Una hermosa noche buena, llena de estrellas y una media luna perfecta, el cielo estaba tan oscuro que se transformaba en claridad gracias al brillo de los astros. Nos habían avisado con anticipación que íbamos a la casa de la tía Silvina, que tiene un patio enorme, con la mitad cubierta de cerámica gris oscura para permitirles jugar a mis primos mas chiquitos y del otro lado un jardincito lleno de fresias y otras flores de las cuales me olvidé los nombres. El punto es que tiene una casa de ensueño en pleno Barracas, cerca de muchos bares a los que me encantaría ir con mis amigas si vivieran cerca de ahí. Por allá, las Navidades son luminosas, de bengalas, pecebres y confites, se escucha el ‘clin’ de las copas de todos lados al mismo tiempo y parece hasta mágico.
Me empecé a esmerar en mi maquillaje, inspirándome en los colores clásicos de la navidad porque para mí quedan hermosos juntos. Mientras me llenaba la cara de brillos y labial, escuché que mi mamá tenía una conversación telefónica desde la cocina:
-¡Pero, será de Dios! Justo esta Navidad tenía que ser, Sil… ¿A vos te parece?
-No te lo puedo creer, Cris. ¡Es una locura! Yo pagué la factura del mes, negrita, yo la pagué.
-Pero así son, unos chorros la verdad. Bueno, nos vemos en la casa del abuelo entonces. Besitos, hasta después -concluyó la llamada.
De repente mi Navidad en Barracas, de luces, bengalas y confites se hundió y quedó en el inframundo. No podíamos pasar la Navidad en la casa del abuelo Justo. Un tipo cincuentero, de chistes sexistas y de doble sentido. Un fumador que tiene la casa siempre en las mismas condiciones de humedad y olor a cigarro, empeora siendo verano y teniendo una casa chica en Lanús. Allá no hay cerámica ni patio donde refugiarse, es solamente la casa con cocina y comedor unidos, un baño parecido a uno químico con respecto al tamaño y una sola habitación con una cama matrimonial, que comparte con la abuela Pocha, que hace todo lo que el abuelo diga.
-¡No puede ser! Prefiero pasar la Navidad muerta antes que en esa casa, mami. Vos viste cómo es, ¡un completo desastre! -le comenté lo obvio a mi vieja, para ver si al menos había otra alternativa.
-Lo lamento, hija, las cosas son así. Pagás la luz y de un día para el otro hacen lo que quieren y te cortan los servicios… Pero al margen de eso, el abuelo te quiere, aunque no se note. Van a ir la tía Silvina con Claudio y los nenes.
-¿Y Eugenia? ¿Sabés algo de ella?
-No, Leti… Euge está de viaje por el trabajo. La contrataron en España para diseñarle los vestidos a una modelo de una marca que se va a estrenar dentro de poco, de esto vive ella, viste… -suspiraba con cara de orgullo por ver a su sobrina triunfar. Me encantaría alguna vez llegar a ser independiente como ella e irme de mi casa para que mi hermano deje de tener autoridad sobre mí.
-Má, ¿no podemos ir a un restaurante a celebrar? Es que en serio la vamos a pasar mal.
-Si vos estás dispuesta a pasarla mal, así va a ser, Leticia. Alistate que en 10 minutos llega Pochi del trabajo y si no está todo listo para llevar, sabés cómo se va a poner.
Bien. Voy a tomarlo con calma, nada malo puede pasar, voy a tratar de estar tranquila y no mentalizar solo lo malo de ese lugar… Lo único que zafa son mis primitos que juegan a que son peluqueros y yo hago que me usen de modelo hasta que venga Papá Noel.
Pochi hizo una pequeña escena que ya estamos acostumbradas a ver en Navidad, casi siempre relacionada con la ropa que llevamos, o que es muy pasada de moda, barata o que es demasiado osada y provocativa para noche buena, cuando se celebra el nacimiento de el niño Jesús y demás mambos que aturden pero ya son pasados por alto. Mi hermano sí se lleva bien con mi abuelo, viven hablando de política, mujeres y problemas económicos. Siempre evalúan casos de violación, desaparición o asesinatos y hacen teorías en base a nada coherente para descifrar si es o no un invento de los medios.
Llegamos con la ensalada de papa y zanahoria en una bolsa de tela y tocamos timbre varias veces, parece que no funcionaba bien. Tenían las rejas oxidadas, como siempre. La cima de las paredes llenas de botellas de vidrio rotas, a modo de protección. Al no tener patio, solamente se deja ver la puerta de madera vieja y rasguñada por gatos y dañada por patadas de mi abuelo cuando no se puede abrir. No tenían ni una sola ventana, estábamos destinados a ahogarnos en humedad y calor.
-¡Ya va! -se escuchó desde adentro, parecía ser mi abuela, que quizás estaba cocinando, pobre. El marido no es capaz ni de abrir la puerta.
-¡Hola, Leticia! Tan linda y grande estás, parece que fuera ayer que vi en la incubadora, toda azul, fea y arrugada… –suspiraba y se quedaba tildada, como si en su cerebro tuviese una máquina del tiempo, pero no un criterio para darse cuenta de cómo son los halagos y cuáles los comentarios inapropiados– ¡Ay, Leti! Pasen, disculpen que tardé en abrir la puerta.
Adentro, estaba mi abuelo en musculosa blanca y bermudas grises, de piernas abiertas y peludas reposado en una mecedora de madera que rechinaba al inclinarse, justo frente al televisor viejo, mirando el partido de Racing con concentración absoluta. Muy navideño, por suerte. Saludamos y nos abrazó a todos de una forma muy exagerada y desagradable con el olor a suciedad y humo que tenía. Deseé volver a casa y festejar el 24 de diciembre viendo Harry Potter por enésima vez y comiendo pochoclos. Ojalá la tierra me hubiera tragado en ese mismo momento.
Prepararon la mesa y no había ni un solo plato que pareciera comestible. Mondongo, matambre, lengua con mayonesa vencida y algunos maníes (cabe aclarar que no todos estaban rancios). Comí nada más que la ensalada que trajo mamá con la excusa de que antes había comido algunas golosinas.
No quise hablar en toda la noche para evitar discusiones con mi abuelo, que para eso de las diez ya estaba algo borracho. Después de comer todos seguían en la mesa con ese mantel espantoso, lleno de flores que ya no eran blancas, sino marrón viejo, o sucio, que no sería extraño. Debatían sobre la situación del país, del boleto estudiantil, de los negros, Macri, Vidal, hasta la dictadura.
-Abuelo, dejá ese canal, mirá cómo sale la Jimenita Barón, anda regaladísima esa mina -miró a mi abuelo con una mirada cómplice y asquerosa.
-Qué pillo, Pochi. Ya vas a tener una mina como esa, no como yo… -murmuró para que no escuchase mi abuela.
-¡Ah! Y yo no existo, parece… -reprochaba Pocha de brazos cruzados, mientras terminaba de masticar la carne.
-Callate, Pocha, fijate si no quieren comer nada más los nenes.
Me fui de ahí porque no quería lanzar ningún comentario sobre nada, no quería que la cena empeore. En la habitación de mis abuelos estaban mis primos así que me quedé con ellos.
-Ay, Lucas… Si supieras lo mucho que desearía estar en mi casa, con vos peinándome, obvio. Pero acá no hablan más que de política y la verdad que no me gusta -le contaba al mayor de los chicos, que es igual de rebelde que el resto. Le encantan los peinados, que es raro, porque no tiene influencia de ningún lado, sus padres son deportistas y sus hermanos mayores también, pero juegan en el extranjero, como Euge.
-Tenés razón, son insoportables. No me gustan los adultos -me respondió. Y aunque no le vi la cara, supe enseguida que tenía una expresión de enojo y disgusto tan tierna como él.
Los mantuve en la habitación por pedido de mi mamá y con gusto me quedé. Los cuatro nos moríamos de calor pero también de la risa, por lo gracioso que era sacarle el cuero al abuelo y sus piernas asquerosas.
Se hicieron las doce de la noche y Papá Noel trajo autitos, remeras y estrellitas para prender y sacarse fotos con ellas.
Pusieron cumbia y hasta los más chicos bailaban con sus bengalas. A puro sudor y alcoholizado, mi abuelo vociferaba:
-¡El meneaito’, el meneaito’! Cómo bailás, Pochi, eh -apenas se entendía lo que estaba diciendo, pero se reía solo y casi se le cae el vaso de Sidra unas tres veces. Mi hermano escuchó que se dirigía a él con la oración de una canción despectiva y corrió con bengala en la mano y todo, se tiró encima de mi abuelo, tratando de ahorcarlo, pero este le daba cachetadas para que se aleje. Lo que no se dieron cuenta es que el fuego de la estrellita estaba incendiando el mantel y la mesa. Las tías gritaban sin parar, llamaban a los bomberos, tiraban agua, rezaban y los nenes lloraban.
-¡Silvina, Claudio! ¡Por Dios, ayuda! -mi abuela gritaba desde una silla, con lo cansada que estaba.
-¡Estoy llamando a los bomberos yo, Doña Pocha! Leticia, te dije que alejes a tu hermano de la pirotecnia, sabés cómo son las cosas. Estás grande, nena. Ahora ayuda a tus tíos a tirar agua, ¡dale, dale!
Se estaba prendiendo fuego la Navidad. ¡Salud, muchachos! Que pasen unas felices y ardientes fiestas.
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