La pluma, es el arma rebelde e indomable del poeta, del ensayista y la de aquel cuyo oficio es la letra o la palabra. La pluma, insignia cúspide en el estandarte de la labor escritora, precede a esta acción que guarda en sí un origen arcano y que consiste, en su sentido más desabrigado, en trasponer una palabra tras de otra sobre la superficie de una hoja de papel, un pergamino o, si nos referimos con arraigo a nuestra época contemporánea, a través de los caracteres en la pantalla de una computadora. Las palabras, modifican, nuestro pensar humano y esculpen el mapa completo de nuestra inteligencia y perspectivas del mundo. La oración así, en su sentido formal, viene siendo una cuerda firmemente hilada de palabras que, enlazadas, dan nacimiento a las ideas, hijas predilectas del imaginario creativo del hombre.

Los que abrazan el título de escritores, por ende, se empeñan con laboriosidad en la maestría de las palabras. ¿Es esta casta, sin embargo, radicalmente separada del resto de vocaciones, y debido a ello difícilmente accesible a la mayoría de personas? Buscando dar respuesta a esta inquietud, es necesario en primer lugar reflexionar sobre el sentido filosófico de la escritura mientras se enlaza la razón de su aparición en la historia, con sus usos y funciones más contemporáneas.

Los primeros en concretar el concepto de escritura fueron los Sumerios, en el 3000 a.e.c. Se valían de la utilización de símbolos cuneiformes para la transmisión de un mensaje. En cuanto a la civilización que verdaderamente masterizó esta forma de expresión incipiente, fueron los egipcios los que la popularizaron. Se puede hablar entonces que la escritura apareció en diversos rincones del planeta casi en el mismo lapso de tiempo. El proceso evolutivo de la cultura exigía, en ese punto, trascender el plano de lo transitorio con vistas a lo permanente. La raza humana en un instante no solo dejó de lado lo trashumante de su andar en el contexto geográfico, sino que incurrió al sedentarismo del pensamiento, la palabra y la experiencia. La imaginación y la fantasía se oteaban como atrapadas en las páginas de un pergamino egipcio o los dibujos cuneiformes de una Mesopotamia adentrándose en el umbral del desarrollo.

En suma, La historia humana está inexorablemente ligada al deseo de preservar lo efímero de la experiencia en algo que es ineludiblemente perenne e incesante. Es por consiguiente que uno de los usos más evidentes y simplistas de la escritura es la representación del código del lenguaje. No obstante, el alcance de la letra va más allá de lo meramente representativo. La escritura, a través de la decodificación que sigue a la lectura, llega a engendrar una suerte de vida que florece de entre las pulpas ya inertes de un papel. La imaginación creadora, producto de la percepción sensorial del hombre, se manifiesta en su máxima expresión por medio de relatos, cuentos y novelas. De una narración es posible que broten escenas fantásticas, que, siempre buscando una articulación coherente y accesible de la experiencia, toman la forma de ficción.

La ficción es la semilla primigenia de la literatura. Es por esta influencia misma de la palabra escrita de poder impresionar al intelecto, que se ve evocada orgánicamente el arte y la belleza. El escultor crea con la cincelada golpeteante al mármol, un David. El pintor, acaricia al lienzo con colores de Mona Lisa. El texto, no obstante, como arte sui generis, no se manifiesta dos veces de la misma manera.

La causa es sencilla y reside en la imaginación. Ese proceso creativo que está salpicado con vivencia subjetiva, es el tinte indeleble que irreparablemente modifica el ejercicio lector de un mismo fragmento literario. Si revelar el arte y ocultar al artista es la finalidad del arte, el arte escrito es jamás revelado, este está más bien oculto tras las cortinas translúcidas de la experiencia individual.

El escritor es, por tal motivo, dueño único de su arte, de la concepción pura imaginativa de la narración poética y pintoresca de sus escritos, ¿pero el lector? El lector sobrelleva la imposibilidad de penetrar en totalidad la imaginación creadora del autor. Tal si fuera el río del que hablaba Heráclito, el texto está vivo, y como tal muta, se transforma a medida que es leído o interpretado, mientras fluye por disímiles mentes lectoras. El escritor queda relegado a ser el único y verdadero espectador de su propia obra artística.

Las imágenes nacen y mueren en las mentes de quienes alzan la pluma. La ficción, como forma última de la literatura, junto a la poesía, tiene por padre el ingenio de quien escribe. No sabremos jamás el verdadero rostro de Romeo, ni la belleza de Sherezade, o lo formidable de los molinos que atormentaban al Quijote, vislumbrados solo por Cervantes. A diferencia de la pintura y la escultura, todo relato escrito es una obra inacabada sujeta a la interpretación de quién la lee, y adornada grandemente por su propia experiencia humana.

El ensayo, sin embargo, por su esencia muchas veces desapasionada, ya que está restringido dentro de los límites de la razón argumentativa, no presenta este problema. Debemos a la escritura, en su labor descriptiva y ensayística, subyugada a los lineamientos de la lógica, la facultad de expresar con claridad la visión completa de quien escribe a su audiencia. La prosa de un ensayo, no raras veces engalanada por la buena fonética y la rítmica, es el epítome del arte en función del buen saber y el buen pensar.

La escritura desde luego, no es exclusiva al arte, o a la creación de estética textual. Es esta una manera de preservar en el tiempo, los pensamientos, la información y conocimientos codificados a pesar de su naturaleza probablemente tácita. Es la base de mármol por la que se montaron los gigantes a cuyos hombros reposan las indagaciones de la ciencia. Debemos a la escritura y su contraparte, la lectura, la formación enraizada de nuestro paradigma humano. Las grandes maravillas de la actualidad, los rascacielos más altos, los más potentes microscopios y el conocimiento profundo de las interacciones humanas. El pensamiento y luego la escritura, preceden a la invención y la practicidad de las ideas. La palabra escrita es simultáneamente creadora de la modernidad. Nace luego la interrogante sobre el motivo primario del escribir.

¿Tiene la escritura un principio utilitario al enaltecer únicamente el alma de quienes la leen? ¿O es más bien un arte que ejercita exclusivamente a quien la hace y como el descanso nocturno, recompone los pensamientos desordenados del autor en un flujo harmónico y consecuente? Quizá no debiera trazarse línea entre ambas afluencias ya que bifurcan de un mismo origen. Pueda que la escritura no responda a ningún principio meramente altruista, y por el contrario tampoco surja completamente de nociones subjetivas de cualquiera sea la naturaleza del beneficio que provea al escritor. Mas bien, esta puede que forzosamente nazca de una confabulación de todas estas interacciones, muchas veces opositoras, de voluntades individuales. La masa de consumidores son a su vez escritores en cuanto provean de la motivación originaria para la aparición de la prosa en aquellos que decidan crearla.

Para concluir este ensayo, es obligatorio recapitular que son varias las facetas de la escritura, ya sea en cuanto al arte o ya sea en cuanto a la ciencia; o quizá en cuanto a la brecha gris cuando la belleza de la redacción es utilizada al servicio del saber. La aparente simpleza de escribir abarca un trasfondo intrincado, un ejercicio del pensamiento humano en primer lugar, y de entretenimiento, comunicación y trascendencia en el segundo. Discurro aquí sobre este tema porque, ante todo, en los inicios de la historia humana, la representación de las ideas por medio de símbolos sobre la superficie de pergaminos, piedra y barro, implicó, una evolución en el raciocinio de los hombres que conformaban a estas civilizaciones. Este despliegue paulatino de capacidades cognitivas y lingüísticas culminó en la escritura, que en primer lugar consistiría en la correcta articulación de estos símbolos para crear luego las palabras y posteriormente ensamblar las ideas. Luego, las demás funciones de la escritura tomarían lugar, funciones más avanzadas que requerirían de contextos más sofisticados para desarrollarse.

La casi simultaneidad de la aparición de la palabra escrita que dio lugar a la historia, presupone que hay una naturaleza inseparable de escritor en el alma de cada persona. Si aceptamos el argumento anterior de que la escritura es en primer lugar un ejercicio del pensamiento, nos enfrentamos con la exigencia moral de escribir.

Escribir, porque en medio del caos que impera en la existencia, aún hay cabida para la belleza, para el cuento y el relato. Escribir, porque, aunque sepamos que la práctica es inherentemente individualista y solitaria, no está en ningún momento disociada del compartir comunitario, antes bien, la última moldea, para bien o para mal, el empleo de la primera. Escribir, porque entretanto la búsqueda noble por la sabiduría científica no alcanza límites, la poesía fluye siempre con encanto a través de las venas brotadas de pasión de la raza humana. Escribir, en fin, porque esto nos hace más humanos.

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