EL TÚNEL
Nació en uno de esos barrios conocidos como marginales: favela en Brasil; invasión en Colombia o villa miseria en Argentina. Asentamientos informales, comunes en casi todos los países de Suramérica y Centroamérica, producto de la corrupción de sus gobernantes o victimas del desplazamiento forzado de campesinos a las grandes ciudades por acciones de grupos guerrilleros y paramilitares.
Su madre, Georgina Bedoya, lo bautizó con el nombre de Artemio. Era una prostituta alcohólica y drogadicta, que intentó abortarlo desde que conoció de su preñez. La comadrona del barrio fracasó con sus menjunjes abortivos y el niño vino al mundo contra la voluntad de su progenitora.
La mestiza furcia, no realizó el más mínimo esfuerzo por descubrir la identidad del padre, era imposible. Sostenía hasta tres veces al día relaciones sexuales con diversos hombres, inclusive durante el embarazo. En ocasiones por dinero y en otras por «deporte».
La infeliz casucha soportada con guaduas, cubierta con esterillas y cartones, en un área de veinticinco metros cuadrados, con piso de tierra y sin servicios de agua, alcantarillado y energía, estaba enclavada en medio de un monte bajo, lleno de matorrales donde pululaban zancudos y toda clase de insectos rastreros y voladores.
En tiempo de verano y sequía, la polvareda que dejaba el paso de algún vehículo por la única callejuela o la brisa de las tardes era asfixiante para los ilegítimos moradores. Una vez por semana, un carrotanque les surtía de agua potable. A su arribo las señoras caían a su derredor como aves de rapiña, portando trastes viejos y abollados, para proveerse del preciado líquido con el cual se aseaban, lavaban sus escasas prendas y cocinaban en fogón de leña los paupérrimos alimentos. Junto al verdor de la naturaleza florecía la pobreza, la miseria de cuarenta familias, cada una con un drama diferente y un común denominador: el hambre.
Georgina partía del cambuche hacia el centro de la ciudad en las tardes, dejando a Artemio, su bebé, al relativo cuidado de cualquiera de sus acomedidas vecinas. El niño desde su nacimiento dormía sobre una mugrienta estera, era alimentado con bebidas gaseosas saborizadas, hechas con agua carbonatada, edulcorantes naturales como fructosa o sacarosa, o sintéticos como el ciclamato, acidulantes, colorantes, antioxidantes, estabilizadores de acidez y conservantes.
El crío nunca paladeó la leche de los senos de su madre, pues ella para el ejercicio de su «profesión», la secó mediante brebajes preparados con hierbas naturales, y el consumo vía oral de bromocriptina, un medicamento que inhibe la secreción de prolactina sin afectar los niveles normales de otras hormonas hipofisarias.
De vez en cuando alguna piadosa colindante que se hallaba lactando, alimentaba de su pecho a la abandonada criatura. Imperdonable.
Georgina se apostaba en las esquinas del centro de la ciudad en actitud seductora, a la espera de galanteos u ofrecimientos de compra por su cuerpo. Tenia veinticinco años, era voluptuosa y atractiva; aunque su poca cultura y aspecto arrabalero eran inocultables. De ahí que su actividad era pedestre y callejera.
Consumía alcohol a diario, fumaba marihuana y aspiraba cocaína sin reparos. Algunos de sus «clientes» la llevaban a moteles de mala muerte, otros, residentes en barrios aledaños la visitaban directamente a su madriguera.
Artemio se crio escuchando los jadeos, quejidos y orgasmos de su madre en la estera contigua. Su carita era bañada cada mañana por su apestoso vaho, mezcla de licor y droga cuando lo besaba, acariciaba o mimaba.
Tres años después el asentamiento albergaba a unas trescientas familias. Un político que buscaba votos para su campaña a la alcaldía visitó el sector de invasión. Como acostumbran los candidatos de casi todo el universo, bailó con las mal trajeadas mujeres, cargó a los niños meados y mocosos, posó para un centenar de fotografías, llevó comida, almorzó con ellos y les prometió el oro y el moro.
Finalmente, el hombre ganó las elecciones y lejos de ser un vil promesero, logró mediante un acuerdo municipal legitimar los terrenos ejidos a sus moradores. El barrio llevó el nombre de La Enramada. Se dotó de una escuela de enseñanza primaria, servicios públicos, y de a poco se fueron levantando casas de cemento y ladrillo.
A sus seis años, Artemio se convirtió en la maravilla del populoso barrio. Era una fantasía verlo jugar al fútbol a tan corta edad, a pesar de su delgadez y desnutrición a ojos vistas. Sus gambetas endemoniadas, goles de cabeza, de tiro libre de zurda o derecha, túneles o caños y chilenas, convocaban al vecindario los sábados y domingos a la polvorienta cancha, testigo de sus malabares.
En las paredes del cambuche el pequeño tenía pegados afiches de grandes futbolistas, sus ídolos: Maradona, Valderrama, Zico, Platiní, Bochini, entre otros. Asunto que para nada despertaba interés en Georgina, quien proseguía en sus andanzas de meretriz barata, mientras Artemio se pasaba horas observándolos, soñando con ser algún día como uno de ellos.
Un visionario y audaz empresario, Josías Manrique, se enteró de la existencia del «chico maravilla» e instaló una escuela de formación de futbolistas en La Enramada, que aglutinó cerca de ochenta chicos de buena condición técnica. El cuerpo técnico lo compuso de tres entrenadores, dos preparadores físicos, un psicólogo, una dietista, un kinesiólogo y un médico ortopedista y traumatólogo. La escuela llevó el nombre del barrio y a cada joven se le dotó de dos uniformes y dos pares de guayos.
Se construyó un mediano gimnasio con pesas y máquinas para fortalecer físicamente a los muchachos. Desde luego que toda esa inversión estaba encaminada a conseguir los derechos deportivos de Artemio, y si por ahí en el camino se enredaba uno que otro buen jugador, mejor todavía para las intenciones de Josías, quien disimulaba su marcado interés por el hijo de la descarriada Georgina, a sabiendas de que se trataba de la joya de la corona.
Llegó el momento crucial, Josías debía negociar con la madre de Artemio sus derechos deportivos. Al quinto intento la ubicó, pues la dama nunca estaba en su casa. Esa tarde llovía con intensidad, seguramente por eso aun no salía a sus promiscuas actividades.
—Señora, buenas tardes —saludó amable.
—Bien, para qué soy buena —respondió la madre contoneándose, presumiendo que se trataba de un cliente potencial.
Josías ingresó a la casucha. Llovía mas adentro que afuera. Se iluminó y supo de la propuesta que la plantearía a Georgina. La mujerzuela no tenía idea de fútbol, menos de las condiciones de su hijo. Creía que la pelota brincaba porque tenía un sapo adentro.
—No tengo tiempo para perder, dígame qué es lo que quiere —contestó cortante cuando el empresario le habló sobre los derechos deportivos.
Entendiendo que la mujer no sabía si la pelota era redonda o cuadrada, el empresario fue al grano. Le explicó a grosso modo que, firmando los documentos extraídos de su maletín ejecutivo, a cambio le construiría sobre el área de cincuenta metros cuadrados asignada en el nuevo loteo, una buena casa de ladrillo, hierro y cemento.
La afirmativa respuesta de la madre de Artemio los llevó a una notaría a oficializar el compromiso. Las partes quedaron más que satisfechas.
La casita quedó muy bonita y para comodidad de Artemio, Josías también aportó: una nevera, una lavadora y un televisor a colores. El cambio de vida para el chico fue total; no así para su mamá que, cada día caía más en la perdición.
Una noche mientras el niño dormía, fue despertado por los gemidos de su madre en la habitación contigua. Artemio había cumplido nueve años y era conocedor de la mala conducta de Georgina. Se incorporó y somnoliento, observó que la puerta de la alcoba estaba entreabierta. Atraído por la intensidad de los placenteros lamentos, ingresó a la habitación y vio en la penumbra cómo un hombre le hacia el amor a su mamá, fue tanta la confusión e indignación que se abalanzó sobre ellos intentando retirar del lecho el cuerpo del desconocido. El sujeto tan beodo y drogado como ella, reaccionó violentamente contra la criatura con puñetazos y puntapiés, dejándolo semi inconsciente en el piso de baldosas de color gris.
Auxiliado por sus vecinos, Artemio fue hospitalizado durante una semana. Los gastos corrieron por cuenta del empresario, su madre ni siquiera asomó por la clínica para conocer sobre su estado de salud. “Maldita canalla” masculló Josías delante de su esposa y sus dos hijas, al verlo tendido en una camilla.
—Esa sinvergüenza es capaz de hacer matar a ese niño —comentó a su consorte—, me gustaría llevarlo a vivir con nosotros. ¿Qué opinas?
La esposa lo miró pensativa y se pronunció.
—Lo que tú quieras amor. Sabes que gozas de todo mi respaldo.
Más allá de mirar al niño como una «mina de oro» por su potencial futbolístico, Josías pensó en el ser humano, en su desventura, en su desgreño existencial.
Comenzó llevándolo a su casa los fines de semana. Le fue asignada una cómoda habitación con aire acondicionado, comía y vestía muy bien y se entendía a plenitud con Vanesa y Camila, las hijas del matrimonio. Artemio fue elevando su autoestima, sin menospreciar su barrio y menos a sus compañeros de juego. El chico poseía una gran calidad humana.
Su técnica se depuraba de manera vertiginosa, a sus once años era un crack del fútbol. Varios clubes profesionales se interesaron por él, pero la idea era transferirlo directamente a Europa y no dejarlo en el medio. Un equipo holandés envió dos veedores, quienes luego de observarlo en un partido de competencia quedaron deslumbrados, esa tarde Artemio convirtió los tres goles de la victoria de su equipo, La Enramada.
Acordaron transferirlo en cinco millones de euros y en seis meses llevarlo definitivamente a Ámsterdam, donde además continuaría con sus estudios. Fue ahí cuando Josías consideró que tendría que sacarlo a toda costa de su casa, del lado de su mala madre. No podían correrse riesgos de ninguna naturaleza.
El dilema se hizo manifiesto: ¿Cómo arrancarle ese hijo a Georgina? o ¿Cómo dejárselo a su inconciencia? La primera opción fue la elegida. Un buen ofrecimiento de dinero la ablandaría. Pensó el empresario y casi padrastro del menor. Y no se equivocó para nada, mil dólares fueron suficientes para que la mujer le entregara a su hijo sin ningún remordimiento.
—Puede llevárselo cuando quiera. Es suyo —manifestó sin empacho la muy desgraciada, recontando los “verdes”.
El semestre se aprovecharía para fortalecerlo, y alimentarlo acorde a la exigencia que se le vendría en el viejo continente y así se hizo. Prácticamente dormía sobre algodones. La esposa de Josías velaba por la ingestión de las vitaminas recomendadas por la dietista. En Europa no basta con jugar muy bien al fútbol, la fortaleza física predomina.
La residencia de Josías Manrique, el empresario, estaba ubicada en las afueras de la ciudad, en zona campestre y a pocos metros de la vía férrea. Rápidamente Artemio se amistó con otros chicos del sector con quienes compartía juegos electrónicos, jugaban al fútbol y al básquetbol.
Diariamente, a eso de las cuatro de la tarde pasaba un tren de carga a poca velocidad, los muchachos lo atalayaban y se colgaban de los vagones doscientos o trescientos metros, para luego lanzarse sobre la marcha y regresar corriendo al sitio de partida. El primero en cruzar la meta era objeto de atenciones por parte de los demás competidores. Recibía helados, refrescos, hamburguesas o empanadas. El juego era ameno y divertido.
A un mes de la fecha de partida hacia Holanda, sucedió lo inesperado. Artemio resbaló del vagón y su pierna derecha fue destrozada sobre los rieles, perdiendo la mitad de la tibia y el peroné. Sus amiguitos entraron en pánico, qué escena más dolorosa y qué destino más trágico el de esta inocente criatura. La gloria se quedaba esperándolo.
Al fatídico lugar comparecieron presurosos, Josías, su familia y los parientes de los compañeritos de juego. Artemio lloraba mirándose su piernita mutilada gritando con desesperación: “No podré jugar más al fútbol”.
Sobre uno de los polines de la carrilera quedó su zapatilla de colores azul y blanco con el sangrante trozo de pierna cercenada. Josías se descompensó, entró en shock y debió ser asistido por sus vecinos.
En el hospital los facultativos no pudieron hacer más que, suturar el muñón de la extremidad amputada y propender por el proceso de cicatrización. Josías fue estabilizado y regresó a su casa embargado de una inmensa tristeza.
Artemio siguió gozando del cariño y abrigo del hogar del empresario, no se desamparó, por el contrario, siguieron considerándolo como un miembro más de la familia Manrique. La gente del fútbol lamentó profundamente la tragedia de semejante promesa deportiva.
Un año más tarde Josías se trasladó con Artemio a los Estados Unidos, allá le construyeron una prótesis que le permitió caminar con bastante normalidad y sin mayores incomodidades. A los trece años se animó a correr en solitario sobre una recta de cien metros y pudo hacerlo. Ese día se mentalizó para volver a jugar al fútbol. Habló con su mentor y probaron en la cancha de sus grandes gestas, La Enramada. Marcó dos goles y a pesar de su aparente limitación, se desempeñó con acierto durante cuarenta minutos.
Integró la selección nacional de fútbol para discapacitados con la que ganó tres títulos, entre ellos uno internacional, llevándose el galardón de máximo goleador. Su excelsa calidad para jugar a la pelota estaba intacta.
Por esos días en Bogotá, Colombia, se organizó un partido de fútbol con el concurso de los mejores jugadores discapacitados del continente americano a beneficio de los soldados mutilados víctimas de la violencia. Al juego fue invitado Carlos “El Pibe” Valderrama, quien jugaría un tiempo para cada bando.
Artemio y El Pibe fueron rivales en el primer período. Transcurrían los primeros quince minutos, cuando los dos fueron en procura del balón sobre una de las bandas, Artemio lo despojó de la pelota y cuando El Pibe intentó recuperarla, el chico con gran sutileza se la introdujo por entre las piernas.
La ovación fue atronadora, Artemio había hecho El Túnel de su vida y a uno de sus ídolos, a Carlos “El Pibe” Valderrama.
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