Era tarde, muy tarde. Tanto, que los rayos del sol mostraban ya, nítidamente, la última cuidad del itinerario. «Ya está amaneciendo…», se dijo sorprendido. Nunca le había sucedido antes. Sí, había tenido sus contratiempos a lo largo los años, claro, pero ese horario constituía un nuevo récord.

Entró a hurtadillas. Paseó una rápida mirada por toda la habitación y divisó su objetivo cerca de un gran ventanal: un enorme pino bellamente decorado. Mientras buscaba en su saco, escuchó un ruido y volteó. Detrás de él, una niña lo observaba sorprendida.

—¡Sabía que vendrías! —Dijo, alegre.

—¡Claro que sí! ¿Cómo te llamas pequeña?

—¡Sofía!

—¿Te has portado bien este año Sofía?

—Me he portado mal y bien.

—¡Oh! ¡oh! ¡oh! Eres una pequeña muy honesta.

—Si miento me crece la nariz… —dijo encogiéndose de hombros.

—Pues, aquí tienes, tu… —tomó la carta de la niña y la leyó en un santiamén. —… Balón de futbol… ¡Oh! ¡oh! ¡oh! Te gustan los deportes… ¿verdad?

—Sí, como a mi papá.

—¡Muy bien! ¡Misión cumplida pequeñita! Ahora debo irme… —Enfiló hacia la chimenea, pero la niña lo tomó de una manga.

—Sé que mamá te envió esa carta, pero… yo había escrito otra… —Confesó, triste, mientras sacaba un pequeño sobre celeste.

—¡Oh! Pequeña, me queda poco tiempo antes de que tus amiguitos despierten. Dámela, prometo que la leeré en casa.

—¡Gracias!

Salió rápida y sigilosamente. Tomó su lápiz mágico y tachó el último nombre de la lista. Por fin había terminado, aunque estaba bastante cansado. Cada año habías más niños, pero las noches no eran más largas. Y cada año, naturalmente, necesitaba más y más juguetes. Menos mal que elfos y duendes estaban dispuestos a trabajar por nada… o tal vez, por algunos dulces.

Miró al cielo y emitió un estridente silbido. El trineo llegó traído por el viento. Sus querido renos habían estado esperándole mientras obraba su magia.

—Por fin terminamos amiguitos, es hora de irnos a casa. —Les dijo acariciando la cabeza de uno de ellos. Mientras el carromato se elevaba, tomó el pequeño sobre celeste y aprovechó para leerlo:

“Querido Papá Noel. Mi nombre es Sofía. Tengo seis años y vivo en Ushuaia. Tú ya conoces mi casa, y cada navidad me has traído los regalos que te he pedido. Este año hice mi mejor esfuerzo para entrar en la lista de los buenos porque quiero pedirte un regalo muuuy grande.

Hace un mes mi papá se fue al cielo y estoy muy triste… ¡Lo extraño mucho! Él era un buen papá: me leía cuentos todas las noches, me compraba golosinas y me daba muchos abrazos. ¡Hasta me dejaba ver con él los partidos todos los domingos! A mamá no, porque decía que ella hablaba mucho… Ella está muy triste desde que tuvo que irse. A veces, me deja viendo películas y sé que se encierra en su habitación y se pone a llorar.

Lo que quiero pedirte es poder estar de nuevo con papá. Quiero que mamá sonría como lo hacía con él. Yo la abrazo mucho, pero aun así ella sigue triste…

Saludos y también a los duendes que te ayudan en el taller. Te quiero.

Sofía.”

Cuando la madre de Sofía se levantó encontró a la niña pateando la pelota contra un improvisado arco formado por una escoba y dos sillas. Se preparó una taza de café y mientras lo bebía observó algo brillante en el árbol de navidad. Se acercó y notó, entre las ramas, un sobre dorado. Adentro había una foto inédita que no recordaba haber tomado. Su difunto marido, ella y la niña se abrazaban mientras sonreían a la cámara. La foto databa de unos días antes de su fatídico viaje, y en el anverso había una breve nota:

“Mi cielo, espero que este viaje se me haga corto porque sé que las extrañaré muchísimo. Por favor cuida mucho a Fia. Sé que lo harás, eres la mujer más fuerte que conozco. Te amo. Iván”.

Mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, la mujer corrió a abrazar a su hija.

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