Durante las noches del mes de abril, en el año que cumplí veintiocho, me estuve despertando sin motivo. Los ojos se me llenaban de estrellas al abrirlos, las del cielo limpio y frío que veía sobre mí, a través de una claraboya, en una buhardilla. Eso es mi dormitorio. Me pregunto, si las viejas memorias de mi vida estuviesen hechas de madera, de plástico o de metal: ¿en qué soporte habría grabado esas estrellas? Antes de abrir los ojos y recibir en la retina las agujas de luz indolora de los cuerpos celestiales, recuerdo que siempre soñaba. Pero ese sueño era uno sin forma, que pasaba sin dejar recuerdos. Un sueño embrionario, como los que, según he leído, tienen los fetos mientras flotan en el líquido amniótico. Un sueño blando, oscuro, húmedo, que estuvo repitiéndose en mi cabeza durante todo un mes.
La primera sensación que tenía al despertar, era la de haber olvidado algo muy importante. Una sensación extraña, que parece como un aviso en algún lugar oculto de la parte posterior del cráneo. Aún medio borracho de sueño, maravillado por los astros que me invadían la retina, me preguntaba entonces qué podía ser, qué era eso que estaba olvidando. ¿Acaso me había dejado las llaves puestas en la cerradura por fuera; me encontraría bailando el llavero al abrir la puerta? No, nunca me pasó: en las ocasiones en que llegué hasta la puerta de casa, a oscuras, y abrí sobre un rellano vacío y gélido, no hubo nada en la cerradura. ¿Se trataba pues de la espita del gas en la cocina, abierta; flotaba en el aire un olor rancio y pesado? Mi nariz decía lo contrario siempre, mientras olfateaba en la oscuridad del pasillo, camino de la cocina, para encontrarme la espita cerrada. ¿Qué otra cosa importante, tanto como para interrumpir mi descanso, podía haber descuidado?
La verdad, nunca lo supe. Si olvidé algo durante esos treinta días de abril, su importancia relativa no ha afectado en nada a mi vida en el curso de los años siguientes. O por lo menos, no me he dado cuenta. Pero estos singulares, e incómodos despertares duraron hasta bien entrada la primavera, cuando ya aparecieron los primeros signos del verano. El invierno fue largo aquel año, algo extraordinario; sin embargo, los síntomas estivales se presentaron con el mismo adelanto respecto al calendario de siempre: algo ordinario. En mi tierra, hubo un tiempo en que existieron las primaveras, los días luminosos de cielos nublados que provocaban una efervescencia interior. Luego, como los dinosaurios, o como los neandertales, esos días se extinguieron.
Con el calor del verano, volvió el sueño sin interrupciones. Aunque eso, sin habérmelo yo propuesto, me hizo renunciar a mi sueño oscuro de una vida embrionaria. Se desvaneció la sensación de flotar dentro de una placenta. Así, en mitad de una calle, una mañana de mayo, me detuve y me rasqué la cabeza. ¿Dónde estaba, y hacia dónde me dirigía? Alcé los ojos hacia el cielo, no sé si buscando una respuesta. Las nubes empezaban a cerrarse. La luz brillaba con demasiada fuerza a través de ellas. Amenazaba el cielo con una tormenta primaveral, de gotas largas y frías, que a lo mejor duraría una hora, o tal vez ya no pararía hasta la tarde. Había regresado la primavera extinta. Y con ella, mi embrión interior había sido dado a luz.
Me acerqué a un hombre joven, aproximadamente de mi edad, que caminaba con paso tranquilo. Extraño: al verme ir hacia él, ese hombre levantó las cejas, se detuvo y me esperó con una sonrisa.
—Hola, perdona, creo que me he despistado, ¿sabes qué calle es ésta? –le pregunté.
Mi amigo Juan Sebastián, creyendo que se trataba de una broma, me respondió:
—Es la calle del Palo, como que el que te van a meter a ti por el culo.
Lo que mi amigo Juan Sebastián no entendió en ese momento fue hasta qué punto la palabra “perdido” era un reflejo fiel y real de mi estado. Bueno, seamos correctos. De “mi” estado, no, porque no era yo el que se había perdido, ni era yo el que le hablaba. Era el recién nacido Juan Nepomuceno. Y, obviamente, Juan Nepomuceno, al oír aquello de boca de Juan Sebastián, abrió los ojos desmesuradamente, dio un paso atrás, se quedó un segundo en silencio y, al cabo, sólo acertó a decir:
— ¿Qué?
A los veintiocho, gasté mi segunda, o mi tercera vida. Y empecé mi tercera, o cuarta. Los gatos no son los únicos que tienen siete. Yo nací Fernando, y a los quince me volví Boris, y a los veintiocho, fui Juan Nepomuceno. Y de todo esto, Juan Sebastián no sabía nada, por supuesto. Para él, que me conoció cuando teníamos veinte años, yo siempre había sido, y siempre sería, Boris, al que llamaban Fernando. Sin más.
—Boris, déjate de tonterías, ¿qué haces por aquí?
Las primeras gotas empezaron a caer, casi con indolencia, una aquí y una allá, dejando una mancha húmeda sobre el asfalto o sobre la acera, un golpe de agua contra una fachada: un recuerdo de la sed inmemorial que apagaba desde los tiempos olvidados… tantas vidas, tantas, reemplazadas unas por otras, y todas alrededor del agua… Juan Nepomuceno volvió a mirar hacia el cielo, y una gota le golpeó entre los ojos, y los cerró por reflejo, y Juan Sebastián se rió de su reacción.
—Oye, tengo prisa y se va a poner a llover, pero bien, así que hasta luego.
Nepo, que así me gusta que me llamen mis amigos, se resguardó bajo un saliente, se llevó la mano al bolsillo y se procuró un cigarrillo del paquete de tabaco. Lo sostuvo unos segundos entre sus dedos, dándole vueltas mientras se perdía en mis pensamientos. En mis recuerdos. En el sabor asqueroso del primer cigarrillo, que le dio David, un primo nuestro, un verano lejano en el pueblo…
—Aspira cuando la llama esté delante –le dijo.
… y el humo entró como un toro en una cristalería por su garganta, y empezó a toser, y sintió un fuerte dolor de cabeza, y su primo descojonándose de risa…
—Primo, eres un marica –le decía entre carcajadas.
… los cigarrillos a medias con Encarna, a oscuras, en la habitación de ella, después de un buen polvo. Desnuda, con unas braguitas negras nada más, sentada sobre la cama en la penumbra del cuarto, sostenía el cigarrillo entre sus dedos y sonreía…
—Qué dos tetas más bien puestas tienes, guapa.
… a través del tabaco, repasó mi vida que era la suya. Todos tenemos derecho a reinventarnos, a olvidar quiénes fuimos y lo que hicimos. A buscar nuestro propio lugar en el mundo, sin dejar que nos condicionen los errores o los aciertos de los que pasaron antes. Nepo despanzurró el cigarrillo entre sus dedos, y se sintió bien, y luego metió la mano de nuevo en el bolsillo, sacó el paquete de tabaco, fue hacia una papelera, lo arrojó dentro y se sintió satisfecho. Con lo que cuesta un paquete de tabaco, el muy hijo de puta se sintió satisfecho.
Estuvimos sin fumar todo el verano. Por decisión suya, obvio. Fue duro las primeras semanas, después se volvió algo más soportable. Era julio, y el sol nos quemaba la piel, de terraza en terraza, con los amigos, vaciando vasos de cerveza y riéndonos de los chistes malos que contaban. El agua del mar nos corría entre los dedos de los pies, sentados en la orilla cuando la tarde iba muriendo, atentos a las historias que el viento pudiese silbarnos desde cualquier punto del Mediterráneo. Y en una de esas historias, llegó ella.
Una chica corriente, tal vez. Una mujer joven con toda una vida por delante, y con mucha vida a las espaldas. Pero, si se piensa detenidamente, toda mujer es corriente. Lo que pasa es que, si se piensa un poco más, todas son también especiales. Y ella era tan especial como cualquier otra. Y sobre todo, tenía estilo.
—Me llamo Maite –dijo cuando se presentó–, pero en mi DNI dice que soy Vanessa.
Maite, Vanessa… ¿y entre una y otra, cuántas más habrán sido?, fue la pregunta automática que nos hicimos, Nepo y yo, los dos a una. Pero estábamos en una terraza de noche, acompañados por Carlos, Pepa y Ramiro, y la pregunta no hubiese estado más fuera de lugar, o por lo menos esa impresión tuvimos. Encima del tablero de la mesa, descansaban vacíos de alcohol cinco vasos de mojito, en los que el hielo fundiéndose y la hierbabuena arrugándose, empapada, se dedicaban a una cópula silenciosa que fluía entre ellos en forma de agua con tintes verduzcos.
— ¡Otro mojito! –le dije al camarero, levantando la mano.
—Que sean dos –apuntó Maite, al tiempo que me miraba de hito en hito, y con esos dos ojos alargados, de color miel, parecía prometerme cosas que, sólo con pensarlas, ya me erizaban el vello–. ¿O te gusta beber solo?
— ¿A mí? Qué va, lo odio, ¿y tú, qué? –me defendí, y me incliné un poco hacia delante–, ¿eres como la alcaldesa, mamando ahí de la botella, a solas en casa?
—No, botellas no, yo prefiero mamar otras cosas –respondió ella, a degüello, y la carcajada recorrió las bocas de todo el grupo, incluida la mía. ¡Qué mujer, qué desparpajo!
Volví a reír a carcajadas con ella, más tarde, una noche, cuando caí de espaldas sobre el colchón, después de eyacular, y con el primer sorbo de aire que entró en mis pulmones, mi diafragma vibró como la cuerda de una guitarra. Me reí con ganas, casi hasta que se me saltaron las lágrimas. Maite esperó a que terminara. Me miraba, y tenía los pómulos arrebolados, y los ojos brillantes.
— ¿Qué pasa? –me preguntó cuando llevaba un rato admirándola.
—Estás muy guapa.
Sonrió y se encogió de hombros.
—Algo que me habrá sentado bien –y esta vez, se rió ella.
Así abandonamos el verano: entregados a la revisión y al descubrimiento de nuestras respectivas anatomías, “¿te gusta así?”, “¿y si te toco aquí?”, “¿te lo puedo chupar?”, “aquí, sí, sí”… Nepo heredó toda mi sabiduría sobre el cuerpo de la mujer, e incorporó algunos hallazgos que aún desconocíamos, a sugerencia de Maite. El aparato humano, con toda la complejidad de sus engranajes de tendones, de sus válvulas de músculos, de sus bombas y fuelles de órganos, iba conformando una nueva realidad. Nos acercábamos a los treinta años, y la potencia de mi organismo se encontraba en su punto álgido.
Entonces, llegó el otoño. Mientras me llenaba la boca con uno de los pechos de Maite, y atrapaba el pezón de Rosa entre los dientes, las primeras hojas de la primavera reabsorbieron la clorofila y perdieron su color verde, y en los pueblos de los alrededores, los muchachos fueron a cortar la marihuana plantada en campos escondidos. Luego, la venderían a los camellos de la ciudad, y así llegaría hasta nosotros. La cosecha daría de sí hasta el invierno, y Rosa y yo tendríamos para fumar después de follar durante todo noviembre.
Rosa… llené una página de cuaderno con su nombre, escrito de todas las maneras que podía, en todos los sentidos que el espacio permite, y entonces me di cuenta de que intentaba escribir su nombre en el tiempo, hacia el pasado. No puedo, dijo Nepo en voz baja. Era octubre, mediodía, y aún podíamos sentarnos en las terrazas. El cuaderno estaba abierto sobre el tablero metálico de una mesa, el bolígrafo descansaba en perpendicular al gusanillo, con la capucha incrustada en el extremo inútil, y el émbolo de la punta, quieto, expectante, como un jilguero entre las ramas de un arbusto. Rosa… ¿dónde estaba Maite?
No puedo, volvió a repetir Nepo, y su mano tembló involuntariamente. ¿Qué me pasa?, se preguntó, nos preguntó, y yo bostecé, y me estiré en la silla, y llamé al camarero y le pregunté, ¿cuánto es?, y el camarero me miró, y su expresión tenía algo de graciosa, y me dijo, ¿qué quieres que te cobre, si no has pedido nada? Cicuta, pidió Nepo, perdona, se me ha ido, le dije yo, enrojeciendo, un café, por favor, un café, repitió él, ahora te lo traigo.
— ¿Cicuta? ¿Te crees que eres Sócrates? –le pregunté.
— ¿Dónde está Maite? –me respondió, como acusándome de haber olvidado algo que realmente fuese muy importante.
— ¿Quién es Maite?
Vestía una cazadora de tela ligera, y uno de los bolsillos del pecho estaba abultado. Lo abrí por inercia, y saqué un paquete de tabaco. Me colgué un cigarrillo de los labios, y empecé a buscar el encendedor por mi pantalón mientras esperaba una respuesta. Encontré el mechero, y la respuesta no llegaba.
— ¿Eh? ¿Quién es Maite?
Cicuta voluntaria, pidió Sócrates cuando Atenas lo condenó. Juan Nepomuceno me miró fijamente mientras yo encendía ese cigarrillo. Estaba sentado en una silla frente a mí, al otro lado del cuaderno, hojas blancas de tamaño cuartilla, sobre las que se repetía el nombre de Rosa.
—Sabes quién es Maite. ¿Por qué quieres olvidarla?
— ¿Olvidarla? ¿Qué tonterías estás diciendo?
—Llevas días escribiendo el nombre de Rosa en ese cuaderno.
— ¡Ni que eso fuese un delito!
— ¿Y qué pasa con Maite?
Me incliné hacia delante, y le mostré el cigarrillo encendido.
—Con Maite, no pasa nada.
Las vi impresas sobre su piel, como reflejadas en un espejo y deslizándose por una cascada, yendo de arriba abajo, encadenadas las primeras a las últimas y dando vueltas en una moviola infinita. Las vi, las palabras que yo le pensé, una mañana de mayo. “Todos tenemos derecho a reinventarnos, a olvidar quiénes fuimos y lo que hicimos. A buscar nuestro propio lugar en el mundo, sin dejar que nos condicionen los errores o los aciertos de los que pasaron antes”. Cuando en ese momento, las leí sobre las manos, los antebrazos, el cuello y la cara de Nepo, supe que tenía que contarle la verdad.
—Los sueños, se quedan atrapados en una celda oscura, de gruesos barrotes, cuando despiertas. Y cuando vuelves a ellos, te esperan gritando y te piden que les abras la puerta. Tú naciste de mis sueños de primavera. En la celda oscura de un sueño que nunca recuerdo, que nunca me llama, que jamás se ha movido. Pero que se repetía, una noche tras otra, y así durante todo un mes –le dije.
—No me cuentes majaderías –me contestó, y echó la silla hacia atrás, y se puso en pie, mirándome desde arriba–. Si sólo soy un sueño tuyo, desapareceré. Me esfumaré como el humo de tu cigarrillo. Fin de la historia. Pero si no, escúchame bien, si en realidad yo nací en 1985, y no tú, y si estamos en 2013, o en algo que se le parezca… entonces, me voy a buscar a Maite, y en tal caso… soy libre, como un pajarillo que sale de la jaula –movió las manos y se puso a silbar, imitando bastante mal el trino de un pájaro–, y el que desapareces eres tú –concluyó apuntándome con un índice que tenía algo de arma de fuego, una especie de pistola de Chéjov que aparecía en el relato con el único fin de ser utilizada.
Me guiñó un ojo.
—Ninguno de los dos tenemos nada que perder, ¿no?
Ésa fue la última vez que vi a Juan Nepomuceno.
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