Rassem se despertó de un reparador sueño en sus aposentos reales. Era pleno día, pero su cuerpo le exigía descansar y aliviar, por medio de humos somníferos, los terribles dolores que lo acuciaban desde hace un par de meses. A pesar de dormir un día entero, aún le dolía hasta el último rincón de su ser. Esta dolencia no le quería dar tregua. Lo único que agradecía de esa angustiante y extraña enfermedad, era que se sentía más lucido que nunca. Hace mucho tiempo que no tenía la mente tan encendida como esos días. Rassem sabía que se lo permitían, porque ya no era necesario. Todos pensaban que estaba en su lecho de muerte, sus últimos días de marioneta. No, ni siquiera era una marioneta. Era un lastre. Un vestigio para dejar morir al terminar sus días de utilidad.
Sin embargo, agradecía que le dejaran morir siendo él mismo. Tenía sus propias ideas y pensamientos. Empero, tenía que actuar cada vez que venía su reina, sus consejeros o uno de sus hijos a visitarlo. Debía mostrarse cómo un desahuciado y embotado hombre para que no le siguieran controlando con esa maldita magia. Era la miserable presa en una jaula llena de depredadores. La única forma de estar algo despierto, era hacerse el muerto.
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