Marcela y yo. 25 nov 2017. GRACIAS

Marcela y yo. 25 nov 2017. GRACIAS

A pesar de lo avanzado de la tarde, no se habían despertado del todo aún, no eran las horas. Ella, acabada la siesta, estiró la mano para coger un cepillo del aparador del baño. Él, venerador de Baco y Morfeo, barrió con una mano las losas de debajo del banco donde dormía buscando una botella, un brick, un sorbo de quién sabe qué.

Marcela se desenredó y estiró el pelo para acabar recogiéndolo en un moño. Usó el desodorante y una sospecha casi imperceptible de perfume. Abrió los ojos definitivamente y viendo su imagen en el espejo terminó por darse el visto bueno antes de salir para el trabajo.

Él había sido durante un tiempo don Carmelo y hacía años que no trabajaba. Estaba acabado de vida, viejo de años y estropeado de vicios. Sin parpadear, a oscuras vespertinas, su mano ciega no encontró con qué aliviarse el quemor de la garganta. Trato de incorporarse sobre las tablas del banco, intentó enderezarse y quedarse sentando, volvió a la existencia tres segundos y cayó de lado golpeándose con uno de los posabrazos.

Al llegar al centro, a Marcela le regaló un requiebro el vigilante jurado del ambulatorio; dos piropos y una broma aceptable le llegaron de parte de los médicos de guardia. Y su compañera de turno, con una sonrisa poco creíble, le quitó diez años del dni y la convidó de inmediato a café. La noche puede ser larga …

A Carmelito el podrido, el personal de limpieza municipal le había barrido las pertenencias. Cuando consiguió por fin incorporarse y mantenerse vertical, la frente le sangraba y no tenía más, la ropa sucia, manchada y mojada de cintura a las rodillas, el frío tiritón del atardenochecer y un dolor izquierdo que le recorría el cuello, el hombro y el brazo hasta clavarse en los dedos de su mano. Parpadeó y con un ojo abierto miró alrededor. Ni sobre el banco ni debajo de él quedaba rastro de nada, apenas un charquito salpicado desde lo alto.

La sala de espera del centro médico, de paciente en paciente se fue llenando. Dos horas después de iniciar la jornada, Marcela y Elena, su compañera de turno, ya se habían hecho unos kilómetros yendo y viniendo con pacientes, gasas, vendas, analgésicos, tensiómetros, entradas y salidas de consulta, idas y venidas a la sala de curas … Escuchaban, intervenían, daban consuelo y educaban, surtían de trabajo a los dos doctores y muy de cuando en vez se las escuchaba murmurar por lo bajito el orden de los enfermos, la tontura ansiosa de los cuentistas, la falta de material o el acoso continuo de los mosquitos a partir de la caída del sol. Al oscuro regresan los vampiros y si no hay fútbol en la tele las dolencias que no abundan se imaginan.

A Carmelito no lo levantaron del suelo los dos municipales que lo encontraron tirado en el parque, delante del banco donde había dormido la siesta y la mona. Los policías llamaron auna ambulancia y fueron los ambulancieros los que muy de mala gana lo alzaron, lo introdujeron en el vehículo y lo llevaron al centro de médico, al servicio de urgencias nocturno. No usaron en él los aparatos del vehículo. Solo lo tumbaron, lo amarraron a la camilla y huyeron de su hedor todo lo rápido que pudieron. Para aquel servicio y contra el protocolo habitual, el técnico se sentó en la cabina con el chofer y se conformó con la idea de que aquel borracho sucio iba bien amarrado para un trayecto corto. La «víctima» no tenía familiar acompañante y nadie sabría del asunto.

Al llegar al centro los recibió el vigilante, éste avisó a Marcela, que andaba consolando a una anciana y a su hija antes de pasarlas a consulta. Ella pasó a la viejita al despacho del Doctor Restrepo y salió con Elena a buscar al paciente. Antes de verle la cara, mucho antes de saber su nombre, las dos enfermeras supieron de su olor. Una mezcla de fuerzas etéreas les golpeó la nariz al acercarse al vehículo. Los técnicos informaron llenos de confianza sin vigilancia: es uno de los borrachos de siempre. Otras veces le hemos llevado al hospital, pero para la trompa de hoy, eligió una plazoleta cercana y aquí lo traemos.

A Carmelito le soltaron las bridas y entre cuatro lo arrastraron hasta la sala de espera para dejarlo allí, en una de las bancadas del fondo, aromando con su peste a todo la concurrencia. Y se dice cuatro porque dos técnicos y dos enfermeras es lo que suman. Pero Melo el de la tranca llegó a la sala apoyado axilarmente en Marcela y apenas sostenido y guiado por la otra enfermera y los técnicos de la ambulancia.

En la sala se hizo el silencio. El murmullo típico, la prisa desesperada, los lamentos quejumbrosos, la cháchara impaciente … todo cesó al paso de aquel hombre con pinta de despojo. Cinco minutos después la sala estaba casi vacía.

El doctor Restrepo, después de echarle un ojo desde lejos pidió que se lo pasaran al doctor Castro y se fue a cenar diciendo que era su hora. La enfermera Elena entró al baño a asearse y tardó veinte minutos en volver. El doctor Castro dijo que aquel le tocaba a Restrepo, que se lo guardaran para después de cenar y antes de volver a su consulta bromeó pidiendo a los técnicos que les trajeran uno de esos cada vez, que aquella peste disuadía a los demás y así se aliviaba el trabajo.

Desubicado y semiconsciente, el que un día fuera Don Carmelo optó por engañar a su resaca y sus dolores durmiendo otro ratito. Se medio estiró sobre la bancada e intentó soñar con otros tiempos. Tiempos de salud, de triunfo, de bonanza. Los tiempos previos a la caída y la crisis. Marcela se mantuvo a su lado un rato más. En la misma sala, casi a solas, le limpió la cara de sangre y le curó el piquete que llevaba a un costado de la frente.Tragaba saliva y exhalaba intentando no respirar. Dulcemente frotaba el algodón contra los chorretones de sangre y mugre de aquel paria. Agitó las manos en el aire para ahuyentar a los mosquitos y remató de momento con gasa y esparadrapo.

Cuando fue a por material, a asegurarse de la tensión y la temperatura de aquel hombre, se las tuvo con los médicos. Ni uno ni otro, ni el de Colombia ni el de Cuba, quisieron pasar consulta al «enfermo» … Porque enfermo no está. Solo es otro borracho con el que no saben qué hacer y nos lo endilgan a nosotros.

Es una persona, un ser humano, un paisano desgraciado. Tiene derecho a asistencia y hay que dársela.

Es un harapo harto de alcohol … Chútale b1, siéntalo fuera del centro, en el banco de la rampa y dale el alta cuando espabile.

Marcela buscó con la mirada otra opinión. El doctor Castro agachó la cabeza y le dio la razón a Restrepo: tá mamado, tá sucio, meado y cagado … No necesita «dotores». Necesita una ducha de urgencias, caballo, no más.

La enfermera entró y salió con diligencia. Ahora le dolía a ella. Trajo un termómetro, un fonendo, una inyección de b1 para metabolizar el alcohol, un tensiómetro … Carmelito estaba vomitando. Un charco de líquido y mocos se mezclaba en el suelo de la sala. En la sala de espera ya no quedaba ni Dios. Ni uno menor. Solo aquel humano maloliente, despreciado, morado, que tosía, moqueaba y se iba pierna abajo sin remedio, excreción sobre excreción.

Y sí … Olía a chiquero, a cerdo sucio y abandonado, a sudor de meses, a estiércol, a parca que viene y espera paciente.

No tenía fiebre, pero la tensión andaba sobre nubes anhelando cielo. Respiraba con dificultad, con un eco de tumulto mocoso, flemático y encharcado. Ni Caridad, la mujer del servicio de limpieza quiso arrimarse … Le acercó el carro a Marcela y la dejó con los enseres para la friega.

El tiempo no corría. Sólo entraba fresca nocturna y humedad de bruma. Volvía a lloviznar y tenía a los mosquitos y al frío por únicos compañeros.Limpió y fregó el piso, levantó la camisa de Melito y le pinchó el b1 prescrito.

Volvió a dar parte a los doctores que hicieron caso omiso y le recomendaron que esperara a los efectos del pinchazo. Para mientras, Marcela, déjate de complejos mesiánicos y date un poco de hormigón en los latidos.

Corrió buscando ayuda hacia los ambulancieros, que andaban dando legía a la camilla y al interior del vehículo. Terminaron de inmediato, sin acabar, alegaron dos servicios para los que habían sido llamados y marcharon a toda pastilla sin lograr desprenderse de aquel olor a establo descuidado. Luego llamó reiteradamente a emergencias. Según su criterio había que hospitalizar … Pero el criterio de una enfermera, veterana que sea, es secundario, terciario o simplemente irrelevante. A la octava llamada le arrancó un compromiso telefónico a un Jefa de Servicio que quedó un mandar de inmediato a una medicalizada para que lo trasladaran al hospital. No supo más. A pesar de reintentarlo durante las horas siguientes no pudo volver a contactar con ella. Del compromiso nada más se supo. La ambulancia en camino no llegó. Don Carmelo, Carmelito el podrido, Melo Sintecho, espabiló al rato. Se enderezo y sin dejar de toser trató de ponerse en pie. Marcela volvió a su lado, le habló, le susurró, volvió a sostenerlo, lo apaciguó un tanto y con la ayuda del vigilante lo sentó de vuelta a un banco a las puertas del ambulatorio.

Volvió adentro a preguntar por ropa … Ella había venido con lo puesto y su bolso. Nadie tenía una prenda de más. Una camisa simple para cambiar al hombre. Fue a la taquilla a por su cena, pasó por la máquina del café y le sacó a Carmelito un cortado caliente y algo de comer.

¿Se encuentra mejor? Melo alzó la mirada, agarró el cortado, despreció el alimento y le dio las gracias … Usted es una buena persona. Yo también fui persona, pero la vida me atropelló … Tosió un par de veces, soltó un gargajo espeso y feo y prosiguió. Yo tuve familia y negocios. Negocios con empleados, con buenos clientes. Negocios de esos que dan dinero y ya ve … Volvió a toser, volvió a escupir, se tragó el cortado de un buche único y finalizó: el diablo tiene una capa que tapa y destapa …

¿Y su familia ahora …? Mis parientes ya no son. Se acabó la plata y se acabó Carmelo. Tiritaba, se incorporaba, se echaba manos al pecho y luego se agarraba el brazo izquierdo. ¿Y dice usted que se llama? Me llamo Marcela, Don Carmelo, para servirle a Dios y usted por ese orden. Voy por una manta. No se me mueva de aquí.

En la sala de espera, casi amaneciendo, el vigilante abría del todo las ventanas. Elena atendía a un par de pacientes recién llegados. Caridad, la chica del servicio de limpieza baldea y lo frotaba todo con legía, como intentando desaparecer a un fantasma empecinado en quedarse a vivir allí.

Marcela agarró una mantita escueta de las del servicio y volvió a intentarlo con el teléfono. Del otro lado no saben no contestan. Fue a por otro café y al intentar salir a reencontrase con Carmelito una lluvia fuerte la recibió en la calle.

Diana, diana, buenos días … Amanece y el paciente ya no está. Se levantó hace cinco minutos, cuando empezaba de nuevo a garujiar y salió andando, buscando el norte perdido, supongo. El vigilante informaba. Lo había visto partir desde una de las ventanas y tenía que reconocerlo. Había sentido un alivio tremendo al verlo levantarse sin ayuda para salir andando, un poco desequilibrado eso sí, con el paso torpe de un ternero recién parido.

A las puertas del centro, Marcela se vio compuesta y sin novio. Con la manta calentita y el café humeante que acabó en las tripas del vigilante, que lo apuró a cortos sorbos mientras consolaba a la enfermera. Son alcohólicos de costumbre, Marcela. Empatará una con otra a poco que alguien lo convide y la vida seguirá.

La guardia acabó al ratito. Marcela se marchó sin despedirse, agitada de desencanto, enfadada con lo corporativo, espantada por aquella falta que ella consideró de humanidad. Volvió a casa y volvió a verse ante el espejo horrorizada. En el fleco se encontró diez canas nuevas, en las cuencas de los ojos, tres arrugas de más y en alma un desatino pendiente de comprender.

Se desnudó y entró en la ducha. Carmelo la perseguía y la abrazaba. El desodorante y la sospecha de perfume se habían convertido en un olor de los infiernos, descarnado y putrefacto, en un aroma agusanado y agónico al que había tendido una mano y que se le quedó amarrado del codo. Luego, bien aseada, puso la radio e intentó dormir su saliente de guardia a plena luz, de buena y otoñal mañana.

Dormitó sin pegar ojo. Un sueño profundo se tradujo en pesadilla. Despertó sobresaltada casi al medio día. La radio disparaba las noticias locales. En la plaza del Calvario -a tres manzanas del centro médico-, un ciudadano de entre sesenta y setenta años ha sido encontrado desvanecido y ha ingresado muerto en el hospital de la ciudad. Ha sido reconocido como Carmelo Castellano, otrora empresario restaurador y desde hace años vagabundo popular de la zona en la que fue hallado.

La lluvia, los mocos y la tos le habían acabado encharcando sus pulmones. La insuficiencia respiratoria le había reventado lo que le quedaba de corazón.

Antes de apagar su luz, en el banco donde se dejó caer y empapado por la lluvia, Carmelito había arañado con su navajita unas letras desorientadas: Marcela y yo, con el día de la fecha y a reglón seguido, un GRACIAS en letras mucho mayores.

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