“Voy a casarme con ella”. El escándalo se propagó por la familia. Ella se llamaba María y necesitaba la nacionalidad española para poner en regla sus papeles. En un principio me ofrecí a ayudarla pero posteriormente tuve que ceder ante la presión de mi familia que no veía con buenos ojos un matrimonio de conveniencia.

La conocí al otro lado de la calle, comprando el pan, me faltaban unas pesetas de las de antes para llevarme varias piezas de pan y unos dulces y ella me ofreció las monedas. Le di las gracias y le aseguré que le devolvería el dinero que me había prestado pero ella le restó importancia. Le pregunté de dónde era y me contestó que de República Dominicana. Eso debe estar lejos, comenté, yo soy del pueblo, llevo toda la vida aquí. Ella me dijo que seguramente nos habíamos cruzado alguna vez por el pueblo porque mi cara le sonaba. Quedamos a tomar café al día siguiente y esta vez el que me ofrecí a pagar fui yo.

Seguimos quedando en días posteriores y nos fuimos enredando en charlas, risas y cafés. Por enredar se enredaron también nuestras lenguas. Ella no tenía dinero para alquilar un piso entero, tenía alquilada una habitación a una pareja de gays y yo vivía con mis padres, por lo que recurríamos a una de las pensiones del pueblo cuando sentíamos la necesidad de dar rienda suelta al deseo. Un día me lo dijo sin más, ¿te casarías conmigo? Debí ponerme pálido porque enseguida me aclaró, si no pongo en orden mis papeles me van a echar de tu país. ¿Por eso te acuestas conmigo?, ¿por los papeles?, mi palidez se debió disipar dando paso a una actitud indignada. Me explicó que lo de acostarse conmigo y los papeles eran cosas aparte, que si se acostaba conmigo era porque yo le atraía pero que con el tiempo había considerado que convertirse en mi esposa era una buena opción para obtener la nacionalidad. Le dije que la ayudaría, pero en dichos planes se interpuso mi familia.

Cuando le dije a María que no podía casarme con ella porque ni mis padres ni mis hermanos aceptaban un matrimonio por interés, ella empezó a darme excusas para no seguirme viendo. Supongo que por entonces conocí a otras mujeres con las que mantuve relaciones parecidas a la relación que tuve con María, sexual básicamente, sin sentimientos de por medio pero aquellas sobre todo sin bodas, y me centré en mi trabajo en la frutería. Con el tiempo María despareció no solo de mi vida sino también del pueblo. Me enteré por la pareja de gays que le alquilaba la habitación, que María se había marchado a vivir a ciudad, donde empezó a trabajar de limpiadora para un anciano con el que se había terminado casando.

Una tarde me encontré por casualidad a María caminando por una de las calles principales del pueblo, iba sola, enfundada en uno de esos vaqueros que tan bien le sentaban, le dije que me había enterado de que por fin había conseguido la nacionalidad que tanto ansiaba. ¿Cómo te has enterado?, quiso saber. Por la pareja gay que te alquiló la habitación, le contesté yo y añadí una pregunta indiscreta, ¿y qué?, ¿te satisface tu anciano marido? A lo que ella me respondió que vaya quién le preguntaba aquello, pues me consideraba el hombre de los tres polvos, dos por la noche y uno por la mañana, nada más. Lo dijo como si su anciano marido pudiera darle todavía más que yo en su momento y sentí una punzada de envida. Se despidió de mí, me quedé mirando cómo se alejaba contoneando su trasero dentro de los jeans, y eché de menos no poder rozar su moreno y suave cuerpo ni volver a llamarla, mi dulce dominicana.

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