Mi terror al abismo

Cuando comencé a tener sexo con él, me descubrí mujer. Pero no sabía que nada es inocente. No sabía que el goce sin freno puede conducirnos al abismo, sumergirnos en una adicción.

Acostada, sentía las caricias en mis senos, en mi vientre. Y sentía mi humedad. Se arqueaba su cuerpo y mis piernas se abrían. Lo esperaba, lo amparaba, lo gozaba. Oh, qué placer.

Mis manos recorrían su espalda. Sus manos recorrían mi espalda.

Entonces descubrí el granito.

Sentí un deseo irrefrenable de arrancarlo. Clavé la uña. No, dijo él. Pero, no pude. Fue sí. Y el placer fue orgásmico.

Acostados, sentía las caricias en mis senos, en mi vientre. Y sentía mi humedad. Entonces, él se arqueaba sobre mí y sentía sus dientes. Mordiscos tímidos, suaves; menos suaves, menos tímidos. Dolor…., placer orgásmico. Sí, sí: muerde, muerde!

¡Átame, sujétame, necesito más!

Sentía la aguja en mis muslos, en mi vientre. Nada de dolor. Placer y más.

Necesitaba más. Así que mordí yo. Mordiscos suaves, tímidos; menos tímidos, menos suaves. En su vientre, en sus tetillas, en su cuello…… Placer orgásmico: sentí la tibieza espesa y dulce en mi vagina y la tibieza espesa y dulce de su sangre en mi boca. Qué placer: era otro placer.

Supe que caía en un abismo. Mis labios, mi lengua, mis colmillos necesitaban la sangre.

A toda hora recordaba la tibieza roja y mis vísceras se estremecían, sobrecogidas por el placer esperado.

La tibieza blanca, espesa y dulce ya no me era suficiente: se enfriaba, se licuaba frente a la otra. Me reconocí adicta, y supe que no podría vivir sin ella.

Él canceló sus idas a la playa; yo cancelé mis ecografías de hígado. Teníamos algo en común: nos disgustan las preguntas indiscretas.

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