Desde luego, el calor veraniego de Monchique no era como el de París. De eso no tenía ninguna duda Bruno Assier, que se bebió de golpe la mitad de la botella de agua fría que acababa de comprar en una pequeña tienda del pueblo.
Sin embargo, aunque él fuera más de blazer a cuadros que de bermudas, aquellas vacaciones estaban siendo un sueño, pensó sonriente. De hecho, toda su vida había sido un sueño desde que conoció a Adélie Faure, el definitivo amor de su vida.
Su hermano solía decirle que todas las novelas románticas que devoraba le habían dado una visión idealizada del amor, pero ¿a quién le importaba? Todo lo que quería de una chica se había materializado en Adéline.
Aquella diminuta parisina, risueña y alegre, que disfrutaba tanto como él de pasar los domingos preparando muffins de colores, leyendo poesía, charlando en teterías y comprando en tiendas vintage, había traído la primavera al corazón de Bruno. ¿A caso no era eso el amor?
No llevaban mucho tiempo juntos, eso era cierto, pero Bruno estaba seguro de que esas mariposas que sentía en la barriga no se morirían jamás.
Cuando su cuerpo empezó a refrescarse, el miedo a desmayarse por deshidratación desapareció. Bruno salió al encuentro de su amada, que le hacía señales con la mano mientras cruzaba el paso de cebra, dispuesta a seguir con su excursión por el centro del pueblo.
Entonces, un Citroën blanco dio un frenazo en mitad del paso de peatones. Adélie se encogió del susto, pero no le dio tiempo a girarse. En el coche iban dos tipos: el conductor era gordo y calvo, y llevaba una camiseta de tirantes blanca mugrienta. El copiloto era un tipo más delgado con pelo canoso y camisa a cuadros. A Bruno se le atragantó la respiración.
Los dos tíos empezaron a silbar y berrear piropos a Adélie. Cuando ella se giró, el conductor la azotó en el culo y aceleró el coche.
Adélie se quedó en shock y a Bruno, que lo había visto todo, se le cayó el alma al suelo. Sólo cuando volvió en sí alzó el puño y les gritó un par de insultos en francés, pero tan bajo que hubiera sido imposible oírlos incluso estando a su lado. En seguida bajó el brazo amenazante por temor a que los tipos pararan el coche. Pero no lo hicieron. Siguieron conduciendo carretera arriba orgullosos de lo que acababan de hacer.
Cuando Bruno llegó junto a Adélie, todavía estaba temblando. Tenía la respiración entrecortada y se sentía miserable. Adélie lo cogió del brazo.
—Imbéciles… —dijo la chica mirando en la dirección en que había desaparecido el coche.
Pero Bruno no contestó al instante. La rabia y la impotencia que ardían en su interior empujaron un par de lágrimas.
—¡Déjame! —gritó soltándose el brazo con un movimiento brusco— Es tu culpa… —dijo mientras echaba a andar calle abajo, dejando a Adélie sola y confundida.
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