Me detuve sin pretender, solo por destinar un puñado de estas absurdas palabras complacientes, creyendo que el destino pudiera torcer mi suerte, aun bajo insipientes torbellinos de inmensa perpendicularidad que pudiesen arremeter contra mis instintos menos pueriles.
Me detuve y comprendí que del amor nadie me enseñó, que a llorar fueron mis lágrimas las que trazaron su propio camino, que los abrazos son impulsos que repentinamente estallan, y que un adiós duele aún más si es en silencio que se pronuncia.
Me detuve y avancé, y casi sin darme cuenta, te tuve entre mis brazos una y mil veces más. En el clamor de dulces agonías como ésta al despertar, te alejé, me alejé. Pero no supimos detenernos ni avanzar. Quedamos absortos, locuaces y sigilosamente temerosos, pues el olvido tiene algo de verdad.
Sentado espero a que el correr del tiempo se disponga a retroceder. El espejo del alma empañado de tristezas está. Y tu voz, a lo lejos, nombrando mis heridas.
Me detuve sin pensar. Y una vez más, me dispuse a amar.
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