aún no he visto un tenebrario encendido…

aún no he visto un tenebrario encendido…

Semana Santa otra vez, los tenebrarios preconciliares siguen apagados, he de morir sin verles arder, quizás en España aún presten servicios santos miércoles de gustos tridentinos…, en fin…, bruja madre y un beso pudendo acreditando sus poderes, serpientes…, flacas, gordas, rubias y morenas, rodeado…, qué triste, qué humillante, las siete iglesias…, los altares de la reserva…, extrañamente monumental el de san Francisco, en el Salvador, oro veinticuatro y el Cordero Pacual, y el Lábaro Santo, viejos crespones desgastados bordados en oro y en plata, hoy, a modo de alfombras, un horror…

La Piedad…, crespones carmín en el altar lateral derecho, la Reserva, dorada, cual Arca de la Alianza, similar a la urna que escondo, las criptas vacías…, sus cuerpos, tal vez venerables, arrojados quién sabe en qué osario termidoriano, Luján, san Miguel, el Corazón Inmaculado de María, criptas que han sufrido el golpe de revolucionarios diecioechescos, pero actuantes en pleno siglo XX, de los crueles setentas, que tanto daño han hecho al patrimonio artístico-religioso de estas lejanas tierras del sur.

Una japonesa cuarentona, extrañamente bella, cubierta de sedas amarillas, portadora de enormes aros-argolla de oro, de un oro colorado, posiblemente lésbica…, la acompaña nórdica criatura, blanca, inmaculada, impertérrita, detenida en fantasías…

Me dirijo a san Pedro Telmo, el olor a humedad es penetrante, saludo a la Reyna del Carmelo y parto, opalinas decimonónicas me hacen de custodia, la Virgen de Luján es mi guía, san Vicente de Paul en relicario de pedrería, una rareza, qué habrá ocurrido con las reliquias de san Ricario, nuevamente la Revolución…, la que habría de estallar dentro, terminando con todo, un viraje, pero enorme, nunca imaginado, ya no más colecciones, recuerdos perdidos, todo en el fondo de un mar de angustias, tan solo…, aquellos fetiches fueron poderosos, todavía les oigo gritarme, nada puedo hacer, ambos nos condenamos, el caminar se abrió en dos senderos cortos y nublados, no sé si ellos lograron salvarse, eso pretendí…

Roto por el sufrir, barbado y blondo ser, llora a moco tendido, en la sacristía del Salvador, delante de sus ojos, la augusta, exquisita Dolorosa, de largo, de gran noche…, encajes negros a modo de enorme mantilla, más francesa que española, cubren su cuerpo, con carácter…, le dan vida…, ponen carne donde no la hay.

Este maniquí es hueco, como huecas son las súplicas, los sollozos, el hincarse gritando enmudecido favores nunca alcanzados, débiles…, legiones de ellos arropando sitios fortuitos en los que el hombre pretendió encontrar el Bien…

Sólo rostro y manos son materiales, bellísimos, por cierto, pero muertos…

Inmenso cristal colorado oficia de «cuore», no palpita…, las consabidas «espaditas»pretenden traspasarlo…

Y el loco traspasa el maniquí santo, se tira sobre aquella Dolorosa de cartón, le abraza, pero sólo consigue asirse a las telas negras y ancianas, tiemblan aquellos viejos encajes enlutados, se estremecen sus manos, la augusta cabeza se mueve de un lado a otro, parece cobrar vida. El perturbado se asusta, deja de sollozar y le suelta, por breves segundos consigue estrechar trapos, santos trapos, que de tan santos logran rechazar amor tan poco acorde al buen vivir de aquella obra maestra del arte sacro, el chiflado se va…, la imagen parte en andas hacia el altar mayor, a seguir llorando la muerte de aquella fantasía…

Impresionan los pañuelos, supuestamente manchados de sangre que una vieja coloca junto al Cristo Doliente…

Mórbida belleza eclesial…

Mentiras…, bonitas…

Ya fue…, no me dejan volver…

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