Me desperté turbado. No sabía cuánto tiempo había estado dormido. Podría haber sido una hora como dos minutos. Contemplé la escena, nada había cambiado en el esquife. El contramaestre Barrachina dormía profundamente y a su lado, tumbado también, el joven grumete. Desde la cruda discusión con Barrachina, de la que calculaba que ya habrían pasado dos días, no lograba descansar con la regularidad adecuada. Sufría pérdidas aleatorias de conciencia, donde no distinguía entre lo real y lo ficticio. Diminutos apagones que me dejaban más aturdido y confuso si cabe. Que convertían un simple razonamiento en una colosal obra arquitectónica. Nada podía ayudarme a saber cuánto tiempo había estado dormido. No se reflejaba ningún cambio que me pudiese indicar, nada en lo que poder comparar. En el cielo despejado seguía gobernando, con la misma tiranía, un sol abrasador. Y el tranquilo mar azul, infinito e igual en cada ángulo, nos seguía arrastrando a la deriva. Siendo aproximadamente ya, el decimoséptimo día.
Alargué la mano fuera del esquife para coger agua. Con el roce de la camisa, las ampollas de la espalda se rebelaron. Sentí un dolor similar al de pequeños mordiscos de dientes afilados, decenas de mordiscos que trataba de solventar con movimientos lentos y calculados. Mi cabeza seguía siendo una confusa nebulosa y no estaba seguro de la última toma de agua. Aunque por el ardor en la garganta debía permitírmelo. Necesitaba paliar el dolor del pecho y que el cuerpo no perdiese la costumbre de salivar.
Una pena densa, vestida de realidad, me golpeó al contemplar los impermeables. Seguían preparados para recoger el agua de la lluvia. Lluvia que nos esquivaba con tozudez y nos condenaba sin remedio.
Me senté abrazado a mis rodillas mientras contemplaba el horizonte. Buscaba la silueta salvadora que nos sacará de esa pesadilla. No se podía alargar más. No conseguiría retener a Barrachina. Incluso retenerme a mí. Hacía un día que ya había cruzado el terreno de la certeza y estaba más a la deriva que nuestro maltrecho esquife. ¿Rodeado de agua y muerte, qué ley rige? Mis respuestas de ayer no eran las mismas ya.
Crujieron las maderas al incorporarse el contramaestre Barrachina. Tenía el poder de dormir largas horas, no necesitaba que le agotara el cansancio. Se tumbaba y dormía. Se atusó la espesa y dura barba con el cuidado que exigen las pieles irritadas. Tenía los labios cortados y los ojos rojos. La cicatriz de la ceja, que otrora me resultaba simpática en su cara de pillastre, le otorgaba en ese momento un aire maléfico. Me clavó sus ojos marrones. Sentí tal aprensión que no pude hacer otra cosa que esquivar la mirada. Estaba convencido de que podía penetrar en mi mente, que sabía lo que estaba pensando. No acierto a recordar si sería la paranoia, pero me pareció advertir incluso un atisbo de sonrisa. Una mueca deforme y victoriosa que auguraba mi derrumbe. Él sabía que no podría seguir resistiendo por mucho más tiempo. Y después de dos días, me volvió a hablar.
—Sabes que no lo lograremos —dijo serenamente, buscando mi mirada.
No se la ofrecí. Me hubiese desmoronado. El temblor incontrolable de mi pierna izquierda así lo anunciaba.
—Es la ley del mar —dijo conciliador.
—No, no. No me digas que es la ley del mar —dije, ahora sí, mirándole—. Sabes perfectamente que con la ley del mar podrías ser tú el elegido.
—Pues diremos que así sucedió. Que le tocó. De todas formas —dijo agachándose para coger un remo—, solamente te doy un día más para decidirte. O serán dos en vez de uno.
Sonrió de tal forma que me heló el cuerpo. Para, justo después, una llamarada de ira me recorriese de pies a cabeza. Respiré hondo y volví a centrarme en el horizonte. No sabría definir si en ese momento le odiaba más a él, a mí o a Dios nuestro Señor.
—Y tendrás que hacerlo tú.
—¿Cómo? —pregunté perplejo—. ¿Por qué yo?
—Porque tengo fe en que nos encuentren y saquen de aquí y no me fío ni de ti ni de tus estúpidos reparos morales. Así que recuerda, solo un día más.
Dicho esto volvió a tumbarse. Entré en shock. Estaba agarrotado y se me nublaba la vista. No se debe subestimar nunca. Después de diecisiete días, atrapado y perdido junto a dos personas, pensaba que no me podría sentir más acorralado. Y con una frase, una sola frase, me hundí bajo lo que especulaba que ya era el límite.
Pasaron unas horas. El sol caía y el cielo estaba rojo. Durante ese tiempo no dejé de observar al joven grumete. Tumbado en el fondo del esquife, solo una leve respiración y alguna tos esporádica, indicaban que permanecía con vida. Le habíamos advertido pero no supo contenerse. La sed primero le volvió loco y después se sació más de la cuenta.
Sin tan siquiera percatarme, me vi de pie frente a él. El contramaestre Barrachina, al intuir mi decisión, se acercó y sujetó los brazos y las piernas del grumete. Con la cabeza me hizo un gesto de afirmación.
—Pronto estarás en paz, que tu vida no sea en balde —dije.
El contramaestre se santiguo, yo respiré profundamente y coloqué mi mano tapando la nariz y la boca del grumete. Apreté. Fue rápido. Unas ligeras sacudidas que el contramaestre Barrachina pudo aplacar sin problemas y del joven solo quedó el cuerpo, alimento nuestro.
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