Prólogo
“Esta novela fue escrita en enero de 1994. Hoy, diciembre de 2019 podríamos afirmar que cualquier semejanza es pura coincidencia. Pero que haya sucedido lo que en aquel entonces era solo proyectar una ficción es muy sorprendente. Aquello demuestra que durante muchos años se dejaron irresponsablemente, problemas de seguridad interior, políticos e institucionales sin solución, los que al fin lograron socavar seriamente la seguridad estratégica del país. Los chilenos demandamos una investigación y que los responsables sean severamente castigados. Chile no se merece lo sucedido, tampoco que aquellos que permitieron que esto ocurriera, por ambiciones desmedidas de poder, desidia y corrupción queden impunes. Los más pobres no pueden pagar, esta vez, la cuenta de los que se jugaron el país al póker, sin su consentimiento, y peor aún, engañados.
EL AUTOR
Diciembre 2019
CAPÍTULO 1
Los rayos de sol, brillantes y calurosos, irrumpieron a través del ventanal, invadiendo aquel dormitorio sin ventilar. No tardaron mucho en sofocarlo aún más.
Sudorosa, se acomodaba una y otra vez tratando de retomar el sueño que intentaba retener. Malhumorada, al constatar que aquello no sería posible, lanzó con furia el cobertor como un desesperado último esfuerzo para evitar perderlo.
No tardó en sentir algo de alivio. Pero por otro lado, entendió que no podría volver a dormir. Abrió los ojos, recorrió lentamente la habitación fijándose en el ventanal. Contempló a través de los cristales el verdor húmedo de aquel cuidado jardín. Su espíritu paulatinamente se fue aquietando. El sosiego la convenció que aquello al fin de cuenta no era tan malo. Solo recordar aquel clima infernal de la selva peruana, la estremecía de la cabeza a los pies. Nunca podría olvidar aquellos días donde el hedor del cuerpo humano mezclado con sudor unido al calor aplastante la convertía en alimento de millones de insectos y alimañas repugnantes. No había refugio posible, todo aquello permanecía día y noche:
- “! Qué alivio ¡”, – un suspiro profundo brotó de lo más hondo.
Sus latidos se aceleraron, la temperatura del dormitorio subía a medida que transcurrían los minutos. Su ánimo transitaba paulatinamente de la ira a la excitación. El deseo sexual comenzaba a doler. Cerró los ojos para retener aquellas imágenes obscenas que de pronto se instalaron en su mente. Algo debía hacer al respecto, había pasado mucho tiempo y ya no resistía, necesitaba urgente calmar su ansiedad de hembra:
- “¡Malditos bastardos, bestias, eso son, solo para eso nos quieren ¡”, – gritó iracunda.
Comenzó a tramar un plan de conquista:
- “Hoy es sábado estoy invitada a esa recepción. Allí estará la crema y nata de la burguesía, todos aquellos que se proclaman intachables y moralista caballeros, ¿veremos que tanto lo son?, o a caso serán tan solo un montón de basura, igual que todos».
Entusiasmada brinco ágilmente. Posó frente al espejo, se miró de frente, se dio media vuelta, levantó el suave y corto camisón:
- «¡Mejor no puede estar!, – volvió a verse de frente -, ¡Solo algo de depilación y ya está!”, – satisfecha lo dejó caer.
Se dirigió al ventanal, corrió una de sus hojas. El aire fresco ingresó a raudales envolviéndola, mientras admiraba aquel jardín rociado por el agua de los regadores. No pudo resistir la tentación de caminar por el prado, sentir su humedad fría en la planta de los pies. Junto a la piscina, contempló el celeste intenso del fondo, una pequeña brisa formó un tenue oleaje que delató la presencia del agua. Brotó fuerte el deseo, casi instintivo, por romper aquella tranquilidad. No estaba segura, pero ya no importaba. Por un instante pareció titubear, pero no tardó en lanzar lejos su camisón, corrió y saltó sin pensarlo dos veces.
El frío hizo que su cuerpo desapareciera, solo su cabeza se hacía notar con fuertes pulsaciones en las sienes. Intentó un grito que no escucho. Solo fueron segundos de razón perdida. Comenzó a bracear con fuerza. A medida que avanzaba, recuperaba la temperatura corporal bruscamente perdida. La tibieza reemplazo aquel calor doloroso que unos minutos atrás la atormentaba.
Al llegar al borde y sin mediar instante, con ambos brazos se impulsó con fuerza para quedar casi simultáneamente sentada con sus pies en el agua. Con ambas manos estrujó fuertemente su cabellera, para luego sacudirla con fuerza mediante movimientos sucesivos de cabeza en todas las direcciones. Se inclinó hacia atrás apoyándose en ambos codos, enfrentó su cara al sol. No fue suficiente, el cansancio provocado por aquel esfuerzo la hizo recostarse. Cerró los ojos para disfrutar aquella extrema paz adquirida de pronto. Solo acompañada por el fuerte retumbar de su corazón, las palpitaciones en sus sienes, la sangre circulando velozmente por sus venas, todo mezclado con el frío de la brisa, los rayos aguijoneando su piel, el sonido del follaje, el canto de los pájaros, el traqueteo de los regadores y el silbido de las gotas de agua surcando el aire para terminar chocando irremediablemente contra el césped.
Solo el frío le hizo abrir los ojos que quedaron de inmediato algo encandilados. El intenso azul del cielo pareció caer sobre ella, algo desorientada, sin que aquello le importará demasiado, se sentía muy bien, habría permanecido allí un largo rato más, pero debía preparase para que este día fuera especial.
Se levantó ágilmente, corrió hacia su dormitorio, envolvió en una gran toalla su cuerpo aún húmedo, se acurrucó en ella en busca de abrigo y su suave caricia.
CAPÍTULO 2
Sentado en la cama, Andrés no lograba conciliar el sueño, lo había intentado todo y todo había resultado infructuoso.
Nada lograba apaciguar su excitación, por fin ayer viernes había logrado convertirse en el gerente de su empresa.
Satisfecho, lleno de planes y nuevas ideas, pero por sobre todo, había cumplido con su padre fallecido:
- “¡Por fin viejito te puedo hacer feliz, misión cumplida!”, – pensó con un dejo más de alivio que de satisfacción. Como si aquello representará su propia libertad.
Mientras fumaba, contempló a Mirasol, – su esposa -, que dormía profundamente, ignorante de su ansiedad. Recordó aquellos días universitarios donde la conoció. No dejó de sentirse afortunado, le parecía imposible que alguien más pudiera entenderlo sin haber vivido aquel mundo donde se formaban los ingenieros. Todos aquellos sacrificios, – que ella detestaba- , que tuvo que sufrir y que estaba, – casi imperceptiblemente -, pagando muy caro. Al principio, viajó de obra en obra sin poder echar raíces en ningún lado. Entre ellos, – quizás – , lo más frustrante, no haber tenido la tranquilidad para formar un nido capaz de recibir a los hijos. Había llegado el momento de retribuir de alguna forma, si aquello aún era posible.
Un dejo de tristeza lo invadió. Más algo se repuso al hacer un balance positivo de sus logros: un buen pasar, dos automóviles de marca último modelo, una casa en el mejor barrio de la ciudad y una de descanso en la playa, pero faltaba llenar todo aquello con una familia. Aún era momento para remediar aquel grave error, – pensó algo arrepentido -, recostó su cabeza sobre el pecho de ella, en busca de su cariño o quizás de su perdón. Añoraba un abrazo afectuoso o tan solo una caricia maternal. No pudo retener algunas lágrimas que rodaron por sus mejillas. El latir pausado de su corazón, ajeno a los sentimientos contradictorios que lo envolvían, lo fueron adormeciendo hasta que finalmente el sueño terminó por abatirlo.
CAPÍTULO 3
- “¡Andrés!, ¿Cómo me veo?, ¿te gusta?”, – pregunto Mirasol aprensiva.
- “¡Espera un momento! ¡Ya voy!”, – responde él desganado desde el baño.
Ella se mira al espejo una y otra vez, se aprecia distinguida y recatada mientras espera la aprobación entusiasta de su marido.
Andrés entra al dormitorio sin que ella se percate. La observa detenidamente, no puede decir que no esta elegante pero sin duda tampoco luce nada especial:
- “No ha cambiado, sigue manteniendo gustos insípidos”, – concluye algo decepcionado.
Mirasol una vez más logrará no llamar la atención, pero a la vez, se asegurara que a nadie se le pueda pasar por la mente reprocharle su falta de elegancia. En cambio, él solo desea sobresalir. No cabe duda que su estado de ánimo no es el de ella.
Mirasol voltea abruptamente, y al verlo, extiende ambos brazos, adoptando una postura adecuada a quien espera solo un elogio:
- “¡Te vez muy, pero muy bien, eres todo una dama!”, – exclamó cínicamente, su cariño no le permitía herirla, prefería frustrar su deseo de verla más audaz.
Halagada, continuo retocando su maquillaje, mientras él terminaba de vestirse. En algún momento ella comenzó a observar, lo encontró más atractivo que nunca, irritada pensó:
- “A este estúpido se le han ido los humos a la cabeza, se siente dueño del mundo”, – intranquila por su repentina sensación de inseguridad no pudo evitar el escalofrío que le sobrevino.
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Aprovechando que en verano oscurece bastante más tarde. Ingrid había decidido partir temprano aquel sábado hacia Farellones, un importante centro de esquí incrustado entre las cumbres andinas más cercanas a la capital de Chile. Rauda cruzo las calles semi vacías en su lujoso vehículo descapotable disfrutando el vértigo de aquella velocidad en la cuesta estrecha de dos sentidos de tránsito y con más de ochenta curvas, una detrás de la otra, por la cual se accede al poblado cordillerano. Al llegar a la cima detuvo su auto en un mirador. Exhaló un suspiro que alivio su tensión y liberó sus sentidos. El silencio roto sólo por el silbido del viento, le recordó dónde estaba. Miró a su alrededor, divisó aquel poblado casi absolutamente vacío, sin ninguna alma en sus inmediaciones:
- “Pensar que esto en plena temporada es un hervidero de gente, ahora parece una ciudad fantasma pero impecablemente mantenida. Para quien no la conoce, no dejaría de ser algo atractivamente misterioso, – recordó una leyenda de infancia -, quizás así sea aquella ciudad perdida de los césares”.
Aunque el sol comenzaba a ocultarse por el poniente, el calor no disminuye, el sofoco la sacó de su trance, ubicándola nuevamente en el lugar donde se encontraba. Se acercó al borde del acantilado mientras observaba el horizonte, quedando nuevamente absorta por el espectáculo de colores que se formaba en el cielo, mientras en el fondo del valle, millones de pequeñas luces comenzaban a titilar cada vez con mayor fuerza a medida que la obscuridad se acentuaba. De pronto, tal como lo hace el telón al iniciar un nuevo acto, la bóveda celeste irrumpió lanzando millones de estrellas sobre ella. La brusca noción de su pequeñez la volvió nuevamente a la realidad. Al fondo de aquel abismo oscuro bajo sus pies, pudo advertir como una larga hilera de luces se desplazaba serpenteante hacia donde ella se encontraba. Acercó su muñeca lo más que pudo para mirar la hora que marcaba su reloj:
- “¡las 22 horas!. ¿Cómo ha pasado el tiempo?, ¡ya es hora!”.
Su alta y esbelta figura enfundada en un apretado vestido corto negro de textura suave y brillante, de líneas simples muy escotado por delante y por detrás dejaba ver su piel blanca que cubría con un delgado y transparente sobre todo, destacando lujuriosos sus atributos. Sus piernas cubiertas por medias negras se encumbraban sobre finos zapatos de charol de taco aguja que acentuaban aún más su gran porte. Su cabello claro a tono con aretes, collar y pulsera de oro terminaban de adornar su magnífico atractivo.
Hurgueteo dentro de su cartera para extraer un espejo con el cual revisó su maquillaje. Una vez concluido un pequeño retoque, subió con cuidado a su vehículo para movilizarse hacia aquella recepción.
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Andrés y Mirasol avanzaron lentamente hacia la puerta principal de aquella lujosa residencia. Él estaba inquieto, reconocía a muchos que salían habitualmente en la prensa pero no lograba identificar a alguien que conociera personalmente. Al acercarse a su anfitrión, comenzó a preparar su presentación, en eso estaba, cuando aquel le extendió afectuosamente su mano:
- “Andrés Risopatrón y Doña Mirasol que gusto, estoy feliz que hayan podido venir, por favor adelante y disfruten”.
Sorprendido, Andrés retribuye:
- “Muchas gracias Don Eduardo el placer es nuestro, estamos muy felices. Pero además, quiero expresarle nuestras felicitaciones por su nombramiento. Sin duda un merecido broche de oro a su exitosa carrera”.
- “¡Muchas gracias Andrés!, déjame saludar a tu Señora”, – se acercó a ella, beso su mejilla mientras palmoteaba cariñosamente su hombro izquierdo.
- “Por favor Señora pase, siéntase en su casa”.
Mientras traspasaba el umbral alejándose parsimoniosamente. Mirasol lo miró con desconfianza, exclamando en un susurro:
- “¡No me dijiste que no lo conocías!”.
- “¡Así es!, ¡estoy tan sorprendido como tú!, comprendo que pueda saber mi nombre, ¿pero el tuyo?”, – respondió contrariado.
Se ubicaron en una mesa. Él se dedicó a curiosear su entorno, no pudo dejar de reconocer que se trataba de una fiesta fastuosa. Las mesas estaban dispuestas para cuatro personas en un espacio formado por un gran salón, ampliado de tal forma, que la terraza quedaba perfectamente incorporada. Este último lugar donde habían decidido sentarse tenía varios atractivos adicionales, una espléndida vista al valle donde destacaba la ciudad de Santiago como una alfombra de pequeñas luces, el aroma de las flores de temporada, y por último, aire fresco que se vuelve escaso en estas ocasiones. Todo a media luz, salvo el escenario donde la orquesta irrumpía con música bailable. Calculó, sin embargo, que los invitados no eran más de doscientos. Los mozos comenzaban a servir los aperitivos. Uno de ellos pasó por su mesa, Andrés se sirvió un típico Pisco Sour, Mirasol en cambio pidió una Coca-Cola Light, poniendo en serios aprietos al garzón que no había contemplado su abstinencia alcohólica. Los invitados elegantemente vestidos eran la mayoría conocidos personajes públicos. Andrés pensaba que en cualquier momento tendrían que compartir la mesa. Tal como al ingreso, seguía manteniéndose atento a cualquier conocido o amigo para invitarlo a pasar juntos esta velada. Pero al igual que entonces no lograba encontrar a nadie. El tiempo transcurrió, nadie se acercó, lo que al fin de cuentas delataba que para el resto, ambos no eran más que dos perfectos desconocidos. También le llamó la atención que el promedio de edad de los invitados, no bajaba de los sesenta, eso en algo explicaba porque no conocía a nadie, sin duda la diferencia generacional era de por lo menos 20 años. Dirigió su mirada hacia el escenario donde un grupo de personas reían. Entre ellos el anfitrión y una mujer joven, aparentemente sin compañía, no le cupo duda en que no podía ser más que su hija. Andrés la observaba algo embobado como ella recorría el salón con la suya, hasta que de pronto ambas miradas se encontraron. Los ojos de ambos quedaron clavados, el mundo que los rodeaba se esfumó. Sin embargo, la intensidad desenfadada de aquellos hermosos ojos azules lo ruborizaron hasta el punto de transpirar afiebradamente, su corazón latía de tal forma que parecía que en cualquier instante saltaría por la boca. Un tremendo dolor en el brazo seguido de otro casi simultáneo en la canilla lo sacó bruscamente del trance mientras escuchaba a Mirasol exclamar iracunda:
- “¡Que te has creído, no ves que estoy aquí, déjate de mirar a esa puta por que de lo contrario nos vamos inmediatamente!”.
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La fiesta transcurrió entre comida, bebida y baile:
- “ !Que bien lo he pasado Andrés, hace mucho tiempo que no bailaba!. Son las cuatro de la madrugada, estoy algo cansada, empiezo a añorar mi cama ¿vamos?”.
- “¡Esta bien Mirasol, yo también lo estoy!”.
- “!Que bueno!, espérame un rato voy al baño”.
- “Estaré allí al borde de la terraza, voy aprovechar de contemplar el panorama”.
Andrés se dirigió hasta asirse firmemente de la baranda con ambas manos, fijo su mirada en el horizonte aspirando profundamente el aire fresco hasta llenar sus pulmones. Mantuvo la respiración mientras volteaba hacia arriba enfrentado el intenso espectáculo de aquellas estrellas infinitas.
Sorpresivamente una mano liviana, suave, levemente sudorosa, aprieta delicadamente la suya. Vuelve abruptamente de su ensoñación y gira su cuerpo en busca del origen de aquella. Sus ojos se encuentran nuevamente con aquella mujer que hace un rato atrás había atrapado su mirada y que ahora repetía aquella atracción. Su intensidad lo traspasaba, el rubor de sus mejillas lo delataba, la fuerte agitación de su corazón perturbaba su juicio, sus piernas temblaban sin control. No pronunció palabra, sus ojos intensamente azules clavados a los de él, su mano tomó firmemente la suya, la levanta y la tira levemente indicando que la siga. Andrés camina sin oponer resistencia, casi sin voluntad, el bullicio y la música, parecen lejanas.
CAPÍTULO 4
Héctor Soto, estaba feliz recordando la ceremonia del miércoles pasado, en que por fin había logrado salir de la Escuela de Investigaciones de Chile y hoy ya era un detective. El sueño de toda su vida era una realidad. Su inmensa vocación por esta carrera hacia que su pecho se inflará de ideales. Estaba dispuesto a trabajar arduamente hasta convertirse en el mejor. Sin embargo, no dejaba de causarle dolor recordar que nadie de su familia hubiese estado presente. Sabia que sus padres nunca habían aceptado aquella decisión. Ellos esperaban que él hubiese ingresado a una universidad a cursar una carrera tradicional. Pero tenía la firme convicción que tarde o temprano ellos terminarían por aceptar, o al menos, respetar su opción.
Hoy se encontraba pagando el noviciado. Se había quedado sin fin de semana. La jefatura de la institución lo había dejado de turno en la comisaría de Las Tranqueras en la comuna de Las Condes. No le importaba demasiado pues lo único que realmente quería era empezar a trabajar pronto.
El domingo, a la hora de ingresar al cuartel, el sol ya estaba sobre la cordillera, la temperatura ambiente bordeaba los 20 ° C, no se percibía ni la más mínima brisa, por lo tanto, dedujo que aquel sería especialmente caluroso. Se preparó anímicamente para pasar otro largo y tedioso domingo de fin de semana.
Algo soñoliento, bebía cerveza enlatada, sintió lejano el rinrinear del teléfono. Su ayudante se levantó del asiento donde dormitaba para dirigirse desganadamente a contestar. Al rato, aquel, apareció en el rasgo de la puerta:
- “Don Héctor, lo llaman de la Comisaría de Carabineros de Las Tranqueras. Informan de un accidente automovilístico, en que una persona falleció, en la curva N°47 de la cuesta a Farellones. Requieren de vuestra presencia para iniciar el procedimiento de rigor”.
- “¡Bueno Arturo!, es mejor que nos movilicemos rápidamente, mira que estos pacos lo único que saben hacer es alterar el escenario del delito”.
Ayudados por la sirena del vehículo policial, se desplazaron a gran velocidad a través de las calles de la ciudad. Sin embargo para subir por la peligrosa cuesta lo hicieron con cuidado. Al llegar, ya se encontraban además de Carabineros, los bomberos y una ambulancia. El tráfico en ambos sentidos se encontraba suspendido. El teniente de carabineros a cargo, se acercó con prontitud al vehículo de la policía de Investigaciones para solicitar que la diligencia policial se inicie con prontitud pues no se puede mantener suspendido el tránsito todo el día:
- “¡Bueno Teniente!, sí está tan apurado lo iniciaremos de inmediato tomándole su testimonio”, – respondió Héctor con dureza frente a la actitud algo prepotente del oficial uniformado.
Aquel procedió a narrar lo que sabía hasta dicho instante:
- “A las 6:30 horas de la madrugada, siendo el oficial de turno, se me informó que una persona, que no quiso identificarse, había llamado al teléfono del servicio de radio patrullas denunciando la existencia de un vehículo siniestrado en la cuesta a Farellones. Nos movilizamos al sector indicado, llegando alrededor de las 7:00 horas, donde constatamos la existencia de un automóvil que se había precipitado a más de 100 metros de profundidad en una quebrada de muy difícil acceso. Al no disponer de los elementos necesarios para bajar con seguridad hasta el lugar, se solicitó la colaboración de una unidad de rescate del Cuerpo de Bomberos y una ambulancia con un médico por si se requería auxiliar con prontitud a algunos de sus ocupantes. Esta ayuda, solicitada a través de nuestros equipos de radio, tardó en llegar cerca de 45 minutos. Procedimos de inmediato a descender hasta el lugar. Allí se pudo constatar que el móvil se encontraba absolutamente calcinado, su estructura retorcida por los golpes y el fuego hasta un punto en que resultaba imposible reconocer la marca o el modelo. Afortunadamente su placa patente era perfectamente legible. Se trataba del número: DH – 9847. Además, se encontró la manilla de una cartera y parte de un zapato de mujer. No encontramos restos humanos en su interior, por eso iniciamos un minucioso rastreo del sector hasta que ubicamos un cadáver sobre un risco a unos 30 metros más arriba, de sexo femenino, de una edad aparente que puede oscilar entre los 30 a 35 años. Según el doctor, el deceso probable fue instantáneo a causa de una fractura expuesta en el cráneo con pérdida de masa encefálica provocado por un fuerte golpe. No se encontraron otros cadáveres”.
- “¿Cual es su opinión Teniente?”, – contra preguntó Héctor.
- “¡Mire! para mi esto se trata de un accidente. La mujer sola en su vehículo bajaba hacia Santiago. La oscuridad, la velocidad y las dificultades de este camino conspiraron en un cierto instante para que ésta perdiera el control del móvil, precipitándose al barranco. Saltando de su interior, intentó salvar su vida, pero lamentablemente estrelló su cabeza contra algún saliente rocoso. ¡Tuvo mala suerte!, era en realidad su única alternativa. Si hubiese permanecido en el interior su muerte estaba asegurada. El doctor revisó el cadáver. No encontró evidencias externas que hagan pensar que conducía bajo los efectos del alcohol, aunque aquello sólo podrá ser descartado una vez que se haga la autopsia de rigor”.
Una vez que Héctor concluyó con los interrogatorios, así como con la incautación y/o protección de las posibles evidencias que pudieran ser importantes para la investigación posterior, – que a todas luces parecía que solo sería de simple rutina, pues lo más probable es que aquella terminaría por confirmar la versión del Teniente -, procedió a llamar al fiscal de turno con el propósito de conseguir la autorización respectiva para levantar el cadáver y normalizar la circulación a través de este camino que ya se encontraba interrumpida por mucho tiempo.
CAPÍTULO 5
Un hedor penetrante despertó bruscamente a Andrés. Al abrir los párpados desconoció todo, pero no reaccionó de inmediato. Un intenso dolor de cabeza lo obligó a cerrarlos nuevamente. Sin embargo, después de algunos instantes, se incorporó rápidamente. Confundido se sentó, observó minuciosamente tratando de identificar el lugar y haciéndose sucesivamente preguntas que era incapaz de responder, en un vano intento por explicar lo que pasaba:
- “¿Dónde estoy?, ¿Cómo llegue aquí?, ¿por qué?, ¿Qué hago aquí?”.
El lugar era oscuro, frío, húmedo, cargado por un fuerte olor a orines y excremento humano. A su lado, dormía un viejo andrajoso mal oliente. No pudo resistir el asco, las náuseas se hicieron incontrolables, varias arcadas secas que terminan irremediablemente en un vómito abundante que estremeció todo su cuerpo. Una vez repuesto, incrédulo e iracundo, no podía comprender cómo había llegado a lo que sin duda era un calabozo. Se levantó furioso, agarrado fuertemente a los barrotes, gritó frenético:
- “¡Escúchame, necesito hablar con alguien !, ¿¡ acaso no escuchan mierdas !?, ¡sáquenme de aquí de inmediato!, ¡pacos desgraciados, que se han creído!, ¿¡acaso no se dan cuenta de quien soy!?”.
Ante este alboroto, ingreso al recinto el cabo de guardia acompañado de un carabinero armado:
- “¡Cállese!, ¡deje su histeria feminoide de lado!”, – le señaló con voz autoritariamente fuerte.
Andrés siguió vociferando.
- “¡Cállese le dije o sino me voy!”, – insistió el cabo alzando aún más la voz.
Andrés respiró profundo varias veces. Tratando de controlar su angustia, retrocede, se sienta en el camastro, cubre su rostro con ambas manos, para retirarlas después de algunos segundos. Mira fijamente al cabo casi suplicando una explicación:
- “Que bien que se haya tranquilizado, así podemos conversar”, – le dice el uniformado con tono amistoso.
- “¿¡Que hago aquí!?”, – exclama bruscamente Andrés.
- “Usted esta detenido por vagancia y ebriedad. Fue encontrado en la madrugada de hoy domingo, alrededor de las 6:00 a.m. botado en la vía pública absolutamente inconsciente y con hálito alcohólico. Pero no se preocupe, verificaremos su domicilio, si lo desea, avisaremos a algún familiar para que lo venga a buscar y luego podrá irse. Por supuesto, debemos citarlo a comparecer ante el juez de policía local correspondiente”.
Andrés no salía de su asombro. A medida que escuchaba las causas de su detención, no recordaba haber bebido hasta esos extremos. Su estado de confusión se agudizaba en la misma medida en que el dolor de cabeza, que lo aquejaba, también lo hacía. Decidió no seguir, – por el momento – , tratando de explicar que había sucedido y solicitó al policía, – que lo observaba con cierta compasión conocedor de que no hay borracho que reconozca serlo:
- “¡Esta bien cabo!, no entiendo nada de lo que usted me está diciendo, discúlpeme por lo grosero que he sido, haga lo que tenga que hacer pero rápido. Quisiera pedirle algunas cosas, primero un analgésico para calmar esta cefalea que no me deja pensar. Segundo avise a mi esposa donde estoy al teléfono 2203405. Por último, un baño donde poder asearme”.
- “Ningún problema, – respondió el suboficial – , aún más podrá permanecer en la sala de guardia mientras espera, ¿le parece bien?”.
- “¡Gracias!”, – le respondió Andrés reconfortado por el gesto del policía.
CAPÍTULO 6
Ambos se escabulleron, aprovechando la obscuridad entre los arbustos del jardín para que nadie se percatara, abandonando la residencia por la salida de servicio. En la calle, ella se detuvo frente a un lujoso Mercedes Benz C-600 deportivo rojo con capota replegada. Saco las llaves desde una pequeña cartera que luego lanzó a su interior. Andrés no dejaba de mirarla, embrujado por aquella mujer audaz. Ella lo enfrentó, apoyando su cuerpo en el vehículo y flectando su pierna izquierda apoyando la planta de su zapato en la puerta, mientras simultáneamente la movía sugerentemente. Sin pronunciar palabra, – como jugando -, alzó su brazo derecho. De su mano pendían las llaves, las que eran agitadas intencionadamente. Con sonrisa seductora sin despegar su mirada felina de los ojos de Andrés, las dejo caer. Aquel se inclinó hasta quedar en cuclillas. Mientras sus ciegas manos palpaban el suelo en su busca. Sus ojos no pudieron abstraerse de la tentación de escrutar entre sus piernas. Deleitaba su instinto que se agitaba peligrosamente con cada movimiento de aquella esbelta pierna que dejaba ver sus zonas prohibidas entre mezquinos intervalos de tiempo.
Sus sentidos se agudizaron, su mirada traspasaba su ropa, su olfato distinguía el olor del sexo, sus oídos sentían el deseo de ambos. Su mano derecha apretaba cada vez más fuerte las llaves sin siquiera percatarse que ya sangraba. En ese instante, en que el instinto animal de aquellos parecían a punto de estallar con total desenfreno, ella brincó hasta quedar sentada sobre el borde superior de la puerta para luego dejarse caer sobre el asiento trasero del automóvil. Él corre hacia el vehículo. Una vez sentado frente al volante, introduce nerviosamente la llave, la gira, acelera a fondo y parte velozmente haciendo rechinar los neumáticos.
El viento que levanta la velocidad en aquella cálida noche, hace que la cabellera de ella flamee libremente. Mientras disfruta, recostada en el asiento trasero, de sucesivas bocanadas de humo aspiradas a un cigarrillo. Andrés, no deja de observar a través del retrovisor, advierte cuando ella extrae de su cartera un lápiz y un papel donde hace una anotación, que luego le entrega:
“Los Naranjos 2032, Lo Curro”. Conocía el sector, así que se encaminó raudo en pos de aquella dirección. No dejo de contemplarla y disfrutar de sus encantos hasta el punto que no supo como al final pudo llegar a la dirección señalada. Tampoco le importó, entró raudo por un sendero hasta llegar a la entrada principal de la residencia. Detuvo el motor, su cuerpo transpiraba, el corazón latía a la altura de la garganta, le dolía su sexo al no poder sobrepasar los límites que le imponía el pantalón. Ella saltó rápidamente del automóvil, caminó descalza hacia su interior, mirando sucesivamente hacia atrás como para cerciorarse de que él la seguiría.
Algunos pasos más atrás, él no dejaba de observar sus cimbreantes caderas. Ella dejó caer su vestido, levantó suavemente un pie y luego el otro. Continúo avanzando hacia la escala. Él, petrificado, disfrutaba de aquella figura esbelta, blanca, su cabellera rubia cubriendo parte de su hermosa espalda. Aquellos diminutos calzones negros que sostenían las ligas que a la vez sostenían las medias que cubrían aquellas finas y contorneadas piernas. La siguió con la mirada, para no perder ni un instante de aquel espectáculo, hasta que desapareció entre los pasillos del segundo piso. Frenético, corrió tras ella, subiendo las gradas a grandes zancadas. Al llegar al dormitorio, encontró la puerta con cerrojo por el interior. Sus instintos reprimidos lo convertían en una fiera. No estaba dispuesto a marcharse sin antes poseerla:
- “¡Mierda!, ¿¡que intentas!?, ¡no creas que me voy a quedar así!”, – le gritó enfurecido mientras golpeaba una y otra vez la puerta del dormitorio.
Afiebrado, como animal hambriento buscaba aquella presa para saciar su apetito. Bajó al primer nivel. En la sala de estar, encontró una botella de Whisky. Rabioso, bebió de ella un largo trago, el cual no hizo más que agudizar su estado. Furibundo, volvió al dormitorio. Con un poderoso impulso golpeó su cuerpo contra la puerta arrancando de cuajo la cerradura. Ingresó, pero no la encontró. Se dirigió al baño, allí estaba, en el jacuzzi, lo miraba burlonamente. Él fuera de sí, la jaló de sus cabellos para arrastrarla fuera de la bañera. Luego la alzó arrinconándola contra la pared. La besó furiosamente hasta vencer su resistencia. Mordió su labio hasta sentir el sabor de su sangre. Ella respondió con igual intensidad. Su cuerpo se estremecía descontroladamente, su sudor mezclado con el agua lo agitaba aún más. Sus labios hinchados ardían de lujuria. Su cuerpo buscaba desesperadamente la posición correcta, hasta que logró la penetración profunda que finalmente apagó el fuego de ambos con un gemido de placer. Ambos cuerpos cayeron exhaustos sobre el piso. Él bajo ella, acompañados solo por los latidos desacoplados. El cabello de ella cubría su cara. El olor de su cuello lo embriago aún más hasta ser vencido por el cansancio de este extremo esfuerzo.
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Millones de agujas se clavaron en todas partes de su cuerpo. El frío lo calo hasta los huesos, los músculos se le contrajeron, Andrés se sintió pequeño y vulnerable:
- “¡Diablos!, estos pacos de mierda no tienen agua caliente”, – gritó enojado y sorprendido, mientras se aleja con prisa del chorro de agua que cae de la ducha.
Al cabo de un breve momento, poco a poco, su cuerpo fue tolerando mejor, hasta incluso sentirla placentera. Podía distinguir perfectamente cómo su cuerpo parecía rejuvenecer, la sangre circulaba velozmente, su mente volvía a funcionar con claridad, a la vez que retornaba la seguridad en sí mismo. Al refregarse el cabello con un resto de jabón, que encontró en la tina, un dolor le permitió percatarse que tenía una gran hinchazón en el cuero cabelludo:
- “¿Como diablos me hice esto?, ¿Cómo pude llegar a embriagarme hasta el punto de golpearme la cabeza de esta manera y pasar la noche aturdido en la calle?, ¡no entiendo nada de nada!”, – exclamó para sí mismo en voz baja, aún perturbado por no poder explicar lo sucedido.
Mientras el agua fría caía agradablemente sobre su cabeza, trató de reconstruir lo que había sucedido después de haber estado con aquella mujer. Recordó que despertó tirado en el suelo del baño, se sentó y escrutó aquel recinto, sin encontrarla. Todo se hallaba perfectamente limpio y ordenado. Extrañado se incorporó rápidamente, arregló sus ropas, se miró al espejo, peino sus cabellos con sus dedos, entró en el dormitorio, todo lucía como si nunca nadie hubiera estado allí. Se preguntó dónde estaba ella. Se dirigió presuroso a la planta baja en su búsqueda. Pero al descender por la escala, una mujer de cierta edad lo encañonaba con un arma. Por su uniforme dedujo que se trataba de una sirviente, nerviosa y asustada, le preguntaba: ¿Qué hacía allí?, ¿Quién era?.
Confundido trataba de tranquilizarla. Pero todo resultaba en vano, pues no sabía ni siquiera como se llamaba la mujer con la cual había entrado a dicha casa. Su siguiente recuerdo, era cuando despierta en el calabozo. Por más que lo intenta, no logra reconstituir nada más:
- “¡Por la cresta, en que tete estoy metido!”, – piensa preocupado.
Sale de la tina, impaciente busca sus ropas, algo asqueado duda ponérselas, pero no tiene otra alternativa.
CAPÍTULO 7
A las 18:00 horas de aquel domingo 16 de enero de 1994, Héctor recién regresaba al cuartel después de haber permanecido prácticamente todo el día preocupado de atender aquel procedimiento policial. Cansado y hambriento, solicitó a su asistente que le preparara un sándwich y un café cargado sin azúcar. En su escritorio, se dispuso a efectuar el informe respectivo a sus superiores. Decidió hacerlo de inmediato, – antes de retirarse a descansar a su casa -, quería aprovechar que tenía las cosas frescas. Si esperaba hasta mañana temía que algunos detalles importantes quedarán fuera. Supuso que no le llevaría mucho tiempo ya que todo parecía indicar que se trataba de un rutinario reporte de accidente del tránsito. Mientras comenzaba su redacción, se le vino a la mente la opinión del oficial de Carabineros, en contraposición a aquella, también recordó el refrán que repetía en cada clase un viejo profesor de la escuela:
“Señores, los accidentes que para todo el mundo resultan evidentes, no son más que una fórmula para ocultar delitos. Por el contrario, aquellos delitos que para todos no son evidentes, por lo general, no son más que infortunados accidentes o errores que se pretenden ocultar”.
Aquellas palabras que alguna vez le fueron repetidas hasta la majadería, hoy se convertían para Héctor en una llave maestra, que le permitía analizar las evidencias bajo una estricta lógica policial, las inconsistencias se hacían evidentes y las dudas también.
Trató de reconstruir los sucesos que antecedieron al accidente, intentó responder sus propias interrogantes pensando en voz alta:
- “¿Hacia dónde se dirigía?, obviamente bajaba hacia Santiago. ¿A qué hora aproximada ocurrió el accidente?, Carabineros es informado por un desconocido alrededor de las 6:30 a.m. de la madrugada de hoy. En el caso más desfavorable, este debió ubicar primero un teléfono pues en dicho sector no hay señales para celulares, por lo tanto, descontando aquel tiempo, el automóvil siniestrado fue detectado alrededor de las 6:00. Por otro lado, el médico que llegó al lugar y que fue el primero en revisar el cadáver, estimó su data de muerte en no más de dos a tres horas porque aún aquel mantenía algo de temperatura corporal en las zonas más protegidas. Es decir esto se produjo entre las 3 y 4 de la madrugada.
- ¿Qué hacía una mujer sola transitando por esta vía a aquella hora?, por la ropa que vestía, sin lugar a duda venía de una fiesta, afortunadamente en época estival, allí no reside casi nadie, así que no costará averiguarlo.
- ¿Conducía bajo los efectos del alcohol?, si venía de una fiesta es muy probable que así fuera. Sin embargo, no hay pruebas evidentes de aquello, no se encontraron envases o rastros de alcohol en la ropa, y según el médico tampoco había olor a aquel en el cuerpo”.
Sin embargo Héctor, recordó que había caminado por la cuesta más arriba y había encontrado rastros importantes. Llamó a su asistente para que le trajera la libreta donde se registraron los apuntes. La leyó concienzudamente y luego continuó con su análisis en voz alta:
- “Efectivamente, medio kilómetro antes, el vehículo se acercó tanto al talud de corte en la montaña, – que en dicho sector es prácticamente vertical -, que estrelló el espejo lateral derecho, lo explican los restos encontrados en ese lugar. Más adelante, aproximadamente 200 metro, justo en una curva, el vehículo se salió del pavimento y penetró en un recodo hasta golpear contra una gran piedra, la conductora hecho marcha atrás para sacarlo, pero esto no le resultó fácil, el suelo estaba muy suelto, así que los neumáticos giraron en banda, tuvo que acelerar a fondo, las huellas estaban ahí perfectamente frescas. Sin embargo, el último percance ocurrió tan solo 30 metros antes del punto por donde desbarrancó, un gran bache en la carpeta asfaltada, la gran velocidad que llevaba y la obscuridad, – impidieron que se percatara -, hizo que una de las ruedas cayera en aquel, la tapa saltara, y la mujer perdiera el control. A la luz de los antecedentes recogidos, esto fue lo que ocurrió. La mujer no estaba en condiciones para conducir, lo hacía a gran velocidad, no hay evidencias de un desperfecto mecánico. Sí hubiera venido en buena o regular condición habría bastado el primer incidente para extremar la cautela, pero no ocurrió así, no alteró su conducción imprudente, el vehículo respondió incluso después de estrellarse contra la roca y quedaron perfectamente grabadas en el pavimento el freno aplicado después de pisar el bache pero no bastó para detenerlo a tiempo. ¿No llevaba acompañantes?, ¿tuvo alguna participación la persona que denunció el accidente?, ¿era acaso este el acompañante?, no hay evidencias físicas de ello, preguntas que por el momento no puedo responder, sin embargo, su presencia tampoco puede descartarse. ¿Cuál es su identidad?, en el lugar no se encontró ningún tipo de identificación, probablemente el fuego la consumió junto con su cartera, pero tenemos la patente y también las huellas dactilares, así que de alguna u otra forma voy a identificarla. ¿Cuál era su estado civil?, el cadáver no tenía argolla aunque sí la huella en el dedo”.
Para Héctor, había algunas incógnitas importantes por clarificar antes de dar con una conclusión definitiva para este caso. Así que decidió redactar un informe preliminar dando cuenta de los hechos que a él le constaban y lo terminó señalando que para cerrarlo faltaban al menos dos pesquisas fundamentales: el informe forense del instituto médico legal y la identificación de la occisa.
Agotado, su reloj marcaba las 23:30 horas, gritó hambriento:
- “¡Arturo! ¿¡que paso con el sándwich y el café que te pedí¡?”.
Su asistente diligente pero contrariado se lo indicó con el dedo índice de su mano derecha. Héctor lo miró sorprendido, sorbió algo del frío café, el emparedado que había sido caliente a esta altura se encontraba duro y para nada resultaba apetitoso.
CAPÍTULO 8
El día transcurrió lentamente. Afuera el calor arreciaba, la calle silenciosa, de vez en cuando el paso de algún vehículo o las voces chillonas de algunos niños jugando.
La tarde comenzaba a caer. Al cambiar el turno, Andrés había sido nuevamente trasladado a la celda fría, húmeda y mal oliente. El nuevo cabo a cargo no había permitido su permanencia en la sala de guardia.
Andrés indignado caminaba sin cesar de un extremo a otro. Todos los intentos hechos para comunicarse con Mirasol habían sido infructuosos. Simplemente el teléfono sonaba sin que nadie lo atendiera. No podía entender, que antes que él, hubiera podido salir aquel borracho indecente:
- “¡Maldita!, ¿Dónde se ha metido?, – seguro que me quiere hacer pagar caro -, ¡está despechada!, ¿hasta cuándo pretenderá tenerme aquí?, ¿Cómo diablos me fui a meter en esto?, ahora ¿Qué haré ?…”
La noche había caído, cuando ingresó un Carabinero al recinto de las celdas:
- “Señor, llegó la patrulla enviada a la dirección señalada por usted. Lamentablemente, nadie respondió al timbre, la vivienda aparentemente se encuentra sin moradores”.
- “¡No es posible!”, -respondió aireado Andrés.
- “¡Así no más es!, lo siento mucho pero no podrá salir mientras no comprobemos su domicilio. Mañana lo volveremos a intentar, llamaremos a su oficina”.
- “¡Ni se le ocurra hacer semejante idiotez!, ¿Qué quiere?, que además sea publicado por los diarios para que todo el país lo sepa. ¡No señor!, yo no puedo permanecer otra noche aquí, mañana tengo que trabajar”, – alegaba Andrés enfurecido.
- “Señor, yo no puedo hacer nada más ¡Buenas noches!”, – se retiró el uniformado, dejándolo sin esperar a que terminara de hablar, molestó con su actitud prepotente.
***************
Se percató que el auto de Marisol aún permanecía en el garaje. Ingresó a su casa por la puerta principal:
- “¡Marisol!, – gritó varias veces sin recibir respuesta – , ¡¿dónde diablos se ha metido?! debe de estar enfurecida conmigo?, bueno ya pensare como voy arreglar esta cagada. Por ahora tengo mucha hambre”.
Se dirigió a la cocina, abrió el refrigerador y se empinó, directamente de la botella, un largo sorbo de leche, mientras con su mano izquierda sacó un pedazo de queso que engullo ávidamente. Descansó en una silla de la mesa de diario mientras saciaba su hambre. El cansancio comenzaba a apoderarse de su voluntad, pero antes, quería darse un baño, no soportaba su pestilencia.
Al ingresar a su dormitorio le extrañó que esta luciera tal cual lo había dejado el sábado:
- “¿Dónde diablos estará Mirasol?, – volvió a preguntarse.
Pero su necesidad de tomar un baño caliente era en ese instante más importante:
- “¡Ya aparecerá!, ahí recién comenzarán mis problemas. Es mejor que ocupe este tiempo en recuperarme”, – se respondió así mismo desaprensivamente.
Mientras el agua caliente caía acogedora, reconfortando su cuerpo, pensaba en lo agradecido que estaba de Alejandra, su secretaria, que lo había sacado aquel lunes a penas logró comunicarse con ella:
- “¡Solo esperaba ahora que fuera discreta!, ¡pobre de ella sino lo es!, – acotó seguidamente, algo preocupado de que todo esto llegase a saberse -, ¡bonita manera de comenzar en mi nuevo cargo!, – se recrimina sin poder explicarse todo lo que había hecho -, ¿Dónde se habrá metido Marisol?, -se volvió a preguntar -, su auto aún está en la cochera».
No tenía fuerzas para seguir pensando y menos para comenzar a buscarla. Se secó rápidamente lo mejor que pudo, salió del baño y se tiró sobre su cama, el sueño fulminante lo abatió .
CAPÍTULO 9
El inspector Valenzuela, hombre obeso, de cincuenta y cinco años, cara adusta pero mirada bonachona, se sentó en su escritorio repleto de documentos que esperaban su lectura, dio a aquellos una desganada ojeada. Poco aficionado al trabajo de oficina prefería mil veces estar en la calle, donde las papas queman, donde la vida se juega a cada instante, donde la acción es el único salvavidas. Poco gustoso de leer papeles, prefería conversar con sus hombres los problemas del día:
- “¡Héctor, ven de inmediato a mi oficina!”, – ordenó autoritariamente a través del citófono.
- “¡Si señor!, ¿Qué desea?”, – susurró algo asustado.
- “Cuénteme cómo le fue el fin de semanas”.
Aquel ingresó con cautela, como tanteando el estado de ánimo de su jefe:
Algo molestó, desganado, también frustrado, Héctor se dio cuenta que no había leído su informe. Su trabajo del día anterior ni siquiera había sido tomado en cuenta. Resignado relató el presunto accidente del domingo por la madrugada.
Los años de camaradería en las calles de Santiago en la lucha contra el crimen, habían convertido al viejo inspector en un hombre sensible, capaz de poder detectar con tan solo mirar sus expresiones o sus ojos, los sentimientos que cruzaban por el corazón de sus hombres. Así que no tardó en darse cuenta del malestar de su detective. Recordó los años cuando él se iniciaba, en lo que a estas alturas de su vida, tan sólo era un desagradable y sucio oficio:
- “Otro pobre iluso, seguramente queriendo convertirse en el mejor de todos, ¿no era acaso lo mismo que yo deseaba a su misma edad?”.
Por lo que había alcanzado a leer, le pareció un caso simple, tan solo un accidente de tránsito. Así que, como una manera de disculparse, le dijo:
- “¡Héctor, hágase cargo de ese caso y preocúpese de cerrarlo a la brevedad!, eso es todo, retírese”.
Contento, salió de la oficina del inspector. Por fin la hora de llevar adelante la investigación de su primer caso había llegado. Se sentó en su escritorio. Entusiasmado planificó sus primeras diligencias. Envío de inmediato un oficio a la policía técnica solicitando a la brevedad el informe dactilar. Con ello tenía resuelto el problema de la identificación de la occisa. Inmediatamente después, a través de su computadora ingresó al registro nacional de vehículos motorizados y revisó pacientemente el largo listado de patentes. No le llevó mucho tiempo ubicarla, y enterarse que correspondía a un automóvil sedan, marca BMW, color blanco, modelo 610i, año 1992, de propiedad del señor Andrés Hugo Risopatrón Valdés, carnet de identidad 8.832.526-5, domiciliado en calle Los Castaños 23108, Las Condes, Santiago.
Pensó en voz alta:
- “Ya tengo por dónde empezar. Pero antes de ir a visitarlo, quiero tener la identificación de la conductora y la causa de su deceso, – se paró de su silla rápidamente, tomó su chaqueta con gran premura, que casi lanza al piso el perchero de pedestal donde colgaba -, vamos Arturo, llévame al servicio médico legal. Trataré de obtener del forense una versión extraoficial de la autopsia”, – ambos hombres se trasladaron al subterráneo para abordar el vehículo policial.
CAPÍTULO 10
Se oponía a abandonar aquel placentero sueño en el cual se encontraba sumergido. Pero ya resultaba imposible evitarlo. Con su mano derecha apretó fuertemente su sexo erecto en busca de un alivio transitorio mientras con la otra palpaba a su lado en busca del cuerpo de Marisol. Urgido por su excitación tanteó primero con sus pies, al no encontrar nada, movilizó todo su cuerpo para hacerle el amor. Cuando apenas comenzaba a darse cuenta que ella no se encontraba, sonó fuerte y disonante el timbre de la puerta. Su corazón salto de susto creando un vació succionador en su pecho:
- “¡Mierda a la hora que llega!, – iracundo, saltó de la cama, se encaminó hacia la entrada, abriendo bruscamente la puerta y gritando simultáneamente – ¡¿dónde diablos te has metido todo este tiempo!, – el pudor y la vergüenza se apoderaron de él, al darse cuenta que no era ella. Cubrió rápidamente su cuerpo tras la puerta -, ¡discúlpeme, creí que era mi esposa!”, – atino a decir.
- “¿Señor Andrés Risopatrón?”, – preguntó Héctor.
- “¡Si, soy yo!, – contestó – , ¿Qué desea?”.
- “Detective Héctor Soto de la policía de Investigaciones de Chile”, – se presentó, acercando simultáneamente su placa identificatoria a la altura de los ojo.
Este incómodo le respondió:
- “¿Puede esperar un momento, voy a vestirme y lo atiendo de inmediato?”.
- “¡No se preocupe, vaya no más, no tengo apuró!”, – contestó tranquilamente el detective.
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Mientras conducía, pensaba:
- “Es extraño, todo parece tan simple, lógico, yo diría que hasta demasiado obvio. Sé quien es el dueño del vehículo siniestrado, tengo la identidad de la mujer muerta y también la causa”.
A pesar de aquellas certezas decidió no decirle nada a Andrés respecto de la diligencia que iban a realizar. Quería ver su reacción, aquella sería una pista, aunque subjetiva, valiosa para encauzar su investigación.
La marcha era lenta a esa hora del día. Santiago era un desagradable hervidero de gente, vehículos atochados en tacos interminables, bocinazos por doquier como si aquello en algo pudiera servir para descongestionar. Los microbuses con gente colgando de las pisaderas, culebreando y haciendo valer la ley del más fuerte para abrirse camino en medio de la sonajera de sus destartaladas carrocerías. Todo aquello condimentado con el humo mal oliente proveniente de la mala combustión, el calor que en aquel instante bordeaba los 31 grados Celsius a la sombra y transeúntes cruzando las calles desordenada e intempestivamente. No era mucho lo que podía hacer para avanzar más rápidamente, así que Héctor seguía abstraído en sus divagaciones:
- “ Quedan pocas preguntas por responder pero quizás las más importantes : ¿De dónde venía?, ¿Por qué viajaba sola?, ¿Dónde estaba él en los momentos en que todo esto ocurría?. Esas interrogantes debo esclarecerlas. Pero no quiero adelantarme, primero haremos este trámite”, – este par de hombres no cruzaron palabra durante el trayecto.
Andrés preocupado. Héctor perdido en sus razonamientos. El vehículo ingresó raudamente al estacionamiento interior de un vetusto edificio que se caía a pedazos:
- “¿Dónde estamos?”, – preguntó Andrés.
- “¡Ya lo sabrá don Andrés!, ¡sígame por aquí por favor!”, – respondió Héctor amable pero firme.
Bajaron por una oscura escala hasta un frío y sucio recinto donde en un extremo se ubicaba un escritorio iluminado por el sol que ingresaba por una pequeña ventanilla de ventilación ubicada más arriba. Héctor se acercó a la persona que estaba detrás del escritorio consumiendo afanosamente un gran sándwich, mientras leía una revista de historietas:
- “¡Bueno días!”, – saludó mientras con su mano extendida le entregaba un papel.
El funcionario le dirigió una mirada como pidiendo disculpas por no poder contestar. Recibió y miró el papel sin pronunciar palabra. Se levantó de la silla para dirigirse pausadamente hacia una gran puerta doble, sin dejar de masticar. En una mano el papel, en la otra el emparedado. Héctor lo siguió, a la vez que volteaba su cabeza para, con un ademán de su brazo, indicarle a Andrés que lo hiciera también.
Ingresaron en un aséptico lugar, al menos así aparentaba serlo, por los cerámicos blancos, intensamente helado y húmedo. En sus costados y al fondo grandes hileras de cajones en cuatro niveles. El empleado leyó el papel y luego miró los estantes hasta que pareció ubicar uno en particular. Se dirigió hacia un cajón donde tiró fuertemente de su manilla hacia atrás:
- “¡Ahí está lo que buscan!, – exclamó.
Cuando pasó junto a Héctor mientras se retiraba del lugar, le instruyó:
- “¡Cuando termine deje cerrado el depósito por favor!”, – fueron sus últimas palabras antes de desaparecer tras cerrar la puerta del recinto.
Héctor caminó hacia el lugar, desplazó parte de un envoltorio plástico, dio media vuelta y miró fijamente a Andrés:
- “¡Acérquese!, ¿usted reconoce este cadáver?”.
Andrés escuchó muy lejana la voz del detective. El frío lo caló hasta el alma. Sus piernas temblaban, su semblante se demacró, adquiriendo una palidez traslúcida. Se acercó con indecisión hasta llegar al borde, inclinó la cabeza y su mirada quedó clavada en aquel cuerpo por largos segundos. En su interior luchaba por no creer lo que veía, hacía un esfuerzo por separar sus emociones de su razón, intentaba despersonalizar lo que sus ojos observaban. Era un cuerpo de mujer que yacía totalmente desnuda, su piel color gris verdosa, se tornaba amarillenta hacia manos y pies; sus párpados semicerrados ocultaban unos ojos sin brillo perdidos en el infinito; sus labios habían desaparecido, solo una tenue línea de un negro profundo señalaba lo que había sido su boca; el pelo duro, rígido, seco como la peluca de paja de un espantapájaros, se depositaba desordenado sobre el fondo del cajón. Su cuerpo presentaba heridas, algunos cortes que no sangraban y como se resistían a cicatrizar habían sido burdamente cocidos:
- “¡Mirasol!, ¡Mirasol!, ¿Qué haces aquí?, ¡por Dios!, ¿Qué haces aquí?, – brotaron estas palabras como desgarro desde su interior -, ¡vamos cúbrete!, ¡no puedes estar así, desnuda!, – iracundo miro a Héctor -,¡mierda! ¿¡como puedes tener a mi mujer en estas condiciones!? , tráeme su ropa para vestirla, debe estar muerta de frío”.
Se abalanzó sobre su cuerpo, colocando su cabeza entre sus pechos, como solía hacerlo cuando necesitaba el calor seguro de su cariño para consolar su dolor. Pero solo se encontró con el frío de la muerte.
Héctor sintió mucha compasión. Se arrepintió de no haberle advertido antes. Lo tomó de los hombros con ambas manos y trató de separarlo suavemente del cadáver:
- “¡Vamos hombre!, tu mujer está muerta, ya no hay nada que hacer”.
Andrés no pudo contener su estómago. Vomitó a un costado lo poco y nada que hasta el momento había ingerido. Héctor le acercó una silla y lo ayudó a sentarse. Se dirigió rápidamente hacia la antesala, regresando prontamente con un tazón de café hirviendo, que ofreció a Andrés para que se recuperara. Sin embargo, en un inusitado gesto de impotencia aquel lo cogió lanzándolo con rabia contra el muro del frente. Ocultó su cara con sus dos manos para soltar un desconsolado llanto que a veces se hacía fuerte e iracundo como intentando arrancar de su interior un dolor que no podía evitar.
Héctor no encontró un momento apropiado para conversar y aclarar las dudas que aún tenía. Andrés se sumergió en sí mismo. Su consciente quien sabe para donde se había ido. Así que no le quedó más remedio que llevarlo resignadamente de regreso a su casa. Sin duda que en estas circunstancias no cabría más que esperar pacientemente que se recuperara, antes de poder proseguir con la investigación.
CAPÍTULO 11
Se sentó pesadamente en la butaca de su escritorio, cansado y algo melancólico. En general los funerales le eran desagradables. Los consideraba ceremonias frías y muy formales. Tremendamente distante del verdadero dolor por el que pasaban los deudos. Creyó percibir en Andrés ese mismo sentimiento. Su presencia parecía forzada, de riguroso negro, recibía los pésames como un autómata, desagradado pero resignado a cumplir con el ceremonial que exigía el peso de la fe, la tradición y los rituales sociales. Si bien él estaba presente en carne y hueso, era evidente que su mente estaba lejos, buscando, en un vano esfuerzo, en otras dimensiones, un consuelo, una explicación o quizás un perdón. Concluyó que estos actos, más sociales que de verdadero duelo, no dejaban de parecerle bastante morbosos, quizás signo de una sociedad en descomposición que se ocultaba tras estos falsos valores:
- “¡Héctor!, – el grito de su nombre lo regresó bruscamente a la realidad – , ¡el jefe te llama, que vayas de inmediato a su oficina¡”, – le informó un colega que pasaba cerca.
Se levantó algo desganado para encaminarse hacia ella.
- “¡Hola Héctor!, ¿Cómo estas?”, – lo saludo el inspector Valenzuela.
- “¡Bien señor!, mi investigación está por concluir. Sin embargo, he llegado a la convicción de que no se trató de un simple accidente. Aunque para confirmarlo necesito interrogar al esposo de la víctima sobre al menos tres aspecto: Sí ella era adicta al consumo de estupefacientes, de donde venía cuando ocurrió el accidente, porque conducía sola y donde se encontraba él cuando todo esto aconteció. Como usted puede ver, aún faltan algunos aspectos que aclarar. Por lo tanto, mi investigación necesariamente debe proseguir. De sus resultados puede llegar a quedar conformado al menos el delito de tráfico de estupefacientes, en el cual pueden existir otros implicados”.
Antes de decirle el verdadero motivo por el cual lo había llamado a su despacho, el inspector se movió incómodo en su silla:
- “¡Héctor!, – respiro profundo y prosiguió – , yo personalmente estoy muy satisfecho de tu desempeño en esta investigación, porque la has abordado con mucho profesionalismo. Sin embargo, tú debes entender que la institución tiene un orden jerárquico que resulta fundamental respetar y aceptar, – volvió a oxigenar sus pulmones, dándose fuerzas para hacer algo que no deseaba, pero que a lo cual decidió darle un corte rápido – , el Director General ha dispuesto su traslado a la prefectura de Investigaciones de Punta Arenas en forma inmediata. Debes presentarte en dicho lugar a partir del próximo lunes a las 8 horas a.m., puedes tomarte el resto de los días hábiles de la semana para que arregles tus asuntos personales y el domingo por la tarde un avión institucional te trasladará a tu nueva destinación”, – dicho todo de una vez, el inspector aflojó aliviado la tensión y se preparó para recibir la reacción de Héctor.
Al principio incrédulo, Héctor solo atinó a preocuparse por su investigación:
- “Pero señor debo entender que la diligencia que llevó adelante debe quedar hasta aquí”.
- “¡No!, yo personalmente la proseguiré”, – interrumpió el inspector.
- “¿Pero usted me asignó a mí cerrar este caso, al menos deme algún par de semanas más?”.
- “Lo siento Héctor, no puedo, son órdenes superiores”, – respondió terminante el inspector.
La decepción se apoderó de Héctor y aunque no era un hombre de reacciones violentas, sentía tanta rabia, que lo único que pasaba por su cabeza en dicho momento era salir rápidamente de aquella oficina y cerrar la puerta con tal fuerza que ojalá se pulverizara.
- “¡Sabe lo que siento señor!, – prosiguió en un vano intento por mantenerse a cargo de este caso – , frustración, ira, incredulidad. Por un lado me felicitan, por lo cual debiera esperar apoyo, estímulo, quizás hasta un premió. En cambio me castigan, me relegan al fin del mundo, me sacan del caso que estoy a punto de concluir ¿no le parece extraño todo esto?, ¿Qué están tratando de hacer?, a caso que no se siga investigando, que se eche tierra a este asunto”.
- “¡Ya basta!, – grito airado el inspector mientras hacía retumbar la cubierta de su escritorio con un fuerte golpe de puño mientras se levantaba bruscamente de su silla – , no voy a tolerar que se ponga en duda la integridad de los mandos de esta institución. Agradezca que lo tengo en alta estima, de lo contrario lo sometería a sumario interno de inmediato por insubordinación, ¡¿está claro?!”.
Héctor furioso, se dio media vuelta y se encaminó con paso decidido hacia la salida sin despedirse de nadie, directo al estacionamiento donde tomó su vehículo y apretó con fuerza el acelerador. Haciendo rechinar los neumáticos desapareció por las calles de la ciudad.
CAPÍTULO 12
De vuelta del funeral se detuvo unos instantes delante de su casa. La observó con detención, pero no pudo impedir asociarla con un mausoleo, sin duda la muerte se había instalado en ella para siempre.
Con los ojos llorosos y sinceramente afligidos, Antonieta, – una vieja ama de casas -, salió a recibirlo. Andrés no deseaba más pésames. Así que cuando la enfrentó, desvió su mirada, las palabras que Antonieta se aprestaba a expresar se quedaron atascadas en su garganta. Pero ella comprendió perfectamente los deseos de su patrón:
- “Don Andrés, venga al comedor, le he preparado de comer. Es necesario que se alimente, eso le va ayudar a mitigar su dolor”, – él accedió.
Ingirió los alimentos con desgano. Mientras lo hacía, los remordimientos se apoderaban de sus pensamientos. Los rostros severamente acusadores de sus familiares se le aparecían una y otra vez exigiendo una explicación:
“¿Dónde estabas tú?, ¿Qué hacía Mirasol sola?”.
No dio respuestas, él tampoco las tenía. Necesitaba soledad para aclarar sus ideas confusamente entremezcladas:
- “¡Antonieta!, venga por favor”, – la llamó mientras giraba un cheque.
- “¿Si, don Andrés?”, – se acercó servicial.
- “Quiero que se tome inmediatamente unas vacaciones, ¡tomé!”, – le puso el cheque en su mano.
- “Pero don Andrés, no lo deseo, además, creo que usted me necesita, no es bueno que en estas circunstancias usted se quede solo”.
- “Le agradezco mucho su preocupación Antonieta, pero créame, necesito estar solo un tiempo”, – contestó terminante.
- “Está bien señor, voy a empacar mis cosas”, – exclamó resignada.
Al rato volvió, mientras Andrés se encontraba donde mismo con su mente extraviada en algún lugar, como si el tiempo no transcurriera:
- “¡Bueno señor, me voy!”, – exclamó Antonieta mientras cargaba sobre sus manos dos maletas.
Andrés se sobresaltó pero no tardó en entender lo que pasaba:
- “¡Vaya tranquila!, descansé, yo voy a estar bien”.
- “He dejado algo de comida preparada en el refrigerador. Aquí tiene la correspondencia que ha llegado en estos días y todas las llaves de la casa que tengo en mi poder”.
- “¡No!, las llaves no, lléveselas para que pueda ingresar cuando regrese”,-respondió Andrés.
Antonieta respiro aliviada, aquella respuesta le confirmaba que aún conservaba su trabajo:
- “Si necesita algo, usted sabe dónde encontrarme. ¡Hasta luego don Andrés!”.
- “¡Hasta luego Antonieta!, descanse, se las tiene muy merecidas, muchas gracias”.
Andrés comenzó a recorrer la casa observando cada uno de sus rincones con detención. Buscaba rastros de Mirasol sin encontrarlos. Todo parecía tan extraño como si nunca le hubiese pertenecido. Un escalofrío estremeció su cuerpo, tal como cuando ingresó, aún persistía aquella sensación de encontrarse dentro de un mausoleo. Su casa también había muerto. Ante aquella convicción, brotaron lágrimas de sus ojos:
- “¿Donde éstas Mirasol?, ¿por qué te has ido?, ¡te has llevado todo!. Si aún me puedes escuchar, ¡perdóname, te lo suplicó! , ¿Qué voy a hacer ahora sin ti?, me siento muy desamparado, ¡¿no te lleves todo lo que hemos construido juntos?!”, – se dejó caer pesadamente sobre el sofá del living donde lloró desconsoladamente.
Después de un rato, abatido, sin ningún deseo de luchar contra la amargura que lo embargaba y la culpa que no lo abandonaba:
- “¿Qué pasó?, ¿Cómo llegó a ocurrir todo esto?, ¿Cómo diablos pude dejarla sola?, ¡pobrecita!, debe haber sufrido mucho, tanto que en algún momento perdió el control del auto”.
En ese instante, se dio cuenta que en su mano sostenía un manojo de cartas que le había pasado Antonieta antes de irse. Las revisó una por una, desinteresadamente. Una le llamó la atención porque era de la empresa donde trabajaba. La abrió pensando que se trataba de una condolencia y comenzó a leer:
“Santiago, 28 de Enero de 1994
Sr. Andrés Risopatrón V.
Estimado Andrés:
Te acompañamos en lo personal en el inmenso dolor, que los desgraciados acontecimientos ocurridos, te han provocado. Sin embargo, nuestra organización es una empresa que debe luchar día a día por mantener y en lo posible ganar un porcentaje mayor de presencia en el mercado. Aquello es nuestra primera obligación frente a nuestros accionistas, pero también nuestra responsabilidad frente a nuestros empleados y sus familias. Tú comprenderás que este barco no puede permanecer sin un capitán idóneo y en plena posesión de todas sus capacidades. Por tal motivo, el Directorio ha tomado la triste pero impostergable medida de prescindir de tus servicios.
Lamentando una vez más todo lo ocurrido, puedes pasar cuando gustes y estés en condiciones por la oficina de nuestro Gerente de Personal con el fin de acordar los términos de tu finiquito, que estamos cierto será de mutuo beneficio.
Te saluda atentamente,
Alejandro Fuenzalida Villa-Montes
Presidente del Directorio”
Por un momento no creyó que era para él. Volvió a leerla una vez más, hasta que terminó por convencerse:
- “¡Malditos, huevones de mierda!, – gritó furioso -, ¡son todos basura humana!, ni siquiera pudieron esperar un tiempo prudente, me dan asco. Hoy todos compuestos y tristes dándome el pésame. Los muy miserables, esta decisión la tomaron poco antes del funeral, son todos unos cretinos infames”.
En voz alta leyó una vez más:
- “Es nuestra primera obligación frente a nuestros accionistas, pero también nuestra responsabilidad frente a nuestros empleados y sus familias.”
- “¡Cretinos! ¿Cuándo han pensado alguna vez en ellos?. Si solo les interesa llenar sus propios bolsillo”.
La carta le repugnó en la misma medida en que lo puso iracundo su inmoralidad. Pero no sintió ni pena, ni frustración; en lo personal nada, ya no le interesaba, aunque esto no hubiera ocurrido, él, – inconscientemente -, ya había decidido no regresar a desempeñar sus nuevas funciones.
El sentimiento de soledad y abandono lo volvió a embargar. Pensó resignado que con su despido lo que había construido durante todos estos años se había esfumado en tan solo unos cuantos días:
- “¡Estoy a la deriva!”, – concluyó en voz alta.
CAPÍTULO 13
En aquella lujosa oficina, una mujer se paseaba nerviosa de un extremo a otro, fumando compulsivamente un cigarro tras otro, cansada, se detuvo a observar la ciudad a través de los generosos ventanales. No tardaron en ocupar su mente aquellos recuerdos que la atormentaban desde algunos días atrás. Cerró sus ojos y volvieron a repetirse:
Ella, apoyada en sus rodillas y en ambos brazos se impulsa con sigilo hacia arriba, endereza el torso, quedando sostenida solamente por las primeras. Con sumo cuidado separó un poco más sus muslos, levantó una pierna girando simultáneamente sobre la otra, ayudándose con el brazo de ese mismo lado. Una vez que se desmonta de aquel hombre que yace dormido sobre el piso, se queda contemplando a un costado, sentada sobre sus talones. Lo mira detenidamente, incrédula, con un especial encantamiento que la confunde. Lo recorre lentamente, desde el pelo de su cabeza hasta encontrarse con sus ropas desordenadamente abiertas, intentando escanear cada detalle. Sus ojos brillan mágicos cuando se encuentran con aquel sexo fláccido e insignificante. Sonríe entre burlona y cómplice, compasiva, lo cubre con parte de su camisa. Se alza sobre ambos pies, coloca sus manos tras la nuca, mueve su cabeza para ambos lados y para atrás, estirando cada vez, los músculos del cuello. Terminado el ejercicio, se relaja y vuelve a dar un último vistazo a aquel hombre. Nuevas emociones la embargan. Se siente incontrolablemente desbordada por todos lados por una desconocida satisfacción. Por primer vez conocía la plenitud de una mujer, nunca antes había experimentado un orgasmo. Las relaciones anteriores habían sido dolorosamente difíciles. Aunque había leído sobre el tema, hasta la fecha no podía ni siquiera imaginar cómo era aquello. Menos entender a los hombres, el placer que en esto encontraban. Pensaba que eso era lo natural para una mujer. En su necesidad de explicaciones, se hicieron frescas las imágenes de los animales que acostumbraba a observar cuando niña en la granja donde había sido criada. Normalmente, después de cada relación, sentía la imperiosa necesidad de bañarse, sacar de su cuerpo cualquier vestigio de aquel repugnante líquido pegajoso con que ellos acababan inyectándole. Pero ahora no sentía lo mismo. Bajo su mano hasta sus genitales y la retiró con sus dedos húmedos, los acercó hasta su nariz, aspiró tratando de retener también el recuerdo de su olor. Desechó la idea de ducharse. Casi le pareció un crimen hacerlo, quería mantener el semen de este hombre en sus entrañas, como la tierra acoge, cuida y alimenta a la semilla que quiere fecundar. Sumida en este estado de encantada embriaguez, los vacíos, soledades y el eterno sentimiento de orfandad que siempre parecían acompañarla, de pronto habían desaparecido. A cambió, un poderoso sentido de pertenencia se apoderó con fuerza de ella. Turbada, exclamó en susurro, varias veces:
- “¡No!, ¡No!, ¡No!, – mientras salía rápidamente del baño – , esto no es posible, no debo descuidar lo importante, los objetivos de mi lucha y mi fidelidad a los intereses superiores de los pueblos marginados, a los de mis compañeros que generosamente dan sus vidas por la causa. Para ello, es necesaria la entrega absoluta, la solidaridad entre nosotros, debemos evitar al máximo los intereses personales y burgueses con que el capitalismo nos tienta a cada instante”.
Hablando a solas, se cubrió el torso con la primera polera que encontró, luego se calzó unos jeans, tirando con fuerza el cierre. Un fuerte dolor la hizo gritar ahogadamente:
- “¡Mierda, me pesque los malditos pendejos!”.
Continúo poniéndose unas zapatillas de tenis. Salió escapando apresuradamente del dormitorio, cuando al mirarlo desde la puerta, decidió ingresar nuevamente y ordenar prolijamente. Dejando todo como estaba, como si se tratara de ocultar las huellas de un crimen.
CAPÍTULO 14
La calma fue regresando lentamente al alterado espíritu de Héctor, mientras conducía sin un destino preestablecido su viejo y además destartalado automóvil. Su cabeza volvía a razonar, tratando de explicar por qué había sido sacado del caso tan abruptamente, cuando se encontraba tan cerca del fin:
- “Son todos unos ineptos. Me sacan justo cuando estoy por llegar a conclusiones importantes. No se dan cuenta que con esto, lo más probable es que el caso termine cerrado como un accidente cualquiera. ¿Qué es más importante el orden jerárquico interno de la institución o el objetivo principal de un policía que es descubrir el delito y aprehender a los malhechores?. Para mi la respuesta es clara, pero para esa tropa de estúpidos parece que no. Ellos se creen milicos, solo se atienen a las instrucciones que reciben de arriba. Ni siquiera les preocupa que aquello afecte seriamente la función policial”.
Héctor había alcanzado la convicción que la estructura militarizada de investigaciones no era la más adecuada para cumplir con las funciones propiamente civiles de un policía. En ese instante, resolvió ser fiel a su vocación:
- “¡Yo soy ante todo un policía y no un militar!. Me quedan algunos días antes de tomar aquel avión rumbo a Punta Arenas. Voy a continuar esta investigación mientras disponga de tiempo. Estoy cerca de la verdad, con un poco de suerte dejó establecido el delito que estoy sospechando”.
Imprevistamente Héctor, gira bruscamente su vehículo, tomando la calzada en sentido contrario entre una sonajera de frenazos, bocinazos e improperios lanzados por los automovilistas que circulaban en ese instante por aquella calle. Sin siquiera percatarse, Héctor apretó el acelerador a fondo haciendo que el automóvil tomará rumbo a la casa de Andrés.
CAPÍTULO 15
Andrés se encontraba inmerso en una abrumadora melancolía. El vacío afectivo le resultaba infinito, imposible de volver a llenar. Este sentimiento de orfandad, sin embargo, no era nuevo, sino era parte de él desde hacía mucho tiempo. Quizás aquel se remontaba a la muerte de su padre. En aquella oportunidad la tristeza se apoderó de él de una manera tal que no pudo llegar a expresarla a través del llanto. Las lágrimas nunca brotaron, tampoco encontró en su madre, hermanos y novia de aquellos tiempos, un refugio confiable donde buscar el consuelo. La pena quedó allí, incrustada para siempre. Inconscientemente los culpó a ellos por haberlo olvidado, como si no existiera. Aquel rencor no asumido y menos aclarado, creo un mundo de distancias y soledades que lo invadieron todo para siempre. En aquel momento, el cuadro se repetía. Pero esta vez no había a quien echarle la culpa. Pero aún así, era afortunado por que al menos la situación no le era desconocida.
El timbre lo sacó de estas tristes divagaciones. Se dirigió pausadamente a abrir la puerta de la residencia, sorprendiéndose al ver en el umbral a aquel detective que ya conocía:
- “¡Ah usted!”, – exclamó desganado.
- “Lo siento don Andrés, pero debe comprender que tengo que cumplir con mi trabajo. Necesito que me responda algunas preguntas”.
- “¿Debe ser ahora?”, – preguntó Andrés.
- “¡Sí!”, – respondió con firmeza Héctor.
Resignado, Andrés lo hizo pasar, se sentaron enfrentados, el detective en el sofá y él en un sillón:
- “Don Andrés, debe disculparme por venir tan pronto después del funeral. Pero necesito hacerle algunas preguntas muy importantes para poder avanzar en el esclarecimiento de los hechos. Me imaginó que usted también está muy interesado en que aquello ocurra a la brevedad”.
- “¿Sabe?, – respondió Andrés -, encuentro que su visita es absolutamente impertinente. Que se esclarezcan los hechos no me devolverá a la vida a Marisol. Hoy el dolor que siento es mucho más que el deseo de descubrir la verdad”.
Héctor rebatió con firmeza:
- “Sino lo hacemos hoy, es muy probable que nunca se aclare”.
Andrés alzó su cabeza mientras lo miraba a los ojos largamente. Aunque extrañado por aquella respuesta, aún así, no insistió en que se explicará con mayor claridad:
- “Si usted cree que es absolutamente necesario, proceda entonces con su interrogatorio”.
Héctor respiró aliviado. Procedió con sus preguntas:
- “Don Andrés, ¿usted sabe de dónde venía su esposa?”.
- “Supongo que de la casa de Eduardo Martínez Irarrázaval”.
Héctor no reparó en aquel instante en el nombre del anfitrión, y continúo:
- “¿Porque supone?”.
- “¡Bueno!, porque allí asistimos ambos a una fiesta”.
- “Es decir usted y su esposa asistieron juntos a esa fiesta”.
- “¡Así es!”, – asintió Andrés.
- “¿Por qué entonces se encontraba sola al momento del accidente?”.
Andrés se quedó un largo rato pensativo, se dio cuenta que su posición era incómoda, dudó en decir la verdad. Finalmente decidió contar lo que sabía. A ratos su relato se tornaba un susurro apenas audible, un nudo le cerraba la garganta, no podía evitar las lágrimas, la conciencia le dolía:
- “La deje sola y no supe más de ella hasta el día en que la vi en la morgue. ¡Pobrecita!, ¿Qué pasó con ella?, por favor, dígame usted, ¿Qué pasó con ella?, el remordimiento me esta matando”.
Andrés volvió a soltar un llanto desconsolado e inevitable, escondiendo su cara entre sus manos para ocultar su pena.
Héctor algo contrariado, estaba decidido a hacer todo lo que estuviera a su alcance para llegar al fondo de este caso en el breve tiempo que aún le quedaba. Esperó pacientemente a que Andrés se tranquilizará. Mientras tanto analizaba su conducta. Andrés le parecía un hombre sincero, pero su historia era increíble. Se paró, se dirigió al bar que se encontraba a un costado del salón. Allí preparó un trago, que luego ofreció a Andrés:
- “¡Tome!, le hará bien, lo ayudará a tranquilizarse”.
Al rato el interrogatorio prosiguió:
- “Don Andrés, ¿me puede dar el nombre de la mujer con la cual pasó la noche».
Aquel, nervioso, respondió que no lo sabía, que en ningún momento intercambiaron sus respectivas identidades.
- «Usted se da cuenta de que la historia que me esta contando resulta inverosímil, – afirmó Héctor-, resulta imprescindible que me cuente cosas que puedan ser confirmadas, de lo contrario se convierte en el primer sospechoso”.
- “¡Sospechoso de que!, – respondió Andrés, molesto por la alusión, subiendo el tono de su voz -, acaso no murió en un accidente”.
- “¿A caso aquel no pudo ser preparado?”, – exclamó a propósito Héctor con la intención de medir la reacción de Andrés o descubrir actitudes de nerviosismo culposo.
Sin embargo, nada de ello ocurrió. Al contrario, aquel meditó tranquilo antes de responder:
- “Sabes tienes toda la razón, estoy metido en un lío, mi historia no convence a nadie. Menos la puedo probar. Ahora lo único que falta es que no sea un accidente».
Este arranque de confianza que Andrés tenía con él, Héctor la aprovechó para ser más informal, reafirmando la atmósfera creada:
- “Mira Andrés, confía en mí, yo soy tu única posibilidad de esclarecer estos hechos pero solo tengo plazo hasta el Lunes antes de las 8:00 horas a.m., después nunca más sabrás de mí porque fui destinado a Punta Arenas”.
Andrés lo miró sin responder, trataba aceleradamente de ordenar sus pensamientos. Por un lado si cooperaba podría terminar como el único sospechoso. Por otro, sino lo hacía, el caso muy probablemente terminaría archivado como accidente. Esto lo hizo concluir que el detective tenía antecedentes que lo hacían sospechar que la muerte de Marisol no era un infortunado accidente. Por lo tanto, antes de meterse en una peligrosa ayuda, necesitaba saber qué es lo que aquél tenía entre manos:
- “Héctor, ¡usted sabe algo que no me ha dicho!, ¿tiene a caso presunciones de que esto no fue un accidente?”.
Héctor contrariado, furioso consigo mismo, por haberse ido de lengua contestó:
- “Sólo usted puede confirmarlo. Para ello necesito proseguir con el interrogatorio: ¿Qué vicios tenía su mujer?”.
Andrés esbozó una sonrisa cariñosa al recordar que no fumaba, no bebía y tampoco bailaba apretado. Era más aburrido que beber leche en un bar:
- “¡Ojalá!, hubiera tenido tan solo uno. En realidad fue más bien una niña que no quiso hacerse mujer. Muy inteligente, todo lo racionaliza pero nunca se permitió dejar volar su imaginación, su creatividad, su femineidad, temía a la crítica, al ridículo y en general no se permitía errores”.
- “¿Cómo crees que reaccionó cuando no pudo encontrarlo en la fiesta?”,- preguntó Héctor.
- “Creo que hubiera ido al baño de hombres a buscarme. Al no encontrarme, hubiera recurrido al anfitrión. Pero tengo la absoluta certeza que no se hubiera movido de aquel lugar sin antes saber de mí y de alertar a todos respecto a mi desaparición”.
- “Deduzco de sus palabras que su mujer no hubiera entrado en pánico o en depresión, que la pudieran llevar a cierto descontrol suicida o caer en el consumo alcohólico, de sedantes o droga. Por otro lado, su racionalidad la hubiera llevado a alertar a carabineros y a no moverse del lugar hasta saber de usted”.
- “¡Exactamente!, – confirmó Andrés -, en momentos de crisis, difícilmente ella se habría dejado llevar por emociones sin control. Más aún, pudo haber sospechado que yo pude haberme arrancado con la mujer de la cual había sentido celos algunas horas antes en aquella fiesta. Pero debe haberla desechado de plano, y habría actuado como si me hubiera sucedido un accidente o algún otro percance fuera de mi voluntad”.
- “Andrés lo que usted me cuenta no hace más que aumentar mis aprehensiones. Le voy a revelar que el informe de la autopsia, si bien aún no es oficial, señalará que su esposa murió a causa de una sobredosis de cocaína”.
Andrés palideció, miró interrogativamente a Héctor, sin comprender totalmente el alcance de la afirmación del policía:
- “¡Así, es!, – reafirmó seguro Héctor-, tu mujer murió antes de que el vehículo desbarrancara”.
- “Héctor eso es imposible. Mirasol jamás hubiera ingerido droga por propia voluntad. Por lo que me cuentas, no cabe dudas respecto a que fue forzada o inducida a hacerlo, pero ¿porqué?”.
- “Andrés parece que coincidimos. La posibilidad de que esto sea un accidente se aleja definitivamente. El caso se vuelve complejo porque se conforman más de un delito. Como mínimo, al de homicidio se agrega el de tráfico de estupefacientes”.
- “No puede ser, – agregó de inmediato Andrés – , todo esto no puede ocurrir en la misma casa del Ministro y ¿Por qué Marisol? ¿Cómo encaja ella en todo esto?”.
- “Espera un poco, – interrumpió Héctor – , de que Ministro me habla”.
- “De Eduardo Martínez Irarrázaval, el Ministro del Interior, – respondió extrañado Andrés -, además en esa fiesta estaban muchas de las autoridades de este país. Incluyendo tu jefe máximo. Por eso es que debe existir otra explicación”.
Héctor se paró del sofá, comenzó a caminar inquieto, de un extremo a otro, sumergiéndose en sus pensamientos. Lo que había escuchado de boca de Andrés explicaba el porqué había sido trasladado abruptamente a Punta Arenas:
- “¡Estos infelices, quieren echarle tierra a este caso!, y yo dándole toda la información que poseía, ¡malditos!, soy un estúpido ingenuo”, – exclamó en un grito forzosamente reprimido.
No tardaron en aparecer nuevamente los síntomas de la amarga frustración. De pronto el mundo que él había soñado entorno a su vocación profesional, la carrera brillante, llena de posibilidades que había imaginado fruto de su idealismo juvenil, se hundía en un pozo de excrementos. Todos sus ideales se transmutaban, su horizonte se volvió estrecho, limitado, obscuro, sucio, además de aterrador. Un escalofrío lo estremeció, comprendió que dependiendo de lo que hiciera, su vida también podría correr peligro. Sin mediar nada, abatido, desolado, se dirigió hacía la puerta de salida, totalmente absorto en sus pensamientos.
Solo la mano firme de Andrés que lo sujetó del hombro izquierdo, para luego hacerlo girar bruscamente hasta obligarlo a enfrentarlo cara a cara, logró atraer nuevamente su atención:
- “¿Hacia dónde crees que vas así como así?, – lo increpó aireado -, me dejas lleno de interrogantes y de pronto te marchas sin mediar explicación alguna, ¡que te has creído mierda!”.
Héctor intentó calmarlo:
- “¡Disculpa!, antes de continuar debo resolver algunos asuntos personales. Pero regreso a despedirme antes del lunes”.
- “¡Como que a despedirte imbécil!, no te das cuenta que asesinaron a mi esposa y no se porque. Pero te juro mierda, que contigo o sin ti, yo voy a llegar a la verdad”.
Héctor lo miro impávido, como si no escuchará. Se despidió nuevamente:
- “¡Hasta luego Andrés!”, – y se marchó dejando atrás a Andrés fuera de sí.
Este solo atinó a gritar:
- “¡Eres un cobarde, te vas por que te mueres de miedo!”, – agarrando la puerta con todas sus fuerzas la estrelló contra el marco, haciendo saltar en mil pedazos el vidrio central.
CAPÍTULO 16
Ya era domingo. Desde que Héctor dejó a Andrés, no lograba tranquilizar su espíritu. Intentó por todos los medio, trató de pensar positiva y optimistamente en su nueva destinación. A unas horas de su partida había arreglado todas sus cosas incluyendo sus maletas. El día anterior había ido donde sus padres a despedirse, cosa de la cual hoy se arrepentía. Su desánimo se había agudizado después de aquello. Ellos no lo han perdonado aún por haber seguido la carrera policial. Trató de ser afectuoso, pero su indiferencia le dolía. En aquellos instantes sentía que una pesada soledad lo acompañaba. Necesitaba compañía pero no tenía a quién acudir en busca de consejo.
El domingo nunca había sido uno de sus días preferidos. Aún que aquél estaba hermosamente soleado, caluroso ya a las 9:00 horas a.m. de la mañana, se agudizaba la melancolía que lo invadía progresiva e inexorablemente sin que pudiera encontrar forma de evitarla.
Decidió salir de Santiago a pasar el día. Se dirigió a la costa tratando de huir de aquel sentimiento. Pero a la vez con la secreta esperanza de encontrar respuestas.
Dos horas le demoró llegar a Viña del Mar. Cuánto le gustaba esta ciudad apacible, acogedora, que invitaba a caminar meditando por su costanera. Disfrutó la brisa que mojaba suavemente sus mejillas mientras su vista se perdía en el horizonte de un mar tranquilo e intensamente azul. Se distrajo mirando las bandadas de pelícanos que surcaban el cielo. Algunos de ellos imprevistamente se lanzaban en picada zambulléndose en las aguas en busca de su alimento. En los roqueríos cercanos a la costa, los lobos de mar retozaban, tal como lo hacían hermosas mujeres en las arenas de la playa. Al admirar a aquellas, Héctor pensó en que a lo mejor ya era hora de buscar pareja y casarse para formar familia. Quizás era la manera de aliviar su soledad y dar un sentido más trascendente a su vida. La idea no duró demasiado, la desechó casi de inmediato:
- “¿Que podía ofrecerle yo en este momento?, – si ni siquiera sabía para donde ir en aquel instante -, ¿Qué es lo que quiero?, tampoco me siento muy orgulloso de mi mismo por lo logrado hasta ahora”.
Mientras se hundía en estos pensamientos parte de él pareció resistir, exclamando:
- “¡Diablos!, no puedo dejarme abatir de esta forma, tengo que enfrentar el problema, nada saco con evadirlo”.
Para Héctor aquello no era fácil de resolver. Por un lado irse a Punta Arenas significaba no sólo renunciar a resolver el caso sino también complicidad. Ayudaba a ocultar la verdad. A cambio de ello se le permitiría seguir en la institución policial. Por otro lado, sino aceptaba, debía renunciar a la carrera de sus sueños, a su vocación. Sin duda esta última, era la decisión que a su juicio resguardaba su integridad, sus valores, sus ideales. ¿De qué servía una carrera policial si tendría que estar permanentemente renunciando a sus principios?, aquello solo le traería desencanto. Terminaría siendo un policía corrupto más. Pero en otro plano, la mejor opción también dejaba a su vida en serio riesgo:
- “¿Qué hago?”, – se preguntaba una vez tras otra sin decidirse por ninguna de las dos.
A media tarde del domingo Héctor no daba con la solución. Pero aún así decidió llamar a Andrés desde su celular para despedirse:
- “¡Aló!”.
- “¡Aló!”, – contestó una voz algo frenética al otro lado.
- “¡Aló!, ¿Andrés?”.
- “Si con él, ¿con quién hablo? – respondió Andrés.
- “Con Héctor. Te llamo para despedirme, también para expresarte una vez más mi pesar respecto a todo lo que te ha ocurrido”.
- “¡Si maldito maricón!, – interrumpió vehementemente Andrés -, huyendo como las mujeres, ¿Dónde estas?, necesito hablar contigo personalmente».
Héctor titubeó un rato, pero finalmente, se lo dijo:
- “¡Voy para allá!”, – fue lo último que escuchó de Andrés antes de que se interrumpiera la comunicación.
Al atardecer, ambos hombres caminaban por el borde costero. Héctor trataba de transmitir a Andrés sus divagaciones, también sus dudas respecto a la decisión que aún no adoptaba con la secreta esperanza de que él pudiera orientarlo:
- “Mira Héctor, si tú me lo hubieras preguntado hace algunas semanas atrás mi respuesta habría sido que tu carrera profesional ésta ante todo, que la batalla se libra dentro de la organización. Pero ahora último me he dado cuenta que esto solo te convierte en un enajenado. Pierdes de vista no solo el valor de ti mismo sino también de las personas que realmente te aman. Tuve que perder a Mirasol para darme cuenta que todo aquello no valía nada. Hoy, ¿Qué me queda?, ¡nada!, todo el esfuerzo puesto en lograr mis metas profesionales se esfumaron de un día para otro. No me volverá a pasar. Ahora mis prioridades son distintas: mi integridad, después las personas que amo, solo en último lugar mi carrera profesional. Héctor, debes renunciar. Asumir los riesgos que eso significa. Yo estoy dispuesto a ayudarte, nos protegeremos mutuamente. Ambos avanzaremos hasta esclarecer lo ocurrido. Llegaremos al fondo de todo esto, no dejaré que la memoria de Mirasol quede para siempre ensuciada por estos turbios acontecimientos. Ella no se lo merece. Sé que mientras más me acerque a la verdad más lo estaré de ella. Quiero recuperarla, quiero calmar mi conciencia, quiero buscar su perdón, aunque finalmente esto me cueste la vida. De lo contrario no lograre ser feliz nuevamente. Necesito superar esta soledad infinita. Te ruego que pienses en todo lo que te he dicho. Aún tienes toda la noche para hacerlo”.
Andrés, sin esperar respuesta, se despidió de Héctor:
- “Si decides aceptar mi proposición, te espero mañana en mi casa”.
Héctor solo atinó a ver como aquel se subía a su automóvil para marcharse raudo. Lo siguió con la mirada hasta que esté desapareció tras una curva.
CAPÍTULO 17
Una nueva semana se iniciaba. Llegó a su oficina alegre, – más que eso quizás -, se sentó en su cómoda butaca, se echó para atrás y colocó sus pies cruzados sobre su escritorio. Intentó organizar su día de trabajo. Pero su cabeza, – como un mono porfiado – , insistía en retrotraerse a ensoñaciones que se negaba a abandonar:
- “¡Me siento tan bien!, ¿Quién eres?, ¿Cómo volver a saber de ti?, por fortuna nos encontramos, te quiero junto a mi, vivir contigo, formar nuestra familia, añoro ser mamá, criar el fruto de nuestro amor, estoy tan contenta, mi sexto sentido me dice que tu naciste para mí”.
Haberlo conocido le daba una profunda y fuerte sensación de pertenencia que nunca antes había experimentado. Por eso mismo no estaba inquieta. A pesar de que no sabía cómo podría volver a contactarlo, no dudaba que aquello de alguna manera volvería a ocurrir.
El sonido brusco algo disonante del intercomunicador la volvió a la realidad:
- “¡Aló!, ¿sí que desea?”.
- “Señorita Ingrid acaba de llegar un fax para usted”, – contestaron al otro lado de la línea.
- “¡Tráelo!”, – ordenó escuetamente Ingrid.
Una vez que llegó a sus manos no lo leyó inmediatamente. Nerviosa encendió un cigarrillo, aspiró profundamente, quizás por primera vez en su vida estaba temerosa. El conflicto emocional que vislumbra la dejaba frente a una nueva vida. Pero por eso mismo, también ante un peligroso trance:
- “¡Al diablo! ¿Qué está pasando conmigo?, todo esto es solo mierda, son solo estúpidas ilusiones, – se dijo así mismo amargamente -, hace mucho tiempo decidí dar mi vida por mis ideales, luchar por lo más pobres, contra el poder de las oligarquías que los oprimen. En esto no hay espacio para mis propios intereses”.
Lo anterior se lo repitió más de una vez como un desesperado intento por mantener sus convicciones y a la vez darse valor. Más tranquila, tomó el pedazo de papel y leyó el escueto mensaje:
“Requiero reunirme con usted el jueves próximo a las 18:00 horas en el Hotel Sheraton de Lima. Reservé la habitación N° 530 para que se aloje. Te saluda: Ramón Alcázar”.
Se le vino a la mente la imagen del Comandante Julio, lo que deterioró aún más su estado de ánimo. Solo lo había visto una vez. Pero ello bastó para desconfiar. Peruano refinado, culto, proveniente de una poderosa familia aristocrática. Pero aún así, sus rasgos eran marcadamente mestizos, cosa que a él parecía incomodar mucho. Su comportamiento social era marcadamente zalamero, pegajoso, con modales notoriamente feminoides, que a Ingrid le repugnaban por su descarado homosexualismo. Además, le resultaba chocante el cuadro estético que componía su agresiva obesidad con el color cobrizo de su piel. Jamás supo que hubiera tenido alguna cuota de sacrificio, como ella y el resto de sus compañeros. Al contrario siempre se hacía rodear de confort, también lujurias proveniente de su ostentosa actividad social. Muchas veces se preguntó qué hacía un tipo así en nuestro movimiento. Pero cada vez que indagaba recibía la misma respuesta:
“El Comandante Julio nos entrega el dinero, también nos da la seguridad que nuestra causa necesita para poder tener éxito”.
CAPÍTULO 18
Desde el instante en que recibió dicho fax, el nerviosismo se había instalado. No dejaba de fumar cigarrillos que acompañaba de una taza de café tras otra. Su casa, parecía ya no serla. Fría, solitaria, incómoda, ajena, aquella ya no le ayudaba a encontrar tranquilidad. Perdió el apetito, las noches se hacían eternas, el insomnio no la dejaba descansar. Los tristes recuerdos de su infancia la hacían apretar fuertemente su almohada mientras su cuerpo era estremecido por los escalofríos, pero también por las lágrimas que quemaban sus mejillas:
- “¡Te necesito tanto mamá!, ¿Dónde estás?, ¿Por qué me abandonaste?”, – preguntas que no tenían respuesta, que sabía además, que en el futuro tampoco las habría.
La imagen de su madre entregándola al orfanato cuando aún no alcanzaba a tener cinco años era vívida y aún muy dolorosa para Ingrid. Nunca más supo de ella. De su padre jamás llegó siquiera a enterarse de su nombre. Ella ni siquiera se lo mencionó.
El orfanato era una escuela agrícola administrada por una fundación de alemanes de la ciudad de Valdivia. Su vida transcurrió en las clases del colegio por la mañana, trabajando en el huerto por la tarde, estudiando por las noches. La disciplina era estricta. Al principio le costó mucho olvidar, esperaba su visita todos los días, tal como le había prometido. Así transcurrieron semanas, meses y años hasta que el tiempo terminó por matar la esperanza. La desesperación de su pérdida la lleno de angustias. Hizo todo lo posible por estudiar y trabajar arduamente en un desesperado intento por olvidar. Pero también para buscar el reconocimiento de la escuela que le ayudará a arrebatar a la incertidumbre pequeños espacios de seguridad. Agradecía la comida, el estudio, el lugar donde pernoctar pero no consiguió afectos. Siguió siendo una huérfana más entre todos los demás. Todas las niñas dormían en un galpón, los muchachos en otro. Las relaciones sentimentales entre adolescentes estaban terminantemente prohibidas. Si se descubría alguna, el castigo para ambos por igual era drástico, la expulsión. El solo pensar en que eso le fuese a ocurrir a ella le causaba pánico:
- “¿Que haría?, ¿Dónde iría?”, – así que transgredir estas disposiciones ni siquiera pasaron por su mente alguna vez.
Terminó la educación media con excelentes calificaciones que le permitieron dar la prueba de aptitud académica para poder postular a una vacante en la universidad. Los resultados fueron sobresalientes. Volvió a la colonia un día, a mediados de enero, concluido los trámites de inscripción. Su orgullo y satisfacción no cabía dentro de ella. Al ingresar al galpón se lanzó alegre sobre su cama percatándose en ese instante que sobre aquella yacía un sobre. Pensó en una felicitación de la dirección. Lo abrió precipitadamente pero al leerlo sus ojos estallaron en lágrimas. Lloró amargamente durante largos minutos. Con absoluta frialdad, la dirección le comunicaba formalmente que debía abandonar el recinto a más tardar el 31 de Marzo. Nuevamente la sensación de pérdida y la falta de afectos la invadieron como cuando había ingresado.
En esos meses de verano, antes de que se cumpliera aquel plazo fatal, se dedicó a vagar por el campo pensando en ella, en cómo iba a enfrentar de ahora en adelante su futuro. Terminó por asumir que no tenía nada ni nadie en esta vida que le perteneciera. Más dramático aún, tampoco parecía que era importante para alguien, salvo para ella misma, triste pero esa era su realidad:
- “¡Solo me tengo a mi misma!, eso me basta, no me echaré a morir, saldré adelante a pesar de todo”.
CAPÍTULO 19
Volaba rumbo a Lima, agotada por la tensión. Extrajo un espejo del bolsillo de su cartera, se miró el rostro con preocupación:
- “¡Estoy hecha un espanto!”, – observó alarmada las profundas ojeras y los ojos rojizos.
Hizo todo lo que estuvo a su alcance para disimular su mal aspecto, luego de lo cual, cerró sus párpados para intentar concentrarse en sus pensamientos:
- “¿Qué es lo que quieren?, ¿para qué me necesitan?, ¿Qué me pasa a mi? por qué de pronto me parece que todo lo que hago, todo lo que soy es feo y tenebroso. Pero es lo único que tengo, – se contesta así mismo – , ¡no!, ¡no es verdad!, ahora también lo tengo a él. Pero cómo lo voy a encontrar, no se ni siquiera su nombre, él es la única posibilidad que tengo para salir de este medio que comienza a asquearme”.
Se dirigió al baño donde encendió un cigarrillo. Estaba consciente que últimamente estaba fumando mucho, pero por otro lado, aquello aliviaba su creciente nerviosismo. El solo hecho de pensar en abandonar la organización la ponía ansiosa y asustadiza. Sabía que ellos no lo iban a permitir, antes preferían asesinarla:
- “¡Malditos!, ¿en qué diablos estoy metida?, es necesario que tenga mucho cuidado. Ellos no pueden enterarse de mis cavilaciones, de lo contrario no voy a durar mucho más”.
Regresó a su butaca donde el sueño terminó por vencerla. No supo más de sí, hasta que una azafata remeció suavemente su brazo:
- “Señorita, sobrevolamos el aeropuerto Chávez. En algunos minutos más iniciaremos el aterrizaje. Por favor, abroche el cinturón de seguridad”.
Casi inmediatamente cumplió la instrucción e intentó seguir durmiendo. Pero pronto sintió el vacío interior que la maniobra de descenso solía provocarle, lo que la puso en alerta, aferrándose firmemente a los brazos de su butaca.
Abierta la escotilla. Tomó cartera, bolso de manos, y apresuradamente abandonó la aeronave. Caminó rápidamente por la manga, dirigiéndose hacia el sector de aduanas. Al salir del terminal aéreo, sintió el pesado calor exterior como una bofetada en el rostro. Se apresuró a parar uno de los taxis que circulaban por los alrededores:
- “¡Lléveme al hotel Sheraton!”, – ordenó al chofer, mientras se acomodaba en el asiento trasero del vehículo.
El tráfico por las calles de Lima era infernal. Se mezclaba una muchedumbre de peatones con vehículos de distinto tamaño cada cual abriéndose paso desordenadamente. Se sumaba un intenso ruido ambiental entre bocinazos, gritos de vendedores, discusiones entre choferes y peatones, pitazos de policías, etc., a pesar que el calor parecía quitarle el necesario oxígeno, Ingrid prefirió soportar el encierro subiendo los vidrios. Cada vez que venía a Lima no dejaba de impactarle la pobreza de la gran mayoría de las personas que transitaban por sus calles o que trataban desesperadamente por subsistir realizando alguna actividad en los múltiples mercados informales que florecían espontáneamente, sin que la autoridad pudiera hacer nada efectivo por evitarlo. En contraste, la gran cantidad de lujosos automóviles que transitaban simultáneamente por aquellas mismas vías, todo ello testimonio de las inmensas desigualdades sociales cuya brecha parecía profundizar a medida que los años transcurrían. Decepcionada pensó en que nada había cambiado:
- “Nuestra lucha, la mía, la de mis compañeros, por tantos años en nada ha ayudado a cambiar este estado de cosas. Incluso me parece más aguda que antes”.
La invadió una profunda frustración que la ensimisma en sus recuerdos hasta las lágrimas:
- “Me temo que todo ha terminado. Solo nosotros hemos perdido. Pensar que: Toño, Javier, Melisa, Felipe, Sebastián, Verónica, y tantos otros queridos compañeros, jóvenes ilusos que creyeron posible cambiar todo por la vía armada. Solo murieron miserablemente. Hoy ni los que aún vivimos los recordamos. Ni siquiera sabemos dónde están sus restos: ¿Qué es lo queremos?, ¿Qué es lo que buscamos?, ¿hacia dónde vamos?, no sé, esto no tiene ningún sentido”.
- “¡Señorita!, le sucede algo, ¿se siente bien?, – inquirió preocupado el chofer del taxi -, hemos llegado”.
- «¡Oh!, disculpe no lo había escuchado. Me siento bien, solo muy acalorada o más bien sofocada. Un poco de aire fresco me hará bien. Gracias por su preocupación. Tome aquí tiene su dinero, guarde el cambio”.
Bajó del automóvil. Se encaminó rápidamente hacia la recepción del hotel:
- “¡Buenas tardes!, tengo reservada la habitación número 520 a nombre de Ingrid Schneider Fuenzalida”.
- “Espere un momento Señorita, – contestó caballerosamente el recepcionista, mientras revisaba el monitor de su computadora -, efectivamente, por favor regístrese y firme el libro”.
Con la tarjeta magnética en su mano se dirigió hacía el ascensor. Lo único que deseaba a estas altura era una abundante y larga ducha de agua fría para liberarse del incómodo sudor que la cubría de pies a cabeza.
Cerró la puerta tras de sí, apoyándose contra ella, mientras con una de sus manos se ayudaba a descalzar. Dio un vistazo a la habitación. Se sintió conforme. Así que prosiguió lanzando lejos su cartera, también el bolso de manos que en estas circunstancias parecía pesar el doble. Camino descalza por la mullida alfombra, despojándose presurosa del resto de su ropa hasta disfrutar íntimamente su total desnudez. Se dirigió al pequeño refrigerador de donde extrajo un agua de soda. Bebió un largo sorbo. Se sentó en el piso apoyando su espalda en el sofá. Cerró los ojos mientras acariciaba su rostro con el helado envase. Prosiguió con su cuello para luego recorrer sus senos, transitando lentamente por su abdomen hasta depositarla entre sus piernas. Se recostó de espalda sin quitar el envase de donde lo había puesto. Sin abrir sus ojos sentía la intensidad de aquel agradable frescor. Pero al poco rato, la temperatura interior pareció extinguir al frío. Se instaló en su mente el recuerdo de aquel día que trastornó su existencia. De aquel hombre que la había hecho sentir su condición de mujer de un modo tan único e intenso como nunca antes. La calentura se apoderó de ella, se volteo, apretó fuertemente su pelvis contra el piso, una y otra vez, sin lograr mitigar sus deseos. Buscó una nueva posición. Se arrodilló, acomodo su cabeza sobre uno de los cojines que retiró apresurada del sofá. Separó sus piernas y con los dedos de su mano derecha acaricio su sexo mientras su mente imaginaba la presencia de aquel hombre desnudo que se acercaba por detrás sin dejar de mirarla. Con sus ojos fijos inyectados en deseos, su sexo extendiéndose hasta florecer. Ella separando aún más sus piernas, invitándolo, ya sin poder contener, ni su dilatación, ni su lubricación cada vez más abundante hasta el punto de escurrir por las paredes interiores de sus muslos. Ya solo escuchaba el violento latir de su propio corazón, la respiración agitada de aquel hombre excitado, y el dolor de su necesidad aún no satisfecha. De pronto una braza húmeda rozó levemente su entrada, se detuvo algunos segundos, que a ella le parecieron una eternidad. Mientras sus manos acariciaban sus zonas más sensibles, ella hervía. Intempestivamente una profunda penetración le hizo soltar un quejido gutural, ahogado y largo. Mientras separaba instintivamente aún más sus piernas en busca del mayor espacio que aquel demandaba. Sudaba copiosamente, alerta a aquel dolor deseado. La fricción del macho comenzó lenta, cadenciosamente, haciendo que ella se dejara llevar por los sentidos, tornándose agitado y brusco después de algunos minutos, en una frenética búsqueda de alivio. Inmediatamente después del orgasmo, ambos cuerpos se desplomaron exhaustos, ella disfruto agotada como el semen inyectado escurría rápidamente entre sus entrañas.
Quedo tranquila, tendida en el suelo, su corazón comenzó lentamente a normalizar sus latidos. El sueño se apoderó de ella por algunos minutos. Al despertar, evitó pensar en lo que había ocurrido. Una cierta amargura la hizo tomar conciencia de que todo había sido inducido por su propia imaginación. Presurosa se levantó, descolgó el citófono para pedir que le trajeran algo de comer a la habitación. Luego corrió al baño, se sentó en la taza donde orino abundantemente. Aliviada tras vaciar su vejiga, se introdujo en la tina soltando sobre si la ducha con agua tibia. Mientras lavaba su cabello, trato de ordenar sus ideas, le perturbaba el orgasmo que se había provocado:
- “¿Por qué ahora?, nunca antes había hecho algo así, ¿Qué diablos me está ocurriendo?”, – en cierta forma se desconocía. Pero aún así, no se avergonzada, sino que estaba confundida por los cambios emocionales que estaba experimentando.
Concluyó que por algún motivo aquel hombre le pertenecía. Si bien no era creyente, pensó que por algún misterio de la vida, ellos estaban vinculados casi divinamente el uno con el otro. El desconcierto inicial se fue transformando en un desafió. Se dio cuenta que podía hacer cualquier cosa con tal de poder estar junto a él. Necesitaba conquistarlo. Una repentina sensación de felicidad muy íntima que le reforzó la seguridad en sí misma se apoderó de ella. Su futuro comenzaba a definirse. Se sentía con fuerza, confianza y voluntad para lograrlo.
El timbre la sacó repentinamente de su trance. Salió rápidamente de la ducha cubriéndose con una fragante, limpia y cómoda bata de toalla blanca.
Se dirigió a abrir la puerta:
- “Su pedido, señorita”, – exclamó el empleado.
- “¡Gracias!, póngalo allí junto a aquel sillón”, – le respondió Ingrid.
Al despedirlo, le dio una pequeña propina. Se acercó a la bandeja recorriendo el atractivo menú con la mirada y el olfato. Su apetito a estas horas ya era voraz. Tomó con sus manos un trozo del delicioso pollo con salsa de ají de gallina. Se lanzó con vuelo de espalda sobre el sofá y desgarro pedazos de carne que introdujo en su boca, donde saboreo largo rato antes de tragar. Continuó hasta que en los huesos no quedó vestigio de carne. Después de lo cual bebió de una fina copa de cristal un largo sorbo de vino blanco para terminar saboreando una suave compota de manzana bañada en miel de avellanas. Se acurrucó en el sofá. Introdujo sus pies entre los cojines. Cansada pero tranquila, extrañamente relajada, el sueño terminó haciendo todo lo demás.
CAPÍTULO 20
Ramón Alcázar Del Castillo, abogado, de mediana estatura, moreno con marcado rasgos mestizos, robusto pero obeso, hombre culto de refinados modales, homosexual desprejuiciado. Conocido por su alías político de comandante Julio dentro del movimiento senderista desde los tiempos de su ingreso cuando cursaba sus estudios universitarios. Adhirió al ideario de este movimiento extremista, más que por convicción profunda, por resentimiento contra una sociedad que en un primer momento cuando niño lo marginó, lo humilló, lo discriminó, por sus modales femeninos, para luego de joven hacerlo por sus abiertas inclinaciones sexuales. En el movimiento aquello no ocurrió. Se sintió importante y pudo desarrollarse sin ser marginado. Su origen social aristocrático permitió que la cúpula le encargara dos importantes funciones. La primera obtener el necesario financiamiento para sus operaciones, y la segunda implantar una red de infiltración que asegurara al grupo un flujo de información de inteligencia de primera mano, aprovechando para ello sus numerosos contactos sociales de alta alcurnia con los cuales acostumbraba relacionarse desde siempre. Hombre de poco carácter, gustaba llevar una vida disipada que pronto lo volvió adicto a los narcóticos. Lo que lo hizo presa fácil de las cúpulas delictivas relacionadas con el tráfico de estupefacientes que vieron en él un vínculo importante con los movimientos extremistas que les permitía influir sobre ellos de tal forma que sus actuaciones fueran funcionales a sus negocios e intereses. Se sentía cómodo en ese papel. Su forma de vida no cambiaba substancialmente. Se aterraba de solo pensar en cambiar su vida de sociedad por una de lucha armada en la jungla. Gustaba ostentar del lujo que procuraba estuviera siempre rodeándolo, fuese donde fuese. Este comportamiento causaba desconfianzas al interior del grupo. Pero a pesar de ello, había logrado convertirse en pieza fundamental al cumplir eficientemente con las tareas encomendadas.
Recostado sobre la cama en su lujosa mansión ubicada en el suburbio más elegante de Lima. Ramón no podía conciliar el sueño, al día siguiente tenía que cumplir una importante misión para el cartel colombiano, y sabía que en ello se jugaba cada vez su propia vida. No podía dejar de sentirse entre la espada y la pared. Sin embargo, sabía también perfectamente, que el cartel de narcotraficantes era mucho más peligroso que esos estúpidos guerrilleros llenos de mierda en sus cabezas. Pero a aquellos tampoco podía descuidar:
- “Debo hacerlo sin que la cúpula se entere. De otra forma tampoco salvó el pellejo”.
Trató de recordar a la tal Ingrid. Solo había tenido contacto con ella una sola vez. En aquella ocasión la tuvo que sacar del país pues los servicios de seguridad le pisaban los talones. A pesar de estar a punto de ser capturada. Aquella mujer se mantenía fría y calculadora. Tremendamente desconfiada y sumamente violenta, jamás perdió el control de sí misma. Pero no dejó de estremecerse al recordar que cuando manejaba su automóvil rumbo a la frontera con Chile, intempestivamente le puso el cañón de su arma en su sien derecha para decirle:
- “¡Ten cuidado con lo que haces maricón porque me daría mucho gusto gatillar esta pistola!”.
Se levantó de su cama temblando de miedo. Se acercó al cajón del escritorio de donde extrajo un papelillo con cocaína que presurosamente procedió a inhalar. Después de un rato la droga hacia el efecto esperado. La seguridad en sí mismo se fue fortaleciendo. La claridad de su mente comenzó a urdir una estrategia que le permitiera implementar el plan elaborado por la mafia utilizando los cuadros senderistas sin despertar sus sospechas. Después de ello le quedó claro que la tal Ingrid no debía contactarse por ningún motivo con nadie de la dirigencia guerrillera, salvo él.
CAPÍTULO 21
Ingrid despertó de su profundo y reponedor sueño. Asustada miró el reloj, tranquilizándose de inmediato al constatar que aún faltaba más de una hora para la cita que la había traído hasta Lima. Estaba confiada, no tenía temor. Pero pensó que de todas formas debía ser cuidadosa en todo lo que dijera e hiciese. Recordó aquella vez en que conoció a este sujeto. Hizo un esfuerzo por reconstruir mentalmente su perfil psicológico:
- “Es un maricón con patente, vividor, manipulador, traidor. Tiene poderosas influencias, es capaz de hacer cualquier cosa por dinero. ¡Este tipo es un asqueroso reptil!. Pero tengo un punto a mi favor, es un miserable cobarde, por lo tanto debo inspirarle miedo, más que eso, terror”.
Tenía claro cómo debía comportarse frente a él. Se vistió. Mientras se acomodaba a esperar, encendió un cigarrillo que no alcanzó a consumir pues a las 18:00 horas en punto sonó el timbre de su habitación. Bruscamente abrió la puerta:
- “¡Oh! Ingrid querida, ¿Cómo estas?, tanto tiempo sin verte”, – extendió sus manos con vistosos anillos, uñas delicadamente cuidadas, en busca del cuerpo de Ingrid para darle un fuerte abrazo.
Ingrid dio un paso atrás para esquivarlo. Deliberadamente solo le extendió su mano para saludarlo. Como respuesta recibió un delicado apretón, por el cual no pudo dejar de sentir repugnancia. Especialmente por la abundante sudación, de aquella suave mano, que mojó la suya. Ingrid sin expresar ni la más mínimo emoción en su rostro, lo miró fijamente a los ojos. Él fue incapaz de mantenerla, desviándola mientras entraba en la habitación:
- “Es una habitación preciosa, ¿no te parece?. No podría ser de otra forma. Para ti debe ser lo mejor”.
- “¡Vamos al grano Ramón!”, – exigió secamente Ingrid.
- “¿¡Cómo es eso mujer!?, ¿así tratas a tus compañeros?, ¿a caso no me vas a convidar al menos un trago?”.
- “¡Vamos al grano!, – insistió secamente una vez más – , esto no es una reunión social. Al contrario mientras más rápido sea, más agradada me sentiré”, – exclamó sin poder esconder el desprecio que sentía por este sujeto.
- “Bueno, querida si tu insistes, te lo diré de inmediato. La comisión militar me ha encargado la misión de transmitirte la siguiente instrucción:
Cerrando la puerta tras de sí:
Al llegar a Santiago debes proceder a formar un consorcio entre la inmobiliaria que tu administras y Cementera Río Paraná con el propósito de desarrollar un gran proyecto habitacional del más alto nivel en el barrio más elegante de la ciudad. Todo debe ser perfectamente legal para no levantar sospechas en las autoridades. Una persona de la cementera se contactará contigo en los próximos días para afinar los detalles legales y técnicos”.
Ingrid lo miraba con desconfianza mientras escuchaba atentamente:
- “¿Que tiene que ver eso con nuestro movimiento?”.
- “Tu sabes cariño que por razones de seguridad no puedo revelarte el plan completo”.
- “¡Exijo una reunión con la comisión política!”.
- “Vamos Ingrid, tú sabes que eso no es posible. Esto debe tratarse en la más absoluta reserva para asegurar su éxito. Es imperiosamente necesario mantener la información compartimentada, tanto por ellos, como por el bien de todos, incluyéndote a ti en el caso de ser sorprendidos».
Molesta. Se levantó de la mesa encaminándose hacia la puerta:
- “Si es así, entonces esta reunión ha terminado”.
Ramón Alcázar se dirigió lentamente hacia la salida. Al enfrentar a Ingrid se despidió:
- “¡Linda!. Ya tendrás oportunidad de vomitar todo ese odio que llevas dentro. Te lo prometo, pero no lo hagas sobre mí, confía. Para que veas el aprecio que tengo por ti, he ordenado que personas de mi confianza te cuiden día y noche mientras permanezcas en este país. El plan ya se ha iniciado, tú has hecho tu parte divinamente”.
Ingrid percibió en esto último una sutil amenaza, propia de este tipo de sujeto. Sin amilanarse clavó sus ojos de hielo en los suyos para responder:
- “No me subestime Ramón. Usted sabe muy bien de lo que soy capaz de hacer”.
CAPÍTULO 22
A pesar de sentir que era zamarreado violentamente, se resistía a despertar del pesado sueño que lo embargaba. A la distancia percibía un grito que lo llamaba:
- “¡Héctor, despierta!, ¡despierta mierda!”.
Se sentó agitado sobre la cama:
- “¡Imbécil!, ¿Qué te crees para ingresar así a mi dormitorio?”.
- “Lo siento si te asuste, – se disculpó Andrés sin siquiera tratar de ocultar su falta de sinceridad -, pero tengo que mostrarte lo que sale en el diario de esta mañana”.
Aún molesto, Héctor le quita con brusquedad el periódico de las manos. Fija la vista en el artículo que le señala el índice de Andrés:
Ministro de la Vivienda Coloca la Primera Piedra del Nuevo Barrio VIP,
- “¿y eso que tiene que ver con nuestro caso?”, – refunfuño incrédulo.
- “¡Mira la foto!”, – insiste Andrés.
Héctor observó sin comprender del todo. Ve a una persona agachada mientras con una mano sostiene a duras penas un ladrillo. Con la otra echa una porción de mezcla para pegarlo. Tras de él una mujer joven, elegantemente vestida, con anteojos oscuros, que la hacen aparecer distante de los hechos que está protagonizando. Flanqueada por dos varones maduros para no decir viejos que miran burlonamente el esfuerzo transpirado del Ministro. Sin duda no entiende nada. En busca de mayor información lee el pie de foto:
“De izquierda a derecha: Eduardo Martínez Irarrázaval, Ministro del Interior; Ignacio Aldunate, Ministro de la Vivienda; Ingrid Schneider, Gerente Inmobiliaria Nuevo Amanecer y Alejandro Fuenzalida Villa – Montes, Presidente del Directorio de Cementera “Río Paraná” y flamante gerente general del nuevo consorcio que forman ambas empresas para construir este mega proyecto”.
Héctor miró a Andrés en busca de una explicación:
- “¿Que se supone que debo deducir de esto?”.
- “¿Que no lo comprendes acaso?, ¡qué diablos hacías en la escuela de investigaciones cuando pasaban materia!, – reclamó ansioso -, la mujer es con la cual estuve cuando asesinaron a Mirasol. Mi esposa murió por sobredosis de cocaína en la casa de Eduardo Martínez Irarrázaval, hoy Ministro del Interior, ayer ex presidente del directorio de Cementera Río Paraná, y el ex gerente general, hoy Presidente de la misma empresa Alejandro Fuenzalida. ¿Y sabes donde yo trabajaba?, pues en Cementera Río Paraná donde fui gerente general por algunos escasos días. ¡Vas comprendiendo lo que te estoy diciendo! ¿No te parece mucha coincidencia que todos ellos aparezcan juntos en esta foto?”.
Héctor pensativo, movía la cabeza lentamente de arriba a abajo en señal de asentimiento:
- “¡Tienes razón!. Algo muy misterioso une a estos personajes. La foto los delata. No es una prueba pero si nos da pistas por donde comenzar a investigar”.
- “¿Como la iniciamos?”, – preguntó Andrés decidido.
- “Muy fácil. Deberás conquistar sentimentalmente a Ingrid Schneider. En eso ya tienes camino andado, – se burló en tono insidioso -, pero deberás actuar con mucho cuidado. De partida usaras identidad falsa. Cuidarás de no ser reconocido por sus amigos. Si no eres hombre muerto, así de simple. También, y previó a todo lo anterior, tenemos que averiguar si ella te conoce de antes”.
Ambos parecieron entender que se les abría una oportunidad de aclarar el crimen. Pero también que detrás de todo esto existía una organización peligrosa quien sabe con qué propósitos.
CAPÍTULO 23
A mediados de marzo, el sol se oculta más temprano. La temperatura ambiental lo hace bruscamente. Se agrega que los relojes regresan al horario normal. Ya que en Chile al iniciarse la temporada primavera – verano, el horario oficial se retrasa administrativamente en una hora para aprovechar mejor la luz natural. Situación que se corrige en la primera semana de este mes.
A las 19:30 horas, una gran cantidad de vehículos circulan lentamente desde el centro de la ciudad hacia el sector alto donde la mayoría de la población más acomodada suele tener sus domicilios, a través de una de sus principales vías: La avenida Andrés Bello o popularmente conocida como “Costanera” porque bordea la ribera sur del río Mapocho.
El vehículo de Andrés había permanecido estacionado prácticamente todo el día frente al número 6875 de aquella calle. El aburrimiento y el hambre tentaban a Héctor a cada instante a abandonar esta vigilancia algo incierta e inútil hasta esa hora.
Héctor había tratado por todos los medios de bajar el perfil a la información proporcionada por Andrés. Tenía la impresión de haberlo logrado, – respiró tranquilo -, por el momento deseaba mantener a su amigo alejado de ella. No quería exponerlo. Consideraba que aún no se recuperaba del todo. Sus estados de ánimo oscilan en extremo. Desde instantes eufóricos donde pretendía resolver todo de inmediato. Hasta depresiones, durante las cuales ni siquiera tenía voluntad para levantarse de la cama.
El tiempo había pasado intencionalmente. Héctor estaba convencido que mientras más transcurriera más segura estaba la integridad física de ambos.
Le preocupaba que Andrés pudiera en un principio ser objeto de vigilancia. Pero a medida que el tiempo pasará, sin que se avanzará en alguna investigación que los llegara a delatar. Era evidente que terminaría por ser abandonada.
Él por su parte, seguía investigando lenta y sigilosamente. Pero se le hacía cada vez más difícil mantenerlo a raya. En un primer momento logró convencerlo de que vendiera todo lo que tuviera, a cambio, arrendara un pequeño departamento donde ambos pudieran vivir. A eso se dedicó por un tiempo con gran eficiencia. A tal punto que a duras penas logró que se desistiera de vender su automóvil.
En el guía telefónico de la ciudad había logrado ubicar la dirección de la constructora “Nuevo Amanecer”. Salió temprano, sin avisar de sus planes a Andrés. Su objetivo era claro. Tenía que ubicar y seguir a Ingrid Schneider.
Quizás no era el único camino. Existían otros. Pero necesitaba mantener al margen a Andrés. Por el momento rechaza involucrarlo:
- “¡Estoy muerto de hambre, pero no soporto comer comida chatarra!, esperó que Andrés me deje algo”, – decidido a marcharse hizo partir el motor y encendió las luces.
Pero mientras miraba a sus costados antes de ponerlo en movimiento, notó que el portón del estacionamiento se abría lenta y ruidosamente. Un Mercedes Benz rojo emergió del subterráneo, conducido por una mujer joven:
- “¡Mierda, ahí va!”, – exclamó jubiloso.
El Mercedes Benz se desplazó a velocidad prudente por la avenida hacia el sector nororiente. Tomó avenida Presidente Kennedy por donde transitó hasta un exclusivo centro comercial. Estacionado muy cerca de ella, Héctor la siguió a cierta distancia sin quitarle la vista de encima embobado con su belleza:
- “¡Qué mujer!, ahora comprendo perfectamente a Andrés. Creo que yo tampoco soportaría su seducción, – la siguió hasta que ella, con bolso deportivo a cuestas desapareció tras la mampara de un gimnasio -, ¡maldita sea, y yo muerto de hambre , ya no aguanto!. Pero tengo que esperar, puede ser la única oportunidad de saber dónde vive. ¡Por favor no te demores!, ¡mira que estoy hambriento!”, – le rogó en un susurro.
Una hora más tarde volvió a aparecer por la misma puerta. Pero aún ella no había terminado. La acompañó desde lejos a vitrinear sin apuró, para luego terminar viendo cómo compraba víveres.
Bordeaba ya la media noche cuando enfiló su lujoso automóvil rumbo al sector conocido como “Lo Curro”. Héctor decidió seguirla con las luces apagadas ya que el tráfico había raleado significativamente y no quería despertar sus sospechas. Se encaramaron por un cerro bastante empinado, hasta que desapareció tras una reja que se abrió y cerró automáticamente ubicada en el número 2032 de la vía Naranja.
Héctor se detuvo. Miró detenidamente sus alrededores. La calle apenas iluminada por faroles de luz tenue con frondosos árboles en ambos costados. El silencio era absoluto.
El corazón pareció escapar por su boca al oír el fuerte golpe en el capó del automóvil:
- “¿¡Qué haces aquí imbécil!?, ¿por qué no me dijiste que andabas en esta?”.
No salía aún del sobresaltó cuando pudo distinguir que en el exterior un tipo gesticulaba aireado. No tardo en identificarlo:
- “¡Maldito y yo cuidándote!, – reaccionó rabioso Héctor-, sube y vámonos de aquí antes que tu escandalera termine por delatarnos”.
El automóvil se desplazó cuesta abajo. Sigilosamente con el puro vuelo. Encendiendo el motor y las luces solo después de haberse alejado lo suficiente de la casa de Ingrid:
- “¿Me puedes decir qué diablos haces aquí?, – preguntó Héctor irritado -, ¡¿acaso no te das cuenta del riesgo en que nos hemos puesto?!”.
- “Yo podría perfectamente preguntarte lo mismo Héctor. No entiendo por que me ocultas lo que haces. Cuando te mostré lo del diario, no vi ni interés, ni intención por hacer nada. Así que decidí hacer algo al respecto yo mismo”.
- “¡Sabes que más Andrés!, ya no pienso, estoy muerto de hambre. En otras circunstancias jamás lo haría pero ahora me conformo con llegar lo antes posible al primer local de comida chatarra que encontremos abierto. Me engulliré esas deliciosas, calientes y crocantes papas fritas. Dudo que haya algo mejor abierto a esta hora de la madrugada”.
Satisfechos. Ambos hombres continuaron planeando sus futuras acciones, mientras saboreaban un humeante y aromático café:
- “¡Mira Andrés!, este asunto es delicado, cualquier traspiés nos puede costar la vida. Por lo tanto, es indispensable que nos coordinemos. Actuaremos con mucha cautela. Pensando más de una vez en cada paso que demos”.
- “¡Héctor!, yo lo único que quiero es comenzar ahora. Si tu no te pones las pilas, lo haré yo, me importa un rábano lo que pase”.
- “¡Si claro!, ¡estúpido!, no te das cuenta que si te descubren te matan y hasta ahí no más llego tu investigación”.
- “¡Bueno!. Pero, ¿Qué propones entonces?, ¿Qué diablos tienes pensado hacer?, ¡responde!, tú eres el especialista”.
- “Pon mucha atención, sígueme el razonamiento: Martínez y Fuenzalida Villa-Montes te ubican plenamente. Por lo tanto, no pueden enterarse que tú estás investigando. Ingrid te conoce, – por lo demás -, muy bien. Pero no se si te identifica por tu nombre y por tu relación de trabajo con los otros dos. Estos tres personajes aparecen en el diario juntos dando inició a un proyecto inmobiliario. Ingrid no es hija, – aún más -, no tiene ninguna relación de parentesco con los otros dos. Esta y Fuenzalida Villa-Montes tienen una relación comercial evidente y pública. En cambio, ¿Qué relación existe entre ella y el Ministro Martínez ?, ¿por que el Ministro asiste a esta inauguración, cuando a simple vista no le corresponde?. Estas últimas interrogantes son las que debemos aclarar. La respuesta la tiene Ingrid. Por eso es que tú tienes que reanudar la relación con ella. Pero esto tenemos que planificarlo cuidadosamente pues correrás un gran riesgo”.
CAPÍTULO 24
Llegó temprano a su austera oficina gubernamental. Su secretario privado, -como todas las mañanas -, ingresó a su despacho para discutir con él su agenda de actividades del día. Aprovechó de llevar consigo su acostumbrada taza de café negro sin azúcar.
- “¡Ambrosio!, – exclamó el Ministro al ver ingresar a su secretario al despacho-, hace tiempo que deseo consultarte tu opinión respecto a la situación política del país y mi posición dentro de ella. Me imagino que como abogado y cientista político algo tienes que decirme”.
- “Mire don Eduardo, no creó que mi opinión tenga alguna importancia. Además, no está dentro de mis funciones dar este tipo de asesoría. Para ello usted debe contar con múltiples contactos mejor informados que puedan orientarlo con mayor certeza”.
- “¡Vamos Ambrosio!, dejemos la modestia aparte, insisto en saber tu opinión al respecto, sea correcta o no, seré yo finalmente quien la evalúe”.
Ante la presión del Ministro, Ambrosio desarrolló su argumentación explicando que a su juicio la incipiente democracia chilena pasaba por un momento de alta inestabilidad que no era evidente al simple observador. Los poderes tradicionales del sistema democrático no estaban operando correctamente, y además, eran frecuentemente sobrepasados por otros distintos. Uno de ellos, era el económico conformado por los sectores políticos de derecha, algunos poderosos empresarios y sus intereses. El otro, era el poder político de centro izquierda que hoy está representado por el gobierno. Por último, el poder conformado por el sector militar totalmente decepcionado de la derecha por la cual se siente abandonado a su suerte y en cierta forma traicionado. Estos tres poderes luchan por lograr sus particulares objetivos utilizando o no los procedimientos establecidos por el sistema democrático. Por lo tanto, en el actuar de cada uno de ellos no está la idea de país, de estado, no hay comunidad de intereses.
La derecha por un lado quiere lograr los mayores beneficios tributarios, comerciales y políticos que acrecienten su poder económico. La izquierda mantener el poder gubernamental a como dé lugar, y las fuerzas armadas culpan a ambos de exponerlas al desprestigio, la postergación y la anulación institucional como si no existieran. Estos tres poderes se están desarrollando en forma estanca, sin interactuar unos con otro:
- “¿Cuánto tiempo cree usted señor Ministro que esta situación puede durar?, le aseguró que basta una acción externa, para que uno de estos tres globos trate de eliminar a cualquiera de los otros dos, utilizando para ello todos los recursos legales o no. Señor Ministro, – con tono doctoral, concluyó -, creo que tal como se están desarrollando las cosas la seguridad nacional está en grave riesgo”.
El Ministro lo escuchaba incrédulo, – no podía creer -, tal inverosímil y estúpida conclusión. El país, después de la dictadura de Pinochet no podía estar mejor y él se sentía particularmente satisfecho de su propio papel en esta transición política. Sin embargo estos pensamientos quedaron solo en eso, decidió no decirle nada, no insistió tampoco en saber su opinión respecto de su posición política dentro de este cuadro, así que cambió bruscamente de tema:
- “¡Bueno Ambrosio!, ya basta te estás poniendo latero, pasemos mejor al trabajo”.
Ambrosio le entregó la carpeta que contenía la agenda del día. La leyó con atención. En principio le pareció bien, pero le llamó la atención que Hugo Correa Montes apareciera en lista de espera para una audiencia. Con impaciencia, sin ocultar un dejo de preocupación informó a Ambrosio que almorzaria con él en alguno de los próximos días, que se lo informaría oportunamente para que lo incluyera en la agenda.
CAPÍTULO 25
- “Ya no puedo estar en mi casa tranquila, ¡me siento extraña!, ¿por qué esta inquietud?, he recordado una y otra vez cada paso que he dado este último tiempo pero no logró entender que hay detrás de todo esto. Hasta ahora todo ha sido perfectamente legal, ¿para quién estoy trabajando?, la construcción del nuevo barrio residencial avanza normalmente, los fondos de inversión empleados, si bien son extranjeros, están perfectamente claros, incluso con el beneplácito del gobierno, ¿Dónde está la trampa?, ¿Qué papel estoy jugando yo en esto?”.
Ingrid atormentada por sus pensamientos, con muchas preguntas para las cuales no tenía respuesta, recordó repentinamente, como sí se tratase de un llamado de atención de su subconsciente, la frase con que Ramón Alcázar se despidió de ella en Lima: “De todas forma el plan ya se inició y tú has hecho tu parte muy pero muy bien”, ¿Qué habrá querido decir?, – se preguntaba Ingrid -, ¿Cuál plan?, ¿ cuando se inició?, ¿Qué papel he jugado?”, desesperada, gritó iracunda:
- “¡Malditos desgraciados, en que diablo me están metiendo!”, – solo después de este desahogo que brota desde sus entrañas casi inconscientemente. Ingrid se da cuenta que la clientela de aquella peluquería la mira alarmada. Instintivamente tapa su boca con la mano derecha mientras casi simultáneamente pide excusas con mirada avergonzada por aquel exabrupto -, ¡Disculpen!, creo que soñaba”.
La tranquilidad retornó al local e Ingrid volvió a sumirse en la profundidad de sus preocupaciones. Aquella rutina de ir regularmente a la peluquería todos los sábados, más que por necesidad estética, se había convertido en un refugio donde podía meditar con tranquila seguridad, lograba relajarse, cosa que ya no podía hacer en su casa, la cual se había transformado repentinamente en un lugar inhóspito, sin que pudiera explicar la razón:
- “¡Listo señorita Ingrid!, ha quedado preciosa, mírese al espejo”, – la peluquera acercó un pequeño espejo que se encontraba en una mesita cercana y lo colocó en su nuca para que Ingrid pudiera apreciar el corte por detrás.
- “¡Esta bien!”, – contestó contenta Ingrid, ver aquello la animó, se levantó, se despidió de beso de la peluquera, caminó hacia la caja donde canceló la prestación y se retiró del local.
Después de haberse peinado en aquella exclusiva peluquería ubicada en un centro comercial del sector alto de la ciudad. Ingrid camino sin un rumbo preestablecido por los pasillos del centro comercial. Aún metida en sus pensamientos, se da cuenta que está frente a la vitrina de una librería, decide ingresar en busca de un buen libro que la saque de aquellas preocupaciones que la absorben. Revisa sin apuro las estanterías, saca algunos títulos, lee sus introducciones y la biografía de su autor. Estaba en eso cuando al levantar la vista queda paralizada, sus manos se humedecieron, las palpitaciones de su corazón comenzaron a retumbar fuerte en sus oídos, las piernas parecían ya no poder sostenerla, su ropa se empapo en sudor, su rostro se encendió como el bochorno de una adolescente:
- “¡Dios, es él!, tengo que hacer algo, no puedo dejarlo ir, – la emoción era intensa, brotaron lágrimas de sus ojos, intentaba desplazarse pero parecía clavada al piso -, ¡vamos Ingrid tranquilízate !”, – se repetía una y otra vez así misma, mientras respiraba profundo, hasta lograr que aquellos minutos iniciales de ansiedad pasarán. Ingrid recobró el control de si misma, había decidido finalmente abordarlo en vista que él aparentemente no se había percatado de su presencia.
CAPÍTULO 26
Concentrado en un libro que le había llamado la atención, Andrés espera pacientemente que los planes de Héctor se cumplieran. Poco acostumbrado, no deja de sentirse incómodo jugando a los espías, pero no tarda en recapacitar:
- “¡Pero en realidad no es un juego!, Mirasol fue asesinada, tengo que saber porqué, cómo y quién, así que mejor tomó en serio este asunto”.
Estaba en estos cuestionamientos cuando siente que toman su hombro y lo tiran hacia atrás con cierta timidez. Andrés voltea, adoptando una estudiada actitud de sorpresa pero a la vez de indiferencia:
- “¡Hola!”, – lo saluda la mujer.
Andrés al verla no puede evitar que sus resentimientos florezcan a pesar de su esfuerzo en contra. Incrusta sus ojos en los de ella como dos cuchillos de acero reluciente listos para herir los más profundamente que se pueda. Ingrid se desconcierta pero razona rápidamente:
- “Él me odia por lo que le hice aquella noche”, – pensó, mientras intenta romper el pesado silencio-, ¿Cómo estas?”.
Andrés impertérrito no responde.
- “¡Bueno!, – prosigue ella desanimada -, pensé que podrías perdonarme, pero veo que me odias por lo que te hice la otra noche”, – se dio media vuelta y se encaminó rápidamente hacia la salida de la librería.
A Andrés se le sucedían en su mente, una tras de otra, las imágenes de los recuerdos entremezclados, la cara de Mirasol, la seducción agresiva de Ingrid, la fiesta, el calabozo, pero de pronto ve que la mujer se escabulle entre la gente en busca de la salida:
- “¡Se va, qué estúpido soy!, – reacciona ágilmente, a trancó largo hasta lograr asirla con fuerza de su brazo, gritándole su rabia contenida.
- ¡Sí, estoy herido mierda!, ¡fui seducido, utilizado y abandonado de la peor manera!, ¡¿qué te crees, imbécil?, que me puedes tratar como a un animal!, ¡puta cara!”.
Su cabeza hizo un violento giro en 90 grados. La fuerte bofetada de respuesta que le dio Ingrid para luego proseguir su marcha furiosa, lo dejó sobándose la mejilla. Después de algunos segundos, vuelve a darse cuenta que su presa nuevamente se escapa por culpa de su descontrol. Corre tras de ella, sin embargo, esta vez más tranquilo, le pide disculpas:
- “¡Perdóname, he sido grosero!”, – vuelve a posar sus ojos sobre los de ella, esta vez exentos de agresividad.
Solo entonces se percata que la mujer que él conoció no tiene nada que ver con lo que está viendo. Sus ojos están enrojecidos cuajados en lágrimas contenidas a punto de brotar. Su mirada delata una mezcla de tristeza, desamparo, soledad y miedo. Pero a pesar de todo, está alerta, dispuesta a defenderse con todo. Después de unos segundos en que los ojos de ambos se escrutan mutuamente. Ella le devuelve una mirada que le acaricia con ternura, lo toma de la mano:
- “¡Vamos a ese café a conversar!”, – lo invita.
- “¡Está bien!”, – aceptó él.
Desde la distancia, Héctor ha presenciado nervioso, como Andrés ha estado a punto de echar todo a perder y con ello acabar con la única posibilidad real de encontrar una pista que permita esclarecer la muerte de Mirasol:
- “¡Estúpido! si sigue así, no tardarán en descubrirnos”.
CAPÍTULO 27
La puerta de aquella casa oscura y solitaria se cierra tras de ambos. Sus miradas enfrentadas queman. El aire en su entorno se vuelve sofocante. Ella intenta fundir su cuerpo al de él. Aquel momento lo había esperado largamente. Clava su boca en un prolongado beso, tan intenso como para creer que su alma se deposita en aquella boca ardiente como brasero. Ella percibe un dejo de resistencia pero no le importa está dispuesta a quebrantarla. Desabrocha su camisa para sacarla luego a tirones. Mira aquel torso masculino con apetito, lo recorre con sus manos húmedas, suavemente, grabando en su memoria cada detalle. Acerca su rostro para olfatear y saborear con sus labios. Con todo, aún no logra doblegarlo. Se mantiene erguido. Pero el enorme esfuerzo que él hace se nota en la tensión sudorosa de su musculatura. Ingrid no desiste, arranca violentamente sus pantalones sin importar en qué estado quedan, mira sin pudor, constatando que no falta mucho para conseguir su objetivo. Abraza una de sus piernas, para acariciarla desde donde nace hacia abajo, lentamente, sintiendo el cosquilleo de sus vellos en las palmas de sus manos. Víctor no logra resistir, su cuerpo se estremece violentamente. La coge por las axilas hasta acercar su cara para besarla con furiosa intensidad. Ella responde con no menos pasión desatada. Gira para apoyar la espalda de ella sobre la pared, en una frenética búsqueda de una posición adecuada para poseerla. Ingrid siente la profunda penetración, un desgarro de placer brota desde las profundidades de su garganta. Abre sus piernas para envolverlo con fuerza a la altura de sus caderas. Él comienza a caminar tras una cama, donde finalmente se deja caer sin que en ningún momento ambos se desunieron. Profundamente poseídos, no tardan en danzar al ritmo desenfrenado del coito. La agitación se desencadena con fuerza hasta que al unísono, en un grito ronco y profundo nacido de sus entrañas, caen exhaustos en una relajación absoluta.
Ingrid siente una hermosa sensación de plenitud, mientras acaricia el mojado cabello de Víctor que yace sobre ella. Con sus sentidos al máximo de su desarrollo, escucha como los latidos de su corazón recuperan su marcha acompasada. Advierte cómo se enfría el sudor de sus cuerpos. Disfruta los cada vez más distanciados espasmos de su cuerpo que le inyectan los últimos remanentes de semen, como la progresiva flaccidez que luego le sigue. No quiere que aquel momento mágico termine, la hace reconocerse tan infinitamente humana. No se levanta al baño por temor a interrumpirlo pero tampoco puede contener más la orina. El sueño terminó por vencerla, envuelta en aquella embriaguez que le ocasiona el olor de su intimidad.
CAPÍTULO 28
Estira largamente su cuerpo, ocupa toda la cama, su ánimo plácido, tranquilo hace que su inconsciente pretenda seguir disfrutando aquel solaz por un tiempo más. Sus manos buscan, pero al no encontrar nada la ponen en alerta abruptamente, se sienta ágilmente y recorre la habitación con su mirada:
- “¡Víctor!, – al no recibir respuesta grita nuevamente -, ¡Víctor!”, – se levanta ansiosa.
Comienza a recorrer la casa desesperadamente, al ingresar a la cocina aquello termina con un suspiro de alivio. Víctor se encuentra allí empinándose ávidamente un litro de agua. No puede evitar que algunas lágrimas surcan sus mejillas, se abalanza sobre él, abrazándolo con intensidad:
- “¿Qué pasa? ¡tranquilízate!”, – reacciona Víctor algo sorprendido.
Ella en un murmullo casi inaudible exclama:
- “¡No me dejes, no te vayas de mi lado, por favor no lo hagas!”.
A Víctor aquella vulnerabilidad le causa ternura, le acaricia su hermosa cabellera rizada mientras la estrechaba entre sus brazos esperando que se extingan sus sollozos. Alegremente Víctor le da un buen beso juguetón:
- “¡Vamos, Ingrid, móntate sobre mi espalda!”, – comienza a galopar dentro de la habitación mientras ella lo atusa como si fuera su caballo.
Sale al césped a toda carrera, él corre como si fuera un niño. Ingrid comienza a gritar:
- “¡No lo hagas!, ¡me voy a enojar contigo!, ¡por ningún motivo lo vayas a hacer!”.
Pero Víctor parecía no escuchar, continuaba sin parar, hasta que ambos vuelan por los aires hasta caer estrepitosamente sobre las aguas de la piscina, acallando los gritos de Ingrid.
Ella salió a la superficie con la respiración entrecortada por efecto del choque térmico. Mientras giraba su cabeza buscando a Víctor que nadaba hacia uno de los extremos:
- “¡Imbécil, estúpido!”, – gritó con ira a todo pulmón.
Enojada nadó hacia el extremo opuesto hasta alcanzar el borde, donde descansó asida de ambos brazos con la cara enfrentada al muro. Allí esperó que sus palpitaciones recuperarán el ritmo normal. Su ánimo se aligero, brotó una sonrisa espontanea al recordar lo sucedido. Comenzaba a disfrutar aquella felicidad cuando siente que las manos de Víctor acarician suavemente sus pechos. Al rato, también sus labios le besan pausadamente su cuello una y otra vez. Ella se queda tranquila también agradada por aquello. Pero sin mediar mucho tiempo más lo siente dentro, exclamando entre sorprendida y enojada por no haber esperado su anuencia:
- “¿¡Víctor, me estas pisando!?”.
- “¿No te gusta?, ¿me salgo?”.
- “¡Ni se te ocurra!”, – exclama, aceptando aquella humillación como un mal menor frente al placer que comenzaba a sentir.
Pasivamente disfrutaba en forma distinta, el acto de la noche pasada había sido como la desesperación de una hambrienta, lo de ahora, en cambio, era como saborear un helado, pretendía hacerlo durar lo más posible, así que cuando Víctor acabó quedando como un estropajo, no pudo dejar de reclamar cariñosamente:
- “¡Víctor eres un cerdo, ni siquiera te distes la molestia de esperar!. Pero ya verás, tendrás que ponerte al día, te voy a preparar un suculento desayuno para que acumules energías”.
Brincó ayudada por ambas manos, dirigiéndose decididamente hacia la casa. Él la siguió con su mirada, casi hipnotizado por aquella figura esbelta de hermosas proporciones, que lucía generosamente su gracia ante sus ojos, hasta que desapareció tras los ventanales. Nadó y disfruto la piscina hasta sentir el llamado de Ingrid para que fuera a servirse el desayuno.
Fue abundante. Ambos comieron con avidez hasta el arrebato. El resto de la mañana botados en el césped durmieron, aprovechando los últimos días de calor de la temporada.
- “¡Sabes Víctor, me dio hambre nuevamente!, estoy pensando en prepararte un gran almuerzo. Pero antes me tienes que llevar de compras, – se levantó, lo tomó de la mano tirándola con insistencia para que él también lo hiciera -, ¡ya pues párate!”, – a regañadientes él la siguió.
En el dormitorio ella se puso encima un vestido amplio que la cubrió por completo:
- “No mires tanto, ¿haber?, ponte esta calza mía y vamos rápido”, – se la lanzó mientras buscaba su cartera.
Un instante después Víctor reclamó :
- “¿Tu pretendes que salga así?».
Ella volteó y no pudo dejar de sonreír:
- “¡Estas muy atractivo!, – se acercó coqueta. Mientras lo besaba seductoramente no pudo resistir la tentación de acariciarle suavemente los testículos -, ¡pero así no puedes ir!, – le susurró al oído -, no resistiría los celos si todas las mujeres te comenzarán a mirar. Así que ponte este polerón”, – concluyó en tono imperativo.
Fueron a la feria, él no se bajó del vehículo, prefirió observar desde su interior. Veía como se movía, le causaba gracia como la gente la miraba, especialmente porque andaba descalza. Pero aquella parecía disfrutarlo mucho. Elegía cuidadosamente las frutas, también las verduras. Las revisaba minuciosamente, las palpaba suavemente y las olía una por una. Su rostro resplandecía, su largo cabello rizado se movía graciosamente, lanzando destellos brillantes con la luz solar, mientras conversaba alegre y naturalmente con los vendedores que parecían pelearse la posibilidad de atenderla. No cabía ninguna duda que ella disfrutaba todo aquello, como si nunca antes lo hubiera experimentado.
De regreso pasaron al supermercado. A pesar de la insistencia de ella, él continuó a bordo del automóvil, su vestimenta le causaba pudor.
Una vez en la casa, ella le pidió a Víctor que la dejara sola en la cocina. Iba a preparar algo especial que por supuesto era una sorpresa. Así que él se instaló en la terraza a meditar sobre el motivo por el cual estaba allí. Pensó que en realidad poco había avanzado. Pero, por otro lado, no podía apurar más las cosas ya que podría levantar sospechas. Concluyó entonces, que por el momento todo marchaba bien, según lo planificado. Su meditación fue interrumpida por el aroma que llegaba a sus narices, realmente sabroso, sus papilas gustativas comenzaban a hacerlo salivar en abundancia. No resistió el impulso de dirigirse a la cocina. En ese instante ella había concluido, la mesa colocada en forma especial, los platos adornados y suculentos invitaban a observarlos con tentación:
- “¡Se me hace agua la boca, esta todo delicioso!, – exclamó Víctor alegremente-, sin embargo de seguir así tu cuerpo dejara de ser lo que es”.
- “No te preocupes por aquello ya veras como nos vamos a deshacer de todas estas calorías rápidamente”, – respondió ellas desafiante.
Después de aquel opíparo almuerzo, ambos no podían siquiera levantarse de la mesa. Bebieron lo último que quedaba de vino, el efecto de aquél no tardó mucho. Las mejillas coloradas de Ingrid demostraban que aquel había subido hasta su cabeza. Ella se paró dificultosamente, – casi arrastrándose – , apoyando sus manos sobre la mesa. Caminó hacia donde estaba Víctor, se puso frente a él. Con ambas manos sostuvo su cabeza mientras simultáneamente la desplazó hacia atrás suavemente. Acercó su boca hasta rozar la de él, mientras separaba sus piernas para sentarse sobre sus rodillas. El beso fue ardiente e intenso, una de las manos de él quedó atrapada entre sus piernas así que acomodó su pelvis mientras le susurraba al oído:
- “¡Víctor, estoy muy caliente, no aguanto, me duele!”, – acomodó aún más su pelvis, mientras él al acariciarla no tardó en darse cuenta de su estado de excitación.
- “¡Llévame a la cama, vamos a follar!”.
Ella volvió a susurrarle al oído:
Él asintió. La llevó sobre sus brazos, donde dieron rienda suelta a sus deseos hasta que el agotamiento los sumió en un sueño profundo.
CAPÍTULO 29
Se detenían como todas las gélidas madrugadas a compartir un rato un reconfortante café caliente en torno a un fogón hecho en el interior de un tambor donde quemaban restos de madera. Después de su primera ronda de vigilancia por la extensa obra en construcción, sus perros también parecían disfrutar aquel descanso. En ese intertanto, sus amos solían darles como premio por su leal compañía las sobras de sus alimentos. Reían ruidosamente, mientras las cumbias y rancheras que emitía una radio a pilas sonaban a todo volumen. De esa forma trataban de mitigar la soledad y levantar el ánimo para no pensar en la miseria que para muchos los obligaba a hacer este tipo de trabajo, donde ponían en riesgo, noche a noche, sus vidas por algunos pocos pesos. En esta dicharachera reunión a media madrugada uno de ellos exclamó:
- “¿¡Qué pasa con García que no ha llegado!?”.
- “Seguramente se ha quedado dormido, en realidad estar de punto fijo en la bodega debe ser un lata”, – respondió otro.
- “Con mayor razón es extraño pues. Al García le gusta esta reunión, que yo sepa, no ha faltado nunca. Le espanta el tedio el compartir con nosotros al menos unos instantes”.
- “Yo no sé qué diablos tan valioso guardan en la bodega de la cementera Río Paraná. Para qué necesitan vigilar tan estrictamente. Durante el día no se permite el ingreso de nadie ajeno a ella y para que entreguen cemento hay que hacer un montón de papeleos”.
- “Ustedes tienen toda la razón, es mejor que vayamos a buscarlo”, – propuso al final un tercero que parecía el jefe de rondines, por el tono imperativo de su voz.
Todos los hombres seguidos por sus perros, de los cuales nunca se separaban ya que constituían su única arma de defensa, abordaron una camioneta sobre la cual partieron raudos hacia el lugar. Después de algunos minutos, llegaron a la bodega, la cual encontraron abierta. Gritaron el nombre del cuidador pero no recibieron respuesta. Soltaron a los quiltros, los que salieron ladrando hasta perderse en su oscuro interior. Al poco rato los enérgicos ladridos, se convirtieron en aullidos de lamento. Sin lugar a dudas, los perros lo habían encontrado, así que ingresaron presurosos ayudados por sus linternas. Lo primero que les llamó la atención fue que la bodega estaba ostensiblemente vacía. Sin embargo, si habían robado o no, no era el principal problema en ese momento, había que llegar donde los perros, porque allí estaba la respuesta a la desaparición de García. Pero tenían que hacerlo con cuidado por que podrían ser emboscados. Así que antes de proseguir intentaron encender la luz, pero aquella había sido deliberadamente cortada. En vista de lo cual, decidieron introducir la camioneta e iluminar su interior con sus focos. Allí pudieron confirmar sus sospechas, la bodega había sido desvalijada. Al fondo se encontraban los perros entorno a un cuerpo que yacía en el suelo. Corrieron hacia él, se acercaron presurosos a darle los primeros auxilios. Pero no era mucho lo que podían hacer, el cuerpo estaba sobre un charco formado por su propia sangre que brotaba de múltiples partes. García había sido brutalmente acuchillado varias veces:
- “¡Es horrible!, ¿por qué hicieron esto?, prácticamente lo han descuartizado, ¿por qué?, solo es cemento”, – exclamaba entre lágrimas uno de sus compañeros que no podía comprender tal ensañamiento.
- “¡Cállate un poco, aún está vivo y trata de decirnos algo!”, – exigió enérgico el que hacía de jefe, mientras acercaba su oído a la boca del pobre infeliz.
En un murmullo casi imperceptible que salía de su boca con un esfuerzo sobrehumano, repetía una y otra vez:
- “¡El cemento marcado!, ¡el cemento marcado!”, – hasta expirar en un último suspiro.
Todos se miraron con tristeza, al borde de las lágrimas, pero en sus miradas quedó estampada la misteriosa frase que ellos no entendían pero que sin duda explicaba su asesinato.
CAPÍTULO 30
Se fue despertando lentamente, más bien contra su voluntad. Estaba cansado, le dolían sus extremidades, su cabeza también. Abrió sus ojos, encontró a Héctor sentado en el sofá de su dormitorio mirándolo entre ansioso e inquisitivo:
- “¿Qué diablos haces aquí?, – preguntó algo molesto por su presencia en su dormitorio sin su previa autorización – , acaso ahora te ha dado por cuidar hasta mis sueños”.
- “¡No!, -le respondió algo contrariado -, solo deseo saber como te fue con Ingrid Schneider, anoche no te sentí llegar”.
Con un rostro distendido y soñador contestó:
- “Muy, pero muy bien, fue algo fuera de serie. Ella puede hacer perder la cabeza a cualquiera”.
- “Ya basta Andrés, – lo interrumpió molestó – , me refiero a si pudiste averiguar algo. Toma esto responsablemente, – advirtió nervioso -, o podemos tener serios problemas”.
Andrés se incorporó, ante esta amonestación de su amigo, se sentó en la cama apoyando su espalda sobre el respaldo. Encendió un cigarrillo y concentró su mirada en el humo que salía de su boca. Así permaneció durante unos instantes, pensativo:
- “Creo Héctor que Ingrid no sabe nada sobre la muerte de Mirasol”.
- “Me puedes explicar porque llegas a esa conclusión en forma tan tajante”.
- “¡Simple!. Ella no dudó en que mi nombre era Víctor. Por lo tanto, no sabe que me llamo Andrés Risopatrón”.
Héctor, impaciente:
- “Vamos Andrés dime todo lo que pasó. ¿Qué otra cosa te dijo?”.
- “Estimado amigo, no hay nada más. El resto es personal y no te lo voy a contar”.
- “¡Mierda!, eso es todo lo que pudiste averiguar en todo ese tiempo que pasaste con ella”, – reaccionó aireado Héctor.
- “¡Así es!, el próximo viernes quedamos de volver a encontrarnos, te prometo averiguar más”.
Héctor se levantó del sofá enfurecido:
- “¡Ya me imagino a qué te dedicaste el resto del tiempo!, pero te vuelvo a advertir que esto es un asunto peligroso. Tenemos que andar rápido, de lo contrario terminaremos como coladores botados en alguna calle”, – salió bruscamente de la habitación cerrando de un golpe la puerta tras de sí.
Andrés no le dio mayor importancia al berrinche de su amigo. Él parecía estar en una especie de encantamiento hasta que una fuerte ráfaga de viento abrió violentamente la ventana, haciendo caer sobre su cabeza unos cuantos libros que se apilaban en una estantería sobre el respaldo, que lo sacaron violentamente de ese estado. Se levantó rápidamente a cerrar la ventana. Pero un grito de dolor arrancó de su garganta, casi al mismo tiempo que sus ojos se llenaron de lágrimas, al golpear el dedo menor de su pie contra una de las patas de la cama. Siguió avanzando a saltos con el otro pie hasta lograr apoyar una de sus manos sobre el antepecho. Sin darse cuenta que una nueva ráfaga de viento cerraba, esta vez, las hojas de la ventana, apretando los dedos de una de sus manos del ya adolorido Andrés. Un nuevo aullido de dolor brotó de su garganta haciendo que este prácticamente se tirara sobre el sofá. Allí se quedó un rato sobándose sus dolencias mientras pensaba que hoy sin duda no era su día, que lo mejor que podía hacer era no moverse de su casa.
CAPÍTULO 31
Aquella noche no pudo conciliar el sueño. Víctor la había perturbado hasta el punto en que no lograba controlar su ansiedad. Era nuevo para ella el deseo inmenso de estar con alguien, como el dolor que provocaba la separación aunque aquella fuera sólo transitoria. Desvelada se levantó de su cama, se encaminó hacia el baño, donde la ducha fría le dio un fuerte impulso energético a todo su cuerpo. Se vistió rápidamente, a pesar de la hora, decidió partir rumbo a su oficina. A las cuatro de la madrugada no había nadie en ella, así que se preparó un café que en cierta forma le trajo algo de confort. Sentada en el sofá de su despacho, poco a poco el sueño terminó por vencerla.
Angélica, – su secretaria – , ingresó descuidadamente a la oficina de su jefa, llevando consigo la agenda del día. Se sorprendió al verla tendida sobre el sofá profundamente dormida. Se acercó con cuidado, pensó en que podría estar enferma, no se veía bien. Su semblante lavado, ojeroso, – lo cual no era habitual en ella, generalmente muy preocupada de su aspecto – , la hizo desistir de su intención de despertarla. Verificó en la agenda, que llevaba en su mano, que su primer compromiso no era sino hasta las 9:30 horas. Por lo tanto, había cerca de una hora y media de plazo para que ella pudiese recuperarse. Cogió su chaqueta que se encontraba cerca, con la cual cubrió delicadamente sus pies. Regreso hacia la entrada, dio una última mirada para terminar por cerrar tras de sí la puerta con cuidado. Al voltear se sobresaltó al encontrarse frente a frente con un hombre de entre 50 a 60 años, alto, macizo, intensamente moreno, elegantemente vestido:
- “¿Qué hace usted aquí?, ¿Qué desea?”, – preguntó inocentemente, pero no esperó a que aquel le respondiera – , ¡no puede estar aquí, así que por favor retírese!”.
Él clavó sus ojos en los de ella, como si se tratara de dos navajas que le helaron la sangre hasta que un súbito pánico la paralizó. Aquel la retiró de su camino bruscamente, abrió la puerta he ingresó a la oficina. Angélica reaccionó, intentó evitarlo, pero aquel le dirigió nuevamente su intimatoria mirada mientras le advertía:
- “¡Salga de aquí!, necesito hablar a solas con su jefa”.
- “¡Esta bien, Angélica, déjalo pasar!”, – escuchó la voz de Ingrid tras el cuerpo de aquel hombre que ocupaba casi por completo el rasgo de la puerta.
Angélica se tranquilizó, terminó con sus intentos por evitarlo, cerrando aliviada la puerta de la oficina.
Luego de un rato, salió bruscamente aquel desconocido desafiantemente seguro. Encaminando rápidamente hacia la salida, sin mirar a nadie, como si no existiesen. Angélica se paró de su escritorio. Rauda se dirigió a ver a su jefa. Al ingresar, la encontró aún en el sofá, acurrucada en un extremo, le pareció extraño verla así, no se parecía en nada a lo que era habitualmente, una mujer enérgica, audaz, algo frívola, despreocupada, agresiva cuando era necesario y siempre dispuesta a enfrentar cualquier problema por difícil que aquél fuera. Ahora por primera vez la percibía tan insignificante, tan vulnerable, sus ojos trasuntaba miedo. Pero de pronto al percatarse que estaba siendo observada escrutadoramente, aquella pareció transformarse nuevamente en la que todos conocían, se paró rápidamente y ordenó:
- “¡Angélica!, llámame rápidamente a Ramón Alcázar a Lima, a este teléfono”.
Ingrid esperó a que la comunicaran. Mientras tanto, caminaba de un extremo a otro fumando nerviosamente. Al rato apareció Angélica:
- “Señorita Ingrid, el señor Alcázar no se encuentra en su residencia. Me contestó una empleada, aquella me señaló que él había viajado a Santiago hace dos semanas atrás”.
Ingrid explotó aireada:
- “¡Maldito maricón!, gracias Angélica, déjame sola por favor, – se sentó en su escritorio tratando de ordenar sus ideas -, ¿Qué diablos está tramando?, ¿Por qué no se ha contactado conmigo?, ¿Por qué vino tan aireado Alejandro Fuenzalida a comunicarme que no quiere más errores y que se lo transmitiese a Alcázar?, ¿Qué error?, – las preguntas para las cuales no tenía respuesta la abrumaba.
Sus divagaciones se internaban en las profundidades de su mente en busca de una respuesta, de un olvido, de una pista por insignificante que ella fuese.
De pronto se sobresaltó. Angélica había ingresado prematura y exaltadamente:
- “¡Señorita Ingrid!, ¡señorita Ingrid!, han asaltado anoche la obra del Parque Residencial. Mataron al rondín que cuidaba la bodega de cementos de Cementera Río Paraná. Se robaron gran parte de los sacos allí almacenados”.
Esta noticia le dio respuesta a sus preguntas. Comprendió la visita indignada de Alejandro Fuenzalida y el extraño mensaje para Alcázar. Detrás de todo esto estaba sin duda la mano de él. Pero, además, comprendió que algo grande preparaban ellos dos:
- “¿Que papel juego yo en esto?, – nerviosa tomó su cartera -, Angélica, voy a estar todo el día fuera. ¡Suspende todos mis compromisos!”.
Mientras se marchaba, pensaba que necesitaba alejarse de ese lugar lo antes posible porque podría estar en peligro. Requería tiempo para poder averiguar qué estaba ocurriendo.
CAPÍTULO 32
La noche especialmente oscura y fría se hacía sentir sobre aquel villorrio marginal en la periferia de la ciudad. A un garaje destartalado iban llegando de a dos, enfundados en gruesos abrigos, sombreros, guantes, bufandas que ayudaban a ocultar sus rostros, entierrados por haber caminado por callejones estrechos iluminados por faroles de luz tenue que titilaban al ritmo del viento, en donde el asfalto era reemplazado por un fino trumao que ante cualquier ventisca se alzaba en un torbellino de polvo que envolvía y penetraba por todas partes a aquellos individuos que se aventuraban por aquellos lugares.
A partir de esta noche todos aquellos que ingresaban se tendrían que mantener en su interior hasta el día de la operación planeada por Sendero Luminoso en conjunto con grupos extremistas locales.
Ramón Alcázar asistía a la última reunión de coordinación previa a la puesta en marcha del plan. Se levantó, pidió la palabra, provocando gran hilaridad en el resto del grupo por los modales feminoides que aquel exhibía con naturalidad:
- “Quiero decirles chiquillos que no puede existir otro error como el cometido en el asalto a la bodega de Cementera Río Paraná. El haber asesinado al nochero ha significado tener que adelantar para esta semana la operación. De otra forma corremos el riesgo que la policía pueda llegar a enterarse; y eso puede no gustarle a más de alguien”.
Un golpe fuerte sobre la mesa, asustó a Ramón. Un hombre delgado, atlético, enérgico, de mirada fiera, clavó sus ojos en los de Alcázar:
- “Mira maricón, el comandante de la operación soy yo, así que guárdate tus amenazas. Aún más, pobre de ti, si esta operación no consigue su propósito, serás el primero en ser ajusticiado sin compasión”.
El comandante Tulio comenzó a chequear la logística, las armas y el dinero, rescatados desde la bodega de cemento que ya habían sido repartidos a los encargados de la operación. Fijó la fecha de inicio para el viernes de esta semana a las 9:15 horas a.m., a continuación instruyó:
- “Un día antes nos concentraremos en casa de Ingrid. Allí pernoctaremos. Además, aprovecharé la ocasión para ajustar algunas cuentas personales con ella. Después de la operación nos dispersaremos. En la noche a partir de las 22:00 hrs. nos juntaremos aquí, donde Alcázar nos ha asegurado que nos sacará del país, – volvió a mirar fijamente a Alcázar -, ¿¡no es cierto!?”, – este asintió con un leve movimiento de cabeza.
Continuó dirigiéndose a Ramón Alcázar
- “Pero para asegurarme de que ello sea así, yo lo quiero a usted muy cerca mío. Así que desde hoy usted quedará recluido aquí donde lo mantendré muy bien vigilado”.
- “¡Cómo espera entonces que los saque de aquí sí estoy retenido¡”, respondió Alcázar.
El comandante reaccionó enérgico:
- “Ese no es problema mío. A estas alturas del partido, usted debería tener todo preparado para nuestra huida”.
Ramón Alcázar se movió algo incómodo en su silla. Pero finalmente, después de un breve repaso mental de su plan de fuga, se tranquilizó señalando que todo estaba listo. Aún más, como muestra de ello, afirmó que no había problemas en quedarse en aquel lugar hasta que todos retornarán. Por último, el comandante Tulio, ordenó que nadie podría abandonar ese lugar hasta el jueves a las 16:00 hrs.
CAPÍTULO 33
Bajaba por el sendero de la quebrada que conducía al río entre múltiples especies de arbustos, enormes árboles que dificultan a veces el caminar, respirar aquel aire cordillerano frío pero seco que la hacía sentir tremendamente gratificada. Al llegar junto al río se sentó sobre una enorme piedra que sobresalía del agua. Observó largamente el poder de aquel torrente mientras jugaba con una rama que portaba en una mano. Escuchó aquel silencio, no tardaron en agolparse en su mente sus recuerdos de niñez en el campo donde fue criada.
Ingrid se encontraba lejos de Santiago en un sector cordillerano ubicado a unos 100 km. de la capital, escapando de la inseguridad y del peligro. Se escondía en un lugar donde difícilmente alguien la reconocería. Se sentía por el momento protegida mientras pensaba qué haría. Se recostó sobre este enorme peñasco mirando el hermoso azul del cielo de aquel día. El cansancio se fue apoderando de ella, a ratos sus párpados se cerraban.
En aquel mismo instante, Andrés no podía salir de su estado de progresivo ansiedad que lo embargaba desde el mismo instante en que dejó a Ingrid aquel domingo por la noche. No se la podía sacar de su cabeza, ya no resistía más. Habían quedado en verse nuevamente el viernes siguiente por la tarde en la casa de ella y pasar juntos el fin de semana. Sin embargo, ya le era tremendamente doloroso seguir esperando. Cada minuto que pasaba le parecía una eternidad. Tenía que hacer algo, al menos hablar con ella. El fin de semana pasado con ella, tuvo la precaución de anotar el número de su celular. Ahora se paseaba entorno al teléfono esperando su llamada. Muchas veces había digitado su número pero terminaba cortando sin atreverse a contactarse. Pero ya no podía seguir esperando, así que marcó decidido.
Ingrid dormitaba junto al río, sintió el rinrinear lejano de su celular, dudó un momento que fuera el suyo pero de inmediato reaccionó, tomándolo entre sus manos para contestar:
- “¡Aló!”.
Andrés aliviado al escuchar su voz, pero a la vez temeroso de hablar, se demoró en responder dándose tiempo para armarse de valor:
- “¡Aló, Ingrid!”.
- “¡Si!, con ella, ¿Qué desea?”.
- “Ingrid, soy Víctor”.
- “¡Víctor!, ¡tú!, ¿Qué haces con mi número privado?, ¿Cómo diablos lo conseguiste?”, – le contestó entre sorprendida y molesta.
- “No pensarías que me iba a ir de tu casa sin tenerlo”, – respondió irónico.
- “Lo siento, en otras circunstancias me habría enfurecido pero hoy no me importa. Al contrario, hoy más que nunca necesito tener a alguien junto a mi. Que bueno que me llamaste”.
- “Ingrid, yo también, desde que te deje el domingo, no logró dejar de pensar en ti, ya no aguantó esta inquietud, necesitaba al menos hablar contigo. El fin de semana pasado fue maravilloso para mí, recordarlo se ha transformado en un vicio que me atormenta cada minuto”.
- “Víctor, me siento muy feliz con tu llamado, lo que me dices me hincha el pecho, la dicha me desborda. ¿Qué te parece que nos veamos antes?, podríamos juntarnos en mi casa el jueves por la noche, ¿Qué te parece?, ¿puedes?”.
- “Perfecto ahí estaré, pero no puedo dejar de contarte lo que siento ahora. Estoy atormentado por un recuerdo del fin de semana que pasé contigo. Estabas enojada por haberte tirado a la piscina helada, descansando junto al borde dándome la espalda. Yo miraba tu cuerpo desnudo con detención, tu pelo mojado cayendo sobre tus hombros, tu largo cuello, tu piel tostada por el sol. Pero también tu piel blanca en aquellas zonas que normalmente queda cubierta por el traje de baño. No puedo precisar qué movimiento hiciste, que brotó en mí un deseo incontrolable que nubló mi razón. Me desplace sigiloso por el agua como un escualo y antes que tu, mi presa, percatara mi presencia ya estaba dentro de ti, disfrutando de aquel placer de ejercer el dominio de mi instinto. Después de aquello, por un lado me he arrepentido, pero por otro, de repetirse aquella circunstancia lo volvería a hacer, porque en ningún momento percibí rechazo alguno, al contrario me sentí acogido y retribuido”.
- “Víctor, eres un cerdo, yo también me acuerdo como me fornicaste sin contemplación hasta alcanzar tu orgasmo, ¡Pero fue delicioso!, no estaba preparada para recibirte. Pero cuando lo consumaste fue como chupar un caramelo que después me quitaste pero cuyo sabor a miel quedó en mi boca hasta hoy. Realmente fuiste un bastardo pero te comprendo por que yo también he experimentado estos fuertes instintos más allá de la razón. Fue en aquella fiesta donde te conocí. Recorría el salón, hasta que nuestras miradas se cruzaron y nuestros ojos quedaron atrapados. En aquel instante el tiempo para mí se detuvo, el mundo que nos rodeaba desapareció. Aquellos segundos fueron deliciosamente infinitos, mi cuerpo se estremeció, mis piernas apenas me sostenían, mis mejillas ardieron, comencé a sudar frío, mi ropa se empapó, los latidos de mi corazón casi me hacían estallar el pecho. Aquellos crecieron, los pezones pujaban enérgicamente la tela del vestido en busca de más espacio. Me moje abundantemente hasta el punto en que creí que me había orinado. A partir de entonces, toda aquella fiesta, solo me dedique a acechar como una fiera, esperando el momento para saltar sobre mi presa. Estabas acompañado por una mujer empaquetada, no tenía actitud de ser tu esposa, pero pensé que aunque lo fuera no me importaba. Solo exclamé para mí: ¡Cuánto lo siento linda!, este hombre es mío. Mis derechos son anteriores a los tuyos, ellos nacieron conmigo, son parte de mi, están incorporados en mi información genética, y él tiene la otra mitad de la clave……, ¡aló, Víctor!, ¿¡qué diablos pasa!? ¿aló? , ¡contesta!, ¿¡que le pasó ahora a este imbécil, porque cortó!?”.
Ingrid se paró furiosa:
- “¡Maldito hijo de perra, me cortó!, – lanzó con rabia el aparato estrellándolo contra una roca donde terminó despedazado.
Encendió un cigarrillo mientras paseaba rápidamente de un lugar a otro aspirando con avidez:
- “¡Maldición!, ¿¡ahora como me quito este calentón!?», – miró el agua del río correr en un remanso formado entre rocas, tiró sus zapatillas, se desnudó de la cintura hacia abajo, arremangando su blusa con un nudo sobre el ombligo. Ingresó al agua, cerró los ojos, apretó los dientes y sentó su trasero sobre una roca sumergida. Gritó con fuerza al sentir el contacto con las heladas aguas cordilleranas. Pero el frío que parecía quemar fue pasando trayéndole lento pero progresivo sosiego.
Su cabeza volvió a razonar con inteligencia. Retomó el relato inconcluso que no alcanzó a contar a Víctor. Pero esta vez con frialdad pudo recordar aspectos en los cuales no había reparado. Recordó que mientras ella centraba su atención en Víctor buscando la fórmula de atraparlo, se acercó el amigo personal del anfitrión, Hugo Correa, quien le señaló a la misma persona a la cual ella escrutaba en aquel instante y le susurró al oído:
- “¡Quiero que saques a ese hombre de esta fiesta, llévalo lejos de aquí, necesito que la mujer que lo acompaña se quede sola!”, – repitió una vez más esta especie de instrucción para luego alejarse sin más comentarios.
En aquel instante le dio lo mismo. Ambos teníamos el mismo propósito. Pero ahora, se le acumulaban las interrogantes:
- «¿Que relación existía entre aquella mujer y Correa ?, ¿Por qué quería Correa sacar a Víctor de la fiesta?, por otro lado, si Alejandro Fuenzalida conoce a Alcázar, ¿puedo suponer que Correa también?. Fue entonces que recordó la frase que le dijo Alcázar cuando se reunieron en Lima, que en su momento le llamó la atención: “… De todas formas el plan ya se inició, tú has hecho tu parte muy pero muy bien”, ¿Qué parte había hecho?, – se preguntó Ingrid – ,¡malditos!, algo está pasando que yo desconozco, me están utilizando. ¿Quién diablos es realmente Hugo Correa?, sin duda no es solo el amigo de Eduardo Martínez”.
Su instinto la puso en alerta máxima. Sin duda estaba en peligro. Necesitaba ayuda y un refugio seguro con urgencia. En ese instante se dio cuenta que estaba sola, no tenía más alternativa que recurrir a Víctor. Todo estaba terminado para ella. Ahora solo debía procurar salvar su pellejo. Decidió pasar hasta el jueves en esta hospedería de “El Volcán”, para volver a su casa a esperar a Víctor. Le contaría todo, para ella todo había acabado.
CAPÍTULO 34
El timbre sonó, Andrés se levantó apresuradamente a abrir la puerta pensando que era Héctor, del cual no sabía nada desde hacía por lo menos dos días. No pudo contener su sorpresa:
- “¡Mirasol!”, – exclamó impresionado.
La mujer vestía seductora, una pieza mini de cuero ajustada que dibujaba sus generosas formas. Escote profundo que destacaba su volumen, realzando los pliegues de dos frutos a punto de estallar de maduros. Se encaramaba sobre un par de zapatos taco aguja. Sus bien torneadas piernas se destacaban cubiertas por medias negras al igual que sus brazos solo enfundados con guantes por sobre sus codos sin dedos, de igual color. Sus labios pintados de un rojo brillante y húmedo que invitaban a saborearlos. Ingresó a la casa sin pedir permiso, – dándole la espalda a Andrés -, dejó caer su abrigo sobre el sofá. Así se mantuvo por un largo rato. Abrió su cartera para extraer un cigarrillo largo y delgado. Lo encendió. Aspiró largamente para luego dejar salir el humo con deliberada lentitud.
Andrés cerró tras de sí la puerta. Más que conmocionado, parecía embrujado por la hermosa espalda desnuda que le mostraba Mirasol, de la cual no podía desviar su mirada. Pensó que nunca antes se había percatado del hermoso culo que tenía. Mirasol se volteó, a la vez que le dirigía una mirada despectiva mientras saboreaba el humo de su cigarrillo:
- “¡Estoy atractiva!, ¿no es verdad?, – Andrés atónito, atinó sólo a mover la cabeza en señal afirmativa -, ¡eres un miserable!, ¡una basura!, como pudiste dejarme sola e irte con esa prostituta. No sabes cuanto te odio. Vez como yo también puedo vestirme como ella. Atraer a los hombres si quiero, pero hay una diferencia yo no soy una puta”.
Andrés intentó tomarla de la mano pero ella lo alejó con brusquedad:
- “Mirasol discúlpame. Por favor no me odies. Yo tampoco puedo entender lo que pasó. No pude evitarlo. Fue una atracción muy superior a mi voluntad. Todo esto me ha causado un sufrimiento indescriptible”.
- “Te di toda mi vida. Cuando nos casamos, lo único que quería era volcar en ti toda mi pasión desenfrenadamente. Pero nunca me diste la confianza que necesitaba. Siempre cansado, preocupado, lejano, sólo parecías vibrar con tu trabajo y tus ansias de poder. Mi intimidad no cabía en nuestra relación, no era suficiente el espacio para los tres. Que gran frustración. Mis deseos se acumulaban en mi interior, pero tú nunca jamás te diste cuenta de ello. Fue así como surgió la idea de ayudarte a conseguir tus objetivos. Tenía la secreta esperanza que una vez logrados te dedicarías a mí. No hice más que servirte, lave, planche, cocine, me comporte y me vestí a fin de lograr ese propósito. ¿Y yo?, deje de ser, ¿de qué sirvió todo este sacrificio?, ¡de nada!, ¡miserable!, solo alimenté tu ego para otra cualquiera. ¡Eres un maldito rufián!”.
Inesperadamente se abalanzó sobre Andrés, apagando con furia incontrolable el cigarrillo sobre su cara. Este intento evitarlo pero su fuerza era incontrarrestable. Gritó de dolor e instintivamente adoptó una posición defensiva que evitará sufrir daños mayores. Así aguantó pacientemente los golpes, arañazos y tirones de cabello hechos con tanta rabia que solo acababan con aquellos entre sus dedos, arrancados de cuajo. Pareció tranquilizarse. Se alejó levemente con los ojos inyectados en desesperación. Se detuvo pensativa. Luego de un rato se dirigió decidida a su cartera, de donde extrajo un revólver. Decidida se dirigió donde estaba Andrés, – que aún trataba de restablecerse del dolor que le causaban las heridas – , apuntó directamente a su cara:
- “¡¿Qué estás haciendo Mirasol!?, ¡estás loca!”.
- “No voy a perdonarte Andrés. No puedo soportar que esa mugrienta te posea. Antes te mato”.
Andrés trato de calmarla:
- “Vamos Mirasol cálmate. Por favor cálmate. Ya te pedí perdón. Te explique lo triste, confundido y arrepentido que estoy, pero a pesar de todo no merezco que me mates”.
Esto último pareció inflamar aún más su incontrolable ira:
- “Mira imbécil yo tampoco lo merecía, ¡maldito!, ¡te odio!”.
- “¡No!, ¡No!, ¡No lo hagas Mirasol!”, – gritó Andrés con desesperación.
Mirasol ciegamente atrapada en su pasión, sujetó el arma con ambas manos, mientras apretaba el gatillo lentamente hasta que el estruendo de la bala expulsaba por su cañón, acompañada del humo y el penetrante olor a pólvora inundó la habitación.
CAPÍTULO 35
Hacía frío en Santiago. Pero aún así, los hombres del comandante Tulio estaban algo acalorados dentro de sus trajes de cuello y corbata. Introducían en el portamaletas del vehículo, armamento junto con elementos de caracterización (pelucas, bigotes, tinturas para teñir el cabello, prótesis varias, máscaras faciales, cortadora y secadora de pelo, etc.), y vestuario para recambio:
- “Tienes lo mejor en armamento, Tulio”, – comentó orgulloso Ramón Alcázar.
Mientras aquel tomaba entre sus manos una moderna pistola ametralladora, sacó el seguro, apuntó sobre un perro que yacía dormitando algunos metros más allá. Unos segundos después gatilló, una ráfaga traspasó el aire sin más ruido que su propio silbido.
Tulio dirigió una mirada aprobatoria a su interlocutor:
- “¡Tienes razón!, esta pistola ametralladora con silenciador y guía láser es lo más sofisticado que he visto en armamento liviano”.
Uno de sus hombres se acercó para informarle:
- “Estamos listo, el vehículo esta cargado. Ya podemos marcharnos”.
- “¿De dónde lo sacó?”, – pregunto a Ramón Alcázar con inquietud.
- “¡Bonito vehículo!, ¿no le parece?, lo compre y registre legalmente a nombre de un tal Cristian Zúñiga. Un infeliz al cual le robamos su billetera. Todo andará bien, el auto no es robado, es nuevo, fue comprado e inscrito legalmente. El único que debe preocuparnos es el señor Zúñiga, pero para cuando él se de cuenta, ustedes estarán muy lejos, a salvo”.
- “¡Espero que así sea, por su propio bien!», – acotó de inmediato el Comandante.
El Comandante Tulio, miró con detención el automóvil Peugeot 607 último modelo.
A continuación instruyó perentoriamente:
- «Esteban y Joaquín, ustedes se quedan aquí vigilando a este maricón. Si para las 24 horas del día sábado próximo no hemos retornado, debe ajusticiarlo en el acto y escapar a como dé lugar. Los demás, aborden el automóvil, Mario tú manejas”.
El vehículo partió raudo por la estrecha callejuela dejando tras de sí una nube de fino polvo.
CAPÍTULO 36
En la precordillera andina, el día había amanecido hermosamente frío. El aire helado, calaba los huesos. Ingrid estaba entumecida, había dormido lo que el cansancio le permitió:
- “¡Por fin llegó el jueves!, – exclamó ansiosa -, ya no soportó más esta tensión, necesitó a alguien junto a mí que me ayude a encontrar la salida, – pero nuevamente la inquietud pareció volverla más insegura -,¿cómo lo ira a tomar Víctor?, ¿Qué va a suceder sino me comprende o por último no me perdona?, – comprendió que no tenía alternativa -, prefiero no seguir pensando, ya veré que hago cuando se produzca”.
Quedaban aún algunas horas antes de partir. Para matar el tiempo decidió salir a caminar por los alrededores, sin apuro, poniendo atención a cada uno de los detalles de la naturaleza. Viendo el torrente furioso del río correr atropelladamente hacia el mar, sintiendo en su rostro la humedad de la brisa que deja tras de sí, aspiraba profundamente el aire frío que quemaba sus fosas nasales pero que dejaban a cambio el perfume de la vegetación que la rodeaba retenido en su memoria, al igual que la imagen de los paisajes que captaron sus ojos. No quería perder aquello, sabía que a lo mejor jamás volvería a vivirlo.
En aquellos mismos instantes, en su casa, un lujoso automóvil ingresaba raudo por su amplio acceso, deteniéndose sigilosamente frente al porche. Después de algunos segundos, descendieron varias personas fuertemente armadas. Mientras Tulio camino rumbo a la puerta principal a tocar el timbre, el resto rodeaban el edificio:
- “¡Aló!”.
Una voz masculina respondió a través del citófono:
- “¿Quién es?, ¿Qué desea?”, – insistió de inmediato.
El comandante Tulio contestó hablando lo más correctamente posible acentuando su acento extranjero para no levantar sospechas:
- “¡Buenas tardes!, ¡la señorita Ingrid Schneider, por favor!”.
- “La señorita no se encuentra en casa desde el lunes”, – contestó cortantemente la voz desde el interior.
- “Ella me espera, ¿puedo pasar?”.
La voz del mayordomo tardó algunos minutos en responder:
- “No tengo instrucciones para hacerlo, intenté ubicarla en su oficina, pero allí me confirmaron que no saben nada de ella desde el lunes por la mañana. Lo siento, en tal caso no puedo dejarlo pasar”.
- “Pero escúcheme, soy extranjero, vengó directamente del aeropuerto a esta cita que ella misma concertó conmigo en esta dirección, en esta fecha, a esta hora. Necesitó esperarla.”, – insistió el comandante.
La puerta se entreabrió con la cadena de seguridad colocada. Se asomó el mayordomo a través de aquel espacio, intentando identificar a su interlocutor para ver si podía tomar una decisión por sí mismo. No tuvo tiempo, el comandante Tulio desenfundó su moderno armamento, una ráfaga imperceptible perforó el pecho del infortunado, quien no alcanzó siquiera a exclamar un quejido de dolor, desplomándose lentamente con los ojos bien abiertos en un desesperado esfuerzo por comprender lo que estaba ocurriendo.
Una vez dentro, en la mitad del salón principal, comenzaron a aparecer sus hombres trayendo consigo al resto de la servidumbre. Dos mucamas, una cocinera y el jardinero. Fueron presentados ante el comandante, las mujeres aterradas, temblaban sin poder controlar el llanto, tampoco sus esfínteres. El jardinero con más prestancia trataba de tranquilizarse e intentaba entablar un diálogo con el comandante, le aseguraba que ellos no dirían nada de lo visto, pero le suplicaba que los dejaran marchar. El comandante comenzó a pasearse de un extremo al otro del salón, hasta que se detuvo un largo rato como quien piensa tomar una decisión que no era fácil, pero que al parecer no existía otra. Se da vuelta, los enfrenta, y los arenga:
- “Personas como ustedes son la causa y el propósito de nuestra lucha. Ustedes son los explotados, ustedes serán mañana los dueños de casas como esta. Pero esta guerra es larga y no se hace sin sacrificios. El enemigo es poderoso, hábil, por ello no podemos darle ninguna ventaja, ni dejarle nada de donde puedan obtenerla. Gente como ustedes son nuestros mártires y la justicia de nuestra lucha. ¡Ignacio!, – ordenó con voz autoritariamente alta – , llévatelos al subterráneo, al cadáver de ese infeliz también, – acto seguido se dirigió al otro-, ¡tú!, limpia la sangre del lugar y esa cagada mal oliente también”.
Ambos procedieron con prontitud. Quedó solo, mientras sus hombres cumplían sus instrucciones. Se dedicó a pasear por la casa. Caminó por el jardín, se detuvo y observó largamente el agua de la piscina. Se dirigió al dormitorio de Ingrid. Revisó despectivamente su amplio vestidor. Miró con detención la fina ropa que aquel contenía. Abrió el primer cajón, extrajo de él fina lencería de seda, que acercó a su mejilla para sentir su suavidad y aspirar la delicada fragancia que la impregnaba:
- “¡Puta de mierda!, no sé porque intuyó que me has traicionado. Estoy ansioso por confirmar esta sospecha que me corroe ya hace mucho tiempo. Te has dejado vencer por el dinero, el lujo, la buena vida. Has olvidado nuestra lucha, también te has olvidado de mí. Pero si es así, lo pagarás muy caro”.
Absorto en estos pensamientos llenos de desconfianza y duda. Se sobresaltó al escuchar la ruidosa riña que enfrentaba a dos de sus hombres en el salón principal. Se dirigió enfurecido hacia el lugar:
- “¡Que diablos pasa aquí, par de imbéciles!, – gritó enérgico -, ¿quieren acaso alertar a los vecino?”, – el altercado concluyó abruptamente.
El Comandante preguntó:
- “¿Cumplieron con lo que les ordené?”.
- “¡Sí, señor!”, – respondió de inmediato uno de ellos.
- “¿Que hacemos con los cadáveres?”, – preguntó el otro.
- “Déjenlos allí, para cuando comiencen a oler a fiambre descompuesto, nosotros no estaremos aquí”, -respondió fríamente el comandante.
Ingrid manejaba su Mercedes Benz rumbo a casa. Víctor llegaría a las 20 horas. Antes de eso, ella quería darse una ducha y ponerse ropa limpia. Ya no resistía más esa inseguridad que transmite el hecho de sentirse sucia y hedionda.
CAPÍTULO 37
La noche caía. Tulio bebía cerveza en compañía de sus hombres en el salón principal. Él pensativo, el resto jugaban al póker. El timbre de la residencia los sacó abruptamente de la concentración. Corrieron tras sus armas, para después quedar en posición de alerta a la espera de instrucciones de su comandante:
- “¡Silencio!”, – exclamó Tulio.
Un largo segundo timbrazo se sintió nuevamente.
- “¡Atentos!, no haremos nada. Todos en absoluto silencio hasta que se aburra y se marche”,- susurró el comandante.
Al contrario de lo que ellos esperaban. Escucharon como una llave se incrustó en la cerradura. Tulio ordenó a sus hombres ocultarse tras muebles, puertas y cortinas.
Ingrid, un poco extrañada porque no le abren la puerta, gira su llave en sentido contrario al reloj dejando la cerradura pasada:
- “¡Maldita sea!, ¿Dónde diablos se han metido, que no me abren?”.
La falta de costumbre, la hace manejar la llave con torpeza. La gira nuevamente en sentido contrario hasta que finalmente logra abrir la puerta. Ingresa al recibidor. Se acerca al perchero donde cuelga su cartera, se saca la chaqueta, para luego mirarse por un rato el rostro en el espejo. Se suelta el cabello. Camina unos pasos hacia el salón pero antes de ingresar se saca los zapatos:
- “¿Que alivio llegar a casa?, ¿parece que no hay nadie?, seguramente se han ido,- mira la hora, 19:00 horas – , ¡malditos!, cuando no estoy se largan una hora antes. Van a ver no más, mañana mismo normalizare esta situación”.
Ingresa al salón camino a su dormitorio. Mira despreocupadamente hacia el lado y queda paralizada al ver la silueta recortada, – por la luz del farol que pasa a través del ventanal -, de un hombre que le da la espalda mientras observa hacia afuera con las manos enlazada tras de sí. Su corazón se agita, las piernas le tiemblan, pero no alcanza a salir el más mínimo sonido de su garganta gracias a la experiencia ganada en la guerrilla donde tuvo que aprender a tragarse el terror:
- “¡¿Quién es usted!?”, – preguntó enérgicamente.
El hombre continúo de espaldas sin responder. Ingrid estiró el brazo y apretó el interruptor de la luz. Luego de algunos instantes, aquél se dio vuelta lentamente y se enfrentó a la mujer:
- “¿A caso ahora ya no sabes quién soy?, ¿no puedes reconocerme a pesar de todo lo cerca que siempre estuvimos?”.
- “¡Tulio!, – exclamó sorprendida – ¿Qué haces aquí?”.
- “¡Tu deberías saberlo!”, – respondió él.
- “¡No, no lo sé!”, – respondió ella con seguridad.
El hombre se acercó aún más a ella, para verla de cerca:
- “¡Vaya que hermosa estás!, aunque siempre los has sido. Vistes muy elegante, vives en un barrio muy exclusivo, en una casa muy lujosa, presumo que te codeas con gente de muy alto nivel. Es decir, el capitalismo ha terminado por corromperte, – acercó su nariz a su cuello aspirando sonoramente -, ¡vaya que rico!, también hueles muy bien”.
- “Estas muy equivocado, no te he traicionado si es eso lo que estás insinuando. Al contrario he cumplido fielmente el trabajo encomendado”.
Tulio, sin escuchar su respuesta, continúo:
- “Me dejaste sin un solo aviso. Pase mucho tiempo pensando que estabas muerta. Pero un buen día Ramón Alcázar me dijo que habías desertado y huido a tu país: ¡Maldita perra!, – Tulio fuera de sí le gritó con vehemencia -, ¡puerca miserable!, ahora te haces la decente, ahora te gusta la limpieza, ya te olvidaste cuando olías a sobaco. Pero yo tenía que soportar esto. Ahora ha llegado el momento que pagues todo este tiempo de rencor y sufrimiento que he sobrellevado”.
Ingrid intentó tranquilizarlo. Pero se dio cuenta que no sacaba nada. Simplemente no la escuchaba. No aceptaba ninguna explicación. El comandante se paseó en torno de ella mirándola fijamente. De pronto, soltó una sonora carcajada, tomó entre sus dedos el largo cabello rubio de Ingrid:
- “Hermosamente cuidado tu lindo cabello. También, te olvidaste cuando por las noches la comezón no te dejaba dormir. Pero yo estaba allí para despiojarte. ¡Mario!, – gritó iracundo, los hombres aparecieron armados desde sus escondites -, amarra a esta mujer a esa silla», – ordenó perentoriamente.
Los hombres la pescaron de los brazos. Ingrid intentó zafarse pero no lo logró:
- “Quiero que sepas que he venido a tu país a desencadenar la revolución. Haremos mierda este modelo de capitalismo. Una vez que el pueblo se haya tomado el poder por las armas, vengaremos la muerte del compañero Allende. ¡Como me divertiré, cuando esos nazis huyan como ratas!, ¡como me divertiré, cuando aquellos supliquen de rodilla por sus vidas!, pero les recordaré que ellos no tuvieron compasión con los nuestros. Tendrán que enfrentar el juicio popular y el paredón. Pero antes que aquello pase, quiero que mis hombres sepan que le pasa a un traidor”.
Ingrid oía sin poder entender lo que veía, ¿Qué es lo que había cambiado?, ¿acaso ella en su momento había sido igual? o ¿este hombre que ella había admirado hasta el fanatismo había simplemente enloquecido de odio?. Tulio posó sus profundos ojos sobre los de ella. Rayos de fuego parecían surgir desde aquella profundidad. Ella no resistió, desvió la mirada hacia el suelo. Ese gestó hizo pensar al comandante que sus presunciones se confirmaban. Ella finalmente había sido abatida, derrotada sin entender que solo era temor porque creía que estaba a merced de un demente. Tulio se regocijaba al ver a esa mujer fuerte y decidida convertida en una perra asustada. Disfrutaba el poder que tenía en sus manos. Pero aún su orgullo humillado no había sido suficientemente satisfecho:
- “¡Miguel!, trae del dormitorio mi maleta».
El secuaz cumplió con rapidez. El comandante extrajo de ella una cortadora de pelo:
- «¡Tómala, rápala al cero!”, – ordenó a Miguel, pasándole la máquina.
Ingrid, recobró su prestancia, sus ojos encolerizados se clavaron en los de él. Con furia incontenible grito:
- “¡Eres una bestia, si me vas a matar asegúrate de que ello efectivamente ocurra!”.
- “Me estas amenazando a mí, tú, mujerzuela de quinta categoría”, – se dirigió frenético hacía donde estaba. La golpeó con toda su fuerza con el anverso de su mano derecha, dejándola sangrando de labios y nariz.
- “¡Miguel!, ¡rápala!, quiero deleitarme”, – ordenó Tulio.
Mientras otro de sus hombres tiraba fuertemente del cabello de Ingrid para evitar que moviera la cabeza. Miguel sacaba lonjas de pelo rubio que caían al suelo por capas. Tulio se regocijaba sádicamente de aquella escena. Saboreaba el sufrimiento íntimo de aquella mujer. Lágrimas de humillación brotaban de sus enrojecidos ojos, rodando por sus mejillas lentamente.
Sin embargo, después de este primer momento, el odio se anidó en el alma de Ingrid, su razón se volvió fría y calculadora. Lo observó detenidamente, notó que su sexo estaba erecto:
- “¡Animal las pagarás!”, – gritó silenciosamente.
- “¡Mario, desátala!»,- ordenó.
Tulio estaba sexualmente excitado. Este espectáculo había hecho aflorar sus instintos. Notó que Ingrid le observaba el sexo detenidamente, mientras simultáneamente separaba sus piernas invitándolo a poseerla:
Al quedar libre de las ataduras. La pescó con fuerza del brazo y la arrastró a tirones hacia el dormitorio:
- “¡Pobre del que se atreva a molestarme!”, – advirtió a sus hombre, mientras ellos reían aparatosamente.
- “¡Espero que al menos nos deje comernos las sobras!”, – gritó uno de ello, al momento que la pareja desaparecía tras una puerta que se cerraba violentamente.
CAPÍTULO 38
La pieza estaba tenuemente iluminada. Ambos se miraban con recelo a cierta distancia. Tulio agitado, con la respiración entrecortada parecía una bestia a punto de saltar sobre su presa. Ingrid desafiante, lo miraba directamente a los ojos. Corrió el cierre de su falda, la dejó caer, levantó levemente uno de los pies para luego apoyarlo fuera, mientras con el otro lanzó con fuerza la prenda lejos. Sin apartar su mirada de los ojos de él, deslizó su mínimo calzón con lentitud hasta que se despegó del fondo de su pelvis. Continuó, agachándose levemente hasta que aquel traspaso las rodillas, después, cayó por sí solo sobre sus pies. Separó ambas piernas. El hombre intentó abalanzarse con la respiración entrecortada, Ingrid alzó la voz perentoria:
- “¡Cálmate!, – para luego seductoramente, casi susurrar -, yo también quiero mirar, ¡desvístete!”.
Tulio desabrochó atolondradamente su camisa hasta dejar el torso desnudo brillando tenuemente por el sudor. Ingrid lo contempló sin ocultar sus deseos. Mojando sus labios con su lengua, apretando su pubis mientras lo acariciaba con ambas manos, una en cada hemisferio. El hombre absolutamente fuera de sí, bajo su pantalón arrastrando simultáneamente su calzoncillo dejando expuesto su excitado sexo:
- “¡Qué maravilla!, – exclamó Ingrid desvergonzadamente -, había olvidado el hermoso tamaño de tu pene. Para cualquier mujer resulta imposible resistir la tentación de recorrerlo una y otra vez hasta quedar exhausta”.
Tulio se acercó lentamente. Puso sus manos sobre sus hombros y la estrechó contra sí, apretando con fuerza su pelvis contra la suya. Mientras su boca le quemaba sus labios como si se tratase de dos brazas ardientes. Ingrid acarició su espalda, luego deslizó ambas manos hasta coger su pene. Jugó por algunos instantes. Luego continuó más abajo hasta que en ambas palmas quedaron anidados sus testículos. Tulio fuera de si, había perdido toda preocupación y se dejaba llevar por sus caricias. En forma imprevista apretó con todas sus fuerza. Tulio emitió un fuerte grito de dolor que casi simultáneamente se ahogó en su garganta. A pesar de ello, con sus poderosas manos alcanzo a cogerla por el cuello y comenzó a estrangularla. Ingrid casi no respiraba, a sabiendas que se jugaba la vida, en un último esfuerzo desesperado, apretó aún más fuerte, hasta que finalmente el hombre cayó desvanecido por el dolor. Ella también cayó de rodillas junto a él. Con avidez respiró una larga y desesperada bocanada de aire mientras sus manos sobaba su cuello intentando aminorar el dolor. Una vez recuperada, miró al hombre con odio incontrolable:
- “¡Bestia miserable!, te advertí que te asegurarás bien de mi muerte”, – y en un ataque incontrolable de rabia se lanzó a escupirlo en su rostro hasta secar su boca.
Una vez tranquilizada, corrió hacia el vestidor donde apresuradamente se calzó unos jeans, unas tenis y un grueso polerón con capucha para ocultar su obligada calvicie. En la pretina del pantalón se acomodó el arma de Tulio y huyó del lugar ocultándose entre los arbustos del jardín hasta alcanzar su automóvil. Le dio un empujón inicial para sacarlo de la inercia, se encaramó sobre el mientras este se fue con el vuelo pendiente abajo escapando sin que los hombres de Tulio se dieran cuenta.
CAPÍTULO 39
Eran las 23 horas, la temperatura corporal había descendido ostensiblemente ese día jueves. Héctor abandonaba la habitación de Andrés, su cara reflejaba menos preocupación:
- “Menos mal que este tipo está mejor, me hizo pasar bastante susto. Al menos la fiebre bajó y ya no delira”.
En el estar se dejó caer cansado sobre el sofá. Encendió el televisor, al poco rato lo apago aburrido de no encontrar nada interesante que ver:
- “¡Nada!, parece que no queda más alternativa que irse a dormir, – quedando pensativo algunos segundos – , este Andrés en vez de concentrarse en investigar, se mete en líos de faldas, ¿Qué diablos habrán hablado el martes pasado que lo ha tenido enojado y deprimido?. Este huevón no me ha querido decir nada”.
Entre estos pensamientos, el sueño comenzó a hacerlo cabecear, hasta que el timbre lo incorporó bruscamente a la realidad. Vio instintivamente la hora en su reloj de pulsera:
- “¡las 23 : 30 horas!, ¿¡quién diablos será!?, no es hora de visita”.
Se levantó extrañado, se acercó a la puerta y vio a través del ojo de buey:
- “¿Quién es?”, – preguntó sin abrir.
- “¿Esta Víctor?”, – contra preguntaron afuera, en un susurro casi inaudible para Héctor.
- “¿Quién es?, ¿Qué quiere?”, – volvió a preguntar enérgicamente.
Algo referente a Víctor alcanzó a escuchar, la voz tenía timbre femenino, decidió abrir:
- “¡Buenas noches!, ¿Qué desea?”, – preguntó nuevamente.
Extrañado porque se trataba de una mujer alta, buena figura, vestida deportivamente, envuelta en un grueso polerón con capucha que le cubría la cabeza, haciéndole difícil a Héctor poder ver su cara completamente:
- “¡Necesito hablar con Víctor!, ¿ésta él?”.
- “Mire, ha estado muy enfermo. En este momento está dormido, por ello es que le pediría que vuelva otro día. Ahora no está en condiciones de poder atenderla”.
- “¡Necesito hablar con él, ahora!, ¡no puedo esperar!”, – respondió perentoriamente.
Sin esperar respuesta, se introdujo subrepticiamente, dándole a Héctor un fuerte empujón:
- “¡Oiga que se cree usted, salga de aquí de inmediato!”, – intentó asirla pero se le escabulló.
Ya dentro de la casa, le agarró un brazo y la volteo para enfrentarla, le sacó el capuchón, quedó petrificado de asombro. La mujer completamente rapada con restos de sangre seca en boca y nariz. En el cuello un aureola intensamente morada que inequívocamente correspondía a un frustrado intento de estrangulamiento.
La mujer fuera de sí comenzó a golpearlo rabiosamente con sus puño mientras gritaba:
- “¡Víctor!, ¡Víctor!, ¡necesito hablar con Víctor!”.
Héctor intentaba calmarla. La estrechó contra su cuerpo, donde la mujer empezó a temblar y a llorar desconsoladamente.
- “¡Héctor!, ¿Qué pasa?, ¿de quién son esos gritos?”.
Ante este intenso ajetreo, Andrés se había asomado al umbral de la puerta de su dormitorio a ver lo que ocurría. Héctor se dio vuelta. Se retiró hacia un costado dejando que Andrés observará a dicha mujer:
- “¡Ingrid!, – exclamó sorprendido – , ¡que te han hecho!, ¿Qué ha pasado?”.
Se miraron ambos, los ojos llorosos y su vulnerabilidad, trasuntaba un alma más dolorida que amilanada. Pero al verlo a él a salvo, hizo que brotara un suspiro de alivio. Andrés la estrechó entre sus brazos, mientras la conducía hacia una silla del comedor. Héctor preparó un vaso de pisco que luego se lo ofreció. Mientras bebía, Andrés fue tras un botiquín. Al volver, la limpió cuidadosamente, sacándole los restos de sangre coagulada, para luego aplicar un desinfectante que hizo que Ingrid pegara un pequeño grito. Mientras tanto, Héctor miraba con detención la escena, tratando de explicar lo que le había ocurrido. Los moretones del cuello eran muestra inequívoca de que habían tratado de estrangularla, los dedos estaban claramente marcados. Examinó su calvicie, era indudable que aquello había ocurrido recién, no había el más mínimo rastro de crecimiento del cabello, aunque fuera incipiente. Concluyó que la mujer había sido torturada, por alguna razón.
Andrés ya había terminado, guardaba los elementos empleados dentro del botiquín. La mujer tomaba el trago. Había recuperado la tranquilidad, pero su mirada parecía perdida en otro lugar. Héctor continuaba observando de lejos atentamente cada detalle, estudiando y analizando, hasta que no pudo contenerse más. Soltó una pregunta:
- “¿Señorita Ingrid, que le ocurrió?”.
Ingrid lo miro, pero desvió sus ojos al sentirse incómodamente acosada:
- “Intentaron asaltarme, supongo que para robarme, – contestó -, pero estoy bien, afortunadamente”.
- “¿También los ladrones la raparon?”, – agregó irónicamente el ex detective.
- “¡No!. Yo me corte el pelo así, porque se me estaba cayendo muy rápidamente”.
- “¿Cuando fue eso?”, – insistió.
- “Ayer”, – respondió la mujer.
- “¡Que lastima!, parece que se quedó calva, no debió raparse, no existe la menor señal de que aquel cabello quiera volver a crecer, ¡pobrecita!”.
- “¡Basta ya Héctor!, – le gritó Andrés, que escuchaba atento -, ¿¡que pretendes!?, no ves que está mal herida como para que tú te pongas a practicar tu oficio. O acaso te estás ejercitando para que no se te olvide”.
- “¡Vamos Víctor!, ¡no seas ridículo!, no ves que esta mujer algo grave nos oculta”, – exclamó algo herido, pero más que nada, para advertirle que era mejor que continuará llamándose Víctor.
La mujer ocultaba su rostro. Recostando su cabeza sobre sus brazos apoyados en la mesa del comedor. De pronto Ingrid respiró profundo, levantó su cabeza, miró decididamente a ambos hombres. Mientras con una mano limpiaba sus lágrimas y los mocos de su nariz que escurrían por sus labios.
Héctor se apresura a acercarle una servilleta de papel:
- “Toma suénate como corresponde”.
Después de un rato, Ingrid exclamó con su mirada perdida:
- “¡Víctor!, él tiene razón, tengo que contarte muchas cosas. Pero antes debo señalarte que conocerte me ha significado salvarme. Por primera vez en la vida tengo algo que amo con tanta intensidad que me ha permitido ver lo vacía, sucia e inútil que ha sido mi existencia. Solo quiero ahora no perderte, ruego que puedas comprender. No todo ha sido culpa mía, sino también de las circunstancias que me ha tocado vivir. No estuvo en mí poder controlar. Necesito tu amor como la vida misma. No quiero que se escurra esa posibilidad de trascender más allá de ella misma. ¡No, Víctor!, me aferrare a este amor que siento por ti porque es lo único bueno que me ha ocurrido, y también merezco una oportunidad, porque nunca he tenido nada”.
Andrés escuchaba, su corazón palpitaba aceleradamente, admiraba en silencio a aquella mujer que hablaba con tanta pasión y decisión. Héctor estaba incómodo pero no pensaba dejarlos solos, le interesaba saber qué tenía que decir.
CAPÍTULO 40
Acomodado en su sillón de cuero predilecto, a oscuras, las cortinas del inmenso salón descorridas, surgía el enorme ventanal cual pantalla de cinemascope donde se apreciaba desde arriba de los faldeos precordilleranos, la imponente vista de la ciudad iluminada. Aquella transitaba, desde los millones de luminarias encendidas que destacaban sobre el fondo oscuro de la bóveda hasta el magnífico espectáculo en que el cielo comienza a destacar por sobre aquellas en una danza multicolor que culmina en una explosión de brillo enceguecedor. Esta sinfonía visual lograba llenar de optimismo y de sosiego, cada vez que lograba presenciar el amanecer. En una mano un habano legítimo, en la otra una copa de coñac. Intercalaba largas aspiraciones con pequeños sorbos retenidos en su boca por algunos segundos antes de tragar. En ambos casos el fin era mismo, distinguir y disfrutar sus sabores ocultos. Hugo Correa esperaba así, el principio de la culminación de sus más íntimas ambiciones.
De origen humilde, hijo de un padre atrapado en la delincuencia. Purgó sus delitos tras las rejas durante gran parte de su existencia. Su madre no lo hacía mejor, alcohólica, se prostituía diariamente para poder conseguir la bebida. No tuvo más remedio que comenzar a sobrevivir a muy corta edad. Poseedor de una brillante inteligencia, no tardó en darse cuenta que por aquel camino no lograría salir de aquella miseria en que se desenvuelve a diario. De allí surgió su férrea voluntad de estudio a pesar del hambre, del frío, de la falta de afectos, contra viento y marea, hasta lograr sacar su título de abogado. Sin embargo, de esta lucha no salió indemne, las continuas humillaciones, la soledad, el maltrato, la discriminación, dejaron profundas huellas, su orgullo herido acumuló grandes cuotas de resentimiento, que a través del tiempo y a medida que lograba sus objetivos fueron mutando hacia una ambición desmedida de poder que estaba dispuesto a satisfacer por cualquier medio. Su secreta esperanza, lograrlo, para vengar todos aquellos sufrimientos. Hoy disfrutaba el momento esperado, estaba a punto de conseguirlo. Antes de conciliar el sueño prefería esperar en vigilia a que se iniciará este verdadero ataque a la cumbre, por decirlo en jerga montañista, largamente planeado.
El sonido estridente del teléfono rompió abruptamente el tranquilo silencio. Con un grado de molestia se levantó de su cómoda poltrona y se encaminó a contestar:
- “¡Aló!. ¡que gusto señor!, le informo que todo marcha hasta el momento muy bien. Espere tranquilo, podrá seguir los acontecimientos de la primera fase, a través de la prensa, – soltando una autocomplaciente risa de satisfacción -, sin embargo sigo a la espera de su autorización para iniciar la segunda fase del plan, ¿Cómo?, ¡sí!, también la tercera esta lista, – reafirma con seguridad a su interlocutor externo -, de eso se está encargando Alcázar. Y la cuarta la ejecutaré yo personalmente cuando las anteriores concluyan satisfactoriamente. Espero que aquello ocurra en algunos días más. Pero por hoy, insisto señor, necesito que usted se pronuncie respecto de la segunda….
- ¡Ok!, es decir llamo al numero telefónico que usted me acaba de dar y le señalo, a quien me conteste, esa frase que actuará como contraseña”.
Acercó con rapidez una libreta que estaba en la mesita del teléfono para anotar el número 2224714 y la frase:
“¡Aló!, estoy bien, no te preocupes por mi”.
- “Pasando a otro tema señor. Me preocupa que él no esté preparado, no es fácil lo que tiene que hacer. Cualquier error se va todo al diablo. ¡Ok!, lo que usted me señala es importante, me deja tranquilo que él ya lleve en el país más de una semana, estudiando el terreno, los horarios, las rutinas para elaborar el plan de acción. Solo queda encomendarse a Dios para que no surja nada imprevisto. Ha sido un gusto saludarlo, espero verlo pronto por acá en circunstancias muy beneficiosas y distintas a las actuales. Estoy confiado en que todo va a resultar muy bien, hasta luego».
Concluida la conversación telefónica, volvió al lugar donde estaba. Miró la hora:
- «¡Las cinco de la madrugada!, será mejor que duerma algo, en algunas horas más esto será un infierno”.
Mientras esto ocurría en un elegante pent-house del barrio más acomodado de la ciudad. Al otro extremo, junto a la carretera al sur del país, en un motel, un hombre despertaba atormentado, aún cansado a pesar de haber dormido algo. Su mente parecía haber trabajado sin descanso, pero sin haber logrado una solución razonable a tanto antecedente contradictorio. Por un lado una mujer que según propia confesión había desertado del movimiento senderista peruano, solo hace unas horas, temerosa por su vida, torturada y maltratada, yacía durmiendo en la cama en su misma habitación. Sin embargo, aquella residía en el país hace ya más de dos años. Hasta ahora, no existían evidencias de que hubiera cometido alguna acción de estas características. Aparentemente la policía tampoco la busca por nada ilegal. Sus papeles de residencia están al día. Al contrario, todo este tiempo ha trabajado como alta ejecutiva de una importante empresa constructora. Mujer hermosa, sofisticada, profesional de éxito, vive a todo trapo, se codea socialmente al más alto nivel.
Por otro lado, el actual ministro del interior, quien efectúo la fiesta donde se ve por última vez a Mirasol viva, ex Presidente de Cementera Río Paraná, por lo tanto, jefe en algún momento de Andrés. Ahora Ingrid menciona a un tal Hugo Correa Montes, quien le habría pedido sacar a Andrés de aquella fiesta para que Mirasol quedara sola:
- “¿¡Para qué!?, ¿¡por qué!?, ¿Quién es Hugo Correa?”, – se pregunta Héctor en voz alta, sin poder encontrar aún una respuesta.
A todo esto, Mirasol es aparentemente asesinada con una sobredosis de narcóticos de acuerdo a los antecedentes extraoficiales recopilados a la fecha. Además, la investigación oficial se obstaculiza por instrucciones del más alto nivel. Y todo ello parece gestarse en la mismísima casa del hoy Ministro del Interior:
- “¡Vaya bomba que tengo entre mis manos!, un asesinato, terrorismo internacional, narcotráfico y política. Sin duda aquí está operando una mafia, – pensó reflexivo -, algo gordo se está tramando. Pero qué diablos tiene que ver en todo esto Mirasol, no alcanzó a entender, tengo que esperar que Ingrid despierte para poder interrogarla. Ella tiene parte de la respuesta que busco”.
CAPÍTULO 41
El intenso e inesperadamente frecuente ulular de sirenas de emergencia anunciando una grave urgencia despertó a Héctor, que a pesar de su abierta resistencia, no logró reconquistar el sueño. Huraño tomó el reloj con fuerza:
- “¡Maldito sean!, no tienen otra cosa que hacer, váyanse a la mierda con ese ruido que no deja dormir, – refregó sus ojos acompañado de un largo y sostenido bostezo.
Estiró sus extremidades, luego alzó sus brazos, para terminar sentándose en el borde del sofá donde había dormido:
- “¡Maldición, me duele todo el cuerpo!, – vio la hora -, ¡las 10:30, vaya hora, es tarde!, – fijó su mirada en Ingrid -, duerme aún, mejor que lo siga haciendo para que se recupere bien, – pensó -,¿qué pasa que aún siguen ululando las sirenas de los vehículos de emergencia?”, – se preguntó desganado.
Encendió el televisor, lo mantuvo sin volumen para no despertar a Ingrid. Jugó con el control remoto sin encontrar noticias que pudieran informar de la causa de aquel bullicio. Se levantó dirigiéndose a la pequeña kitchenette. Abrió el refrigerador, sacó una caja de leche, vertió parte de su contenido en un vaso. La bebió sentado sobre un piso alto apoyado sobre el mesón. De pronto curioso miró la pantalla del televisor. Un periodista con una extraña cara leía una noticia. Héctor se apresuró a darle volumen para escuchar lo que estaba informando:
- “… tenemos a continuación un despacho en directo desde el sitio donde ocurrió este horroroso suceso. Allí está la periodista María Eugenia Gazmuri”.
En la pantalla apareció una mujer que no podía contener su propio nerviosismo, Héctor puso atención en sus manos que temblaban ostensiblemente, su rostro visiblemente crispado, sus ojos al borde de estallar en lágrimas. Era más que evidente que le costaba mantener un nivel de concentración suficiente para poder dirigirse adecuadamente a las cámaras. Después de algunos segundos, que para Héctor fueron una eternidad, la periodista logró hilvanar alguna frase:
- “José Antonio, aquí estamos frente al exclusivo colegio María Inmaculada, ubicado en Santa María de Manquehue, donde hace pocos minutos atrás quedó al descubierto el más espantoso suceso que haya ocurrido en Chile en toda su historia. Toda la comunidad escolar que se encontraba en el interior de este establecimiento, entre las 9 y las 10:15 horas de la mañana de hoy ha sido brutalmente asesinada. Según fuentes policiales no hay sobrevivientes. Los cuerpos de pequeños inocentes yacen sangrantes en pasillos, escaleras, salas de clases, – la periodista hace un alto mientras solloza -, discúlpenme por favor. Ruego a los televidentes que comprendan que yo también soy madre antes que periodista. No resisto el dolor que esto me esta produciendo. Este dantesco espectáculo no lo puedo soportar”.
La periodista no pudo contener el llanto. La transmisión volvió al periodista en los estudios centrales:
- “Señores telespectadores rogamos a todos mantener la calma y disculpar a nuestra colega que está sumamente impactada. Esperamos que se reponga para que nos entregue mayores antecedentes de este grave acontecimiento criminal”.
Transcurrido algunos minutos, la periodista ya repuesta volvió a la pantalla:
- “Como ya informe, José Antonio. Hoy en un periodo de tiempo estimado entre las 9:00 y las 10:15 horas a.m., toda la comunidad escolar que se encontraba en el interior de este establecimiento fue brutalmente asesinada. Aún está muy reciente lo sucedido para siquiera plantearse las posibles motivaciones que tuvieron los hechores para cometer este espantoso crimen masivo. Hay una gran congoja en todos los que nos encontramos aquí. Las fuerzas policiales tienen rodeado el sector, mientras simultáneamente, han iniciado un basto operativo de rastreo tendiente a ubicar a los responsables en el más breve plazo. En este colegio estudian más de 200 alumnos de pre-kínder a cuarto medio. Trabajan más de 80 profesores, de los cuales más de la mitad estaban en el colegio esta mañana desempeñando sus funciones. Los muertos, según fuentes policiales, son alrededor de 150. Pero lo más importante, es que no hay sobrevivientes. Todo ser humano que se encontraba en su interior fue abatido sin importar edad ni sexo. La falta de testigo está dificultando las pesquisas tendientes a capturar a esta banda. El armamento que fue usado debió ser de alta tecnología ya que este crimen quedó al descubierto sólo cuando un apoderado regresó al colegio a dejarle a su pequeña hija la colación de medio día que había dejado olvidada en el automóvil. Hoy aquella infante está muerta. Su padre llora aún desconsoladamente sentado en la cuneta, con el cuerpo inerte de su hijita entre sus brazos. José Antonio, según hemos podido averiguar entre los vecinos del sector. En este colegio estudian los hijos de altos jefes de las fuerzas armadas, de importantes ejecutivos y empresarios. Se ha notado a esta hora de la mañana, la presencia de unidades de ejército apostadas en las inmediaciones. Así como es natural, se han hecho presente generales y altos oficiales uniformados acompañados de sus esposas, las cuales no pueden ocultar la devastación emocional en que se encuentran. Por último José Antonio, quiero decirte que por decisión de nuestro equipo aquí en terreno, por respeto a los deudos, a Chile y al duelo inmenso que todos sentimos en este momento, es que no mostraremos imágenes de este alevoso y cruel crimen de lesa humanidad”.
CAPÍTULO 42
Los acontecimientos se precipitaron con rapidez. Héctor seguía incrédulo la televisión. Una seguidilla de escalofríos recorrían su cuerpo, estremeciéndose una y otra vez. Sin poder comprender semejante horror. Cambia de canal viendo una y otra vez la espantosa noticia. Un nuevo despacho desde el sitio del suceso lo hizo detenerse para escuchar atentamente:
- “Informamos a ustedes que según versiones policiales, recogidas en la escena de este feroz crimen, señalan que se han encontrado importantes huellas que hacen presumir la activa participación de una mujer, la cual se encontraría plenamente identificada e incluso en este mismo instante fuerzas de seguridad allanan su domicilio particular. Desde aquel lugar hacemos contacto con nuestro periodista Alfonso Díaz, adelante Alfonso”.
- “Efectivamente Carlos, me encuentro frente al número 2032 de la calle Los Naranjos, en el exclusivo barrio de Lo Curro. La policía ha allanado esta lujosa residencia, en cuyo interior un nuevo cuadro de horror quedó al descubierto. En el subterráneo de esta vivienda fueron encontrados los cuerpos sin vida aparentemente de toda la servidumbre. Las mujeres muestran signos evidentes de haber sido ultrajadas a discreción y con saña, antes de ser asesinadas de un disparo de revólver en la sien. El domicilio pertenece a la empresaria Ingrid Schneider, a quien se ha comenzado a buscar intensamente. En este mismo instante la policía allana su oficina en la Inmobiliaria Nuevo Amanecer, donde aquella ejercía la gerencia general, en busca de mayores antecedentes. Fuentes fidedignas nos han señalado que todo muestra que esta mujer tuvo una participación directa en los crímenes del colegio María Inmaculada. Se encontraron pruebas irrefutables que incluso permitieron identificarla rápidamente. Sin embargo, en su domicilio han surgido otros elementos que al menos confunden esta primera hipótesis. Efectivamente, según la policía, el asesinato brutal y despiadado de su servidumbre, con la cual ella convivía diariamente, así como el hallazgo de largos cabellos rubios dispersos por el suelo de su propiedad, el hecho que el vehículo que usaba comúnmente no se encuentre, hacen sospechar que también puede tratarse de un asalto. De todas formas no se descarta ninguna línea de investigación. Por el momento se busca intensamente a la mujer y también a su vehículo. Ambos convertidos en piezas claves para esclarecer este caso. Se piensa que huye caracterizada, pues se presume que los cabellos encontrados son los de ella y que se rapó para poder usar cómodamente una peluca que la ayude a ocultarse. Se espera que pronto la policía esté en condiciones de entregar las características del automóvil y una fotografía a los medios para su difusión, permitiendo a la población general participar en su captura. Eso es todo lo que puedo informar desde este lugar Carlos, alguna pregunta”.
Héctor, tenso, sudaba frío. Giró sobre sí mismo para observar a Ingrid. La encontró sentada sobre la cama con la espalda apoyada sobre el respaldo. Mordía el borde de la sabana con la que tapaba su desnudez. Con la vista clavada en las imágenes de la TV. Héctor la miró con lástima, afortunadamente a él le constaba que no había participado en todo aquello. Pero también comprendió que era evidente que los autores pretendían inculparla. Pensó, en que su belleza se había esfumado en estos pocos días. Su extrema delgadez, su palidez traslúcida, sus ojos hundidos en las cavidades oculares rodeadas de profundas ojeras oscuras, el brillo de sus hermosas pupilas celestes ya no existía, eran ojos secos de difunto, su calvicie para nada le sentaba, temblaba descontroladamente como afectada por cirrosis en su fase terminal. Intranquilo pensaba que toda la policía la buscaba intensamente a lo largo de todo el país. La opinión pública a través de la prensa hacía sentir su fuerte presión para encontrar a los culpable rápidamente, ansiosa de poder saciar su instinto a través del linchamiento. Clamaba el desquite contra quienes le infringieron tremendo sufrimiento. Entregarla en estas condiciones a las autoridades no daba garantía. Aquellas no tenían ningún interés en encontrarla viva. Al contrario los muertos no hablan ni tampoco se defienden. Por otro lado, el grupo terrorista también quiere asegurarse de que sea eliminada porque sabe demasiado:
- “¡Diablos!, – exclamó Héctor como cayendo en cuenta del riesgo en que se encontraban.
Saltó velozmente del taburete donde estaba. Jaló a Ingrid de los brazos haciéndola salir de la cama:
- “¡Toma vístete rápido!, – le alcanzó su ropa – , ¡tápate la pelada!, – gritó nervioso – , tenemos que salir de inmediato de aquí. Pronto darán a conocer tu foto y las características de tu vehículo”.
Prácticamente a empujones y a medio vestir sacó a Ingrid del departamento. La introdujo en el interior del automóvil para dirigirse con tensa tranquilidad hacia la salida del motel:
- “¿Como estuvo?”, – pregunto pícaramente el empleado.
- “¡Lo pasé como nunca. Hace mucho tiempo que no me pegaba un polvo tan rico con una mina como esta!”, – respondió con sangre fría Héctor jocosamente.
- “¡Que envidia!, ya llegará mi oportunidad”, – exclamó divertido el empleado.
- “Ojalá le vaya tan bien como a mí. Aquí tiene las llaves. ¡A Dios!”.
Salió lentamente. Esperó pacientemente tener vía expedita, para luego emprender la marcha sin saber hacia donde ir, pero consciente que debía abandonar el automóvil de inmediato.
CAPÍTULO 43
Aún con sueño por una noche de vigilia, observaba con atención la pantalla del televisor, dibujando sonrisas de satisfacción en sus labios. Saboreaba lentamente aquel placer que le producía sentir como el centro del poder se desplazaba hacia él. Enterado de los primeros acontecimientos, se levantó de su sofá predilecto. Se encaminó hacia el teléfono. Descolgó el auricular, se lo acercó a su oreja derecha, marcó el número 2224714, esperó que contestaran:
- “¡Buen día!, esta es una grabación, por favor a partir de la señal deje su mensaje, gracias”.
- “¡Aló!, estoy bien, no te preocupes por mí”, – contestó, después de lo cual colgó.
Regresó a su sofá a seguir los acontecimientos a través del aparato de televisión.
No había pasado mucho tiempo cuando Hugo Correa comenzó a inquietarse con la dirección que tomaban los sucesos. No habían pasado dos horas y ya la policía buscaba intensamente a Ingrid:
- “¡Inútiles!, ¡imbéciles!, nunca han podido hacer nada bien. Solo saben destilar mierda por la boca por que es lo único que tienen en la cabeza”.
A medida que pasaban las horas, la preocupación lo agobiaba. Caminaba de un extremo a otro de la habitación, una y otra vez, como animal enjaulado. Angustiado, ansioso, esperaba que Alcázar se contactara con él, no podía hacer nada más por el momento. El plan había previsto que aquel solo se comunicaría, por razones de seguridad, una vez terminada la tercera fase del plan:
- “¡Mierda !, ¿Qué pasó?, ¿Por qué ha trascendido el nombre de Ingrid?, ¿Qué había salido mal?. Tengo que buscarla y matarla, no hay alternativa. Si la policía lo hace primero todo ha acabado para nosotros. ¡Mierda!, ¡mierda!, ¿Qué hago?”.
En otro lugar de la ciudad, Andrés vivía un estado semejante, al no saber del paradero de Ingrid y de Héctor. Recorría el departamento sin pausa. No tenía la tranquilidad suficiente para permanecer sentado a la espera que Héctor se comunicará de alguna forma con él. Pero no podía hacer más que eso. Se sentía extraño. Recordó aquellos intensos momentos vividos con Ingrid, donde se dejó llevar por una pasión irresistible que traspasó el buen juicio. El deseo de poseerla, amarla con lujuria, lo hizo perder el rumbo de su vida:
- “¡Tengo el olor de su cuerpo en mis narices, el sabor de sus besos en mi boca, la imagen de su cara en mi retina, el ardor de su vagina en mi pico. ¡Maldita sea!, no puedo olvidarla, ¡me atormenta!. También me entristece haberla visto tan mal, tan disminuida, tan arruinada como la última vez. ¡No Ingrid, tú no eres así!, ¡no quiero verte así!”.
Se sintió arrepentido de haberla golpeado. Pero pensó que no pudo soportar la frustración de verse inmerso en un pozo de mugre. En que ella era parte de esa basura que lo asfixiaba. En aquel instante se sintió tan engañado que no pudo controlar su ira.
Los acontecimientos que a continuación fueron desarrollándose, lo hicieron recapacitar. Comprendió que ella no lo había traicionado. Al igual que él, ella también había abandonado lo que era su vida hasta aquel instante en que se conocieron. No midió ni siquiera el riesgo que aquello podría significar perderla. Sin duda, para hacer una cosa así, debe existir un motivo mucho más importante y ¿Qué puede haber más importante que la propia vida?, se preguntó. La respuesta era obvia, el amor. Contentó con esta conclusión, Andrés se dio cuenta que no es que él se hubiera caído a un pozo séptico, sino más bien era Ingrid quien estaba tratando de salir con gran esfuerzo y riesgo. Él no podía dejarla ahora sola. Su corazón se hinchó de gozo. Se sintió nuevamente transitando por la hermosa limpieza de sus sentimientos:
- “¡Nada se ha ensuciado!, – exclamó jubiloso -, al contrario, ella y yo nos estamos limpiando. ¡Qué pasa con esta mierda de Héctor que no me llama!, ya no aguanto esta incertidumbre”.
CAPÍTULO 44
La noche de aquel fatídico viernes se hizo sentir pesada y oscura, una llovizna fría lo mojaba todo. La vigilancia policial invadía la ciudad. Intensos patrullajes motorizados, redadas masivas en las poblaciones marginales de la periferia se sucedían unas tras otro. El país vivía momentos de extrema tensión. El Ministro del Interior se dirigía al país a través de los medios audiovisuales dando garantías a todos los sectores, especialmente a los afectados por este brutal atentado, prometiendo ejercer todo su poder para atrapar a los autores y ponerlos en manos de la justicia.
Estas palabras lejos de traer tranquilidad y confianza solo trajeron temor generalizado en la población. Del discurso se desprendían términos que hacían sospechar que el gobierno había sido brutalmente sorprendido. Aún más, reaccionaba con evidente improvisación.
Eran las 22:00 horas, la ciudad normalmente ardía de actividades nocturnas, hoy parecía deshabitada. El comercio había cerrado antes de anochecer. Poca gente se animaba a circular por sus calles, las que lo hacían, corrían presurosas a protegerse en sus domicilios, usando para ello cualquier medio de transporte que estuviera a su alcance. La población no podía ocultar el miedo a que todo lo ocurrido terminará en una grave revuelta que llevará al país nuevamente a un periodo de incertidumbres y arbitrariedades.
El taxista circulaba por las calles casi sin tráfico, feliz por que nunca antes había podido juntar tanto dinero en tan poco tiempo. La gente ya raleaba demasiado, por ello, decidió que sólo haría una última carrera para luego marcharse a casa. Afortunadamente una pareja en la esquina le hacía señas solicitando sus servicios. Detuvo el automóvil, la puerta trasera se abrió, presurosos ingresaron a su interior:
- “¡Buenas noches!”, – saludaron los pasajeros.
Ella cubierta con el capuchón de un grueso polerón, él se protegía del frío con una bufanda que ocultaba parte de su rostro. Se acomodaron en la parte posterior.
- “¡Buenas noches!, ¿a dónde los llevó?”, – respondió el taxista.
Héctor adelanta su brazo, pasándole cinco billetes de diez mil, acotando a continuación:
- “¡Aquí tiene!, llévanos con prontitud a un motel. No me moleste, solo hágalo”.
- “¿A cuál?”, – preguntó sorprendido.
- “A cualquiera”, – respondió el pasajero.
Incómodo, el chofer puso en marcha su carro, mientras pensaba donde. Miraba por el espejo retrovisor como la pareja se besaba apasionadamente mientras sus manos acariciaban sus cuerpos cada vez con más desenfado. Pensó que tenia que apurarse por que a este ritmo pronto acabarían haciendo el amor en su taxi sin importar su presencia, y con esta vigilancia policial temía que si los pillaban terminarían todos en la capacha. Apretó el acelerador, dirigiendo el móvil en dirección al sector de San Miguel por Gran Avenida é ingresó en el primero que se interpuso en su trayecto donde dejó a sus pasajeros. Después de eso, algo asustado, se dirigió a su casa pensando que el ambiente estaba algo peligroso para continuar trabajando.
- “¡Vaya a la mugre que nos trajo este imbécil!, – reclamo Héctor -, mira las sábanas, no han sido cambiadas, la toalla aún mojada”.
- “¡Y qué importa eso ahora Héctor!”, – comentó Ingrid.
Él sorprendido, se dio media vuelta:
- “¡Vaya, por fin!, por lo menos me hablas. Después de todo lo que está ocurriendo, ya era hora que comenzaras a cooperar”.
- “Lo siento Héctor, he estado algo aturdida, pero me estoy recuperando”.
- “¡Que bueno!, – respondió comprensivo, Héctor -, es importante que estemos con todos los sentidos bien alerta, si es que queremos salir con vida de esto. Estamos todos metidos hasta el cogote en este asunto”.
- “¡Extraño a Víctor!, no le hemos avisado donde estamos. Al menos informarle que estamos bien, debe estar preocupado por nosotros Héctor”.
- “¡Que lo esté!, en este momento no podemos hacerlo. Antes tenemos que asegurar nuestras vidas. Él, – por supuesto -, no ha arriesgado para nada la suya. Al contrario, capaz que nos delate”.
- “¡No, Héctor!, te equivocas. Víctor no haría eso nunca con nosotros que somos lo único que tiene. Además, yo no lo culpó de haber reaccionado así. Creo que ensucie todo lo mágico que ambos habíamos construido entorno a nuestros sentimientos. Eso lo frustró mucho”.
- “¡¿No sé Ingrid si lo que le ha tocado vivir puede considerarse mágico?!. Ha destruido su vida, su esposa fue asesinada, perdió su trabajo, su casa, su patrimonio desaparece vertiginosamente. ¿No te parece que más parece una tragedia?”.
- “Tal vez tengas razón. Pero para mí, él ha sido lo más importante que me ha ocurrido. Con él he sentido la absoluta necesidad de vivir a concho. Más aún que eso, trascender más allá de mí. Él ha logrado sacarme lo mejor. Ten por seguro que no estoy dispuesta a perder lo que es mío”.
- “¡No crees que eres muy egoísta!”, – comentó francamente Héctor.
- “¡No!, no lo creo, solo defiendo lo que legítimamente me pertenece”,- respondió molesta, mientras se encerraba en el baño.
En su interior Ingrid se desprendió de su polerón y se enfrentó al espejo:
- “¡Estoy hecha un espanto!», – exclamó mientras encendía un cigarrillo, el cual aspiró parsimoniosamente.
Se bajó el jeans, se sentó sobre el retrete. Mientras pensaba en cómo se iba a resolver todo este zapato chino en que estaban metidos. Recordó a Víctor, sus encuentros con él, nuevamente volvía a sentir ese calorcito en sus mejillas:
- “¡Te extraño tanto Víctor!, que sería de mí en este momento si tu no existieras. Que vida más inútil la que he llevado hasta ahora, pero contigo todo cambiará”.
Héctor, – mientras tanto -, se enteraba a través de la televisión que el automóvil de Ingrid ya había sido ubicado:
- “Nos están pisando los talones, tengo que pensar en algo. Si la policía nos detiene, temo que a Ingrid le pueda ocurrir cualquier cosa y no solo a ella, ¡Maldito sea!”.
CAPÍTULO 45
Como todos los domingos, la ciudad, – a pesar de los acontecimientos del viernes o quizás con mayor razón, a propósito de ellos -, estaba sumida en un sopor de somnolencia. Poca gente en las calles, flujo vehicular reducido, típico aspecto de fin de semana. En medio de esta siesta bucólica que caía pesada sobre el ánimo general de sus habitantes, alrededor de las 16:00 horas, saltaron los teletipos de las agencias noticiosas, los canales de televisión comenzaron a lanzar al aire sus extras noticiosos, las radios cambiaron su programación habitual, los periodistas interrumpieron su descanso para asumir sus posiciones en los distintos medios para los cuales trabajaban. La noticia del asesinato del senador de izquierda, el hasta ahora más probable candidato a la presidencia de la república por la coalición gobernante, coloca al país, apenas transcurrido 72 horas del atentado al colegio “María Inmaculada” en un trance de tensión e incertidumbre de incalculables consecuencias. Se apoderan de la capital los rumores, especialmente el que señala que grupos secretos o escuadrones de la muerte formados por miembros de las fuerzas armadas se estaban cobrando venganza por su propia mano en su propia ley. Era evidente que la sensación de descontrol e ingobernabilidad del país afectaba profundamente la credibilidad del gobierno central. Los hechos demostraban que la autoridad estaba siendo sobrepasada por los acontecimientos.
Mientras estos sucesos se desencadenaban, un personaje estaba intranquilo. Miraba el mar agitado por turbulentas corrientes desde su residencia de descanso en la costa del Pacífico ubicada en un enclave rocoso con vista privilegiada. Lo que antes era suficiente para disipar sus preocupaciones, hoy no lo era. Más aún, aquello parecía traerle solo malos presagios. Un golpe suave en la puerta de su despacho, lo sacó de su ensimismamiento. Giró su butaca para enfrentar a la persona que ingresaría a través de ella:
- “¡Adelante!”, – respondió con voz firme.
La puerta se abrió con cierta timidez. Impecablemente vestido pero con rostro desolado, apareció en el umbral el Ministro de Interior:
- “Señor Presidente, ¿usted me ha mandado buscar?”.
- “Exactamente, señor Ministro, creo que a estas alturas merezco una explicación de parte de usted, ¿no le parece?”, – respondió enérgicamente.
- “Por supuesto señor Presidente, lo iba a hacer en cuanto tuviera todos los antecedentes”.
- “Supongo que me los ha traído”, – exclamó enojado.
- “¡No, señor Presidente !, aún no los recibo de parte de Carabineros, ni de Investigaciones, tampoco los de los organismos de seguridad interior, como también de aquellos que solicite al Ministerio de Defensa para tener acceso a la información recopilada por los servicios de inteligencia de la fuerzas armadas”.
- “Realmente me abisma señor Ministro que usted, ni yo como Presidente de la República, no sepamos aún nada de lo que está ocurriendo en este país. Aún más, ¿¡cómo es posible que seamos sorprendidos de esta manera!?,¿¡señor Ministro, está usted trabajando en sus funciones, no es verdad!?”,- iracundo.
Con la barbilla tiritando ostensiblemente, junto con unos deseos incontrolables de ir al baño contestó rápidamente:
- “¡Por supuesto!, disculpe señor Presidente, ¿podría pasar al toilette?”.
- “Por favor, señor Ministro, por dicha puerta”, – indicándole con desagrado con su mano derecha extendida.
Apresuradamente el Ministro la traspuso cerrándola y pasando el cerrojo. Bajo sus pantalones, a penas se sentó en el escusado descargó aliviado su esfínter con inusitada abundancia. Sus manos temblaban, el sudor mojaba su cara, el rostro tan pálido como el de un difunto. Después de un rato, se fue recuperando. Abrocho sus pantalones, respiro profundo, mientras pensaba:
- “¡Maldito viejo!, ¡que se cree para tratarme así!”, – mojó su cara en el elegante vanitorio de fino mármol de Carrara y grifería de bronce.
Se miró al espejo, esperó recuperar fuerzas para aguantar la segunda parte de esta entrevista. Respiró profundo nuevamente, se aprestó a salir, miró la taza y se dio cuenta que aún no la descargaba:
- “Le dejaré a este viejo hipócrita esta cagada de recuerdo, – sin embargo luego de pensarlo un momento, desistió -, quizás no sea el momento, – jalo de la cadena -, ¡al menos se lo dejaré perfumado!”.
Salió del baño, se encontró enfrentando el cuerpo erguido del Presidente dándole la espalda, mientras miraba el mar a través del imponente ventanal:
- “¿Está aliviado, señor Ministro?”.
- “ ¡Sí!, gracias señor Presidente!”.
El Presidente no le volvió a dirigir el rostro para darle las instrucciones a seguir:
- “Señor Ministro, los sucesos acaecidos son sumamente graves. El orden público, el estado de derecho, el orden constitucional, la estabilidad y credibilidad del gobierno, así como la del país están en juego en este momento. Usted me imagino, entiende eso mejor que yo. Solo basta pensar en lo que sucederá a partir de mañana en la bolsa de comercio y en el sector financiero en general. Le doy una semana para que logre resultados suficientemente importantes en la investigación de estos sucesos que permitan restituir la normalidad. Si aquello no ocurre, quiero su carta de renuncia sobre mi escritorio el lunes subsiguiente. Eso es todo lo que quería hablar con usted señor Ministro, ahora póngase a trabajar”.
Aliviado, el Ministro se despidió agradecido con un profundo y ceremonioso:
- “¡Hasta luego, excelentísimo señor Presidente, sus instrucciones serán cumplidas!”.
Caída la noche de aquel domingo, brigadas armadas comenzaron a crear problemas en los barrios periféricos. Activistas repartían entre la gente sin distinción, jóvenes drogadictos, delincuentes comunes e individuos con profundos resentimientos sociales, todo tipo de armas, municiones y dinero. Líderes extremistas los llamaban a levantarse en armas para vengar el asesinato del Senador Alfonso Suárez, a organizarse para enfrentar sin titubear a las fuerzas reaccionarias. Rápidamente las poblaciones marginales se tornaron impenetrables para las fuerzas policiales, como resultado de la gran cantidad de armamento y dinero que sus habitantes comenzaron a poseer. El caos y el terror en su interior neutralizaron a los habitantes no comprometidos. Aquellos junto con el pequeño comercio y el micro empresariado fueron saqueados. Sus casas y establecimientos fueron confiscados. Estas poblaciones marginales fueron quedando rápidamente bajo el mando de una jefatura guerrillera que asumió un control férreo sobre el área y a sus habitantes, amenazándolos con la muerte inmediata si se oponían o si existía la más mínima sospecha de delación o de cooperación con el régimen establecido. Muchos al principio no entendieron la gravedad del asunto y fueron ejecutados aleccionadoramente frente a los ojos de hombres, mujeres, jóvenes, niños y ancianos, sin ningún tipo de clemencia, a pesar del llanto y las súplicas de los afectados.
En medio del caos que abruptamente apareció, especialmente en la capital, el Presidente se dirigió al país por cadena nacional de radio y televisión, informando de los acontecimientos ocurridos, así como de las medidas adoptadas para contrarrestar sus consecuencias y dar con la mayor rapidez con los autores de esta asonada criminal y golpista. Al final de su discurso, anunció el envío inmediato al Congreso Nacional del proyecto de declaración del estado de emergencia en la región metropolitana. Esto último, sin embargo, trajo mayor intranquilidad. El estado de emergencia significaba que la región metropolitana quedaba bajo la autoridad militar con amplios poderes discrecionales para restablecer el orden público. Nuevamente el gobierno se mostraba frente a la opinión pública terriblemente debilitado. A tal punto, que a nadie le cabría la menor duda de que el gobierno había sido obligado a negociar bajo la fuerte presión de los militares.
Tal era la situación durante las primeras horas del día lunes, cuando suena fuertemente el timbre en el lujoso departamento de Hugo Correa. Este se apresuró a contestar el citófono:
- “¡Sí!, ¡¿quién ?”.
- “¡Alcázar, ábrame!”
Hugo Correa, no descansaba, los nervios lo consumían. Si bien el plan se estaba desarrollando como reloj, no todo había salido según lo planificado. La policía, transcurrida muy poco tiempo después de los sucesos del colegio “María Inmaculada”, ya buscaba intensamente a Ingrid Schneider:
- “¿Que hacia ella en todo esto?, había órdenes expresas de dejarla fuera de este asunto. Ella solo había sido usada para que contribuyera a ocultar el plan en desarrollo, de tal forma de asegurar su éxito”.
Vio abrir la puerta del ascensor al llegar a su piso, el cual se detenía directamente en el recibo de su departamento. Se abalanzó sobre Alcázar:
- “¿Que ha pasado mierda?, ¿Qué ha pasado?, ¡es que acaso no pueden hacer nada bien!, ¡que diablos tienen ustedes en la cabeza!”.
- “¡Ay, cálmese, no ve que me asusta!, – respondió Alcázar con sus habituales modales feminoides -, no es para tanto. Hasta ahora el plan no ha sido afectado por ella”.
- “Pero, ¡maricón imbécil!, ¿¡que crees que sucederá cuando la policía la capture!?”.
- “¡Bueno!, he puesto gente que la anda buscando. La quiero vivita para desquitarme por haber dejado a ese macho sin huevas!”, – respondió jocoso Alcázar.
Correa encolerizado reacciona:
- “¿De qué diablos hablas, me puedes explicar?”.
- “¡Nada!, solo que Tulio quiso violarla, pero, – perra fiera al fin y al cabo -, le agarro las huevas y se las reventó con sus manos. ¡Qué pena!, ¿no?, era tan buen mozo. A mi me hacía patalear las hormonas, ¿pero ahora?, ¡no sé!, es un macho algo trucho. ¡Bien merecido se lo tiene!, por meterse con rameras a cambio de no dar crédito a quienes lo queríamos bien”.
Sulfurado Correa corta abruptamente:
- “¡Basta ya maricón de mierda!, no me interesan tus conflictos sentimentales, tenemos que evitar que esa mujer caiga en manos de la policía”.
La noche se había apoderado de la ciudad. Pero aquella estaba lejos de estar tranquila. Se sentía en todo momento sirenas ululando en distintas direcciones, explosiones en sectores periféricos, ráfagas de metralleta, balazos que de vez en cuando rompían los escasos momentos de silencio y el ruido de los rotores de los helicópteros que surcaban el cielo escudriñando las calles con sus potentes haces de luces. Santiago había pasado del ajetreo comercial y financiero, – en que toda la población parecía vivir preocupada sólo de su éxito personal o de aumentar su patrimonio -, a ser una ciudad atrincherada donde el miedo parecía apoderarse de su población y de sus instituciones.
La ciudad acostumbrada a que los aviones llenos de pasajeros, aterrizan o despegan, atochando los aeropuertos, a que los camiones transitan en interminables filas a través de las pocas rutas existentes, de ida o de vuelta de los puertos, que los edificios en altura nacen de un día para otro, irrumpiendo de pronto en el paisaje urbano. Toda la población parecía conforme, incluso contenta con todo este bienestar. De pronto, todo este boom pareció detenerse. Más aún, a punto de desplomarse y rodar cuesta abajo, se daban cuenta incrédulos, que la realidad latinoamericana no les era ajena. El oscurantismo volvía en un parpadear de ojos. Se podía oler la crisis de pánico que invadiría los mercados apenas abriera el día.
De pronto el Inspector se sobresaltó, – cabeceaba sentado en la butaca de su escritorio -, pensando en todo eso. Llevaba varias noches sin dormir. Todo su personal estaba en la calle buscando pistas que pudieran dar indicios que permitieran armar este rompecabezas. Para él, no había dudas de que esto era una conspiración tendiente a desestabilizar al régimen. Sin embargo, ni siquiera podía imaginar quién podría estar detrás de todo esto. Pero si deducía que el poder tras esta asonada disponía de cuantiosos recursos.
Hambriento, helado de frío, cansado, el encierro en una oficina pasada a nicotina y trasnochada lo tenía irascible. Desganado, se levantó pesadamente, encaminándose hacia la ventana, la que abrió para respirar, llenando sus pulmones con aire fresco:
- “Este aire de afuera apesta al igual que el de adentro pero al menos está frío”, – pensó resignadamente.
Se quedó un instante mirando la ciudad con sus calles desoladas. El ring del teléfono lo puso en alerta. Se apresuró a descolgar el auricular:
- “¡Aló!”.
- “Una llamada para usted”, – le señaló la voz de la telefonista de turno.
- “¡Pásela, por favor!”.
- “¡Ok, ahí va!”, – confirmó la telefonista.
- “¡Aló!, ¿sí?, ¡Aló!”.
- “¡Aló!, ¿el inspector Valenzuela?”, – preguntó su interlocutor.
- “¡Sí!, con él”.
- “Don Alfonso, habla usted con Héctor….”
- “¡Héctor!, qué gusto me da escucharte, ¿Qué es de tu vida?”.
- “¡Aquí estamos señor!, necesito hablar con Ud.”.
- “¡Claro!, cuando tú quieras. Será muy gratificante volver a verte y conversar contigo, saber que has hecho, etc.”.
- “Señor, no se trata de eso, no es una reunión social, sino de una muy delicada que necesitó mantener en la más estricta reserva”.
- “¡Pero!, ¿puedes adelantarme de que se trata?”, – respondió curioso el Inspector.
- “¡No puedo señor!. Sé que es una persona honesta en la cual puedo confiar, por eso me he arriesgado a recurrir a usted”.
- “¡Bueno Héctor, estoy dispuesto!, ¿dónde?”, – preguntó el Inspector.
Héctor le dio las coordenadas para su encuentro. Aquellas correspondían a un bar de mala muerte, ubicado no muy lejos de donde estaba el motel donde se escondía Ingrid.
- “Señor, solo le pido que confíe en mí. Mantenga esto en el más absoluto secreto, por favor venga solo”, – colgó la comunicación imprevistamente, sin despedirse, dejando al Inspector algo inquieto por saber qué se traía entre manos su ex subalterno.
CAPÍTULO 46
El bar emitía oleadas de un hedor nauseabundo, mezcla de vinos trasnochados, fritangas hechas con aceites de dudoso origen, nicotina de las colillas de los cigarrillos de los ceniceros no aseados, el humo de los mismos que exhalaban en dicho instante los clientes, el olor dulzón y pegajoso de los perfumes baratos de las prostitutas que pululaban en torno a los parroquianos que se mantenían en pie a duras penas y que en muchos casos dejan como recuerdo su vómito, orina y hasta sus excrementos que agregan nuevos ingredientes a esta atmósfera fétida.
Paciente, el Inspector soportaba estoicamente aquel espectáculo promiscuo y decadente. Cada cierto lapso de tiempo miraba la hora en su reloj pulsera constatando cómo el tiempo pasaba sin que Héctor apareciera. Por otro lado, tampoco comprendía como Héctor lo citaba a un lugar de esta calaña:
- “¿En qué diablos anda metido este cabro?, sería una lástima que haya terminado corrompiéndose en este medio. No me cuadra, el Héctor que yo conocí, joven, idealista con vocación de policía, que prefirió renunciar a seguir su carrera profesional antes que transar sus principios. ¡No!, ¡definitivamente no me cuadra!”, – se insistía así mismo intentando alejar los malos pensamientos sobre aquel joven, que en algún momento admiró por su valentía ética.
Volvió a mirar la hora en su reloj, marcaba las 3:00 de la madrugada:
- “Ya es muy tarde, la cita era a las 2:00. Una hora de espera me parece suficiente: ¡Mozo!, – gritó -, ¡tráigame la cuenta!”, – dejó mil pesos de propina sobre la mesa, se colocó el abrigo, pero para cuando se disponía a marchar, apareció en el umbral del acceso un hombre. Al reconocerlo, el Inspector se sintió impactado al verlo con un semblante ojeroso, demacrado, tez amarilla, ojos hinchados y enrojecidos, lagrimeando continuamente, barba rala, ropas viejas y arrugadas cubriendo un cuerpo enflaquecido y mal aseado:
- “¿Como esta don Alfonso?, disculpe mi retraso, pero tenía que asegurarme que nadie lo acompañara”.
- “¿¡Qué pasó contigo, Héctor!?, ¿en qué malos pasos andas?”, – exclamó el Inspector con tono severo.
- “No prejuzgue señor. No ando en malos pasos. Mi estado es solo el resultado del cansancio y el esfuerzo que estoy haciendo por salvar una vida. Que es a propósito de lo que tengo que hablar con Ud.”.
- “¡Vamos!, si es así y puedo ayudarte cuenta conmigo”, – contestó ansioso a la vez que intrigado, alentándolo a que continuara.
- “Antes de contarle, quiero decirle que he recurrido a usted por que siempre lo he sentido un hombre de bien en el cual se puede confiar”.
- “¡Yo Héctor!,- interrumpió el inspector -,te he estimado desde el momento en que enfrentaste el problema que tuviste en el servicio con tanta dignidad y honradez. Después de aquella gran lección que me distes, pase momentos de confusión que me tuvieron al borde de la renuncia. Pero finalmente no lo hice porque ya soy un hombre viejo, me quedan pocos años para jubilar y tengo aún una familia que mantener. Pero no sabes la rabia que tengo contra mi mismo por no haber tenido los cojones que tú tuviste. Solo me queda el consuelo, de que a lo mejor desde adentro puedo hacer más que desde afuera a través de un esfuerzo quizás pequeño pero persistente en el tiempo hasta lograr el cambio en el sentido deseado”.
- “¡Señor, no lo juzgo!, comprendo pero no comparto su actitud. Pero si realmente desea cambios, ha llegado el momento. Antes de decirle lo que necesito, deseo garantías”.
- “¡No puedo darte garantías, sino sé de qué estamos hablando!”, – respondió firme el Inspector.
- “Don Alfonso, sé donde está Ingrid Schneider”.
- “Pero hombre, es tu deber en todo sentido, moral, ético y profesional entregarla a la policía de inmediato. No puedo entender que pretendas siquiera pedir garantías para esa mujer que ha cometido una verdadera atrocidad. Que por añadidura tiene al país al borde del colapso institucional”, – respondió atónito, entre sorprendido y enojado.
- “No es tan sencillo, señor Inspector. El delito al que usted se refiere y por el cual la buscan, ella no lo ha cometido. Me consta porque estaba conmigo y otra persona más cuando ocurrieron los hechos. La identidad de la otra persona la mantendré por el momento en reserva por razones de seguridad”, – aclaró Héctor.
El Inspector cambió el tono de su lenguaje:
- “¡Esta bien!, pero no entiendo entonces, que si no tiene nada que temer, me hables de garantías para entregarla”.
- “Le explicó, don Alfonso. Ingrid sabe mucho, por lo tanto, puede cooperar con la policía, pero ella no tiene asuntos pendientes con la justicia, ni pasados ni presentes”.
- “¿Cuales son las garantías que pides?”, – preguntó directa y francamente el viejo policía.
- “La primera es protección policial. Su vida en este momento está en serio riesgo. El grupo que participó en el atentado al colegio debe andar buscándola para eliminarla. La segunda, que se me den todas las facilidades a mí para permanecer todo el tiempo junto a ella. En este aspecto no voy transar, pues usted sabe muy bien que dentro de Investigaciones hay de todo. Tercero, que se mantenga absoluta discreción para evitar que la prensa se llegue a enterar mientras esta banda no sea desarticulada. Por último, que sea tratada con dignidad de acuerdo a su condición de ser humano, mujer y testigo”.
- “¿A cambio de qué?, – preguntó el inspector con los ojos brillantes de interés.
- “Ya se lo dije, ella tiene mucha información que entregar respecto a grupos terroristas que actúan a nivel internacional”.
- “Si es así, – acotó el inspector -, como puedes decir que no está implicada. No te parece que estás siendo un poco ingenuo”.
- “¡Es posible!, pero prefiero pecar de ingenuo que equivocarme en condenar injustamente a alguien”.
- “¡No sé qué decirte Héctor, tengo que consultarlo con mis superiores!”,- respondió inseguro el Inspector.
- “¡No, don Alfonso!, no hay tiempo. La decisión debe tomarla usted ahora, de inmediato, la inseguridad para ella aumenta segundo a segundo, de lo contrario tendríamos que ver otras opciones. ¡Me basta con su compromiso personal!”, – respondió decidido Héctor.
El policía se quedó mirando fijamente un punto en el espacio. Pareció desaparecer de aquella reunión por largos segundos. Héctor lo miraba impaciente, a la espera de una respuesta positiva. Sabía que frente a una negativa no tenía un plan alternativo. El policía evaluaba sus propios riesgos. Si esta operación fallaba ponía la lápida a sus pretensiones de ascenso. Por otro lado, sino hacia nada, todo lo que podría pretender sería mantenerse en el servicio el tiempo necesario para jubilar:
- “¡Al diablo!, – se dijo a sí mismo – , alguna vez en mi vida actuare por principio más que por interés. Alguna vez me la debo de jugar, es lo que marca la diferencia respecto de la mediocridad. No se como me va a ir, puedo estar equivocado, pero confió en Héctor, es un idealista y en el mundo hace mucha falta gente como él”.
De pronto el policía se incorporó, pareció recuperar el interés nuevamente en aquella reunión:
- “¡Esta bien Héctor, tienes mi palabra!, cuidaré de la vida de ella y de la tuya como si fuera la mía, acepto tu oferta”.
Ambos se levantaron, se dieron un largo y sincero abrazo. Héctor apenas podía contener su emoción. Por fin tenía compañía, un socio confiable con quien compartir sus temores. Los últimos días se había sentido sumamente sólo. No contaba con Andrés menos podía hacerlo con Ingrid.
CAPÍTULO 47
“En este momento todo es tan incierto, no tengo futuro, tampoco pasado, solo existe para mí el presente. ¡Víctor!, te escribo porque tampoco tengo otra manera de comunicarme contigo. Espero poder hacerte llegar esta carta de alguna manera para que la leas. No quiero hablarte de lo que me sucede, pues yo tampoco lo sé con certeza. Parezco barco a la deriva. Estoy superada por los acontecimientos. Afortunadamente está Héctor conmigo, él me ha brindado seguridad y refugio, confió en que él pueda encontrar una solución, pero anhelo que aquella no lo arrastre a él también. Estamos en medio de una vorágine de fuerzas que para nosotros resultan incontrolables. En este momento no veo cómo podremos sobrevivir a esta situación. Por otro lado, tampoco tengo claro cómo surgió esta pasión por ti. Pero si existe algún Dios, no dejó de agradecérselo. Hoy toda mi vida esta destruida, mi futuro también, pero existes tú al cual me aferro como única luz de esperanza. Me imagino tú y yo, nuevamente juntos, sin que nada ni nadie pueda ya separarnos. Sentir cada día de los que quedan por venir, el calor, la fuerza, la potencia de tu amor, tu pasión fluyendo sobre mí como corriente de vida. Quiero verte marchar cada mañana, regresar con el fruto de tu trabajo entre tus manos, cada atardecer. Yo a cambio, alimentare y cuidaré a los nuestros, seré mamá por el día, pero por las noches tu serás mío como yo tuya. No temo a lo que pueda suceder conmigo, siempre que estés a salvo. Mientras sea así, sé que no estaré sola, que tengo por que vivir. Eso es suficiente razón para luchar. Quizás no logres comprender esta sensación de pertenencia, de ser parte, más aún, de tener derecho a convivir contigo. Pero para mí que he vivido buscando un lugar donde ser bien recibida, donde ser importante y reconocida resulta casi una obsesión. Cada vez que he hallado algo que se parezca, me he entregado desesperadamente, casi suplicando, lo mejor de mí. Pero solo he recibido a cambio migajas de afecto. Por ello, lo que tú me has dado, es para mí un hecho divino, que está más allá de mi o de ti. Ambos no podemos perder esta oportunidad que la naturaleza ha puesto frente a nosotros. Ella nos obliga a que la vivamos juntos. No te olvides de mi, Ingrid”.
Ingrid no pudo contener algunas lágrimas que rodaron por sus mejillas. Pero disfrutaba de gozo al comprobar que su alma estaba sana, no contenía ni siquiera una pequeña cantidad de rencor, dolor o violencia retenida. La pureza de sus sentimientos la envolvía en una atmósfera higiénica que la protegía de la contaminación de odio en la cual estaba inmersa.
El sonido de la llave de la puerta principal que alguien maniobra para poder abrirla, la puso en alerta. Al rato, aquella se abre, ingresando a la habitación dos personas. Ingrid aún se encontraba en esa nube mágica, distinguió claramente a Héctor pero no a su acompañante. No le dio importancia, dobló la carta, la introdujo en un sobre y la cerró con cuidado como quien protege algo muy delicado:
- “¡Toma Héctor, quiero que se la entregues a Víctor!”
Aquel miró sorprendido el gesto inoportuno frente a un desconocido:
- “¿¡Que es lo que te pasa!?, – la reprendió con ceño adusto y voz cortante -, ¡estas enferma!, ¿has tomado algo?”.
- “¡No!, disculpa, estoy algo confundida, – mientras se guardaba la carta que Héctor no había recibido, preguntó -, ¿Quién te acompaña?”.
Héctor tomó de ambas manos a Ingrid, la miró directamente a sus ojos:
- “¡Escúchame atentamente Ingrid!, no quiero que me interpretes mal. Es preciso que entiendas que en estas circunstancias no queda otra alternativa”.
Los ojos de Ingrid perdieron brillo, los signos del fracaso, la derrota, la frustración se hicieron presente con fuerza:
- “¡Me entregaste!, ¿no es verdad, Héctor?”, – se adelantó a preguntar con decepción.
- “No lo tomes así, tu no has cometido ningún delito en este País. Pero tu seguridad y la mía solo pueden ser garantizada en este momento por la policía. Ingrid, la persona que me acompaña es el inspector Alfonso Valenzuela, una persona en la cual confío y sé que él velará porque nada nos ocurra. He negociado con él tu entrega a la policía. Ellos nos darán protección, tú a cambio colaborarás en calidad de testigo, dándoles toda la información que poseas”.
La muchacha pierde el control. Se abalanzó gritando sobre Héctor con claras intenciones de agredir:
- “¿¡Por qué lo hiciste!?, que voy a hacer ahora. Tú no sabes lo que son capaces, me encontrarán de todas forma, su poder es muy grande”.
- “¡Cálmate!”, – gritó Héctor.
- “¡No!, ¡no puedo calmarme!, no esta Víctor, ahora tú tampoco, ¿dime quien se supone que velará por mí?, ¿¡la policía!?, ¿tú crees que esté Inspector cuidara de mí?, o eres un estúpido inocente o un cínico”, – refutó irónica y desesperadamente.
- “¡No es lo que tú crees!”, – gritó encolerizado Héctor.
- “¡Señorita, tranquilícese!, – intervino de improviso el Inspector -, Héctor le cuenta la verdad. No tema, en todo caso dentro de los términos acordados, está el que él no se separará de usted en ningún instante y yo garantizará que así sea”.
Ingrid, cubrió con ambas manos su cara y luego incrustó su cabeza entre sus piernas. Héctor acarició sus incipientes cabellos que picaban su palma:
- “¡Ten confianza en mí Ingrid, todo saldrá bien!, no te pasará nada. En ningún momento te dejare sola”.
- “¡Esta bien Héctor!, no tengo alternativa. Pero quiero que Víctor quede al margen de todo esto. Eso me lo tienes que prometer”.
- “¡Te lo prometo!, estoy totalmente de acuerdo. Así también se lo he manifestado al Inspector”.
El Inspector asintió con un movimiento de cabeza:
- “Ahora es preciso que nos marchemos, ya comienza a amanecer. En el país continuará aumentando la temperatura, las presiones por encontrar un culpable a como dé lugar se hacen cada vez más insoportables. Ustedes necesitan urgentemente un refugio seguro”, – señaló apresurando la salida.
- “Antes de partir señor inspector quisiera hablar a solas con Héctor”.
- “Por supuesto, los esperó afuera”, – respondió cortés el Inspector.
- “¡Héctor!, toma esta carta. Necesito que se la hagas llegar a Víctor. Quizás no vuelva a verlo y quiero que sepa que lo amo intensamente. Que este vinculo con él, pase lo que pase, permanecerá, es eterno, más allá de la vida o de la muerte”.
- “Lo haré Ingrid, llegará a sus manos. ¡Ahora vamos!”.
CAPÍTULO 48
El Ministro ya había enterado las 72 horas sin haber podido abandonar su gabinete de trabajo. Sus ojos hundidos en dos profundas oquedades delataban aquella tensión. Así como bebía alcohol para tratar de disipar en vano su ansiedad, tomaba compulsivamente café para espantar el sueño, mientras fumaba simultáneamente un cigarrillo para mantener a raya su apetito. La nicotina trasnochada junto a la falta de ventilación, terminan por configurar ese ambiente atormentado. Yacía a oscuras sobre un sofá, sin zapatos. Sus pies sobre una mesa de centro, con su corbata desatada, su camisa abierta y su pantalón desabrochado, trataba de descansar pero su mente lo impedía, trabaja aceleradamente en la búsqueda de una solución que pudiera salvar su carrera política.
La situación del país seguía transcurriendo en franco deterioro, día a día. Necesitaba con urgencia resultados en la investigación de esta feroz asonada. Se estaban lavando las condiciones para una virtual guerra civil. Solo faltaba una chispa que encendiera este polvorín. Necesitaba desactivarlo pero hasta ahora no tenía con qué hacerlo. Había dado órdenes a Carabineros para no actuar, mantener rodeados y vigilados los sectores periféricos alzados que se encontraban atrincherados en su interior al mando de terroristas coludidos con delincuentes. Estaba convencido que si daba la orden de actuar no solo provocaría una gran mortandad sino cabría el serio riesgo que esta situación se saliera de madre, propagándose a otros sectores de la capital e incluso a otras ciudades del país, cuya dinámica terminaría sobrepasando la autoridad del gobierno. Eran razones suficientes para qué sectores militares que pretendían asirse del poder actuarán para cobrar su venganza. No quería ni siquiera imaginar lo que vendría. Ya el sector financiero estaba acusando el impacto. La moneda norteamericana no paraba de subir, la gente se apiñaba en los banco sacando sus ahorros, la inversión estaba prácticamente paralizada, el mercado bursátil en caída libre, presionaba a todos sus agentes a la venta. La economía del país tambaleaba, mucho tiempo más no soportaría. Estos pensamientos terminaron por agitar desmesuradamente su corazón, a tal punto, que decidió pararse para llamar a su Secretario para que le trajera un sedante. Sin embargo el sonido del teléfono se interpuso:
- “¡Aló!, ¿con quién?, ¡ah!, ¿Cómo esta señor Director?, ¡me tiene alguna novedad!, – ansioso fue directo al grano.
- “¡Sí!, le tengo novedades, señor Ministro”.
- “¡Vamos hombre, dígamelas sin rodeos!”, – interrumpió perentorio.
- “Señor, le tengo importantes novedades. Ingrid Schneider se ha entregado. La tenemos en la Dirección General muy bien protegida. En este momento la estamos interrogando, está cooperando y aportando importantes antecedentes, ella ya ha involucrado a algunas personas. Se está preparando un grupo de funcionarios para efectuar un arresto masivo, simultáneo, sigiloso, coordinado y sincronizado. Pero antes requiero de su autorización para proceder, especialmente considerando que ha involucrado en sus declaraciones al señor Hugo Correa Montes”.
El Ministro sorprendido por la información que le proporcionaba el Director de Investigaciones de Chile, se dejó caer bruscamente sobre la butaca de su escritorio.
- “¡Aló!, ¡Aló!”, – insistía el Director al no escuchar a su interlocutor por largos segundos.
- “¡Si escucho!”, – respondió el Ministro.
- “Como le decía, espero su autorización. Conozco los estrechos vínculos personales que usted tiene con el señor Correa”, – acotó el Director.
El Ministro pálido, manos temblorosas, náuseas, respiró profundo tratando de reponerse, finalmente respondió:
- “Le agradezco su información. Pero antes de actuar debo evitar cualquier malentendido o celada que nos provoque aún mayores problemas. Le pediría que retrase su operativo, mientras averiguó directa y personalmente con él por que aparece involucrado. Yo le informo señor Director el momento en que usted ponga en marcha el operativo. ¡Hasta luego!”, – cortó sin esperar una réplica del Director.
CAPÍTULO 49
En el lujoso departamento de Correa, la atmósfera no era mejor que la del despacho ministerial. Aquél también se consumía en la incertidumbre, llevaba varias noches durmiendo en la medida de que el abatimiento lo exigía. No descansaría hasta no tener la certeza de que Ingrid había sido eliminada de la faz de la tierra, pero aquello a la fecha no ocurría. Las horas corrían sin que Alcázar diera muestras de vida. Eso lo tenía absolutamente descompuesto. Al despuntar el alba, el teléfono lo sobresaltó, prácticamente corriendo se abalanzó sobre el aparato, descolgando el auricular:
- “¡Aló!, ¿con quién?”.
- “¡Aló!, Alcázar al habla”, – contesta un susurro inaudible.
- “¡No escuchó!, ¡hable más alto!, ¿Quién es usted?”, – pregunta irritado Correa.
- “¡Soy yo, Alcázar!”.
- “¿Donde esta usted?, ¿Por qué no ha llamado según lo acordado?. Me ha tenido en ascuas todo este tiempo. No le ordene que quería estar informado, hora a hora, día a día, de todo lo que estaba ocurriendo y usted, ¡imbécil!, no ha hecho nada de aquello desde que se fue de aquí”.
- “Lo sé señor. Pero no tuve la ocasión, ni la oportunidad para ello”, – se disculpó Alcázar.
- “¡Bueno, a esta altura ya poco importa!. Ahora dígame: ¿Qué ha pasado?, ¿¡misión cumplida!?”.
Alcázar, carraspeó incómodo, la boca al igual que su garganta se secó abruptamente, el pulso le palpitaba en las sienes, el auricular se le resbalaba de la mano que lo sostenía, en extremo sudorosa:
- “¡Ya pues hombre diga lo que tenga que decir de una vez!”, – indignado gritó Correa al borde de perder la paciencia.
Alcázar cerró los ojos y largo la noticia:
- “Señor, según mis informantes, Ingrid Schneider se habría entregado a la policía”, – no podía evitar el nerviosismo a pesar de que se había preparado anímicamente para recibir la andanada de improperios desde el otro lado de la línea telefónica.
A cambio de ello, por largos segundos, solo escuchó la respiración agitada de una bestia sedienta de venganza. Al final sólo escuchó:
- “¡Llámame mañana a esta hora, más te vale no retrasarte!, ¿está claro el mensaje?, ¡espero por su bien que así sea!”, – terminó amenazante la comunicación.
Alcázar colgó sin despedirse. El terror le caló el alma. Presuroso encendió un cigarrillo que aspiró largamente hasta sentir dolor en los pulmones, soltó el nudo de la corbata, desabrochó el cuello de la camisa, para luego exhalar todo el humo retenido, de una sola vez.
Los ojos de Correa miraban perdidos el horizonte, inyectados en sangre como dos bolas de fuego capaces de fulminar a quien osase enfrentarlo en aquel instante. Su mano aún sostenía el auricular que yacía colgado en el aparato telefónico. Su mente trabajaba apresurada en la búsqueda de una coartada. No habían transcurrido un par de minutos cuando nuevamente el teléfono volvía a sonar:
- “¡Aló!, ¿el señor Hugo Correa?”.
- “¡Si!, con él”.
- “¡Buenos días!, espere un momento por favor, el señor Ministro del Interior desea hablar con usted, lo comunicó”.
Después de unos breves instantes:
- “¡Aló!, ¿Hugo?”.
- “¡Si!, ¿Eduardo cómo estás?, ¿Qué deseas?, ¿en qué puedo servirte?”.
- “Necesito hablar contigo urgente. He enviado a mi chofer a recogerte”.
- “¡Pero Eduardo, aún no me he vestido!”, – respondió disculpándose Hugo Correa.
- “Lo siento Hugo no estoy en condiciones de hablar de esto por teléfono. No me obligues a traerte a la fuerza. Te espero.”, – amenazó el Ministro, colgando sin más trámite.
Después de ese contacto, a Hugo Correa no le cupo la menor duda que ya estaba al tanto del arresto de Ingrid. Tenía tan solo algunos minutos, a lo más una hora para encontrar la manera de zafar.
CAPÍTULO 50
Mañana calurosa en Santiago, se suma el intenso ruido ambiental que a esa hora es habitual en el centro de la ciudad, automovilistas hacen sonar sin compasión sus bocinas indiscriminadamente, protestando alteradamente por los atochamientos, como si aquello pudiese resolverlos. La locomoción colectiva se desplaza lentamente dejando tras de sí una estela de humo y gases tóxicos que salen generosos a través de sus escapes. La gente se apiña en los paraderos y en las esquinas. En las veredas los vendedores ambulantes vocean su mercancía a vista y paciencia de la autoridad que parece no verlos, ni escucharlos.
En el interior de la pieza donde están Ingrid y Héctor, aquel ruido llega amortiguado. Ella desesperada por aire fresco abre las ventanas por donde ingresa de pronto aquel torbellino de aire caliente, seco, acompañado del intenso ruido callejero y el maloliente smog capitalino. Héctor despierta del profundo sueño que sostenía hasta aquel instante. A regañadientes reclama e intenta en vano proseguir. Indignado levanta su cabeza enrostrando su molestia a Ingrid:
- “¡Diablos, cierra esa maldita ventana!, – al rato-, ¡vamos!, ¿¡que te pasa!?, cierra de una buena vez esa maldita ventana”, – reitera algo exaltado, una vez más.
- “¡No!, ¡no lo voy a hacer!”, – decidida le responde Ingrid.
Ingrid no reacciona a propósito, pues desea que se despierte de una buena vez.
Héctor, enrabiado se sienta sobre la cama, y pone su atención en Ingrid, quien se encuentra plantada, desafiante a sus pies, cubierta tan solo por una toalla, mientras estila su cabello mojado sobre sus hombros:
- “¿¡Me puedes explicar que demonios te sucede!?, ¡no hemos dormido, ni comido bien durante varias noches, ahora que lo podemos hacer, te da por despertarme sin darme ninguna explicación!”.
Ingrid fuera de sí, responde vehementemente:
- “¡Quieres una explicación!, ¿¡sabes por que abrí esta ventana!?, ¿lo quieres saber?, ¡bueno te lo diré!, ¡por que apestas!. Si tu puedes dormir así, ¡yo no!, y tampoco te soportó, por algún momento pensé que era yo, por eso me bañe, pero el hedor persiste. Pero no basta, la ropa ya no resiste, hay que incinerarla. Quiero que me vayas a comprar, ¡ya!, ¡ahora mismo!, ropa limpia para vestirme”.
- “¡Mira como corro, me importa un rábano tu neurosis!, ¡si sientes mal olor es tu problema, no el mío!, lo que es yo, estoy cansado, con sueño y necesito dormir para reponerme, ¿¡está claro!?”, – le gritó iracundo.
- “¡Bueno, si tú no quieres solucionar este problema, voy yo!”, – lanzó con fuerza sobre su cara, la toalla mojada que la cubría. Dirigiéndose decidida hacia la puerta de salida del departamento.
Héctor se puso de pie como impulsado por un resorte. Saltando sobre ella justo en el momento en que tenía la puerta a medio a abrir. La tomó de un brazo y la tiró bruscamente hacia el interior:
- “¡No hagas escándalo!, ¿¡quieres que todo el mundo se entere que estás aquí!?, ¡quédate tranquila, iré a comprar!, ¿¡ok!?”.
- “¡Esta bien!, pero no sólo para mí, a ti también te hace mucha falta”, – aceptó conforme.
Héctor salió a la calle, una vez conseguida la autorización y seguro de que nada pudiera ocurrirle a Ingrid durante su ausencia, se paró en la acera, se sintió tranquilo, algo que ya había comenzado a olvidar. Pero estaba consiente que tampoco podía ausentarse por mucho tiempo. Por un momento pensó en llamar a Andrés, pero después de meditarlo desechó la idea. Concluyó que era mejor que estuviera al margen de esto. Aquello lo complicaba por que temía que la relación de amistad que los unía pudiese verse afectada.
Recorrió muchas tiendas. Pero al final compró lo más fácil y práctico: poleras y jeans. Sin embargo, cuando ya se aprestaba a volver pensó que aún le quedaba por adquirir lo más importante, ropa interior, sin ella era mejor no aparecerse ante Ingrid. Le había sacado el cuerpo todo este tiempo, dejándola casi inconscientemente, para el final. Se paró largo rato frente a la vidriera de la primera lencería que encontró en su camino de regreso. Hasta que se atrevió a ingresar al local. Se acercó presurosa la dependiente para decirle:
- “¡Señor!, aquí sólo vendemos ropa interior femenina”.
- “¡Quiero comprar ropa interior para mi mujer!, ¿está claro?”, – contestó hosco.
- “¡Oh!, disculpe. ¿Qué desea?”.
Algo ruborizado, le indicó:
- “¡Deme ese conjunto calzón y sostén!”.
La dependiente lo miró sonriente con ojos pícaros:
- “¿Está seguro que es eso lo que quiere para su mujer?”.
- “¡Que!, ¿lo encuentra malo?”, – responde cohibido.
- “¡Bueno!, no quisiera meterme, pero pienso que si usted viene a comprar, en vez de ella, es porque desea algo especial y no ese mamarracho mata pasiones que está eligiendo, ¿no es verdad? , – lo volvió a mirar disfrutando la incomodidad de Héctor -, yo le voy a mostrar algunas cosas mejores”.
Héctor sentía afiebradas ambas mejillas, mientras su cuerpo se empapaba en sudor, avergonzado, ruborizado, lo único que quería era dejar todo y fugarse de aquel lugar:
- “¡Maldita la hora en que se me ocurrió meterme en esto!”, – masticaba entre dientes su propio reproche.
Mientras tanto, la vendedora llenaba el mesón de distintos conjuntos, de los más variados colores y sofisticados diseños. Sin embargo, Héctor no era capaz de mirar nada, solo quería salir de allí lo antes posible:
- “¡Me parecen todos muy bien, me los llevo, empaque y hágame la cuenta para cancelar!”
- “¿¡Todos!?”, – pregunto extrañada la vendedora.
- “¡Si, todos!”, – confirmó apresurado Héctor.
Urgido pagó en la caja. Luego pasó por empaque y escapó del lugar. Tras haber caminado algunos pasos se dio cuenta que lo que había pagado por la lencería era bastante más que todo lo que había gastado en el resto de la ropa adquirida para ambos. Enojado consigo mismo se repetía una y otra vez:
- “¡Soy un estúpido!, ¿Cómo diablos hice aquello?, ¡mierda!, ¡que va a decir Ingrid!”.
Refunfuñaba mientras caminaba lento como tratando de no llegar a su destino antes de encontrar una buena explicación para lo sucedido. Un feroz frenazo lo sacó de su ensimismamiento, alcanzando a retroceder para ponerse a resguardo de un seguro atropello, frente al paso de una comitiva oficial con sus escoltas policiales en poderosas motocicletas viajando a alta velocidad, abriéndose paso entre vehículos y peatones:
- “¡Mierda!, ¡que no ven que estoy atravesando!, ¡ya no respetan a nadie!”, – gritó enfurecido.
Se quedó observando cómo desaparecía entre el tráfico, sin que les importara lo ocurrido. Pero un inquietante presentimiento lo abordó, un escalofrío le recorrió el cuerpo, recordó nuevamente cuando presentó su renuncia a la Policía de Investigaciones, como le dolió que en aquellos momentos nadie fuera capaz de apoyarlo, ni colaborar con él, ni siquiera el Inspector en el cual hoy ponía toda su confianza. Como la autoridad política había operado para imponer su poder por sobre los mandos institucionales sin que estos hicieran nada por evitarlo:
- “¿Quién le garantiza que esta vez no volvería a ocurrir?”.
Héctor afirmó sus paquetes, a la primera oportunidad atravesó rápidamente la calle, esquivando vehículos, microbuses y empujando peatones. Luego se puso a correr desesperado por llegar donde estaba Ingrid. Ingresó jadeando, mostró su credencial al guardia. Subió por las escalas de a dos peldaños simultáneamente hasta el sexto piso. Corrió por los pasillos, el guardia apostado frente a su puerta le abrió el paso. Una vez dentro grito desesperado:
- “¡Ingrid!, ¡Ingrid!, ¿Dónde estás?”.
Desesperado al no recibir respuesta, revisó el dormitorio, pero no la halló. Abrió la puerta del baño donde la encontró sentada en la taza del retrete mientras recibía sus improperios:
- “¡Imbécil!, ¡qué diablos te pasa!, ¡no ves que estoy cagando por la mierda!, ¡cierra la puerta!”.
Héctor reaccionó asustado, cerro instintivamente la puerta, se apoyó sobre ella, cerró lo ojos y se tapó los oídos con ambas manos para no escuchar lo que profería Ingrid desde el interior. Después el silencio. No pudo contener la risa entre nerviosa y desahogada. Al fin y al cabo solo era un mal presentimiento. Ingrid aún estaba allí sana y salva.
CAPÍTULO 51
- “¡Este estúpido!, ¿¡debería pedir su arrestó!?, ¡como se le puede ocurrir atravesar la calle sin ningún cuidado, el muy infeliz!”, – refunfuñó molesto Hugo Correa.
Mientras con su pañuelo limpiaba la sangre que brotaba no muy abundante desde un pequeño corte que se había hecho en la frente, al golpearse contra el vidrio que lo separa del chofer del elegante automóvil oficial del Ministro.
La acción brusca e imprevista del chofer para evitar arrollar a un peatón había provocado todo este inconveniente pero que sin embargo no fue del todo malo. Aquel en vez de aturdir, tuvo el efecto inmediatamente contrario, lo sacó del encasillamiento mental en que se encontraba hace algunos días producto de la intensa tensión a la cual estaba sometido. Efectivamente, el golpe fue como haber abierto la ventana por donde ingreso el aire fresco y la luz nítida del sol. Por fin había encontrado la solución, la coartada perfecta que no era más que la más pura verdad. Sustrajo desde uno de su bolsillo un pequeño teléfono celular, donde marcó tranquilamente los números de su residencia:
- “¡Aló!, ¿Manuel?, ¡Hugo al habla!”.
- “¡Si señor, con él!”.
- “¡Manuel!, escucha bien lo que deseo que hagas. Anda a mi escritorio, en el segundo cajón de la izquierda hay una caja que en su interior contiene un vaso envuelto en una bolsa de polietileno sellada. Ve a buscarlo. Te esperó en línea”.
Transcurrido algunos minutos el mayordomo regresó:
- “¡Si señor!, tengo la caja en mis manos. Efectivamente contiene el vaso en las condiciones que usted me describe”.
- “¡Bien Manuel!, tráeme esa caja tal como está, a la sede del gobierno, yo me encuentro en el gabinete del Ministro del Interior, si tienes algún problema en la guardia pide que te comuniquen conmigo, ¿está claro?”.
- “¡Si, Señor!, comprendido”.
- “¡Qué bien!, pídele a Reinaldo que te traiga en mi automóvil. Vente de inmediato. Te esperaré antes de ingresar a la reunión que tengo agendada con el Ministro”.
Al momento que cortaba la llamada, el vehículo oficial hacia su ingreso a los estacionamientos subterráneos del edificio gubernamental. Donde un carabinero abrió la puerta trasera para escoltarlo hasta las oficinas del Ministerio. Al llegar a la antesala del despacho, encontró al secretario privado del Ministro leyendo concentradamente algunos informes que se encontraban dispersos sobre su escritorio. Al verlo, el secretario se paró de su asiento para estrechar su mano efusiva y amigablemente:
- “¡Don Hugo!, ¿Cómo está?, ¡tanto tiempo sin verlo!. Mire, don Eduardo hace solo un rato atrás estuvo preguntando por usted y dejó instrucciones para que apenas llegase lo hiciera pasar de inmediato a su despacho. ¡Voy a avisarle!”.
- “¡Espere un momento Don Ambrosio!, – se apresuró Hugo Correa a detenerlo -, primero déjeme saludarlo, – le hablaba, mientras le da unos cariñosos palmoteos en la espalda -, veo que está muy bien, ágil como siempre. Cuanto desearía tener a una persona como usted trabajando para mí”.
- “¡Muchas gracias, Don Hugo!, ¡créame que se equivoca, no es para tanto, también tengo mis defectos!”, – respondió con falsa modestia.
- “¿¡Sabe estimado amigo!? tengo en este momento una pequeña molestia digestiva. ¿Será posible que usted retrase un poco mi llegada con el fin de poder pasar al toilette?”.
- “¡Por supuesto, Don Hugo!, no se preocupe, apenas se recupere de su indisposición le avisó a don Eduardo que usted ha llegado. ¿Qué le parece?”.
- “¡Muy bien, cuanto se lo agradezco!, ¡ah!, otro pequeño favor”.
- “¿¡Diga no más, Don Hugo!?”.
- “Ambrosio, mi mayordomo debe estar por llegar, él trae una pequeña caja que necesito en mi entrevista con el Ministro. Seguramente llamarán de la guardia…..”
- “¡No se preocupe!, aún más, llamaré de inmediato para dar las instrucciones necesarias para que lo dejen pasar, ¿Qué le parece?. Mientras tanto vaya tranquilo por aquí esta mi baño privado, pase Don Hugo”.
- “¡Gracias Don Ambrosio!, usted como siempre tan gentil”.
CAPÍTULO 52
El Ministro vio la hora en su fino “Rolex”. Irritado exclamó:
- “¿¡Que pasa que no aparece!?, – de inmediato apretó el botón de su intercomunicador -, ¡Ambrosio!, ¿Don Hugo Correa aún no ha llegado?”.
- “¡Si señor ya llegó!, pero ha pasado al baño. Apenas regresé lo haré ingresar a su despacho”.
Reclinó su butaca algo más tranquilo. La situación en la cual aparecía comprometido Hugo Correa era sumamente grave, temía que de alguna u otra forma aquella lo arrastrara también a él. Si ello llegaba a ocurrir podía dar por terminada su carrera política, incluso corría serio riesgo de terminar también encarcelado. Convertido en un chivo expiatorio con el cual todos se van a ensañar sin compasión para desvincular sus propias responsabilidades, solo pensar en este triste final le erizaba los cabellos. Qué explicación les daría a su mujer e hijos, a sus amigos, solo imaginarlo, lo desolaba. Todo su prestigio social terminaría en el basurero. Inmerso en estas divagaciones vio aparecer por la puerta principal a Hugo Correa, mientras aquella se cerraba tras de sí:
- “¿Como estas Eduardo?, ¿Qué diablos pasa?, ¿a que se debe tanta urgencia en verme?”, – dejó la caja que traía sobre el escritorio.
Después le extendió su mano para saludarlo. El Ministro titubeó por unos instantes, pero finalmente le respondió el saludo:
- “¡Asiento Hugo!, tengo que preguntarte por un asunto muy grave que me ha informado el Director de Investigaciones, – algo nervioso pero decidido fue derecho al grano -, ¿Qué tienes que ver tu con Ingrid Schneider?”.
Con sangre fría y algo de sarcasmo, Hugo Correa le respondió:
- “¡La misma que tienes tú Eduardo!”.
- “¿¡Cómo!?”, -reaccionó airado el Ministro.
- “¡Claro pues Eduardo!, ella es la gerente de la inmobiliaria que está ejecutando el proyecto habitacional más importante del país en este momento: El Parque Residencial, no vengas ahora a decir que no la conoces”.
Algo descolocado el Ministro se puso a la defensiva:
- “¡Yo no me estoy refiriendo a mis lazos comerciales, sino a otros más turbios, derechamente, más bien, ligados a actividades delictivas y terroristas!, vuelvo a preguntarte: ¿Qué tienes que ver tú con esta asonada criminal en curso?”.
- “Parece que no has entendido Eduardo. Tendré que ser muy franco y recordarte que tu mujer, todos tus hijos, han salido ampliamente favorecidos en el Nuevo Parque Residencial. Incluso tengo entendido que sus casas fueron construidas en tiempo récord y ya están viviendo allí. ¿¡No es así!?”, – lo miró fija y sostenidamente.
El Ministro carraspeó, se aflojó el nudo de la corbata, se paró de su asiento dirigiéndose algo apresurado a la coctelera, apretó el botón de un aparato que allí se ocultaba. Hugo Correa lo observaba tranquilo, sabía que la situación estaba en sus manos, ahora era el momento de actuar. Sus ojos brillaban de dicha, al ver como el Ministro se deshacía de miedo, entre torpeza y torpeza:
- “De seguro apagó la grabadora, – concluyó para sí -, el muy imbécil, creía que iba caer en una trampa tan elemental”.
Finalmente el Ministro volvió a sentarse en su mullida butaca. Sacó un pañuelo para secarse el sudor que brotaba abundante de los poros de su rostro:
- “¡Eres un miserable!, me estas extorsionando”, – respondió el Ministro irritado.
- “¡No Eduardo!, solo quiero señalarte, que tanto tú como yo, estamos involucrados con Ingrid Schneider. Pero quiero aprovechar esta ocasión para ayudarte a salir airoso, más que eso, convertirte en un verdadero héroe político frente a la opinión pública a cambio de algunos pequeños favores”.
- “De ninguna manera. Después de esto sería un estúpido si accediera”.
- “¡Eduardo!, vamos, no estás en condiciones de negarte”.
- “¿Porque no!, ¿acaso tienes algo más en contra mía?”.
- “No te acuerdas de aquella hermosa mujer que murió en un accidente al regresar de la fiesta que ofreciste en tu casa de Farellones con ocasión de tu nombramiento como Ministro del Interior. ¡Mirasol!, creo que se llamaba, ¿no es verdad?”.
- “¿Que tiene que ver eso, con este tema?, aquello fue un lamentable accidente de tránsito. Yo no tengo nada que ver con eso”.
- “Si no tenías nada que ver, ¿Por qué instruiste a la policía que cerrará la investigación como accidente del tránsito?”.
- “Lo hice para evitar repercusiones políticas en bien del interés nacional y la paz social. ¡Puedes imaginar cómo la prensa me hubiera atacado. No solo desprestigiado, sino más bien despellejado sin compasión, si la investigación se hubiese prolongado más allá de lo prudente!. El caso era claramente un accidente de tránsito”.
Hugo Correa miró fijamente al Ministro. De pronto golpeó fuertemente con su puño la mesa del escritorio:
- “¡No fue esa la razón!, esa mujer murió de una sobredosis de cocaína que consumió en tu fiesta y en tu casa”.
El Ministro visiblemente nervioso:
- “¡Como sabes eso!, ¿puedes probar tamaño disparate?”.
- “Mis fuentes, Eduardo, generalmente están bien informadas y no suelen equivocarse”.
- “Lamentablemente Hugo, así es, – alicaído terminó por reconocerlo -, pero yo nunca tuve nada que ver con eso, lo que justifica plenamente las medidas que adopte. Esto tuvo el objetivo deliberado de dañar políticamente”.
- “¡Exactamente Eduardo!, concuerdo contigo. Esto es una noticia bomba en manos de cualquier periodista. Pero aún es más devastadora de lo que tú piensas, – acto seguido acercó y abrió la caja que traía. Extrajo de su interior una bolsa de polietileno transparente sellada, que en su interior contenía un vaso -, mira lo que tengo aquí Eduardo”.
El Ministro miró aquel envoltorio fijamente, mientras Hugo Correa lo agitaba con los dedos frente a sus ojos. Pálido hasta la transparencia, el Ministro parecía perderse dentro de la mullida butaca donde estaba sentado:
- “¡Eduardo! en este vaso le distes de beber agua a Mirasol pero en ella había disuelta una buena cantidad de coca. Las huellas tuyas, las de ella y los restos de esta mortal bebida permanecen aquí como mudos testigos de aquel crimen”.
- “¡Maldito miserable¡”, – agitado se paró con dificultad de su asiento con el firme propósito de golpear a su interlocutor.
Pero aquél de un solo manotón lo dejó sentado nuevamente en su butaca.
- “¡Primero cálmate!, lo espetó con fuerza, aún no he terminado. ¿No te acuerdas del asalto a la bodega de Cementera Río Paraná en las faenas de construcción del Nuevo Parque Residencial, donde un vigilante resultó muerto?. Eso fue un triste accidente. Pero su viuda e hijos hoy viven muy bien gracias a ti. Tú accediste a bajar el perfil a esta noticia. Mientras ellos se callaron con una fuerte suma de dinero. Gracias a tu influencia esta noticia no trascendió, lo que permitió que el plan siguiera desarrollándose”.
- “¡A qué plan te refieres miserable!”, – gritó descompuesto el Ministro.
- “No te das cuenta acaso, que gracias a ese plan, estoy aquí ahora. La situación política, la estabilidad del sistema económico del país está a punto de explotar en mil pedazos y tú serás el gran responsable, si no encuentras una solución”.
- “¡No puedo creer que tú estés involucrado en la masacre del colegio y el homicidio del Senador Gutiérrez!”.
- “Y también en la asonada periférica que la ejecutan mis estúpidos colaboradores. Le proporcione dólares, armamento y municiones que ingrese ocultos en sacos de cemento a granel que finalmente fueron robados de la bodega de Cementera Paraná. Pero descuida, a mí la situación política, la estabilidad democrática y económica, las fuerzas armadas, los partidos políticos, etc., y todas esas estupideces me importan un pucho”.
El Ministro escuchaba perplejo. Su palidez ya no podía acentuarse más, así que su rostro se tornó gris verdoso, sus labios se transformaron en una sola y delgada línea, sus ojos se hundieron rodeados de gruesas ojeras negruzcas, su cuerpo pareció encogerse hasta prácticamente desaparecer entre los pliegues de cuero de la butaca. Hugo Correa continúo:
- “¡Te imaginas Eduardo! lo que te espera unos pocos días más. Una destitución muy deshonrosa, un juicio político escandaloso en el parlamento, la prensa ensañándose contigo despiadadamente, publicando con ribetes descomunales todas las pruebas de tus crímenes, uno por uno. Así las cosas, no podrás evadir la justicia penal. Yo te puedo asegurar que serás condenado, el gobierno y tus amigos harán todo lo posible para que ese juicio marque un hito ejemplarizador aplicando el máximo rigor de la ley. De eso depende la propia existencia del orden constitucional del país, significa su propia sobrevivencia. Eso, estimado amigo, será lo más suave que te va a ocurrir. Ya que por otro lado tanto las fuerzas armadas como los sectores de extrema izquierda no te perdonarán jamás. Ambos, te buscaran durante los años que te queden de vida. Los primeros para degollarte en nombre de sus pequeños hijos. Los segundos para pegarte un tiro en la sien tal como lo hicieron con el Senador Gutiérrez”.
- “¡Basta ya!, – gritó exasperado el Ministro -, ¡no sigas miserable!, ¡no sigas!, ¡eres un hijo de perra!”, – no pudo contener el llanto que se desencadenó incontrolablemente, tapando sus oídos con ambas manos, mientras escondía la cara entre ambas rodillas.
Hugo Correa le acercó un vaso de whisky en su mano, mientras con la otra apretó fuerte el hombro del ministro:
- “¡Vamos hombre! no llores, toma este trago para que te tranquilices”.
El Ministro bebió un sorbo. Se echó para atrás cerrando sus párpados mientras con un pañuelo en una de sus manos secaba las lágrimas de su cara y limpiaba su nariz:
- “¿¡Cual es tu maravillosa solución!?”.
- “¡Escucha bien!, – se apresuró a responder -, tu necesitas urgente encontrar a los responsable del asesinato masivo del colegio, que es el hecho que más crea problema al gobierno. De esa manera tranquilizas a las Fuerzas Armadas. ¿No es así?”.
El Ministro asintió con un movimiento de cabezas. Hugo Correa continuó explicando su plan. Aquel fue progresivamente interesándose en la solución:
- “Nunca antes había conocido a una persona más despiadada. Pero creo que el plan que me propones es perfectamente posible de llevar adelante, – razonó en voz alta algo más tranquilo. Pensativo, quizás buscando puntos débiles, bebió otro sorbo de whisky -, los efectos que traería aflojarían enormemente la tensión reinante en este momento en el país”.
- “¡Exacto!, y tú te llenarás de prestigio político y social. Te convertirás en la figura más importante del país. ¡Un moderno héroe nacional!”.
El Ministro, recuperado y hasta entusiasta, se paró pensativo con el vaso de whisky en su mano izquierda, mientras con la derecha le daba una buena aspiración a un cigarrillo. Paseó un buen rato por su amplio despacho, miró por la ventana, después de un rato se dio la vuelta y enfrentó a su interlocutor con algunas preguntas:
- “¿Qué haremos con el problema de Gutiérrez?, ¿Cómo sofocaremos las revueltas periféricas?”.
- “¡Vamos Eduardo!, eso no es problema. Difícilmente encontraremos al sicario que lo acribilló. Ya debe estar fuera del país hace mucho rato. Pero ¿a quién le importa?, ¿ a la izquierda?, ¡lo dudo!. Para ellos es más útil un mártir muerto que un Senador vivo. Te aseguró que están felices de tener una nueva bandera de lucha. Si no se capturan a los asesinos, ¡mejor !, así se convierte en una víctima eterna, la cual vivió y murió por sus ideales y a la cual nunca se le hizo justicia: ¿Qué te parece ese discurso?, ¡fantástico!, ¿¡No!?. Ahora, respecto a las revueltas, dame dos días y todo volverá a ser como antes, ¡qué más quieres!”.
- “¡Tienes toda la razón Hugo!, eres realmente un genio, tienes que ponerlo en marcha ya, a trabajar, el tiempo apremia”, – apresuró, entusiasmado el Ministro.
- “¡Un momento Eduardo!”.
- “¿¡Qué pasa!?, -reaccionó el Ministro algo curioso.
- “¡Ingrid Schneider!, ¿Qué harás con ella?, no sabe todo pero sabe mucho”.
Sorprendido el Ministro exclamó:
- “Con todo lo vivido hoy, se me olvidaba el motivo principal de esta reunión. Estoy seguro que tienes algo magistral pensado, con lo cual desde ya estoy completamente de acuerdo”.
- “¡Bueno, así es!, respecto de ella, solo hay que evitar que tenga contacto con la prensa o que ésta se entere que está en manos de la policía. En 72 horas gestionare a través de mis importantes amigos en el gobierno peruano una solicitud de extradición”.
- “¡No resultará!, la Corte Suprema se dará todo el tiempo para resolver. Mientras tanto todo Chile lo sabrá, cómo según tengo entendido, ella es chilena, finalmente la corte no la acogerá”.
- “¡Eduardo, escúchame con atención!, por esa razón tenemos que actuar con mucha prontitud, la solicitud de extradición solo te dará respaldo, apenas llegue la debes expulsar del país y colocarla en el primer avión que tengas a mano. Fuera de la frontera nosotros nos haremos cargo”.
- “¡Pero ella es chilena!, después de ocurrido todo esto, seré duramente cuestionado por todos los sectores”.
- “¡Descuida!, las críticas te van a llover. Pero tu prestigio en ese momento será muy superior. Estoy seguro, que ante esta situación, te darás el lujo de renunciar, mientras que todos los chilenos clamaran porque no lo hagas”.
El Ministro río satisfecho, le extendió afectivamente su mano y despidió a Hugo Correa con un gran abrazo:
- “¡Estimado amigo!, nos estamos viendo, me pondré de inmediato en campaña”.
- “Seguramente Eduardo nos veremos muy pronto para discutir el futuro. Pero antes de hacerlo, tengo que pedirte algunos favores pequeños pero importantes”.
- “¡Por supuesto Hugo, no faltaba más. Después de esta importante ayuda no podría negarme, por favor en qué puedo servirte!”.
- “Mira, tengo muchos e importantes amigos en Colombia que necesitan urgente salir con sus respectivas familias de aquel país, sus vidas están seriamente amenazadas, tú bien sabes Eduardo, los crímenes, secuestros, el terrorismo, los paramilitares, la lucha antinarcóticos del gobierno asociado a la DEA yanqui, han convertido sus vidas en algo miserable, que ni siquiera los esclavos en su momento la sufrieron. ¿Qué culpa pueden tener en todo esto pequeños niños, mujeres y ancianos?”.
- “¿Y qué puedo hacer yo al respecto?”, – respondió extrañado.
- “Muy simple. Permite que ingresen al país con identidad falsa, dales un certificado de residencia permanente y facilita que ingresen sus bienes. Aquellos son cuantiosos, por lo demás, estoy seguro que ellos los invertirán íntegramente en este país.”, – explicó Hugo Correa.
- “¿¡Nada más!?”, – exclamó el Ministro sorprendido.
- “¡Nada más!”, – confirmó Hugo Correa.
- “¡Ningún problema!, en verdad llegaste a asustarme pero no veo dificultad en complacerte”.
- “No sabes lo agradecido que estoy. Estas pobres mujeres, niños y ancianos te estarán eternamente agradecidos. Y te advierto, ellos no olvidan al amigo que les tiende la mano”, – concluyó Hugo Correa.
Ambos hombres, emocionados hasta las lágrimas se fundieron en un largo y estrecho abrazo con el cual sellaron para siempre su mutua amistad.
CAPÍTULO 53
La casa estaba a oscuras al atardecer de aquel día. Un hombre en su interior sentado en su sofá favorito, bebía un trago fuerte, mientras argollas de humo brotaban de su boca. Sus ojos miraban el infinito, enrojecidos por el dolor, que aunque intentaba contener no podía.
Durante los funerales de su pequeña hijita se había comportado como todo un hombre como le había enseñado primero su padre y luego el ejército. Ni una sola lágrima, ni un solo lloriqueo ante los demás. Vestido con su uniforme de gala le dio el último adiós. Recordaba que su esposa no pudo soportar esta pérdida, fue llevada prácticamente en andas por sus hermanos, previamente dopada, parecía más un extraño zombi, una muñeca de trapos transportada y manipulada sin voluntad. Después del entierro no supo más de ella, prefirió abordar su vehículo y escapar, necesitaba estar solo, ya no aguantaba más aquel dolor que le quemaba las entrañas. Pasaron algunos días pero aquél en vez de atenuarse se agudizó. Su esposa no había vuelto a casa, si es que aquello pudiera llamarse así, un montón de cosas ordenadas de una manera que no tenía ya ningún sentido. El odio fue anidándose, convirtiéndose en buen analgésico para esta herida que dolía, sus ojos lanzaban llamaradas de fuego, su mente pensaba aceleradamente sin pausa. De pronto lanzó con todas sus fuerza el vaso que sostenía su mano hasta estrellarlo contra una pared, estallando en miles de fragmentos. Se levantó violentamente de su asiento, como fiera enjaulada caminó de un lado a otro, una y otra vez, sin descanso, por largas horas. Pero tampoco eso lo aliviaba, agarró una silla, la estrelló contra el televisor con todas las fuerzas que su furia podía darle, aquél estalló en millones de destellos, continuó con todo lo demás, en lo que había sido su hogar, hasta dejarlo convertido en solo una ruma de desoladora destrucción. Pero aún así, el oficial no logró mitigar su infinito dolor que continuaba ardiendo en sus entrañas.
De una cosa estaba seguro a estas alturas, vengaría la muerte de su hija, vengaría la destrucción de su hogar, así fuera lo último en hacer en su vida:
- “¡Ojo por ojo, diente por diente!, – gritó a todo pulmón desde sus propias vísceras, una y otra vez, enloquecido por el odio-, ¡te juró hija mía, que las bestias que te asesinaron pagarán con la misma moneda, los haré beber su propia sangre!, ¡te juro hija mía, que así será!”.
CAPÍTULO 54
Mientras esperaba, bebía parsimoniosamente un aperitivo, fumando a intervalos un cigarrillo, estaba expectante en este nuevo contacto de trabajo con su colega. Él, teniente de ejército, había sido asignado al servicio de inteligencia militar, desde algunos meses se desempeñaba como enlace entre este servicio y la oficina de informaciones del Ministerio del Interior. Pensó en que esta cita debería ser muy importante. Sus superiores esperaban con ansiedad los antecedentes que el Ministerio pudiese aportar a la investigación del atentado al colegio “María Inmaculada”. Sin embargo, al teniente Juan Luis Egaña, su soltera juventud lo traicionaba. La excitada espera estaba centrada en su sorprendente contraparte:
- “¿Qué nueva sorpresa traería consigo?”, – se preguntaba.
Se recrimina por estar pensando en cosas de segundo orden. Pero no pudo evitar la sonrisa que le causaba el desenfado de Verónica, ella, periodista y psicóloga, era funcionaria del gobierno desde que asumió la actual coalición política. Inicialmente se desempeñó como asesora de prensa del Ministerio Secretaría General de Gobierno, posteriormente fue trasladada a la oficina de informaciones del Ministerio del Interior donde desarrollaba funciones de analista de publicaciones con fines de inteligencia. Profesional joven y también soltera. Reacia en principio a aceptar el trabajo de enlace con el servicio de inteligencia militar, terminó accediendo de buena gana puesto que aquel no consistía más que juntarse algún día de cada mes, elegido al azar, con un apuesto joven oficial de ejército e intercambiar dos carpetas idénticas. Este contacto mensual bajo esa atmósfera misteriosa y secreta no tardó en convertirse en un juego seductor para ambos jóvenes.
Juan Luis esperaba ansioso que Verónica hiciera su ingreso por el lobby del hotel. Hoy como cada vez que se juntaban, sentía que toda su piel, sus ojos, su boca, sus manos, no eran más que un todo erótico y sensual. Se miraba al espejo, se encontraba bien, pero no podía dejar de sentir cierta preocupación por haberse saltado un principio fundamental del espía. Pero ser atractivo para ella, era hoy especialmente importante para él. Por eso se atrevió a transgredir y vestir en esta ocasión su uniforme de gala:
- “¡Estoy seguro que hoy la voy a dejar embrujada!”, – pensó pretenciosamente.
De pronto sus ojos quedaron deslumbrados al ver la figura de aquella joven que hacia su ingreso al lujoso hotel. No podía creer, y no solo él, sino también todos los que se encontraban en dicho lugar. Seguían con su mirada su desplazamiento decidido. Alta, de tez delicadamente blanca, avanzaba segura con paso decidido, elegante y natural, se apoderó del espacio como si se tratase de la dueña de todo lo que la rodeaba. Perfectamente maquillada, su pelo brillantemente negro, llegaba a doler a quien lo viera, extremadamente estirado para terminar anudado tras su nuca. Su vestido de seda negra ajustado en el tronco, a partir de las caderas se abría en ruedo hasta mitad de muslo, colgaba de dos finísimos tirantes sobre sus hombros. Su espalda lucía hermosamente despejada. Encaramada sobre zapatos de charol negro de fino taco alto que resaltaba aún más su imponente porte, sus manos cubiertas por guantes blancos sin dedos hasta un poco antes del codo. Sostenía en una de ellas una cartera sobre de igual material que los zapatos, sus finas y torneadas piernas destacaban por sus medias de color perla con destellos dorados que hacían juego con las perlas cultivadas que pendían de orejas, cuello y muñecas en un fuerte contraste con su vestido, zapatos y cartera. Aquella audacia terminaba dándole ese toque atrevidamente sensual que ella quería. En estado casi hipnótico, el teniente veía como aquella magnífica mujer se acercaba decididamente hacia él. Confundido, sin querer entender o quizás sin querer reconocer que era un espía y que por lo tanto, debía obrar con sigilo. Nada más lejano de lo que estaba ocurriendo en ese momento. Todo el mundo entorno a ellos estaban pendiente de sus movimientos. Antes de que pudiera darse cuenta, sintió la embriagadora fragancia que emanaba de su cuello junto con la suavidad calurosa de aquellos labios húmedos que mojaron su mejilla. Para después sentir el aliento cálido en el lóbulo de su oreja cuando ella le susurro:
- “¡Hola Juan Luis!, ¡para que te digo lo que siento al verte!, ¡éstas para saborearte lentamente!. Más aún hoy que me siento especialmente ardiente. Prácticamente todo el día me he preparado para hacer de esta ocasión algo especialmente irresistible, deliciosamente sensual”.
Él la estrechó entre sus brazos, acariciando suavemente su espalda desnuda, mientras besaba su largo y despejado cuello, cuyo perfume lo tenía embriagado. Después de algunos segundos, le devolvió el susurro:
- “¡No veo la carpeta!, ¿la has traído?”.
Ella irritada se separó para mirarlo con incredulidad:
- “¡No jodas!, ¿quieres?, ¡hoy no estoy de ánimo para jugar a los espías!. Para que estés tranquilo, ¡si la traigo!, pero yo sabré cuando te la daré. Por el momento deseo comer algo acorde con mi estado de ánimo. ¡Vamos!”.
Lo tironeó levemente para que la acompañase hacia el comedor. Caminaron hacia una mesa algo escondida, ella se sentó colocando una pierna sobre la otra, dejando al descubierto el fin de la media y el comienzo de la desnudez de su muslo. Los ojos de Juan Luis no tardaron en desviar su mirada. Algo avergonzado le dijo:
- “¡Vamos Verónica!, ¡ se ve más de lo que se debiera!. Arréglate un poco el vestido”.
Ella lo miró desafiante. Exhaló el humo aspirado desde su cigarrillo sobre su cara:
- “¡Mira Juan Luis!, me importan un bledo tus escrúpulos. Estoy caliente como tetera. Así que siento un gran placer en que todos me miren, que los hombres me deseen y las mujeres me envidien o me odien. Si no quieres que me desnude aquí mismo de inmediato, mejor siéntate tranquilo en esa silla, ¡Okey!”.
Juan Luis incómodo y colorado asintió. Abrió la carta para elegir el menú.
El Maître se acercaba presuroso a la mesa:
- “¡Buenas noches!, ¿en que puedo servirlos?”.
Ambos lo miraron pero no respondieron. Siguieron estudiando sus respectivas cartas. El Maître algo incómodo pero entretenido mirando disimuladamente la pierna de Verónica, se mantuvo en su lugar, mientras ella comentaba en voz alta:
- “¡Nada de esto satisface mi espíritu agitado!. Deseo comer algo que estimule mis sentidos, – separó la carta de su rostro enfrentando su mirada con la del Maître -, ¡anote!: quiero un vino blanco bien helado, servido en copa de cristal, suave, seco, aromático. Que al ser depositado en mi boca, achique lengua y labios, y su aroma salga a través de mi nariz. Que al tragarlo se sienta como su fría temperatura se abre paso a través de mi garganta como punta de lanza, pero que inmediatamente después dicha herida es suturada con intenso ardor para finalmente terminar acalorando mis mejillas. Eso entre otros efectos menos visibles pero más intensos”.
El Maître solo atinó a carraspear. Con su cabeza casi incrustada en su libreta de apuntes, le dirigió la palabra:
- “¿Que marca señorita?”, – preguntó tratando de encontrar un punto de donde aferrarse.
- “¡Vamos no tengo idea usted es el que sabe!, ¿no es verdad?”.
- “¡Esta bien señorita!, ¿con que acompañará este vino especial?”.
Verónica puso el codo sobre la mesa, apoyó su mentón en la palma de su mano izquierda, mientras sus dedos teclearon a intervalos su labio superior, su mirada perdida en sí mismo:
- “Me imagino una especie de coral con pequeños agujeros donde se esconden los picorocos. Me place hoy agarrar aquellos picos con mis dedos y arrancarlos con fuerza desde aquellos escondites. Untarlos en una salsa ácida con un leve toque picante. Saborear lentamente su carne de fuerte olor y sabor, acompañada de tostadas fritas en aceite de oliva con orégano: ¡que rico!, ¡quiero eso!, – exclamó excitada -, ¡se me hace agua la boca!”.
- “¿Algo más?”, – preguntó el Maître.
- “¡Nada más!, Solo apúrese”.
- “¿Usted señor que se sirve?”.
Juan Luis escuchaba atento la volada de Verónica. La encontraba magnífica como pintaba aquel menú de colores. Decidió entrar en su juego, pensó algunos segundos antes de responder, con desenfado miró directo a los ojos de su acompañante mientras hablaba:
- “Yo quiero, una ensalada de repollo morado cortada al hilo. Sobre aquellos, dos choros zapatos bañados con salsa de limón no muy espesa”.
Los colores de Verónica subieron hasta hacerla sudar. El Maîtres cortó abruptamente:
- “¡Listo señor!, supongo que nada más».
Se apresuró a dar media vuelta e iniciar su partida de aquel lugar infame. Pero de pronto la voz de Verónica, lo detuvo:
- “¡Espere un momento!, tráigale solo uno, para que no pierda el apetito y pueda devorarse el segundo más tarde”.
Ante aquellas palabras ni siquiera fue capaz de darse vuelta. Así que se limitó a escuchar para luego partir raudo hacia la cocina.
La cena transcurrió en silencio entre gestos y miradas sugerentes. Degustaron sus respectivos platos con especial lentitud, transmitiendo mutuamente, en cada bocado, mensajes cargados de erotismo, los rodeaba una atmósfera mágica, que los ubicaba en algún lugar del espacio, en una realidad casi virtual, al terminar se acariciaron, estrecharon sus manos con fuerza, cancelaron la cuenta y se marcharon abrazados. Mientras caminaban ella besaba su cuello, a intervalos, también le mordía el lóbulo de la oreja. Llegando al vestíbulo, ella le susurró:
- “¡No aguanto más!, ¿tomemos una habitación en este hotel?”.
Él accedió, sin darse prácticamente cuenta, ya estaban cerrando la puerta de la suite, ella desabrochaba presurosa la guerrera del oficial. Sin detenerse, siguió con todo lo demás hasta dejar desnudo su torso. Lo acarició con las palmas húmedas, lo besó mientras arrastraba su cara frotando su piel obscenamente. Él, acariciaba su espalda lentamente, sintiendo en las yemas de los dedos su delicada topografía.
- “¡Siéntate en aquel sofá!», – sugirió ella apremiada.
Una vez que Juan Luis se acomodó. Ella se monto sobre sus rodillas, él separó un poco ambas piernas para distribuir mejor el peso. Ella incrustó sus labios ardientes, jugosos e hinchados por el deseo, en un beso apasionadamente largo. Él, recorría con sus manos sus piernas hacia arriba lentamente, deslizándolas a través de la suave textura de sus medias hasta palpar la aspereza del encaje de la liga. Siguió subiendo, hasta sentir la piel crispada de Verónica. Su deliciosa expedición siguió su rumbo en busca de sus suaves glúteos. Siguió hacia aquellos lugares húmedamente cálidos. Separó a Verónica para mirarla. Excitado exclamó:
- “¡Estas sin calzones!, ¡todo este tiempo has estado sin nada!”.
- “¡Sí!, -respondió ella -, la verdad es que cuando intente hacerlo, estaba tan ardiente, que mi piel no tolero esta prenda. Necesitaba ventilación, espacio, estaba hinchada y afiebrada”.
Él la acercó bruscamente para besarla con tal furia que hasta sangre brotó de sus labios. Ella reaccionó. Se paró:
- “¡Quédate ahí!, ¡solo mira!”.
Se subió dándole la espalda sobre la mesa de centro del pequeño estar, dejó caer su vestido, sus espléndidas piernas separadas cubiertas solo por sus medias, sobre aquellos zapatos altos que soportaban dos firmes, blancos y duros glúteos más una hermosa espalda dibujada por la tensión. Con ambas manos soltó el nudo que ataba sus cabellos tras la nuca. Giró lentamente para exponer su frente. Los ojos de Juan Luis desorbitados miraban aquellos firmes pechos con pezones a punto de estallar. Ella separa aún más sus piernas. Puso sus manos sobre ambas caderas, echó para atrás la cabeza y para adelante su pelvis perfectamente lampiña, exhibiendo su sexo con ostentación.
Consumido por el deseo, Juan Luis arrancó su pantalón. Ella se precipitó a sacarle su ropa interior que ocultaba a penas la razón de sus deseos. Sus pechos lo rozaron, el ardor de los mismos pareció quemar su piel. La tomo de las axilas, la estrechó contra su cuerpo, pero ella zafó y corrió. Salió tras de ella como animal. Abalanzándose sobre ella con ferocidad hasta penetrarla sin compasión, una y otra vez, hasta que dos gemidos desgarradores brotaron desde las vísceras de ambos cuerpos.
La cabeza le dolía, sus párpados se resistían a abrirse. Sentía frío y un peso que se hacía insoportable, presionaba su abdomen. Despertó lentamente, la imagen de Verónica montada sobre él, mirándolo mientras fumaba, logró explicar la causa de su incomodidad:
- “¡¿Sabes que pesas!?, ¿Por qué no sales de encima?”, – exclamó con brusquedad.
- “No antes de que me contestes, – le respondió ella – , anoche todo fue maravilloso, a tal punto, que hoy no puedo entender como tú y yo estamos metidos en estos ambientes que apestan. ¡¿Juan Luis, huyamos hasta perdernos?!”, – le propuso.
Juan Luis rojo de ira súbita, contestó:
- “¡¿Qué estás diciendo infame comunista de mierda?!, ¡puta roja!, ¡tú estarás metida en una cloaca inmunda!, lo que es yo, estoy sirviendo los altos valores de la patria. Soy un militar orgulloso de lo que hago por el País. Por su defensa, estoy dispuesto a dar mi vida si es necesario. ¡No tengo nada de qué arrepentirme!”.
Ella alarmada por la reacción desmedida e inesperada de él, se levantó rápidamente, se enfundó su vestido, calzó sus zapatos, tomó su cartera y aireada se aprestó a abandonar la habitación, sin decir absolutamente nada. Pero al darle la espalda, escuchó tras de sí, el ruido de un arma que se apresta a ser gatillada. Quedó paralizada de miedo:
- “¡Alto ahí mierda!,- exclamó fuerte el oficial, quien la apuntaba con su arma de servicio con la bala pasada listo para disparar -, no te irás de aquí sin que antes no me entregues la información que me debes”.
Ella se dio vuelta cuidadosamente para enfrentarlo, lo vio agazapado en posición de combate a punto de enfrentar a un temible enemigo. Primero sintió terror, su corazón latía aceleradamente. Luego no pudo contener la risa, tampoco las lágrimas. No sabía si era producto de lo gracioso de la escena o del miedo que le causaba aquel demente. Abrió su cartera y extrajo un insignificante papel:
- “¿¡Esto es lo que quieres!?, ¿no es verdad ?, – amuñandolo, lo lanzó lejos -,¡allí tienes esa basura!. Espero Juan Luis que no te equivoques en la elección que has hecho”, – lo sentenció mientras se daba vuelta para desaparecer de aquella habitación con paso firme.
Las últimas palabras de aquella mujer lo dejó algo pensativo. En algún momento pasó por su mente la posibilidad de que no volvería a verla:
- “¡No!. El próximo mes la volveré a ver y le pediré disculpas. En realidad me porte groseramente sin razón, – recogió el amuñado papel, pero algo intranquilo se volvió a preguntar -, ¡y si no la veo más!, ¿Qué hago?, la busco, se donde trabaja. Aún más, podría saber hasta dónde vive si es necesario. Pero no hay problema, sé que ella se ha enamorado de mí. Así que se va a aparecer en la próxima cita dispuesta a perdonarme”, – sé respondió así mismo.
Encontró tranquilidad en el razonamiento hecho, pero a ratos, éste le parecía precario.
Intentó leer el mensaje escrito en el papel pero no pudo porque venía cifrado.
CAPÍTULO 55
Un hombre solitario sentado sobre un piso apoyado en la barra de un bar. En penumbras, el ambiente cargado de humo y música melancólica que disuelve el ánimo de sus parroquianos. El aire impregnado por el aromo avinagrado casi picante del alcohol trasnochado. Aquel con la mirada cabizbaja, perdido en sus propias elucubraciones, la tranquilidad del fuerte líquido que aún llena su copa inmóvil, buscando una respuesta que aún no le entrega:
- “¡¿Cómo está coronel!?, – lo asusta un hombre joven, alto, delgado, elegantemente vestido, que además lo incomoda con un golpe suave en su hombro.
- “¿Quién es usted?, ¿Qué desea?”, – contesta bruscamente sin disimular su molestia, pero a la vez sin inmutarse, sin mover un solo musculo de su cuerpo, sin apartar la vista de su copa donde se hunde buscando aliviar su dolor.
- “Ha llegado a mis oídos que usted está tratando de formar un grupo muy especial”.
- “¿Le interesa a caso?, ¡pues de otra forma, es mejor que se largue!”.
- “¡Si! me interesa”, -respondió al instante sin titubear.
- “¡Lamentablemente hasta ahora, es la única persona que lo ha tenido. En esas condiciones es poco lo que importa!, ¿no le parece?, – bebió un largo sorbo de su trago intentando aquietar su impotencia, aireado grita a todo pulmón -, ¡malditos sean!, ¡son todos unos cobardes!, ¡eso son!, ¡maricones!”, – lanzó lejos, con furia incontrolable el vaso que sostenía en su mano estrellándose contra el aparador del frente, quebrándose y destruyendo algunas botellas de licor que se exponían.
Los mozos se abalanzaron sobre él inmovilizándolo. El coronel furibundo hacía todo lo posible por zafar de sus captores, mientras el barman le propinaba fuertes golpes en el abdomen, el extraño hacía un esfuerzo por apaciguarlos pero no tuvo resultados. Finalmente uno de los garzones quebró una botella sobre la cabeza del coronel dejándolo semi aturdido. Así, entre todos pudieron lanzarlo a la calle en calidad de bulto.
El extraño mojó su pañuelo en una llave de jardín cercana para luego acercarse al cuerpo caído del coronel. Limpió el rostro chorreado de delgados hilos de sangre que lo cruzaban, revisó su cuero cabelludo extrayendo con cuidado algunos restos de vidrios que aún permanecían incrustados. El coronel aún no acababa de salir de su semi inconsciencia cuando ya estaba disponiéndose para re – ingresar al local a cobrar revancha, pero el extraño lo impidió:
- “¡Calma!, ¿quiere escucharme?, – exigió -, de esa manera difícilmente resolverá algo”.
- “¡Esta bien, lo escuchó!, – respondió más tranquilo -, espero que sea algo importante no huevadas porque no estoy de ánimo para ello”.
- “Sé dónde se ocultan los bandidos que atentaron contra el colegio”, – le afirmo de sopetón el desconocido.
El coronel como un demente se levantó para abalanzarse sobre su interlocutor tomándolo de ambas solapas, mientras lo miraba con ojos iracundos:
- “¡No vengas a jugar conmigo miserable, porque no me importaría matarte de inmediato!, ¡ya no tengo nada que perder!”.
- “¡Escúchame imbécil!, ¡saca tus manos de encima!, ¡estúpido!, – respondió el desconocido alejándolo de un fuerte empujón. Lo miro con desprecio – ,¡borracho indecente!, ¡aquí tienes!, – lanzó un papel amuñado al suelo -, si te interesa, acude a esa dirección, escoge a los mejores hombres bajo tu mando, vistan de civil, lleven gorras pasamontañas y no usen vehículos militares. ¡Ha!, y por supuesto lleven algunas armas que no sean de juguete”, – exclamó irónico, al momento en que se retiraba con paso firme sin esperar una respuesta.
CAPÍTULO 56
Otra noche fría en Santiago. La temperatura ambiente bordeaba ya los 3 grados Celsius bajo cero. Los escasos transeúntes que se animaban a caminar por sus calles a aquella hora, sentían sus caras y manos entumecidas. Cual filosas hojas de afeitar, los minúsculos cristales de hielo impulsados por el viento parecían cortar la carne hasta hacerla sangrar. Estas condiciones climáticas, sin embargo, no hacían desistir al teniente Juan Luis Egaña en seguir esperando nervioso e intranquilo en los alrededores del Estadio Nacional. Calentando su cuerpo fumando cigarrillos tras cigarrillos, encendiendo uno tras otro con las cenizas incandescentes del que aún no acababa de terminar. Junto a él, una camioneta doble cabina. En su interior un aún más nervioso, el teniente no le quitaba los ojos de encima, sabía que aquel soplón podría arrepentirse y tratar de escapar:
- “¡Que lo intente!, – se decía así mismo -, porque no llegaría muy lejos con vida, – se acercó al vehículo -, ¡escúchame cholo!, no intentes escapar porque eres hombre muerto, así tenga que buscarte todo el resto de mi vida”.
- “¡Ay!. Usted siempre con sus desconfianzas”, – respondió afeminadamente aquel sujeto algo rechoncho pero de finos modales.
Molestó por aquella reacción femenina, Juan Luis lo increpó duramente:
- “¡Mira maricón, me das asco, como me gustaría liquidarte en este instante!”.
- “¡Pero lindo no puedes!, – soltó una risita chillona -, ¡qué contrariedad!, ¿no es verdad?, si tú me líquidas te quedas sin lo más importante. En cambio si no lo haces, podrás darte un verdadero festín, y yo tendré el dinero que necesito para largarme de este país de mierda. Lo único que lamento de todo esto, es que tu solo me has demostrado tu odio machista, que distinto sería……”
- “¡Calla animal!”, – interrumpió enfurecido el teniente -, ¡ponte este pasamontañas!, aunque para serte sincero preferiría que no lo hicieses, así te podrían reconocer. No cabe duda que correrías la suerte de los traidores”.
Mientras discutían, dos camionetas doble cabina más un automóvil, se acercaron sigilosamente. De uno de aquellos vehículos descendió un hombre fornido vestido rigurosamente de negro:
- “¡Aquí estamos!”, – exclamó en tono desafiante.
- “¡Me alegro coronel que haya aceptado venir!, ponga atención a las instrucciones que le voy a dar: Debe seguirme en su vehículo, distanciados al menos 100 metros, instruya a los otros que hagan lo mismo. Circularemos a baja velocidad respetando todas las señalizaciones del tránsito, no debemos levantar sospechas de carabineros, sus armas deben permanecer ocultas bajo los asientos. Al llegar al sitio mi camioneta se detendrá, ustedes harán lo mismo, pero manteniendo el distanciamiento de los vehículos, esperaran 10 minutos en dicha posición con las luces apagadas. En aquél lapso de tiempo deberán preparar su armamento, cubrir sus cabezas con los pasamontañas, ¿¡las trajeron?! , – preguntó ansioso el teniente. El coronel respondió afirmativamente -, cumplido el lapso de tiempo señalado se pondrán en marcha, desplazándose lenta y sigilosamente, sin encender luces. Al llegar al lugar donde estará mi camioneta, nos bajaremos rápidamente, me seguirán parapetándose donde yo indique hasta alcanzar el lugar escogido que tengo pre – establecido. Allí planificamos el resto de esta acción comando y le haré entrega del mando a usted de esta misión de la cual nadie puede salir prisionero. ¿Está claro?, ¿alguna consulta?”.
- “¿Quién es usted?”, – preguntó el coronel.
- “¡Eso no importa ahora!”, – respondió el teniente Juan Luis Egaña.
- “¿¡Como puedo confiar en usted!?, ¿Por qué debo hacerlo?”.
- “¡No tiene otra alternativa coronel!”.
- “¡Tiene razón!, – exclamó el coronel -, lamentablemente es así, no tengo otra opción. Pero si puedo advertirle que si hay gato encerrado usted es hombre muerto. No olvide nunca que aquí, pase lo que pase, no tengo nada que perder. Yo solo quiero venganza, sólo eso podrá aliviar el dolor por el bastardo asesinato de mi pequeña que destruyó mi hogar. Hoy, mi única razón de vida es la esperanza de poder vengar con mis propias manos este asesinato vil. ¡Eso no lo olvide nunca!”, – concluyó secamente el coronel.
- “¡No hay cuidado!, no lo defraudaré coronel., – lo consoló el teniente – , ¿ha comprendido mis instrucciones claramente, ¿tiene alguna otra consulta?”.
- “¡No!. ¡está claro!, ¡vamos de una vez!, – el coronel dio media vuelta y se dirigió presuroso a su vehículo”.
CAPÍTULO 57
Como si se tratase de un animal al acecho. Sus ojos oscuros brillaban mientras perforaban la helada neblina que precipitaba aquella hora en la precordillera de Santiago. La casa enclavada en un risco tenía tan solo un acceso, sus límites restantes eran el vacío profundo de un acantilado que solo terminaba doscientos metros más abajo donde el torrente del río Maipo rugía feroz. Al frente un hombre, algo despreocupado fumaba, sobre uno de sus hombros colgaba un fusil ametralladora, vigilando aquella única entrada posible.
El coronel se deslizó sigilosamente, evitando ocasionar ruidos extraños. Con agilidad y oficio no tardó en quedar a tan solo algunos centímetros de su presa oculto por el follaje silvestre. Cuidadosamente retiró de entre sus dientes el filudo corvo, aferrando su cacha fuertemente con su mano derecha. Sus ojos en ningún momento se despegaron de su presa hasta que se produjo el tan esperado momento de descuido. Salto sobre aquel hombre por su espalda aferrándole fuertemente la cabeza por el cuello con su brazo izquierdo ahogando su grito. Inmovilizado, el pobre infeliz con sus ojos desorbitados por el terror, vio como el coronel acercó el acero de su cuchillo hasta su garganta. Se detuvo algunos instantes, pero luego con decisión cortó la carne del cuello, mientras sujetaba firme al individuo que se movía como animal herido hasta que aquél ya no opuso resistencia. La sangre de su yugular corrió en abundancia hasta agotarse, pero aún así, el coronel continuó desgarrando su carne hasta que sintió en su empuñadura la dureza del hueso espinal. El coronel disfrutaba sádicamente aquella faena. Sus ojos estaban iluminados por el placer, hasta el punto que su sexo se erecto. Mantuvo trabajando su cuchillo hasta alcanzar el orgasmo. Luego tiró el cuerpo cuyo cabeza tan sólo pendía de un pedazo de cuero y carne de su nuca, sudaba copiosamente, su corazón latía desbocadamente, el cansancio se apoderó de él, se sentó sobre una roca a recuperar el aliento antes de avisar a los demás.
La silenciosa noche fue rota por un extraño pero claro ruido gutural. Para los hombres del coronel aquello significó que la vía estaba despejada.
CAPÍTULO 58
Mario no podía conciliar el sueño, tenía miedo, esta situación de espera se prolongaba demasiado. Por su parte, Alcázar no daba señales de vida después de haberlos traído hasta esta nueva casa de seguridad. Por otro lado, el estado del comandante Tulio seguía empeorando, la fiebre persistía, sufría de fuertes dolores en el bajo vientre, que decir del sufrimiento que le ocasiona al orinar. Ya no podía levantarse, ni menos caminar, yacía postrado en un camastro:
- “¡Si no viene un médico pronto, creo que no sobrevivirá por mucho tiempo más!, – pensaba mientras fumaba y jugaba con el humo. Su mirada permanecía fija en algún punto del techo tratando de encontrar una salida -, sin duda las cosas no andan bien. Pero si salgo de aquí sin conocer la ciudad, sin dinero, no tardaran mucho tiempo antes de que seamos capturados. Pero tampoco esperare mucho tiempo más. Si mañana Alcázar no aparece nos largamos de este lugar”.
De pronto un ruido extraño surco nítido a través del silencio de la noche. Mario salió de su ensimismamiento, quedó en alerta:
- “¡Extraño sonido!, nunca antes lo había escuchado, seguramente debe tratarse de un ave o un animal de la zona”.
No quedó tranquilo con su conclusión. Se concentró pero no pudo identificarlo, tampoco se volvió a repetir. Recordó aquellos días en el Amazona peruano del nororiente. La gran cantidad de sonido que habitualmente llenaban la noche hasta el punto de no dejar dormir. Sin embargo, nada parecido a lo que había escuchado. Le vino a la mente como los indígenas amazónicos acostumbraban a comunicarse entre si, mientras cazaban, mediante sonidos que asemejan cantos de ave. Fue en ese instante cuando bruscamente palideció de terror. Se aferró bruscamente a su arma. En cosa de segundos se levantó y comenzó a correr raudamente por la vivienda gritando:
- “¡Levántense!, ¡despierten!, ¡nos atacan!, ¡Ignacio!, ¡Esteban!”.
Se acercó a una ventana para tratar de ubicar a Joaquín que hacia la guardia afuera, pero no lo avistó, corrió hacia la puerta principal, cuando estaba por alcanzarla, se abrió estruendosamente mientras simultáneamente, una ráfaga de metralla alcanzó su cuerpo. Instantes después, el interior de aquella casa se convirtió en un infierno. No pasó mucho tiempo para que todo terminara. La posibilidad de resistir prácticamente no existió.
CAPÍTULO 59
El coronel se desplazaba por el interior de la vivienda con sigilo, revisando cada habitación cuidadosamente. El resto, uno verifica el fallecimiento de los terroristas abatidos, otros rastreaban el exterior. Se acercó a la última puerta del último recinto que le quedaba por registrar, giro la manilla lentamente y la abrió rápidamente. En posición de alerta con su arma en condiciones de abrir fuego al instante. Observó en detalle hacia el interior, a medida que pasaban los segundos fue relajándose sin haber alcanzado a gatillar. Pudo apreciar que en el fondo del dormitorio yacía un hombre sobre un camastro. Se acercó lentamente sin quitarle los ojos de encima ni sacar el dedo del gatillo. Desde cierta distancia pudo comprobar que este estaba vivo y desarmado. Además de postrado, estaba incapacitado de reaccionar frente a su presencia. Relajó su actitud, recobrando aplomo y seguridad, se acercó desafiante:
- “ ¿Qué haces aquí hijo de perra?, ¿estás enfermito?, – consciente de su vulnerabilidad, el comandante Tulio lo miraba aterrado sin poder controlar los estremecimientos que sufría su cuerpo debido a la alta fiebre -, ¿Qué te pasa?, – quitó con fuerza la frazada que lo cubría -, ¡vaya!, ya comprendo, tienes la huevas podridas, – río jactanciosamente -, no sabes lo feliz que me haces hijo de perra, pero tu sufrimiento sigue siendo muy poco comparado al mío. Necesitó que el tuyo sea mayor, aún así no estoy seguro de poder aliviarlo. Tú y tus esbirros deben pagar con sangre. Mataste a mi pequeña de tan solo 10 años sin compasión alguna, ¡maldito miserable, no voy a perdonarte por eso!, – lo agarró firmemente de los pies, bajándolo de la cama a punta de tirones para luego arrastrarlo rápidamente por el suelo hacia el salón principal sin atender a los alarido de dolor del comandante -, ¡miren muchachos!, he encontrado a uno vivito. El pobre infeliz está muy enfermo, creo que necesita una operación de urgencia. Lamentablemente no hay un doctor, no hay anestesia, tampoco hay tiempo, así que se la haré yo mismo”.
Sacó el corvo, lo miró fijamente, haciendo que luciera ostentosamente el acero. Agarró fuertemente con una mano ambos testículos, acercó el filudo cuchillo y extirpó. El aullido del pobre infeliz fue desgarrador. Algunos de sus soldados no resistieron, prefirieron dar vuelta la cabeza.
- “¡Tu!, trae agua para despertar a este hijo de puta. Y ¡tú!, calienta al rojo la hoja de mi corvo y me lo traes”, – ordenó perentoriamente.
Ambos respondieron presurosos. Al rato volvieron. El coronel vació el agua del recipiente sobre la cara. El comandante Tulio respondió, abrió sus ojos algo aturdidos. En tono sarcástico, el coronel le hablo:
- “¡Ya hijo mío!, que has sufrido tanto, pronto estarás bien. Pero hay un problema, te he tenido que convertir en una dama, – río estruendosamente -, lamentablemente aún no he terminado, – le mostró la hoja enrojecida de aquel corvo -, tengo que suturar, ¿¡no es cierto muchachos que así llaman los doctores a cerrar la herida después de operar!?», – miró a sus hombres, aquellos a su vez observaban la escena con incredulidad e impotencia.
Acto seguido el coronel presiona la hoja contra la herida del infortunado. Nuevamente el alarido, como rugido de bestia, brotó como trueno desde el interior de su garganta hasta caer desvanecido nuevamente.
- “¡Traigan agua!, – gritó fuera de sí el coronel -, no quiero que este infeliz descanse ni un solo instante”.
Sus hombres no tardaron en despertar al pobre infeliz, que después de todo, aún vivía. El coronel furioso por su resistencia, hervía de ira descontrolada, se abalanzó nuevamente sobre él:
- “¡Maldito miserable!, ¡mataste a mi hija sin compasión!, – profundamente ofuscado.
Fuera de sí, acercó el cadáver de Mario y a punta de ráfagas de su arma le destapo el cráneo. Introdujo su mano para desgarrar un trozo de seso aún caliente para introducirlo luego en la boca de Tulio, mientras le gritaba:
- “¡Come maldito, la mierda de tu compañero!, – enloquecido, gritando lo mismo una y otra vez, intentaba introducirlos mientras Tulio lo escupía. Pero su repugnancia lo obligó a devolver el estómago ahogándose en su propio vómito.
Los soldados que observaban este macabro espectáculo tampoco resistieron. Algunos vomitaron de asco, otros salieron del recinto en busca de aire fresco, otro intentó poner freno a esta locura desenfrenada de su jefe. Pero fue tarde, no pudo evitar que el coronel vaciara su arma sobre la cabeza de Tulio hasta destrozar su cara. De un manotón impidió que el soldado lo cogiera. Miró en silencio, largamente el cuerpo. Cayo de rodillas llorando apesadumbrado, mientras balbuceaba algunas palabras entrecortadas:
- “¡Mamá ayúdame!, ¡mamá ayúdame!”.
En ese instante ingresó a la vivienda el teniente Juan Luis Egaña acompañado del cholo, quien no pudo contener el estómago al ver la dantesca escena. El teniente asombrado:
- “¡Dios mío!, ¿¡qué ha ocurrido aquí!?, ¡esto es una bestialidad!”.
Sin embargo, el sonido de ulular de sirenas aún distantes pero acercándose, lo sacó rápidamente del asombro inicial. La policía probablemente advertida por algún vecino que escuchó el tiroteo se acercaba rauda al lugar donde se encontraban:
- “¡Vamos rápido!. Tenemos que abandonar el lugar antes que la policía llegue, – instruyó a los soldados con decisión -, ¡tú!, quédate conmigo,- ordenó al cholo -, quiero que identifiques a las víctimas».
Aquel fue reconociendo uno a uno los cadáveres. Al final concluyó que había pruebas suficientes para que la policía pudiera esclarecer los hechos ocurridos. También alcanzó la certeza de que aquellos hombres eran los integrantes del comando terrorista que había actuado en el colegio.
Respiro aliviado. Pensó que pronto la investigación confirmaría su certeza. Mientras tanto, el cholo temblaba a su lado, a penas se sostenía sobre sus pies:
- “¡Usted, salga de aquí primero, yo lo sigo!”, – algo desconfiadamente, el cholo presuroso marchó hacía la salida mirando continuamente hacia atrás.
Antes que alcanzará la salida, el teniente sacó su revólver de servicio y disparó fríamente sobre la nuca del cholo. Su cuerpo continuó caminando por inercia paso y medio antes de desplomarse pesadamente. El teniente Egaña lo miro:
- “¡Lo siento!, esto es sin prisioneros”.
Se encaminó tranquilamente hacia la salida. Resuelto caminó por el largo sendero del antejardín, hasta alcanzar el portón de acceso. Al salir a la calle, un grito enérgico lo conminó a detenerse:
- “¡Alto ahí!, ¡no se mueva!, ¡manos en la nuca!”.
El teniente siguió las órdenes sin oponer resistencia. Se percató que el resto del comando estaba vuelto hacia el muro de acceso con ambas manos apoyadas sobre el, piernas separadas, sus armas en el suelo, mientras un carabinero revisaba sus cuerpos. El resto los apuntaban con sus armas. El teniente gritó a todo pulmón:
- “¡Exijo la presencia de un oficial!”
Un uniformado pareció escuchar, se acercó:
- “¡Que desea!, estoy a cargo de este operativo”.
- “¡Permítame identificare señor!”, – exclamó en tono militar.
Curioso, el mayor de Carabineros accedió:
- “¡Hágalo pero sin dejar su posición!”.
- “¡Señor!, mi credencial está dentro del bolsillo lateral derecho exterior de mi casaca”.
El Mayor con un gesto, ordenó al sargento que lo secundaba a que sacara el carné de la chaqueta del detenido. Una vez en sus manos lo leyó para sí mientras con la mirada confirmaba que aquel coincidía con él de la foto:
- “¿Teniente qué hace usted aquí?”, – preguntó sorprendido.
- “¡Lo siento señor!, estamos dispuesto a cooperar con la investigación pero por razones obvias, que estoy seguro que usted entiende, no puedo responder. Cualquier pregunta que usted o quienes investiguen este caso se deberá canalizar a través de los conductos regulares del Ejército”.
El policía algo indeciso se dirigió hacía un vehículo policial donde a través de su radio pidió instrucciones para proceder. Al rato dio orden de liberar al comando.
CAPÍTULO 60
El extraño calor frío que la envolvía terminó por despertarla, las pulsaciones de su corazón estaban aceleradas, el aire de la habitación le parecía insuficiente. Se sentó sobre la cama, trató de recordar el sueño que había provocado tal susto. Después de algunos instantes de intentarlo finalmente desistió. El sudor comenzó a enfriarse. Optó por levantarse a enfundarse el sweater de Héctor que dormía sobre el sofá contiguo a su cama, tenía sus pies destapados, roncaba ruidosamente:
- “¡Mejor lo tapo!, no es el momento para que se enferme”, – pensó, mientras un escalofrío la recorrió desde la cabeza a los pies terminando en un fuerte tiritón que sacudió su rostro.
Se desplazó descalza hacia el pequeño recibidor en busca de un cigarrillo. Lo encendió con cierto apremio para luego dar una larga aspiración. Abrió la ventana. Una gran bocanada de aire frío ingresó a la habitación. Ella apoyó sus codos sobre el alféizar mientras descargaba lentamente el humo de sus pulmones. Faltaban pocas horas para que comenzara a amanecer. Las mejillas de Ingrid se entumecieron rápidamente. Las tinieblas húmedas le abrumaba aún más el ánimo, que desde que se despertó estaba triste e inquieto:
- “¡Andrés!, ¡Cuánto te amo!, ¿Dónde estas?, deseo verte, refugiarme en tus brazos, como quiero acabar con esta pesadilla. Esto no me gusta. Esta pasando mucho tiempo y aún no sabemos qué va a pasar con nosotros. Héctor insiste en que no debo llamarte para no involucrarte, pero está pasando mucho tiempo y estoy comenzando a desconfiar hasta de él mismo, ¡le guste o no, a esta mierda, mañana te llamó!”, – concluyó decidida en un murmullo casi inaudible.
La puerta del pequeño departamento se abrió de pronto bruscamente, dos hombres ingresaron decididamente en su interior:
- “¡Que quieren!, ¡quienes son ustedes!, ¡Héctor despierta!”, – gritó Ingrid a todo pulmón.
- “¡Calma señorita!, somos funcionarios de Investigaciones traemos instrucciones del inspector Alfonso Valenzuela para llevarla a su oficina de inmediato”.
- “¡Héctor!, ¡Héctor!, – gritaba agitada, aumentado el volumen en cada ocasión cada vez más, hasta que él apareció semi vestido y desgreñado en el umbral de la puerta.
- “¿¡Que sucede Ingrid!?, – advirtiendo la presencia de los dos detectives, los miró algo sorprendido – , ¿Qué hacen aquí?, ¿Qué desean?”.
El detective repitió la explicación dada a Ingrid.
- “¡Ingrid vistámonos, no tenemos más alternativa!”, – ordenó Héctor.
- “¿Porque al subterráneo?, – preguntó Héctor – , la oficina del inspector no se encuentra en dicho lugar”.
- “No vamos a la oficina del inspector”, – respondió escuetamente el detective.
- “¿Donde vamos entonces?”,- insistió Héctor.
- “¡Ya lo sabrá!”.
Transcurrido algunos minutos, en compañía de los detectives se desplazaron rápidamente por los pasillos del edificio hasta alcanzar el ascensor. Uno de ellos, apretó el botón del subterráneo.
La angustia se apoderaba de ambos. El ascensor llegó a su destino, las puertas se abrieron. Muy iluminado con un intenso trajín en pleno desarrollo en aquel instante en dicho nivel. Se dieron cuenta de que aquel correspondía a un gran estacionamiento de vehículos policiales. Un par de ellos se encontraban preparados, motores en marcha esperándolos. Sumidos ambos, en la incertidumbre y el temor, Héctor comenzó a demorar sus movimientos con la vaga esperanza de ganar tiempo mientras pensaba en qué hacer. No pasó mucho tiempo para que los policías se dieran cuenta de esta actitud dilatoria:
- “¡No siga demorando!, ¡escuchaste bien!”, – advirtió uno de ellos.
De inmediato desenfundó su arma de servicio. Mientras el otro les colocaba esposas en sus respectivas muñecas. A empujones fueron ingresados al vehículo. Raudos pero sigilosos se desplazaron en caravana por las calles de la ciudad que recién despertaba. El policía que hacía de jefe, sentado de copiloto, se volteo para dirigirles la palabra:
- “¡Tomen! ¡cúbrase el rostro con esto!”, – les paso sendas capuchas con aberturas en los ojos.
- “¡Para qué!”, – exclamó desafiante Héctor.
- “¡Hágalo y no pregunte!, ¡ayúdelo usted!”, – respondió secamente.
Mientras ordenaba a los otros policías que custodiaban a sus respectivos presos que los ayudarán a colocarse las capuchas.
CAPÍTULO 61
Sus ojos enrojecidos por las lágrimas destacaban tras la capucha que cubría su cabeza. Su lento caminar e inestable equilibrio, la hacían trastabillar con frecuencia, o bien sus rodillas se flectaban con facilidad, obligando a Héctor a mantenerla firmemente asida de uno de sus brazos mientras recorrían aquel dantesco lugar.
Héctor miraba aquellos cuerpos, no había la menor duda de que habían sido sorprendidos, no tuvieron la menor oportunidad de defenderse. Incluso en al menos uno de ellos eran evidentes las huellas de la tortura.
Ingrid se detuvo frente a aquel cuerpo mutilado en su sexo. No tardó mucho tiempo en reconocer que aquellos restos corresponden al comandante Tulio. Su rostro se encontraba prácticamente destrozado. Sin embargo, de la nariz hacia arriba, sus ojos quedaron intactos, petrificados con una intensidad indescriptible, mezcla de odio y terror infinito. Las lágrimas desbordaron sus párpados. Su ánimo se hundía nuevamente en la cloaca inmunda, pestilente, que a pesar de su esfuerzo por salir volvía recurrentemente a atraparla como pantano de excrementos que parecía succionarla irremediablemente
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Se sentó sudada pero satisfecha, había logrado su objetivo. Con ello quedaba demostrada su capacidad de mando frente a todos aquellos que la cuestionaban por su condición de mujer. En la captura de aquel villorrio, sus bajas habían sido ínfimas. En menos de dos horas de combate con la reducida dotación policial había logrado el control del pueblo. Con gran orgullo recordó cuando ella misma ingresó a la oficina del alcalde. ¿Cómo aquel viejo oligarca corrupto suplicaba por su vida?, pero no tenía dudas al respecto, él tenía que pagar con su vida por los crímenes cometidos contra el pueblo. Sin compasión ordenó a sus hombres alinear a todos los sobrevivientes del régimen en la plaza pública, incluyendo a aquel viejo alcalde. Bastó una mirada suya para que aquellos abrieran fuego. Todo el poblado, hombres, mujeres, niños, ancianos fueron testigo de su liberación. Pero también todo aquel funcionario del régimen aún no detectado quedó notificado respecto de su suerte. No le bastó, a la usanza de los conquistadores españoles con los indígenas, ordenó decapitarlos y ensartar sus cabezas en la vara de un bambú. No pudo aguantar la carcajada, pensó que indudablemente con esta medida su misión sería mucho más fácil.
El calor, los mosquitos, el sudor, eran sin duda una mezcla insoportable. Al menos la obscuridad artificial de esa pieza colaboraba en tranquilizarla, el diario con el cual se abanicaba también ayudaba en el intento por ventilar su cuerpo. Sentada sobre una silla equilibrándose en sus dos patas traseras mientras estiraba sus piernas desnudas sólo cubiertas por un pequeño short sobre la mesa de su escritorio, su blusa desabrochada permitía que el aire de cada abanicada recorriera su piel desnuda enfriándose a intervalos, que sin embargo no lograban que aquella dejara de sudar. Su larga y abundante cabellera tomada mantenía su largo cuello refrescado.
El golpe fuerte de la puerta la sacó de su letargo:
- “¿¡Sí!?”.
- “¡Jefa!, ¡la buscan!”, – contestaron del otro lado.
- “¿Quien?”.
- “El hermano Javier. Dice ser el cura párroco del pueblo. Desea hablar con usted urgente”.
- “¡Que pase!”, – gritó con desgano.
El cura Javier vistiendo una sotana ajada, calzando ojotas, joven, moreno de ojos profundos de un negro brillante que parecían dos lámparas encendidas en la oscuridad de la habitación. Fue apareciendo lentamente frente a su vista a medida que se acercaba al escritorio donde estaba la comandante Marcela. Ella en silencio lo observó largamente, recorrió su cuerpo con ojos inicialmente sorprendidos que fueron tornándose lascivos.
- “¡Buenas tarde señorita!”, – saludo incomodado por la mirada de la mujer.
Ella observaba sin responder mientras pensaba:
- “¡Buen tipo!, desnudo debe ser excitante, ¿Qué hace éste vestido de cura?, – largo una ruidosa y burlesca carcajada -, disculpe señor cura, la verdad es que lo veo a usted con esa sotana tapado hasta el cuello y yo casi desnuda cuando debería ser al revés, ¿no le parece?”.
- “Yo señorita vengo como intermediario de la gente de este pueblo”, – reveló sus intenciones sin hacer mención siquiera a los comentarios de la comandante Marcela.
- “¡Así!, ¿y que desean?”.
- “Usted ya ha hecho suficiente. Esta gente es humilde, sencilla, laboriosa, vive de lo que cultiva, de los animales que cría y de lo que provee la selva. Están todos aterrados, lo que usted ha hecho no tiene casi perdón de Dios. Pero de todas maneras le pido al Señor por la salvación de su alma. No sólo ha asesinado a las autoridades del pueblo, sino también sus hombres han saqueado sus casas y raptados a sus hijas. Esto señorita, por amor de Dios debe terminar”, – suplicó el cura Javier.
La comandante Marcela lo veía gesticular pero no procesaba lo que decía, su mente estaba en otra:
- “Hace tiempo que tengo deseos, la masturbación es una mierda, al final, solo me deja un sabor amargo. ¡Este tipo no esta nada de mal!, ¡debe tener un pico sensacional!, – no pudo evitar acariciar suavemente sus labios con la punta de su lengua – , ¡está bien, deje de hablar tanto!, ¿dígame que desea?”, – exigió la comandante Marcela.
- “Quiero que usted y sus hombres se marchen y devuelvan a las jóvenes raptadas”, – respondió con claridad y firmeza el cura.
- “¡Bueno, lo voy a pensar, ahora salga de aquí!”, – ordenó con desagrado.
El sacerdote la miró con sus profundos ojos oscuros sin ocultar la inmensa ira que sentía contra aquella mujer. Pero mordiéndose la lengua hasta hacerla sangrar se contuvo para finalmente retirarse sin decir palabra.
La comandante Marcela encendió un cigarrillo mientras caminaba inquieta:
- “¡No soporto más!, – gritó desesperada -, ¡esta mierda de calor me tiene harta!, ¡estoy caliente!, ¡necesito un hombre!. Que diablos hago sufriendo si basta una orden para que me traigan a todos los que necesite. ¡José!, ¡José!”, – gritó iracunda.
El hombre apareció asustado:
- “¿Sí?. Desea algo compañera Marcela”.
- “¡Si!, quiero que me traigas al cura por las buenas o por las malas, ¡oíste bien!”.
- “¡Entendido, voy de inmediato!”.
- “Cuando lo tengas, llévalo a la poza. Ahí lo estaré esperando”, – ordenó a gritos al subordinado.
Espléndida noche aquella, luna llena que reflejaba su luz sobre el agua de aquella laguna. Pero el calor húmedo seguía siendo implacable a pesar que era algo menor que durante el día. Marcela contemplaba las aguas, pensativa pero agitada, fumaba su cigarrillo con avidez, su cuerpo continuaba sudando copiosamente. De pronto un revuelo de aves así como el ruido del follaje la puso en alerta. Espero impaciente, los ruidos se hicieron cada vez más cercanos, clavó su vista en el punto por donde aparecerían.
Javier sintió el azote fuerte sobre su rostro que le propinó una rama. No se sentía bien, la cabeza le daba vueltas, le dolían los brazos cuyos captores sujetaban fuertemente mientras prácticamente lo arrastraban sin compasión.
Ambos hombres de pronto se detuvieron. Él pudo apoyarse sobre ambas piernas, liberaron sus brazos y desataron la soga de sus pies. Se percató que a algunos metros lo contemplaba la comandante Marcela. Javier se ruboriza al constatar que aquella mujer estaba casi desnuda, tan solo un roído calzón cubría su sexo:
- “¡No les dije que intentarán primero traerlo por las buenas!”, – exclamó la mujer.
- “¡Se nos resistió compañera Marcela!”, – respondió uno de ellos mirando con complicidad al otro.
- “¡No importa!, se que mienten, el cura no se hubiese resistido, ¿no es verdad?”, – le preguntó con ironía.
El cura Javier no contestó, sus ojos miraban a aquella mujer. No podía dejar de hacerlo, intentó vanamente en pensar en otra cosa, trato de rezar pero no logró concentrarse. Sin duda era el mismo demonio personificado en esa mujer lujuriosa que trataba de seducirlo. Sus deseos de hombre lo consumían, no podía evitarlo, carecía casi de voluntad. Se percató que aquella comenzaba a acercarse, se detuvo cerca, sus ojos escudriñaban su cuerpo con tal intensidad que sentía que lo quemaba en cada centímetro que recorría. Se detuvo en su sexo que lo delataba, lo miro deleitándose desenfadadamente. Javier intentó marcharse pero sus hombres lo redujeron. Terminado el forcejeo, pudo darse cuenta que aquella mujer era una hembra salvaje, hambrienta, cuyos ojos se clavaron sobre los de él, sin desviarlos, posó sus manos húmedas algo temblorosas sobre los vellos de su pecho. Ejerciendo una poderosa atracción casi hipnótica, el cura permanecía quieto atrapado en su inmovilidad, acarició su torso. Se separo algunos pasos, comenzó a bajar lentamente su calzón, hasta que la gravedad terminó su trabajo. Desnuda dio media vuelta y caminó lentamente hacia la laguna. Se lanzó a sus aguas, nado algunos metros, luego regresó. Salió, estrujó su pelo, para luego esparcirlo en su espalda con pequeños movimientos de cabeza. Sin dejar de mirarlo intensamente a los ojos, se fue nuevamente acercando al cura Javier hasta detenerse a algunos centímetros. Con un certero movimiento extrajo del cinto de uno de sus custodios un cuchillo. Con habilidad cortó el lazo que amarraba por la cintura la sotana, luego la rasgó a partir de la apertura del pecho. Así continuó, hasta dejarlo desnudo. Acercó su rostro hasta que Javier pudo percibir su cálido aliento alterado por una respiración agitada. Javier observó sus labios jugosos pero a la vez sedientos, hasta que sintió aquel beso ardiente como braza.
Intentó rechazarlo pero el fuego de aquellos labios lo perdieron. Sintió que las manos de ella acariciaban su sexo que no terminaba de crecer. Los pechos de ambos parecían estar a punto de reventar. Sus miradas continuaban atrapándose mutuamente:
- “¡Fuera de aquí, ahora, de inmediato!”, – ordenó enérgica a sus hombres.
- “¡Pero compañera….!, – intentaron oponerse.
- “¡Fuera!, ¡fuera!, – insistió desesperada.
Ambos individuos se marcharon en contra de su voluntad. Ella continuó mirando a Javier. Él había perdido ya toda razón. Así que su desesperación no pudo ser más intensa al ver que ella se marchaba e intentaba vestirse nuevamente. Se abalanzó sobre ella, la cogió con toda la fuerza reprimida por muchos años y no dejo de fornicarla hasta que descargó en su interior un potente chorro de ardiente semen. Acabaron ambos en un grito de dolor placentero que brotaba de las mismas entrañas.
El sonido, tan solo un susurro lejano al principio, comenzó a salir entrecortado de los labios de Ingrid, se fue afirmando, aumentando su volumen como quien recién se entera de su gran dolor. Héctor la envolvió entre sus brazos, acercó su oído a su boca para escuchar y tratar de entender lo que le pasaba. Comenzó a oír un lento y casi inaudible relató:
- “Un ruido estruendoso nos despertó, el suelo se estremeció, polvo, humo, un penetrante olor lo envolvió todo. Nos miramos perplejos y desconcertados, ambos estábamos desnudos, no entendíamos nada. El ronroneo de dos viejos aviones de combate que se acercaban respondió nuestras dudas. De pronto, se repitieron los estruendos que lo remecían todo. Nuevamente polvo, humo, llamaradas de fuego pero esta vez también percibimos los gritos de la gente que huía junto a otros bestiales alaridos de aquellos que eran abatidos, o por desgracia, quedaban gravemente heridos, desangrándose lentamente hasta expirar. El cura Javier al darse cuenta de lo que estaba sucediendo se levantó, se puso su vieja sotana y emprendió una desesperada carrera hacia el pueblo. Los ataques de los aviones se sucedían uno tras otro. Intente evitarlo, pero no pude, su fuerza era incontrolable. Me parapete en unos riscos para evitar ser alcanzada por las esquirlas. Lo vi desaparecer entre la abundante vegetación. Cuando todo aquel infierno terminó, me dirigí al pueblo. Al avanzar, me fui dando cuenta a través de los vestigios que encontraba, que el pueblo había sido arrasado: casas humeantes, animales, hombres, mujeres, ancianos, niños sin discriminación yacían inertes desarticulados, algunos desmembrados. Junto con el humo, se sentía el olor a la carne quemada mezclada con sangre fresca que irritan las fosas nasales. En ese instante pensé que mis compañeros estarían refugiados en algún lugar en las afueras. Considere difícil que a ellos les hubiese ocurrido algo. Estaban preparados para resistir este tipo de ataque. De todas formas, no tenía sentido seguir aquí. Había que emprender la marcha, pronto el hedor de la descomposición lo iba a invadir todo. Se llenaría de animales depredadores y carroñeros, sería un festín para ellos. Sin embargo, me intrigaba el destino del cura. Así que me dirigí a la iglesia. Desde lejos pude divisarlo, se encontraba hincado. Su cabeza caía sobre su pecho, la iglesia ardía en llamas por sus cuatro costados. Me acerque sigilosamente. Por primera vez en mi vida sentí compasión por alguien, puse mi mano sobre su hombro.
- “¡Murieron todos!, – me informó con ira retenida -, los que no fueron alcanzados corrieron hacia la iglesia pensando que no sería bombardeada. Pero estos malditos ni siquiera respetaron la casa de Dios: ¡malditos!, ¡miserables!”.
Enfurecido arrebato mi ametralladora de mis manos. Se paró y comenzó a disparar al cielo hasta vaciar el cargador. Yo en aquel instante respire profundo, satisfecha al constatar que a partir de entonces un nuevo combatiente se unía a nuestra lucha.
De pronto, Ingrid se desplomó sobre sus rodillas, abrazó el cadáver de aquel hombre y lloro desconsoladamente:
- “¡Perdóname Javier!, no imagine nunca que lo nuestro pudiera terminar así, tan miserablemente. Todo ha sido en vano, nuestros ideales terminaron siendo vulgares delitos, manejados desde las sombras por mafias inescrupulosas y poderes corruptos. ¿Qué pasó?, ¿en qué momento perdimos?, me siento tan culpable. De hombre bueno e ingenuo, lleno de voluntad para servir al bien, has terminado con ese odio infinito marcado a fuego en los ojos de tu cadáver”.
Héctor se arrodilló al lado de ella, la atrajo hacía sí para contenerla entre sus brazos mientras con una mano acariciaba su incipiente cabellera. Ingrid lloraba inconsolablemente con tristeza terminal, profunda como aquella que mata en vida:
- “Tu y él perdieron a partir del momento en que reemplazaron el amor por la guerra para conseguir sus objetivos”, – intentó con estas palabras darle una respuesta a su sufrimiento moral.
CAPÍTULO 62
Sentado en la terraza de su departamento contemplaba las abundantes luces titilantes pero quietas que contrastaba con otras escasas que se desplazaban por las calles de la ciudad. Mientras el cielo en principio oscuro pero estrellado, tendía a tornarse progresivamente azul pasando a través de todos los colores del arco iris, mientras que simultáneamente y en la misma proporción los astros parecían apagarse. Señales inequívocas de que el amanecer había comenzado. Para Andrés, otra noche más, mal comido y mal dormido. No sabía nada de Ingrid, tampoco de Héctor. La ciudad se los había tragado sin dejar rastro:
- “¡¿Donde se han metido!?. A lo mejor ya ni siquiera están en Santiago, tal vez ni siquiera en el País. Ya no sé qué pensar, también cabe la posibilidad que ni siquiera estén vivos, – elucubraba en voz alta -, ¡maldito Héctor!, ¡llámame de una vez mierda!”.
Su angustia le impedía dormir, salvo uno que otro cabeceo. Hambre no tenía, lo mantenía a raya ingiriendo café y fumando cigarrillos. A medida que pasaba el tiempo, no podía descartar lo peor. A partir de entonces pensaba en ¿Qué sería de su vida?, nunca había vivido tan intensamente en tan corto lapso de tiempo. La que había llevado hasta hace algunos meses atrás se había desmoronado como un castillo de arena arrasado por la ola del mar, amarga, brava e incontrolable. En esa vorágine de acontecimientos que lo envolvieron había conocido el intenso dolor que produce la muerte de alguien querido, también la intensa pasión de un amor que cayó del cielo, la amistad sincera, leal, comprometida, que finalmente le hicieron reconocer sus prioridades valóricas trastocadas. Recordó la impúdica belleza de Ingrid por la cual había perdido el control de sí mismo hasta hacerlo caer en la infidelidad más infame. Extrañamente todo aquello, no dejó en él huellas de arrepentimiento. Al contrario nunca imaginó que una mujer como ella pudiera darse de tal manera como si sus necesidades de afecto fueran infinitas:
- “¡Tan distinta era Mirasol!, – exclamó-, tanto tiempo que vivimos juntos pero jamás la conocí. Cada vez que le hice el amor parecía ajena. Soportando lo que así debía ser. Nunca la sentí realmente mía, nunca se entregó, ¿Qué pasó?, ¡no lo sé!. Por un tiempo, pensé que no me amaba, pero tampoco nunca amó a otro. Ahora ya no hay nada que hacer, se fue sin responderme, se llevó el secreto a la tumba. Debería estar tranquilo, se supone que Héctor cuidará de Ingrid. Pero este imbécil se las da de Quijote. Estamos donde estamos, gracias a él, ¿realmente le importará algo que Ingrid, él y yo somos ante todo personas?, o ¿por delante de todo, – nosotros e incluso de él mismo – , ésta su vocación de policía que lo puede llevar más allá de lo prudente?. A veces me saca de quicio, deseo darle de puñetes por idiota, no sé si nos está ayudando o nos está hundiendo. ¡Yo no se que hago metido en todo esto!. He perdido esposa, trabajo, patrimonio, pero no me duele, no tengo interés en recuperar nada de aquello. ¿¡Que pasa conmigo!?. Estoy un poco viejo para comenzar nuevamente. ¿Qué quiero hacer, por la mierda, con mi vida?”, – grito angustiado.
Mientras Andrés especulaba existencialmente, el teléfono lo volvió de bruces a la realidad:
- “¡Aló!, ¿sí?, ¿quién?”, – contestó apresuradamente.
- “¡Andrés escucha!”, – una voz urgida respondió al otro lado.
- “¡Héctor!, ¡mierda!, ¿Dónde estás?, ¿Por qué no me habías llamado?” – lo increpó.
- “¡Cállate y escucha!, no tengo mucho tiempo”, – ordenó Héctor.
- “¡Pero!, ¿Dónde estás?, ¿Cómo está Ingrid?”, – insistió.
- “¡Cállate te dije!, ella ésta bien yo también. Andrés, hemos sido traicionados por la policía. Pensé que llegando a un acuerdo con el inspector Alfonso Valenzuela podría poner a salvo a Ingrid, entregándola a Investigaciones previo acuerdo. Pero hoy él mismo me ha comunicado que por decisión superior, ella ha sido oficialmente arrestada a petición del gobierno peruano. Por lo cual el gobierno chileno ha extendido rápidamente un decreto de expulsión del territorio nacional”.
- “¡Pero eso no puede ser!, ¡no pueden expulsarla si es chilena!”, – gritaba iracundo Andrés.
- “¡Así me parece a mí!, pero no hay caso la medida es irreversible”, – acotó Héctor entregado.
- “¿¡Cuándo!?, ¿¡a qué hora!?”.
- “¡De inmediato!. Están preparando el traslado al aeropuerto. No tengo mucho tiempo más, así que déjame continuar. En el estacionamiento se está preparando un convoy de vehículos. Nos embarcaran en el avión de itinerario de Aeroperú, que en este momento está siendo demorado en su partida a la espera que lo abordemos”.
- “¡Héctor, por favor, hay que impedirlo, fuera del país la perdemos para siempre!, – exclamó desesperado Andrés.
- “Así lo creo también. Pero no encuentro alternativas para evitarlo. Sin embargo, como último recurso, el inspector ha accedido que yo también aborde dicho avión pero sólo hasta Arica. Allí seré desembarcado a la fuerza si es necesario. No puedo seguir hablando, ya ingresan a Ingrid al vehículo, te cortó, volveré a llamarte apenas pueda”.
Al sentir el sonido característico de corte de la llamada. Andrés lanzó lejos al aparato con indisimulada rabia. Corrió en busca de las llaves del automóvil de Mirasol. Bajo de a dos los peldaños de la escala de servicio, desde el octavo piso hasta el subterráneo donde estaba el estacionamiento. Abordó el automóvil, raudo se dirigió al aeropuerto. Afortunadamente para él, a aquellas horas de la madrugada prácticamente no había tráfico. Así que se facilitó su desplazamiento a más de 150 km/hr sin respetar ningún semáforo o señalización de tránsito.
CAPÍTULO 63
Comenzaba a amanecer, la claridad aumentaba rápidamente, el intenso frío mantenía a los pasajeros en tránsito en el interior del moderno edificio climatizado. Afuera mientras tanto, se desarrollaba un intenso movimiento de vehículos de todo tipo, que iban y venían, desde los hangares, otros arrastraban algún avión hacia puntos prefijados.
Las puertas automáticas se abrieron abruptamente. Un hombre agitado irrumpió corriendo a todo dar, atropellando a cuanta persona se le cruzara, tropezando con equipajes, logrando esquivar mobiliario a duras penas. Nada lo detenía en su loca carrera. Subió de a dos los peldaños de la escala que lo llevaba hasta la terraza de observación del aeropuerto.
Andrés se aferró al pasamano de la baranda mientras recuperaba el aliento después de haber sometido a su poco preparado cuerpo a una carrera desesperada. Su frente sudaba copiosamente, jadeaba como si el aire se le estuviera acabando, de sus ojos brotaban lágrimas que surcaban su rostro, su nariz moquea, su boca seca y áspera casi rota por el frío. Por instantes parecía haber olvidado el motivo de su presencia en aquel lugar. Apenas comenzó a recuperarse enderezó su cabeza y sus ojos con avidez devoraron las pistas del aeropuerto en busca de la aeronave de “Aeroperú”. Se desplazó por la extensa terraza buscando mejores posiciones para identificar los aviones dispuestos en cada una de las mangas. Ninguno correspondía a la línea aérea que buscaba:
- “¿Qué pasó?, ¡no ésta!”.
Volteó para mirar con preocupación los hangares, mientras escudriñaba, vio ingresar a través de ellos una hilera de automóviles que sin detenerse en ningún instante, comenzaron a correr por la pista en dirección al cabezal norte del aeropuerto. La caravana se desplazaba a gran velocidad, en silencio, con sus luces apagadas, encabezada por uno con sus balizas de emergencia activada:
- “¡Mierda ahí van!, ¡malditos!”.
Aguzó su vista tratando de penetrar la penumbra hasta lograr divisar los contornos junto con las luces de posición de la aeronave. Aquella se encontraba lista para despegar. Al darse cuenta que ya nada podía hacer para evitarlo, apretó con fuerza el pasamano, brotaron lágrimas de impotencia desde sus ojos. Observó resignadamente el retorno de la comitiva, saliendo de la losa del aeropuerto por el mismo lugar usado para ingresar. El avión encendió luces principales, también comenzó a oír el intenso ruido que ocasiona el aceleramiento de sus turbinas. Poco después pasó frente a él a gran velocidad. Siguió el despegue con la mirada, observando cómo alzaba el vuelo desde la pista, remontando la altura con pesada elegancia. Una intensa apatía lo abrumó:
- “¡Amor no te vayas!”, – exclamó para sí como un ruego que sabía era imposible de cumplir.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, haciendo borrosa la imagen del avión que se perdía en el horizonte. De pronto una fuerte luminosidad lo encegueció. Cerró los párpados instintivamente, instantes después sus oídos se estremecieron con un fuerte impacto acústico. Algunos vidrios del aeropuerto estallaron en mil pedazos. Apresurado abrió sus ojos, su cuerpo se dispuso en tensa alerta. En el horizonte divisó una estela de humo y fuego que se dispersaba en miles de pequeños fragmentos incandescentes que caían en distintas direcciones. Sobrevino un absoluto silencio. En el lugar del suceso, nada, sólo el aire, el cielo al fondo, algunas estrellas que aún brillaban. El mundo pareció detenerse por largos segundos hasta que el llanto, los gritos de desesperación de la gente que se hallaba en aquella terraza surgieron al unísono junto con el sonido de sirenas, ulular de balizas de emergencia, movilización de vehículos de emergencia y de seguridad del aeropuerto, convirtiendo abruptamente aquel silencio en una dramática y ruidosa carrera a ningún lado.
Andrés se mantuvo paralizado en el mismo lugar. Escuchaba el bullicio, percibía la desesperación de las personas que lo rodeaban en forma lejana, como si él fuera un espectador. No alcanzaba a comprender lo que estaba sucediendo. Sentía un gran dolor en el pecho. El aire parecía escasear, una sudación fría humedece su cuerpo por completo. Sintió náuseas, que finalmente lo hicieron vomitar. Un fuerte dolor de estómago lo afectó de súbito, temía moverse pero necesitaba hacerlo pues requería un baño con urgencia. Comenzó a desplazarse con lentitud. Cada paso que daba le significaba un gran esfuerzo. Otro fuerte dolor en el pecho lo volvió a paralizar. Esta vez no fue capaz de sostener su esfínter. Descargó su estómago pero no sobrevino el alivio. Sus brazos se agarrotaron, sus piernas no fueron capaces de sostenerlo. El mundo se dio vuelta, su cuerpo cayó pesadamente, su cara quedó mirando el cielo. Sintió como la luz solar, de aquella mañana que comenzaba, le daba un agradable calor. Tenía miedo de moverse pues podía sobrevenir de nuevo ese intenso dolor. Vio cómo la gente se agolpaba sobre él. Los escucho cuchichear sin poder entender. Un intenso cansancio le sobrevino, le costaba mantener sus párpados abiertos pero finalmente fue vencido.
CAPÍTULO 64
A duras penas había logrado conciliar el sueño por un par de horas. Así que al sentirse desvelado, el Ministro se vistió. Con un beso en la mejilla se despidió de su esposa que dormía profundamente. Salió de su domicilio, subió al vehículo que lo esperaba e instruyó a su chofer:
- “¡Buenos días!, disculpe que lo haya despertado tan temprano, pero usted sabe, esto es así”.
- “Descuide señor Ministro, no es problema, es mi deber”.
- “¡Bien!, entonces, llévame a la oficina. Pero por el camino paramos en algún quiosco abierto para comprar la prensa de hoy”.
Pocos minutos después leía con regocijo los titulares: “Aniquilada Célula Terrorista”, en plena portada encabezaba el periódico más importante del país “El Mercurio” de Santiago. En su página editorial se alababa la acción rápida que había permitido al gobierno desarticular efectivamente a esta peligrosa banda culpable de cometer el más atroz atentado criminal que conozca la historia del país. La editorial del principal matutino continuaba:
“Esto, sin duda alguna, se lo debemos al Ministro del Interior, que con voluntad y coraje, supo sobreponerse a las presiones de todos lados, sin perder el objetivo de dar con prontitud con los criminales y asestar un golpe definitivo. Quizás pequemos de preciosistas, pero de ningún modo queremos con ello desmerecer, sino más bien subrayar la necesidad de haber conseguido al menos un sobreviviente que permitiera avanzar con prontitud en la captura de aquellos cerebros que hoy se esconden en las tinieblas. El Ministro sin lugar a dudas se lleva el aplauso de gran parte del país, del gobierno, por supuesto, también de las FFAA. Su acción decididamente ejecutiva ha logrado desbaratar un siniestro plan para crear una grave inestabilidad en nuestro sistema institucional de insospechadas consecuencias.
Tarea fundamental de los próximos días será pacificar las revueltas en la periferia de la ciudad y descubrir a los asesinos del Senador Gutiérrez. Esto último, resulta particularmente importante para evitar que en el futuro, por un lado, su cuestionada figura, sea convertida en el icono de lucha de la extrema izquierda violentista, y por otro, lave la imagen con la que se ha quedado la opinión pública sobre la FFAA, acusadas injustamente de tomar venganza por su propia mano”.
El Ministro cerró el diario satisfecho. Respiró largo y profundo, su ego ya no cabía en su vehículo, no quiso seguir revisando los otros periódicos. De lo que leyó, solo le incomodo aquella alusión a la falta de sobrevivientes:
- “Afortunadamente, – pensó – , está Ingrid Schneider, vivita y coleando, y está presa, ¡ja!, – sonrió maliciosamente -, realmente todo calza perfectamente. Hugo Correa es un genio, ha hecho una jugada maestra. La señorita Schneider debe a esta hora estar tomando el avión rumbo a Lima. Así me la sacó de encima para que sea juzgada en otro país y no me revuelva la hoya de sabandijas aquí”.
Sonó el teléfono de su automóvil, cuando se encontraba a pocos minutos de arribar al palacio de La Moneda:
- “¡Aló!, ¡sí!, ¿con quién?, ¡cómo está señor director!, ¿todo ha resultado bien?”, – contestó confiado el Ministro.
Una voz nerviosa respondió al otro lado:
- “Señor Ministro hace exactamente una hora atrás el avión de Aeroperú que despegó del aeropuerto Arturo Merino Benítez explotó en el aire. No hay sobrevivientes”.
El Ministro sin comprender, comentó:
- “Esto es muy doloroso hay que dar todo el auxilio necesario a los familiares de las víctimas. Haga saber desde ya nuestras más profundas condolencias en nombre del Presidente, del mío propio y de todo el gabinete”.
- “¡Señor Ministro!, – interrumpió el director -, parece que usted no ha comprendido del todo. En aquel avión había sido embarcada rumbo a Lima la señorita Schneider. Creemos que esto no fue un accidente, sino un atentado”.
- “¡Estúpidos!, no saben hacer nada bien. ¿Cómo diablos se enteraron que iba a abordar dicho avión?, ¿Por qué el avión no fue revisado antes de despegar?. Señor Director usted sabe muy bien qué significa esto. Lo que es yo, no me voy a ver inmiscuido. Por lo tanto, espero su renuncia sobre mi escritorio de inmediato, ¡escuchó bien!, – gritó descontrolado -, ¡de inmediato!”, – insistió nuevamente antes de colgar su aparato telefónico.
Su semblante se descompuso rápidamente. Transpiraba copiosamente, justo en dicho instante llegó junto al pórtico de ingreso principal a la sede de gobierno. Una lluvia de periodista se abalanzó sobre las puertas del automóvil.
El Ministro al darse cuenta ordenó:
- “¡Felipe!, ingrese por el subterráneo de inmediato”.
La expectación periodística se hizo cada vez más intensa. Se sucedían las interrupciones a la programación radial para dar cuenta de los sucesos. La televisión transmitía en directo desde los frentes noticiosos. Por la mañana, el interés periodístico se centró en el aún accidente aeronáutico. Se especulaba sobre sus posibles causas, sus consecuencias, las infaltables notas sensacionalistas explotando la morbosidad típica en estos accidentes, traficando con el dolor de los familiares de las víctimas. La presión de la prensa por investigar se hacía más insistente minuto a minuto. Al atardecer un diario de la tarde, impacta a la opinión pública con su titular destacado con grandes letras rojas:
“¿Bomba hizo estallar al avión?”.
En sus páginas interiores el diario exigía explicaciones al gobierno. Solicitaba que se aclararan las versiones de testigos que indicaban que el despegue del avión habría sido demorado sin explicación alguna en el cabezal norte de la pista de despegue. Otras versiones señalaban, que el avión había sido detenido a la espera del abordaje de algunas personas que eran trasladadas por una comitiva de vehículos que furtivamente ingresó a la losa. Por otro lado, se entrevistaba a técnicos aeronáuticos de la empresa afectada que no encontraban una razón técnica que explicara el desastre. Frente al silencio del gobierno, los medios de comunicación se llenaron de rumores, trascendidos y especulaciones.
Al día siguiente, otro matutino importante titulaba:
“¡Terrorista Ingrid Schneider en avión siniestrado!”.
Más abajo comentaba:
“Con ella desaparece el único eslabón sobreviviente que podía haber aportado nuevos antecedentes sobre los cabecillas del masivo asesinato del colegio María Inmaculada”.
Los periodistas como enjambre se agolpaban junto a las puertas de salida del palacio de gobierno, organizando vigilias a la caza del Ministro del Interior en busca de la versión oficial del gobierno.
CAPÍTULO 65
El Ministro estaba inquieto, la presión periodística lejos de aflojar se había intensificado, estimulada por rumores, trascendidos de fuentes inoficiosas y comidillos generales de pasillos que inundaban el escenario político nacional creando desconfianza en todos los actores. La sospecha de que el gobierno ocultaba algo gordo se hacía cada vez más certera ante la opinión pública nacional. La credibilidad de aquel comenzaba a dañarse seriamente. El sonido del teléfono lo sobresaltó, el Ministro titubeó, por algún momento pensó en no contestar. Estaba cansado, la tensión lo mantenía algo alterado, sobre todo después de haber asistido a los funerales de las víctimas de la tragedia aérea ocurrida hace tan solo unos días atrás. Sin embargo se percató que no era el teléfono, sino el intercomunicador directo que tenía con el despacho del Presidente. Ante tal circunstancia, levantó el aparato prontamente:
- “¡Aló!, ¡buenas noches señor Presidente!”.
- “¡Buenas noches don Eduardo!”, – respondió el Presidente.
- “¿En qué puedo servirlo señor Presidente?”.
- “Señor Ministro usted sabe que la actual situación política se hace insostenible. La presión de la oposición, los medios y la propia opinión pública hace imposible seguir manteniendo oculta la expulsión de la señorita Ingrid Schneider y su posterior fallecimiento en el reciente accidente aéreo. Después de pensarlo mucho, he decidido que usted enfrente a la prensa para aclarar todo lo ocurrido”.
- “Pero señor Presidente, esto significa la pérdida de todo el capital político ganado con la eliminación rápida y eficiente de la banda terrorista que atentó contra el colegio. Con esto se esfuma. La expulsión de la señorita Schneider fue un acto administrativo de dudosa legalidad. ¡La prensa y la oposición nos van a comer vivos!, dirán que el terrorismo ha sido reprimido con terrorismo de estado. Aún más, se nos acusará de exponer a personas inocentes en esta guerra sucia”.
- “Me temo que así será señor Ministro. Pero por sobre eso están los intereses superiores del País, del Estado y del Gobierno que presido y de su estabilidad”.
- “¿Cómo podremos evitar este costo señor Presidente?”.
- “De la única forma que queda Eduardo. Has sido un fiel servidor público pero temo que en este caso tendrás que asumir tu responsabilidad política por lo sucedido. Debo pedirte tu renuncia, pero antes debes enfrentar a la prensa”.
El Ministro palideció, su garganta se secó abruptamente. Por algunos instantes fue incapaz de emitir sonido alguno. Acercó una silla para sentarse, sacó un pañuelo para secar el sudor de su frente que le aguijoneaba la piel desde adentro hacia afuera.
Carraspeó un par de veces, hasta volver a recuperar la compostura para responder:
- “¡Usted señor Presidente me está culpando de lo ocurrido!”.
- “Eduardo en lo personal no tengo más que agradecimientos hacia tu labor. Cuando haya pasado todo esto buscaré la forma de retribuir. Pero es una decisión tomada. Tienes que dejar el Ministerio”.
- “¡Señor Presidente antes debo pensarlo!”.
- “¡Está bien!, – respondió algo molesto el Presidente -, piénsalo, pero no hay mucho tiempo. No me obligues a destituirte deshonrosamente, no lo mereces”, – colgó el teléfono sin esperar una contra respuesta del Ministro.
El Ministro quedó pensativo:
- “Necesito hablar con alguien, necesito un consejo, ¡diablos!, ¿a quién podré recurrir?, – no tardó en encontrarlo -, ¡por supuesto!, ¡Hugo Correa!, ¡él es la persona indicada!”, – disco el número con rapidez.
- “¡Aló!, residencia del señor Hugo Correa Llona”, – contestaron al otro lado de la línea telefónica.
- “¡Aló!, ¿Don Hugo se encontrará?”, – preguntó el Ministro.
- “¡Si señor!, ¿de parte de quien?”.
- “Del Ministro del Interior. ¿Podría hablar con él?”.
- “Disculpe señor no le reconocí la voz. Lo llamó de inmediato”.
Algunos segundos después:
- “¡Aló Eduardo!, ¿Cómo estás?, hace tiempo que quería contactarme contigo para poder comentar los acontecimientos recientes, pero por falta de tiempo no lo había podido hacer. Que bien que me llames, ¡realmente todo ha salido perfecto!, ¿no lo crees así también?”.
- “¡No tanto!”, – respondió decaído el Ministro.
- “¡Vamos hombre!, ese tono de voz no va de acuerdo a los acontecimientos”.
- “¡Hugo!, el Presidente me ha pedido la renuncia, desea hacerme responsable políticamente de lo sucedido”.
- “¡Magnífico!. Todo está saliendo perfectamente”, – respondió optimista Hugo Correa.
Irritado el Ministro contestó:
- “¡No creo que sea una situación risueña!, además ha tenido la desfachatez de solicitar que antes de presentarle la renuncia enfrente a la prensa y diga todo lo ocurrido”.
- “Eduardo, no te enojes, has todo lo que él dice, tenemos en nuestras manos una gran oportunidad, debemos capitalizarla en tu beneficio. Mira vente a mi casa. Te espero a cenar, aquí discutiremos mi plan. ¿Te parece?”.
- “¡Esta bien!, me parece una buena idea. Allí estaré alrededor de las 22 horas.”
Ambos hombres se despidieron cordialmente.
CAPÍTULO 66
El inspector caminaba lentamente, sin apuro, con paso agobiado, cansado entre una muchedumbre que atiborran los pasillos. Con dificultad trataba de identificar donde se encontraba:
- “¡Vaya lugar!, con razón los sanos solo desean huir mientras los enfermos salen dentro de un cajón”.
Pensaba para sí, mientras se dirigía a la pieza donde lo había enviado el recepcionista de aquel hospital público. Ubicado el pasillo, comenzó a leer los números pintados en las puertas:
- “¡Este es el pasillo!, ¡exacto!, allí está el número 407, por fin lo encontré me ha costado bastante”.
Golpeó decididamente. Tras unos minutos, la puerta se entreabrió. Una enfermera malas pulgas le habló:
- “¡Si!, ¿Qué desea?”.
- “Busco a Andrés Risopatrón Cruzat”, – contestó el inspector.
- “¡Sí!, aquí está. Pero esta es una unidad de cuidados intensivos, no se aceptan visitas. Si gusta puede dejar el recado”.
El policía al oír la fría respuesta de la enfermera, sacó de su bolsillo la placa que lo identifica como inspector de la policía de Investigaciones de Chile. Se la mostró colocándosela a la altura de los ojos para que pudiera leerla correctamente, mientras le hablaba:
- “Necesito verlo y hablar con él. Tendré todo el cuidado necesario pero debo hacerlo de inmediato”, – insistió imperativo el inspector.
- “Le permitiré hacerlo solo por su calidad de policía, pero no está en condiciones de hablar, – quita la cadena y abre la puerta -, ¡pase!”.
Siguió a la enfermera hasta una sala donde le pidió que se cambiara la ropa por otra que ella le pasó en el instante. Además, un par de cubre calzado, un gorro, guantes, y una mascarilla, que el inspector vistió algo incómodo. Concluida esta actividad, ambos se encaminaron hacia una gran sala llena de equipos médicos y espacios divididos por biombos:
- “Tras aquel biombo se encuentra el paciente que usted busca. Recuerde que él está grave, puede verlo, puede escucharlo, pero no puede responder. No lo presione, no puede agitarse y sólo tiene tres minutos”, – lo instruyó secamente, a la vez que le indicaba con su dedo donde debía dirigirse.
- “¡Está bien!”, – asintió el policía con un movimiento de cabeza mientras se dirigía al lugar señalado.
Traspasó la cortina con cuidado. Vio a un hombre tendido dentro de una cama que parecía más una cuna para adultos. Cubierto hasta más abajo del ombligo tan solo por una ligera sábana blanca. Su pecho y frente se encontraban llenos de estampillas de las cuales salían finos cables eléctricos que iban a dar a algunos equipos electrónicos que se encontraban en las cercanías. De su brazo derecho salía desde un vendaje una pequeña manguera conectada a una bolsa de suero que colgaba de un gancho. Su boca y nariz se encontraban cubiertas por una mascarilla firmemente atada por una correa elástica que rodeaba su cabeza a la altura de su nuca. De ella salía una manguera que estaba conectada a dos balones de oxigeno ubicados al lado izquierdo de la cabecera de la cama a través de la cual se le suministraba oxígeno. Los ojos de Andrés observaban sorprendidos pero alertas. El policía se ubicó a sus pies para verlo de frente. Lo contempló en silencio por algunos instantes. Recordó que solo tenía tres minutos. Así que camino hacia la cabeza por la derecha mientras comenzaba a hablarle:
- “Soy el inspector Alfonso Valenzuela de la policía de Investigaciones, – los ojos de Andrés fueron suficientemente expresivos para que el inspector se diera cuenta que no le era extraño – ,usted seguramente debe haber sabido de mí por boca de nuestro común amigo Héctor Soto, – notó de inmediato la angustia, como también la tensión muscular provocada en su cuerpo, lo que lo indujo a apresurarse en tranquilizarlo -, ¡vamos no se agite!, ¡cálmese!, – posó su mano sobre el pecho de Andrés, acarició paternalmente la zona -, yo me encargaré personalmente de usted, no tiene de qué preocuparse, cuando este mejor vendré a buscarlo. Ahora solo debe poner todo de sí para reponerse a la brevedad. Seguramente no entiende mi visita pero se lo voy a explicar, mire……”
- “Señor Valenzuela su tiempo ha concluido”, – interrumpió imprevistamente la enfermera.
- “Señora deme unos minutos más”, – reclamó el inspector.
- “Lo siento, no puedo. Despídase mientras yo registró sus signos vitales y retírese del lugar”, – exigió imperativa la enfermera.
- “¡Bueno!. Pronto nos veremos señor Risopatrón, – se acercó al oído para expresarle en un susurro mientras colocaba en la palma de su mano un pequeño papel -, cuando pueda léalo, le hará bien, estoy seguro que pronto podrá salir de aquí, me preocuparé personalmente de que así sea”.
CAPÍTULO 67
Vidas comunes, insignificantes, transitan por estrechos desfiladeros, acechadas y vulnerables a siniestras fuerzas que en cualquier instante las hacen caer en verdaderos torbellinos que para aquellas resultan incontrolables, donde difícilmente sobrevivirán. Lo que nos ocurrió no se cuenta dos veces.
Pocos días después del accidente aéreo, el Ministro del Interior, en rueda de prensa, reconoció las versiones que circulaban a través de los medios. Ingrid Schneider había sido expulsada del país, pero aquel fatídico accidente aéreo le quitó la vida a ella y a todos los ocupantes de aquella aeronave. Para el Ministro solo una lamentable coincidencia, que estaba seguro, sería confirmada por la investigación en curso. Defendió la legitimidad del decreto de expulsión, y que aquel se había ajustado rigurosamente a las facultades propias asignadas por la ley a su cartera. Sin embargo, no quería ser, quien de alguna manera ayudará a echar un manto de duda o sospecha, que al final terminaría por empañar la exitosa gestión del Primer Mandatario. Por tal razón le había presentado su renuncia indeclinable.
No pasó mucho tiempo para que el país retomará a su tranquilidad habitual. Las revueltas en las poblaciones periféricas acabaron de un día para otro, sin mediar acción alguna que pudiera explicar aquel repentino suceso. La izquierda más extrema proclamaba a su nuevo mártir, el senador Calderón Gutiérrez. El gobierno por su parte se apresuraba a erigir un magnifico mausoleo en pleno barrio cívico de la ciudad, donde aquellos podrían en el futuro recordar su memoria. Mientras tanto los sectores castrenses, agradecidos, por fin contaban con una figura política importante que pudiera comprender sus necesidades y sus más queridos proyectos para el País. A la vez que, por provenir de la “Concertación de Partidos por la Democracia” que gobernaba ya por más de veinte años los destinos del País, tenían el sincero placer de darles una buena bofetada de desprecio a aquellos que alguna vez fueron sus socios.
El País bullía de optimismo. Se había reanudado el acelerado crecimiento económico. Seis meses después, el ex ministro Eduardo Martínez Irarrázaval se afianzaba como prácticamente el único candidato del conglomerado gobernante. Le disputaba la primera magistratura una derecha absolutamente disminuida sin opción real, lo cual terminó por confirmarse por margen arrasador en los comicios realizados en septiembre del año siguiente. Inmediatamente después de asumir la Presidencia de la República, Eduardo Martínez nombró su primer gabinete presidido por su Ministro del Interior, el señor Hugo Correa Montes.
Algunos meses después de aquel acontecimiento, el fiscal de aviación cerraba el caso del avión de Aeroperú. La conclusión de su investigación fue que se trató de un lamentable accidente que se produjo al momento en que la aeronave efectuaba la delicada maniobra de ascenso, después de haber despegado desde la pista del aeropuerto “Arturo Merino Benítez”. Mientras aquello ocurría, una bandada de pájaros cruzó su ruta siendo muchos de ellos atrapados por sus turbinas, las cuales terminaron siendo gravemente dañadas.
Pocos segundos después se desencadenaron las explosiones que prácticamente desintegraron al aparato. Muchos restos de cuerpos humanos fueron encontrados en una radio de varios kilómetros. Solo algunos pudieron ser identificados, en otros en cambio, nunca fue posible. Entre estos últimos, – se supone -, quedaron el de Ingrid y el mío.
No vi más al inspector Valenzuela. Lo último que supe de él, fue cuando a través de una imprevista llamada telefónica desde el Hospital Clínico de la Universidad de Chile me informaron que a petición del inspector Alfonso Valenzuela se me comunicará que el cuerpo del señor Andrés Risopatrón podía ser retirado del establecimiento por sus familiares para darle sepultura. Triste y duro fue para mí encontrarme con mi amigo en estas circunstancias. Entre sus pertenencias encontré un sobre cerrado dentro del cual había dos cédulas de identidad con nuestras nuevas identidades. De esta forma, Alfonso Valenzuela literalmente no sólo salvó nuestras vidas, sino también nos dio una nueva oportunidad para rehacerlas. Quizás hoy disfruta tranquilo su jubilación, satisfecho de haber hecho valientemente lo correcto en el ocaso de su carrera profesional.
Volví a encontrarme con la carta que alguna vez me pasó Ingrid para que la hiciera llegar a Andrés. La enfermera me la entregó, según ella estaba entre sus dedos empuñados al momento en que se constató su fallecimiento. Me sentí terriblemente culpable, por habérsela entregado al inspector, Andrés hoy día quizás estaría vivo. Al leerla, seguramente su corazón dañado no resistió la emoción:
- “Querido amigo, ya no estas con nosotros pero sobrevives en tu hija que hoy es la nuestra”.
María Soledad y yo, Fernando Arancibia, compramos un campo al interior de Chillan. Nos dedicamos a la agricultura, vemos crecer el fruto de nuestro trabajo mientras criamos a nuestra hija y cuidamos de otro por venir. Todos los domingos después de misa no dejamos de visitar el pequeño cementerio del pueblo. Estamos algunos minutos contigo Andrés, limpiamos tu lápida, cambiamos las flores marchitas por otras que corta Andrea para ti.
Escribiendo esta historia cierro definitiva este ciclo de mi vida, aunque esta verdad solo sirva para dar de comer a las polillas.
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