Una mañana cualquiera se despertó en el suelo. Se había caído de la cama o tal vez nunca estuvo en ella. Tenía la visión borrosa por la resaca y la mano le temblaba por los nervios agitados. Tomó su pequeña computadora y empezó a escribir. Emborronaba palabras, ensayando, para ver si podía hilar algunas frases. Venían a su mente visiones de otros tiempos, de otras vidas. Buscó y rebuscó en su memoria, en sus sueños, tratando de impregnar una buena historia. Todo el ejercicio servía para calmar el dolor de cabeza. Si mantenía la mente ocupada podría superar la situación.

Él vivía en un cuarto de cinco por tres metros, con un baño maloliente. Al menos, este cuarto tenía baño para el solo. Cinco días se la pasó bebiendo de todos los licores que pudo, con el fin de olvidarse de ella. Una mas que se iba. Siempre pasaba lo mismo. Andando por ahí, de repente su mirada se cruzaba con la de una hermosa joven: la fina caída del cabello al cruzar la mano por la frente, las caderas hermosamente torneadas, los ojos claros y expresivos, la mirada un tanto brillante un tanto triste, el cuello alargado como de cisne, y los senos como dos frutos intactos. Con maestría lanzaba algunas frases al aire para llamar la atención de la hermosa dama. Después, con una plática inteligente y divertida, desdoblaba finamente los pensamientos de ella. Finalmente, ya que todo había fluido como el caudal de agua que baja de la montaña, cerraba sus ojos, la abrazaba y descubría si era amor legítimo. Si todo salía bien, se enredaba en un frenesí de pasión, lograba amarla con cada centímetro cúbico de su ser. Lograba penetrar hasta las entrañas más recónditas de la mujer. Dilucidaba y desenmarañaba a su amante, vislumbraba los miedos, la locura, los anhelos. Sabía, con solo besar sus labios, qué tipo de materia tocaba, y ellas se rendían ante tal descripción magnífica. Les dejaba la impresión de que él, las conocía mejor de lo que ellas mismas se conocían. Bailaban dichosos en el fragor de los cuerpos trémulos navegando en el vaivén de las caricias y los besos. Tocaban el clímax en la cúspide de una curva que parecía interminable, pero que no lo era. Y empezaba el declive en caída libre: peleas, celos, golpes, gritos. Su exacerbado alcoholismo no ayudaba en mucho. No escogía a cualquier mujer, debían estar locas, haber experimentado mil formas de amar, tenían que tener algo que brindar como ofrenda a lo que él les ofrecía. Las coronaba con su compañía y su calor, con sus besos de ternura, como los besos que da un padre amoroso. Las llevaba por un carril de montaña rusa en subida, no dejaba duda del amor que por ellas sentía, y ellas pedían más y más todo el tiempo. Hasta que venía irremediable la caída estrepitosa.

Qué vicio tenía por las mujeres de fuego, algunas escenas peligrosas se repetían en casi todas sus relaciones. En una ocasión, una de sus pasadas amantes trató de clavarle un desarmador. La mujer cegada por los celos tiro certero golpe hacia su abdomen, pero él alcanzó a esquivar la puñalada y sólo sintió la punzada del hierro traspasando la palma de su mano. Que peligroso le resultaba el amor.

Pero ella, la que se acababa de ir y por la que se embrutecía alcoholizado, no le había causado daño físico alguno, mas el sentía un profundo penar en su ser. Algo tenía esa mujer que lo había dejado con un hoyo en la existencia. Habría sido la indiferencia con la que lo trataba. A ella no le importaba ni García Lorca, ni Whitman ni siquiera le gustaba leer. Parecía que la poesía la traspasaba sin causar ningún efecto. Nunca había estado con un ser tan bello y tan monstruoso a la vez. A veces ella no parecía tener sentimientos.

Pero había algo que lo hacía caer como en un una espiral borrascosa, quedaba indefenso ante la mujer. Era su lenguaje corporal, el movimiento de sus manos al hablar, la infinita tristeza que se notaba en su mirada, la forma en que lo tocaba, sus movimientos circulares en la cama, parecía una víbora pasmada de placer. El estaba hechizado por ese ángel perverso. Y ahora ese ángel se había marchado y no sabía nada de él desde hacia ocho días. La última vez que la vio, se iba por la puerta del cuarto de azotea que él rentaba. Lo volteo a ver y le mando un beso con la mano. Sin dar más explicaciones a partir de ahí, no le contesto más el teléfono. Un día trató de ir a verla al departamento que supuestamente ella rentaba, pero salió una mujer de edad avanzada de una puerta contigua y le dijo que se había ido sin decir nada.

– Solo tomó sus cosas y se fue, es una mujer rara-. Le dijo la anciana.

Nada tenia sentido, que era lo que había hecho para que lo dejara abandonado como un sucio perro en la calle.

Su cuarto de azotea tenía una magnífica vista hacia la calle, el edificio tenía 18 pisos y desde ahí, se podían ver los vaivenes en el centro de la ciudad. Echó un vistazo hacia la ventana, y miró toda la torta de agitación. Ríos de gente cruzando las calles, las colas infinitas de tráfico vehicular, desde ese punto, la ciudad parecía una maqueta animada, minúsculos puntos moviéndose en un sólo plano como microbios vistos desde un microscopio. Tan fútil le pareció el escenario, tan sin sentido. Por fin se incorporó, bebió varios litros de agua y comió un pedazo de quesadilla rezagada de días atrás.

Tenía que entregar su relato al periódico esa misma tarde o sino perdería la única fuente de ingresos. El periódico le pagaba 1500 pesos por relato publicado. Con suerte, publicaba tres al mes.

De repente, una vez ensimismado en su escritura, el teléfono sonó. Pensó en todo menos que fuera ella. El sonido que salió del auricular entró por su trompa de Eustaquio hasta las neuronas que conectaron con su estómago; una sensación de vértigo que le acalambraba las piernas y lo dejaba un tanto sin aliento. Intercambiaron frases de cortesía… bagatelas. Pero lo importante era que había quedado en verla esa misma tarde después de entregar el relato a la redacción del periódico. Sintió como se inyectaban en él, otra vez las fuerzas del cosmos. ¿Hasta cuando duraría? Eso no importaba, por ahora tenía alimento para sobrellevar ese día.

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