo, el pequeño descanso rascando las picadas de los zancudos sobre un chinchorro y nuevamente a meterle mano a la  porfiada maleza. Pero como antes señalé existía la esperanza de la recompensa. «Comió melón» decían cuando una persona salía premiada de alguna manera, los frutos del trabajo arduo se saborean exquisitamente y a tal conformidad se suscribía el hijo de la tierra seca.

Los chivos reflejaban el frágil equilibrio sostenido por el peculiar orden de las cosas, lo que a simple vista podría considerarse un asunto de excesos en realidad era una dinámica de moderación. El verano largo los obligaba a nutrirse de tunas que al ser consumidas por extensos períodos les destruía el sistema digestivo debido al efecto irritante de los vellitos que las revisten. Cuando el rebaño regresaba sediento y mancao no habiendo señales de invierno en el horizonte, la cosa empezaba a preocupar. Con el advenimiento del verano largo surgía el temido Grito señal inequívoca de que se estaban entecando hasta morir. El invierno prolongado a su vez afectaba las pezuñas y la locomoción del animal, contrario a lo que podría pensarse «la vaca del pobre» no gustaba de comer los brotes tiernos de las plantas, preferían las hojas y frutos maduros junto a las hierbas rastreras que tardaban un poco más en aparecer, cuando se veían obligados a consumir pimpollos tiernos se enfermaban de curso o cagantina padecimiento que amenazaba con entecarlos también. Las Vacas fueron un símbolo de opulencia más que una fuente de proteínas, se tenían más por petulancia que por necesidad, de manera que el propietario de un pequeño grupo de ellas se ufanaba hasta por poseer más bostas que el vecino.  

Mi bautismo de fuego en las costumbres vernáculas colectivas tuvo lugar el primer domingo posterior a la semana santa de 1911, contaba con unos 9 años e iba a ser mi primera vez como mochilero en la tradición más febril del hombre rústico peninsular después del cochino encebao, las peleas de gallos y la bonanza pesquera, se trataba de la no menos exigente cacería de conejos a palos. Todos los años desde que tengo uso de razón veía a papá agüelo Güiche alistarse desde bien temprano, exudando aguardiente mientras silbaba la melodía de moda y descolgaba los reputados conejeros – bejucos de madera fuerte y curtida de medio metro de largo aproximadamente que simulaban la forma de una hoz- de las vigas del techo de la cocina a la espera de que algún buen día me otorgara el honor de acompañarlo como escudero en aquella justa de la que todo el mundo volvía relumbroso pero contento. Lo seguía hasta la puerta, él volteaba a verme con la sonrisa de cara completa que mostraba cuando estaba realmente contento y con sus manazas de piedra de lija me sacudía las greñas al tiempo que mis ojos se anegaban en lágrimas. Aquel día me miró curiosamente, se sonrió con malicia y me dijo: «andá a ponelte la ropita vieja pue´ y te apurás pol que te dejo». Salí en carrera con el corazón corcoveando buscando a Tía Victorina para que me ayudara a seleccionar la ropa más vieja que tenía, voceando a todo gañote: 

-¡Tía, Tía, la ropa Tía, me voy pa´ los conejos! 

-¡Vení pal cualto mijito que yo te la tengo compuesta desde ayel! Exclamó la condenada reprimiendo una carcajada.

Harapientos salimos de la casa, con orgullo cargaba los legendarios conejeros de Güiche Lanoy, el mapire con arepa, queso y papelón, los tabacos pa´ mascar, una bota de cuero con aguardiente y una tapara con agua e´tinaja. Mi trabajo no solo consistía en cargar éstas cosas, sino también en guindarme las piezas de caza -que considerando el desempeño de abuelo serían abundantes- los chavalos ágiles solían ser muy demandados para la labor de mochileros ya que a veces tenían que abrirse paso como perros sabuesos cuando las presas caían abatidas en lugares de difícil acceso principalmente en los espesos tunales o urupaguales. Con nueve inviernos encima descollaban mis habilidades montunas, aunque jamás superiores a la de los mayores de la partida. «No fuña buchacho yo estando chavalo era un lince pa´ las liebres, preguntále a fulanito pa´que veás» comentaban los veteranos para estimular a los imberbes a jugársela entre las tunas blancas sedientas de sangre. El verano pasado fue de los largos, situación irregular pero persistente desde hace varios años, la cosa auguraba a su vez un próximo invierno prolongado, lo cierto es que los rigores del clima parecían no afectar la reproducción de los conejos, fecundos e indiferentes a la yerma realidad. La estrategia grupal reducía la obvia dificultad de cazarlos de manera tan particular, a las siete de la mañana un grupo de entre 40 a 50 parroquianos se concentraba en El Tanque de los Peña, a un cuarto de legua de Las Pradreras caminando pa´arriba. Los vecinos congregados en su mayoría tenían algún tipo de vinculación familiar, la chanza y el vocabulario ligero estaban a la orden del día, la algarabía del comienzo de la jornada y las libaciones iniciales espantaron los malos augurios de los sucesivos años de cosechas mediocres. en formación de pinza avanzaríamos durante unas cinco leguas en dirección al poblado de Adaure, el progreso raspando el monte iba acompañado de un coro de jopeos abocados a espantar a las liebres hacia el centro de la pinza mientras el círculo de palos se cerraba.

Conforme íbamos asfixiando el cerco saltaban y se escurrían por los mogotes de púas las liebres, lidiando se lucían los diestros y sufrían burlas los bisoños, palos viajaban por los aires cegando vidas en pleno brinco, otros bateaban la presa cercana, algunos recurrían a piedras al quedarse sin arma al tiempo que el mochilero procuraba infiltrarse en las fortalezas de tunas para recuperar palo y conejo muerto. «¡Apuráte boca abielta!» le Gritaba Ñeco a Tribuno desesperado por recobrar el palo, «¡Va quebrao pa´bajo!» Se escuchaba desde la otra banda del círculo, ¡es mío! Aseguraba uno, ¡es suyo! Respondía cortésmente otro. Tanto lanzando como toleteando palo fue diestro mi viejo y yo me esforzaba al máximo para corresponder con su habilidad pues a tal palero tal mochilero, donde ponía el ojo ponía el conejero y cuando acertaba de lejos con los labios me señalaba el sitio al cual debía correr para hacerme rápidamente con el objeto de semejante despliegue de puntería. Terminado el cerco difícil era conseguir a alguien que se fuera lucio, en tal caso aparecía la mofa y las palabras de ánimo de forma proporcional. Tres cercos en diferentes direcciones se hicieron durante la jornada, Agüelo consiguió liquidar 18 conejos, en una varilla ayudado por un colega menos favorecido guindamos las presas que yo no podía cargar solo: «ve carmelito te cogés cuatro conejos de los míos pa´que completés y no te vayás lucio pa´la casa»  le indicó Güiche a Carmelo víctima de una mala racha, lo mismo hicieron los cazadores más letales con los que lograron pobre caza. Sin medir consecuencias, poseído por la emoción culminé la gesta  escaldao y mancao.

Cacería de conejos, Aquella Paraguaná, Alí Brett Martínez, 1971.

«Prepárese mijito que mañana vamos pa´ los datos con el clarón» me decía tía Victorina cuando el verano comenzaba a replegarse, más o menos entre agosto y septiembre. Los frutos de los cardones y lefarias completaban su proceso de maduración excitando la glotonería sacarosa de las aves, las iguanas y del hombre anheloso de dulce tras largos meses de cal y sal. Los datos están recubiertos de espinas que van aflojándose hasta casi desprenderse por la acción del viento, la breva es el fruto del cardón de lefaria, los cardones de lefaria son atípicos y las brevas maduras extremadamente apreciadas al punto de ser homónimas del órgano sexual femenino. Para extraer el fruto de la cima de los altos cardonales se empleaba la datera construida con una vara larga de maguey con punta de caujaro a cuatro dientes. Si querías recolectar datos de la mejor calidad imperativo era madrugar para picarle adelante a los vecinos y a los pajaritos que con el primer resplandor del alba pujaban por ocupar los mejores datales. «Tate nos cogieron el punto, aquí está la huella de Julio, lo que nos dejó fue el puro cachinare». Mentó tía mientras volteaba los ojos y hacía una graciosa mueca, la novedad de que Julio Molina nos había cogído el punto auguraba una larga caminata, luego de varias leguas monte adentro cerca de El Cerrito encontramos un datal principiado solo por los pájaros «¡barajuste buste! Hasta que nos llenamos: ya sabés mijo los cerraos pal balde, los abieltos pa´la lata y los picaos de chuchube se los puede come´ puntual». Tan buena resultó la faena que de comer los picaos pasé a comer los abiertos in situ y tanto latas como baldes retornarían repletos de datos cerrados. 

El año 1911 marcaría mi última temporada de datos junto a tía Victorina. Pocas frases o refranes pueden ser verdaderamente efectivos para salvarle la vida a un cristiano por la razón antes comentada: «no existe cosa más inútil para un hombre que una recomendación». La excepción venía acompañada de un carajazo:

– ¿Tía hasta dónde vamo´ a camina´? Toy cansao… Ya está bueno tía…

-¡Cállese la boca! «Muchacho no se cansa».

El estoicismo al avanzar a través de la desolación estimulado por tan infalible sentencia forjaría mi carácter, por alguna razón tía me mantenía en entrenamiento permanente pues fui su sombra desde que aprendí a hilvanar los pasos. «Antonio acompañáme pa acá, Antonio vamos pa allá, Antonio clarito agilamos pal tanque e´ los Peña a carga´ agua, Antonio en la tardecita me acompañás pa´que el compadre Emilio Méndez a comprar jabón y tabaco»…

La Tía Victorina de mis lejanas memorias fue una mujer mayor pero vigorosa, calculo yo que andaba superando los 60 años. La vislumbro a lo lejos altísima, equipada con aquellas largas canillas culpables de las zancadas que duplicaban hasta el infinito mis pasos. Mujer de posición erguida física y moralmente, jamás flaqueó, ni siquiera cuando todo el mundo lo hizo, sus ojos se asemejaban a dos relucientes paraparas y su cabello era del mismo tono azabache, lo llevaba trenzado y se lo soltaba en las fiestas donde derrochaba desenvoltura y elegancia. Engalanaban su piel cobriza vestidos de flores que parecía no repetir nunca, joyas de oro heredadas de las Victorinas del pasado le otorgaban abolengo a lo que el color pretendía desmentir. Añoro profundamente aquel humor de tabaco y ron suyo, aroma que me tranquilizaba durante el trance de las noches febriles. Tía Victorina dispensaba de forma ecuánime ternura y mano dura… ¿Podré divisar la luciérnaga de su tabaco otra vez?  

Agüelo Güiche fue un paraguanero arquetípico, físicamente un calco de tía, de voz ronca macerada al ron, brazos y piernas largas, de escasos cabellos encanecidos y energías inagotables, toda empresa la acometía con un furor que pocas veces he visto administrar a hombre alguno. Jugador, parrandero, echador de vaina, porfiado, embustero, temerario pero ante todo noble. Nunca vi descender la furia de su autoridad sobre mí -al parecer la tarea de meterme en cintura la llevaba mi tía- ambos fueron robles revestidos con la corteza del busera. Por cosas del destino tía quedo pa´ vestir santos y agüelo perdió a dos de sus hijos en la guerra y el que le sobrevivió al conflicto feneció engangrenado. De mi papá nunca supe nada y de mamá solo que murió a consecuencia de la peste que también se llevó a abuela Piedad. Carmen fue otra de mis tías abuelas, joven se casó con Momo Guanipa pero pariendo al quinto de sus retoños murió. Tío Momo junto a mis primos vivían dos leguas al norte de Las Praderas en el caserío de Guacujua. Los Guanipa prodigaban maestría en la preparación del cocuy de penca local, inferior al de la sierra coriana en calidad pero superior en potencia.

La casa de Las Praderas estaba construida como las de cañón a dos aguas, con bahareque, ladrillo y tejas, tenía cuatro habitaciones, solar, cocina, jardín y una troja subterránea donde almacenábamos los granos. Pegado a la parte trasera del inmueble estaba el pequeño corral de los cochinos, al frente la enramada de las gallinas junto al jagüey, al lado abajo teníamos tres corrales de chivos de varias dimensiones para diversos usos. El jardín exhibía árboles de semeruco, cerezo y limón, en materos tía sembraba hierbabuena, cebolla en rama, cilantro, orégano, romero y albahaca. En la huerta pequeña que estaba ubicada a unos 50 metros del corral de cochinos se cultivaba religiosamente tabaco. 

En estas tierras cuando se desocupa una casa no tarda en derrumbarse, de cierta forma los inmuebles más que estructuras inanimadas son entidades vivientes, las casas están tan vivas que pueden entristecerse, enfermar, morirse y convertirse en fantasmas o ánimas errantes. Segundo Istillarte remontaba las tinieblas por los llanos de Huerta Quema´camino a casa luego de una larga jornada dominical de gallos y cocuy guanipero, la noche estaba encapotada -otra de las grandes habilidades del hombre paraguanero es la de ubicar las veredas durante las noches más oscuras mínimamente alumbrados o sin iluminación alguna tambaleando de orilla a orilla entre los senderos sin hacer contacto con la punzante vegetación- abruptamente se alumbró la sabana y apareció reluciente una casona blanca como la leche fresca, con puertas y ventanas abiertas que invitaban con su fulgor a entrepitear, Segundo se asomó por una de las ventanas y quedó alucinado al observar a una hermosísima india completamente desnuda meciéndose en una hamaca mientras le hacía sensuales ademanes de invitación, ni corto ni perezoso Istillarte ingresó al recinto para atragantarse con el fruto suculento que le ofrecía la fortuna, consumado el acto cayó en un profundo sopor. Acosado por los rayos del sol y el zumbido de las moscas, Segundo despertó a media mañana en un chiquero abrazado a Peregrina una enorme cochina de más 120 kilogramos propiedad de Pachito Rondón el vecino más cercano de nuestro aventurero, algunos tomadores de pelo aseguraban en la gallera de los Peña que los cerditos de la camada inmediata de Peregrina tenían la cara igualita a la del pobre Segundo. 

La casa espectral más célebre de las veredas paraguaneras quizás sea la que sirve de escenario al sarao de los muertos de Sanquiche. Fue tanta la frecuencia de sus apariciones que nuestros insignes jodedores inventaron un refrán asociado al espanto para imputar a las personas proclives a la parranda: «nojoda vos salís más que el Muerto de  Sanquiche». Los muertos y las ruinas de la casa gozaban de unicidad y guiaban a las personas encantadas por su ensoñación -mediante una sabrosa música de violines, clarinetes, cuatros, maracas, tamboras y charrascas- a las inmediaciones de la derruida bienhechuría en la que se desarrollaba un encendido baile. El que caía víctima del encanto de Sanquiche no sufría escarnio inmediato alguno como ocurre comúnmente con las personas que viven experiencias paranormales, más bien gozaban del jaleo hasta perder el conocimiento para posteriormente despertar afectados por una severa resaca en medio de la nada expuestos al calor ulcerante del mediodía. No me caben dudas de que muchos de los cuentos relacionados con casas encantadas fueron fraguados por la alicorada imaginación del paraguanero en búsqueda conmiseración hogareña luego uno o varios días parranda. Casualmente agüelo Güiche sufría la propensión de caer en las celadas de todas las casas espectrales de las veras locales.  

Lo que no puede entenderse como el simple producto del enajenamiento etílico es lo referente a la existencia orgánica de las casas, muchísimos de los recintos abandonados durante el 12 luego de tantos años albergando vidas, al sentirse vacíos se derrumbaron o se deterioraron gravemente. En los días, noches o épocas de angustias -que no han sido pocos a lo largo de mi vida- manan sueños repetitivos que me trasladan a los tiempos de Las Praderas, a sus estancias, a la peculiar rutina de visitas diarias de aquellos inquietos caminantes que consumían los días gravitando de casa en casa. Eran los tiempos del viejo Ramón Caspa que incursionaba puntualmente en horas de almuerzo teniendo reservado un plato de comida y un espacio en la mesa, Ramón asistía sin falta a la cita equipado con bastón, navaja, sombrero y una cajetilla de madera repleta de hormigas vivas que vertía a todas las comidas que tía Victorina le servía. Cuando el cegatón de Ramón se descuidaba yo me entretenía sacándole las hormigas de la comida, él ofuscado mentaba: «¡barajo y estas hormigas del carrizo como que me salieron volaoras, al diantre!» Sincera e inocentemente me preocupaba que las hormigas pudieran hacerle daño a Ramón. El Grillo Alexis hacía su ronda por la mañana y al final de la tarde reclamando arepa y café. La visita que yo más esperaba era la de El Mudo que pasaba aleatoriamente ofreciendo sus dulces criollos, los críos de los lejanos vecinos llegaban corriendo a Las Praderas para advertirme de la proximidad del cebador de lombrices «porque ya pasó por la casa» a sabiendas que agüelo Güiche gozaba brindándoles a todos, pero es que hay que verle la cara a lo que significaba saborear una conserva de leche, ajonjolí o coco, una cuca, un papo e´reina, un harrifuque o una paledonia luego de largos días o hasta semanas a punta de café endulzado con una migajita de papelón cuando mucho. El primo Inal pasaba a diario al culminar la rutina en la huerta o con los chivos para fumar tabaco, tomar café y conversar cosas de la tierra con agüelo, en tiempos de cosecha había intercambio de frutos y los productores tenían la cortés y engreída costumbre de regalar los mejores ejemplares de las siembras a los vecinos para pavonearse o aparentar mejor fortuna que el prójimo. 

Concepción Molina aparecía como La Parca propulsada por el viento cuando había matanza de animales. Egregio fue gracias a la limpia acometida que propinaba a cerdos y chivos al sacrificarlos. Nunca lo ví llegar; él aparecía como de la nada enmarcado en la puerta de la casa pronunciando un mortuorio y cavernoso:«buenos días ¿cómo está la sibidigüa?» Dalia esposa de Concepción se dedicaba a maniobrar con herramientas filosas también, derrochaba experticia con tijeras y hojillas peluqueando y barbeando por todo el pueblo. Concepción esperaba que crecieran los animalitos y Dalia los cabellos para repartir tijeretazos, mandobles y punzadas, de manera que aparentemente trabajo nunca les faltaría, a menos que animales y gentes desaparecieran súbitamente cosa que contra todo pronóstico ocurriría ¿quién podría pensar que los Molina se quedarían sin trabajo? ¿En qué trastornada cabeza podría hospedarse semejante disparate? Tal vez en la hueviada caraota que llevaba por cabeza Patricio José Piñerez «El Negrito Piñerez».

Lo que se detesta bocetando la vida se repudia para siempre y es un odio que se coagula con el paso de los años hasta hacerse indisoluble, Patricio José Piñerez fue merecedor de mis primeros intentos balbuceados de mentadas de madre. No sin razón se enquistaría en el rincón de la infamia que cada chavalo del pueblo reservaba a los personajes más ominosos. De no ser por el temor a la segura represalia le habría acomodado a placer un sinnúmero de pedradas vengadoras en aquella cabeza pelada, barnizada e indiferente al castigo del sol, que servía de mueble a sus ojos cataratozos, nariz de diablo, orejas de murcielago y boca de chivato. Montado a caballo llegaba semanalmente trayendo noticias y alguna atrasada correspondencia que procedía a leer a los habitantes -regularmente analfabetas- del pueblo casa por casa. Ávidas de nuevas y escándalos las señoras lo esperaban moneda en mano para empaparse con los pormenores de lejanos acontecimientos y locales eventos. Tal era el arsenal de información que manejaba el Negrito que de igual forma moneda en mano lo emboscaban los sinverguenzas para que omitiera palabras que pudieran incriminarlos. Por falta de liquidez monetaria los niños constituían la principal víctima de tan sin igual delator. Es así que finalizada la visita del Negrito iniciaba la tanda de zurras con la maldita frase: ve muchacho er coño «me dijo el Negrito Piñerez»… Se comentaba que poseía una bola mágica y que según sus prédicas más delirantes el corto invierno del año 11 sería el principio del fin, en las postrimerías de dicho invierno no se volvió a saber más nada de él, simplemente se esfumó ¿será que algún héroe anónimo afectado por sus delaciones por fin se ocupó de remitirle los peñonazos que se merecía?  Hoy me regocijo al pensarlo.   

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