Micro sueño

Viajé a Bogotá un jueves a mediados de diciembre, a efectos de renovar mí visa de turista a los Estados Unidos de América. El trámite comprende dos días: el primero para registrar las huellas digitales y el segundo para la entrevista en la embajada.

En Colombia en algunos estratos sociales quien no goce de visa “gringa”, está out. No siendo ese mi caso, pues como periodista tenerla es casi un requisito obligatorio. A pesar de la gran cantidad de interesados, las dos diligencias no excedieron los veinte minutos cada una. Bueno, desconozco si es lo habitual; relato mi experiencia personal.

La consulesa encargada de entrevistarme era una simpática norteamericana, hablaba y entendía bastante bien el castellano. Me preguntó lo de rigor: profesión, estado civil, número de hijos, tiempo de permanencia en su territorio, motivo del viaje, etc. etc. Se asombró cuando le dije que tenía nueve nietos como si yo fuera el responsable.

Respondido el breve cuestionario, la rubia con una agradable sonrisa certificó mi visado, anunciándome que en cinco días el pasaporte llegaría a mi residencia. Miré la hora en mi celular: nueve horas y diez minutos de la mañana. Mañana fría, por cierto.

Había dormido poco, pues la noche anterior mis buenos amigos y colegas, Benjamín Cuello y Rafael Villegas, excelentes anfitriones, me convidaron al moderno Centro Comercial Gran Estación. Allí, en el tercer nivel, se distingue un extraordinario sitio conocido con el nombre: “Cubanita Son y Sazón de La Habana”. Puro Caribe, vianda y melodía de la buena, de esa que acarició mis oídos en mi infancia y adolescencia.

Dada la época decembrina el lugar fue colmándose de a poco. Esa noche varias compañías del sector ofrecieron a sus empleados la fiesta de despedida de año. Un cuarteto provisto de trombón, percusión, güiro y piano, brindaba el colchón musical a un vocalista de buena medida, gran registro y perfecta afinación.

Sones, guarachas, boleros cubanos y salsa latina, incendiaron el colorido ambiente que, al cabo de dos horas humeaba de alegría. Bailaban entre conocidos y extraños dentro de la mayor cordialidad y decencia; al punto de que, en una de mis idas al orinal, al regresar encontré a mis prestantes colegas refundidos en la rumbantela. Bendito Dios y toda su corte celestial.

Una de las meseras era cubana, de Pinar del Rio me dijo. Alta, blanca y bonita, como diría una de mis ex esposas. En asuntos de galanteos siempre fui prudente, tal vez por temor a un categórico “No”. Innegablemente el licor ya iba cumpliendo su misión de embellecer a las féminas presentes, pero en mis cabales reconozco que era bien atractiva la muchachona. Solicité un poco de hielo y para sorpresa y decepción, fue un joven quien me lo sirvió. Le pregunté por la chica y me informó que había concluido su turno. “Se fue” me dije apesadumbrado, ni modo.

Diez minutos más tarde miré hacía la barra, mis alegres colegas seguían bailando hasta con las escobas. “Erda” como dicen los costeños de mi país. Vestida de paisana se encontraba la mesera cubana de ojos grandes ella, tomando un aperitivo y meneando su tronco al ritmo de una melodía del Trio Matamoros. Me envalentoné y me dispuse a invitarla a bailar, ya no estaba en horario laboral. Todo estaba servido.

Me incorporé y estando próximo a ella, irrumpió un caballero portando un casco de motociclista en su mano izquierda y le estampó un beso en sus tiernos labios. Beso que fue correspondido desde luego. Era su pareja. Me hice el de los testículos alongados y le pregunté al barman sobre la hora de cierre del establecimiento para atenuar el papelón.

Después de tres bostezos, consideré justo y necesario volver al hotel, distante diez cuadras de la embajada, a fin de completar mis fracturadas horas de sueño. El vuelo de regreso a Cali estaba programado para las tres y treinta de la tarde, dándome la opción de partir hacia el aeropuerto con dos horas de antelación. Caí sobre la cama como león herido. Escasas tres horas de sueño ameritaban el complemento.

Diabluras, a las once y media repicó durísimo el teléfono de la habitación, grogui levanté la bocina.

—Hola, ¿quién? —consulté.

—De la recepción señor… Para avisarle de un trancón vehicular en la autopista que conduce al aeropuerto El Dorado, que obliga a nuestro conductor a transportarlo de inmediato.

Era la voz aguardentosa del propietario del hotelito de paso, donde se albergan con regularidad los solicitantes de visa norteamericana no residentes en Bogotá. Sin pensarlo dos veces ingresé a la ducha, me vestí con celeridad, hice mi maleta y subí al automotor.

Por esos días y apenas a cuatro meses de haber asumido la Presidencia de la República, Iván Duque, los estudiantes universitarios de todo el país salían a las calles a protestar en procura de un reajuste presupuestal, que mejorara las condiciones de la educación pública. Los enfrentamientos con las fuerzas del orden generaban caos por doquier. Las principales vías eran bloqueadas y lo mejor era, tal como lo hicimos, abandonar el hotel para llegar a tiempo y no perder el vuelo.

Tamaña sorpresa me llevé cuando al acercarme al mostrador de LATAM Airlines, la funcionaria me anunció que mi vuelo había partido en la madrugada.

— ¿Cómo así?, mi vuelo está para las tres y treinta de la tarde —apunté alterado, señalando la hora registrada en el tiquete de abordaje.

—No caballero, cálmese. Nosotros manejamos hora militar y su deseo debió ser viajar a las quince y treinta. Algo muy diferente.

La funcionaria tenía toda la razón, el error fue de mi asistente al momento de comprar vía online el tiquete y armar el itinerario. Mayúscula cagada. ¿Qué hacer? ¿El reembolso? Imposible, el trayecto se realizó. ¿Quedarme otra noche en Bogotá? no era factible, salía más caro el caldo que los huevos. Única solución: comprar otro tiquete, no había alternativa.

El Dorado estaba repleto, apenas lógico, viernes 14 de diciembre al mediodía. Gente llegando del exterior, otros partiendo y yo buscando cupo en un vuelo nacional: Bogotá – Cali. Logré lugar y “buen precio” en la misma aerolínea, pero para las diez y treinta de la noche. ¿El costo?, superior al de los dos trayectos. Increíble, un atraco, y eso que era la tarifa más económica de cuantas averigüé. “Es por la temporada señor” me decían las distintas funcionarias. Ni modo, los errores se pagan con tiempo o dinero. Claro que en esta oportunidad apliqué totalmente. Tenía que asegurar mi regreso como fuera.

Solucionado el inconveniente, fui en busca de almuerzo. Una ligera fatiga con características de gastritis me acosaba. Desayuné algo muy suave a las seis y treinta de la mañana en el hotelito: jugo de naranja, huevos revueltos, café con leche y dos panecillos del día anterior. Aparté el jugo de naranja por constituir un caldo de cultivo para mi eterna migraña. Remojé un panecillo en el café para ablandarlo y los huevos sin tomate y cebolla, me son insípidos. De modo que deglutí apenas la mitad de la pequeña ración.

Mis desayunos en casa, como diría mi madre, doña Merceditas: “se componen de artillería pesada”. Por eso mi estómago rugía a las tres de la tarde. A alguien le escuché que, se debía desayunar como un rey, almorzar como un príncipe y cenar como un mendigo, y bajo ese precepto moriré.

Deambulé no menos de una hora por la plazoleta de comidas y no hallé una sola silla vacía, el gentío era impresionante. Por fin en un restaurante llamado “Oma”, encontré libre una mesita de dos puestos. Uf, qué alivio.

Con apetito de “desplazado”, devoré un suculento plato de arroz mixto. Por fin, maté lo que me estaba matando, el hambre. Descendí a la planta donde los pasajeros esperan el llamado para pasar a la correspondiente sala de espera. Gente y más gente. Tampoco encontré silla disponible; entonces me recosté a una columna a ver pasar los ríos humanos.

Con tanto tiempo por delante, aún estaba a unas seis horas de abordar mi vuelo; me dediqué a observar rostros. Siempre he pensado que los gestos y muecas del ser humano, revelan sus preocupaciones, estado de ánimo, problemas y actualidad económica. A sotto voce, me decía: “Este, debe tener problemas en el hogar. Esta, de seguro perdió el semestre. Aquel, anda sin un peso. Aquella debe vivir en el exterior y está ansiosa por ver a la familia”. En fin, me imaginaba cada pendejada tratando de aminorar la angustia de semejante espera.

Me autodefino como un parlanchín, en el buen sentido de la palabra, y no tener con quien conversar, intercambiar ideas o experiencias, me desespera. No obstante, tengo mis maneras de controlarme cuando no gozo de un buen interlocutor, y esa fue la única que se me ocurrió para matar algo de tiempo.

De repente un espigado caballero con apariencia europea se incorporó de una de las negras sillas. Corrí con mi equipaje de mano a pesar de estar cerca; había muchos más seres vivientes pendientes de esa oportunidad y a decir verdad, mi tres veces operada rodilla derecha ya pedía a gritos reposo. En mi afán, me senté con brusquedad, como cuando dejan caer al piso un bulto de cemento, lo que poco me importó. El asunto a esa hora pasaba por descansar y nada más. Parados solo están a gusto: el peluquero y otro amigo por ahí…

Extraje de mi bolso de cuero puro, la novela «El Búfalo de la Noche», del escritor y guionista mexicano, Guillermo Arriaga, digno de mi respeto y admiración. Sin darme cuenta eché a reírme a mandíbula batiente al leer el párrafo donde Gregorio, internado en un hospital psiquiátrico y enterado de que Manuel, su gran amigo, se acostaba con su novia, le dice en medio de la visita: “No hay disputa, por this puta”. Como dirían en la costa norte de Colombia: “culo de genialidad”.

Despegué mis ojos del libro, levanté mi vista, observé como varias personas me miraban sonrientes; inclusive una chica de cuya presencia no me había percatado, que se encontraba sentada a mi izquierda y que retiró su mirada cuando giré mi cabeza hacia ella. Mantuve entre mis manos el texto abierto, pero ya no leí más. El rostro de mi vecina de silla era precioso. Qué mujer tan hermosa. Reconozco que me cautivó.

Sin temor a equivocarme el portento de mujer debía ser menor que yo unos cuarenta años. Con el abierto deseo de darle apertura a un diálogo le pregunté la hora. Deseaba escucharle su voz, detectar su acento para saber si era criolla o no, y galantearla para no darle más vueltas al asunto. Como siempre les digo a mis amigos: “Yo estoy a dieta, pero nada me impide mirar el bufé”.

—Son las cinco de la tarde —respondió a secas sin mirarme.

—Muchas gracias reina —le dije.

Su lacónica respuesta nada me dijo en cuanto a su acento y origen, cual era mi intención. Simulé seguir leyendo mientras la observaba con el rabillo de mi ojo izquierdo. Su medianamente largo cabello de color castaño obscuro natural, lucía recogido, prensado por una cinta verde. Su bronceada y tersa piel me confundía en mi intento de detectar su procedencia.

Sobre una blusa de color negro, exhibía un elegante y grueso suéter de hilo color terracota de manga larga. Un ajustado blue jean y unos botines negros de gamuza completaban su atuendo. Las uñas de sus largos y delicados dedos eran cortas y pintadas discretamente con un esmalte transparente. En su muñeca derecha observé un aro de plata que se complementaba con una delgada cadena, que pendía de su divino cuello y unos aretes del mismo metal en sus pequeñas orejas. En su brazo izquierdo destacaba un reloj de pulso metálico, rectangular, de tablero negro. Mientras una argolla de plata en su dedo anular, componían su bisutería.

Ella era consciente de mi escaneo, ni pendeja que fuera. Pero… ¿qué impacto podría causarle un viejo como yo? A no ser que se tratara de un magnate, lo que no soy. O si fuera Hugh Hefner o Aristóteles Onassis, quienes ya murieron y de eso debía estar enterada.

Hasta hoy, no tendría como explicarle a nadie las razones de mi capricho u obsesión, a pesar de mi experiencia acumulada en sesenta y cinco años de vida. Me enamoré a primera vista y punto. Jamás me había sucedido algo similar. Me sentí pendejo, absurdo, hasta avergonzado conmigo mismo. Llegué a preguntarme si no sería una consecuencia de la ansiedad por el retraso de mi viaje, stress, o qué se yo. No hubo respuesta en mi mente. La quería mía, sin importarme el costo. No soy millonario, pero tengo como responderle a una vida de confort, me dije.

La conocía sentada nada más, me faltaba verla de espaldas y erguida. Como si estuviera leyendo mi pensamiento, ella se levantó de la silla y se fue. No supe hacia dónde. Mas, esperanzado en su regreso, corrí mi equipaje de mano hasta su asiento en señal de estar ocupado para quien intentara sentarse. La miré con fijeza al partir, y confieso que era más bella de espaldas que de frente. Su figura y elegante caminar terminaron por aniquilarme. Sentí mis calzoncillos y pantalones húmedos, entrapados; advirtiendo que no tuve ninguna erección, ni sufro de la próstata. Algo raro que algún día le consultaré a un profesional de la medicina.

Quince minutos más tarde la vi venir a la distancia. Con disimulo traje hacia mí la valija para que no notara mi intención de guardarle la silla. Se sentó como si nada, posó sobre las piernas su bolso de color beige, grande, por cierto. Inclinó su cabeza y se quedó dormida. Seguí leyendo a Guillermo Arriaga, mirándola de reojo. Dormía profundamente, estaba inmóvil, tal vez soñando, ¿con quién? Ni idea, ojalá conmigo, pensé.

Al rato despertó e irguió su cabeza. En su mejilla derecha observé la tenue huella o marca de uno de los bordes de su bolso. Pasó las manos por su rostro y giró la mirada hacia mí.

—Qué pena señor —dijo y nada más.

— ¿Está cansada? —pregunté, en procura de entablar el dialogo.

—Algo —expresó cortante, girando su rostro.

Veterano de tantas guerras… me atemoricé, no supe por donde entrarle. Que me estuviera pasando eso a mí, me parecía inconcebible. Si algo me caracterizó en mi existencia, fue justamente eso: mi gran capacidad para cautivar a cualquier mujer por difícil que fuera. No aceptaba que ese toro se me fuera vivo a corrales, pero me sentía irresoluto, nervioso, principiante. Increíble e inaudito.

Las manos me sudaban. Involuntariamente comencé a mover mi pierna derecha, a manera de tic, apoyándome en la punta del pie, y como las sillas estaban ligadas a un mismo soporte, la vibración empezó a incomodar a quienes descansaban en esa fila. Hasta ella me miró a manera de reproche, y como para un buen entendedor las palabras sobran, me aquieté.

Tuve deseos de orinar, tenía la vejiga sin arrugas. La boca me sabía a champaña barata. Pero, ¿cómo ir al baño? perdería mi lugar junto a ella. Decidí aguantarme las ganas. Proseguí con mi lectura y la sorprendí mirando con interés mi libro de soslayo. Me dije: “Aquí fue”.

—Esta novela es de quien escribió los guiones de Babel, Amores perros y 21 gramos —le dije.

—Que bien —respondió de nuevo a secas y sin interés.

Sentí bronca no lo niego y hasta me dije: “¿Y esta qué? ¿Acaso se creerá mierda de mejor culo? Al carajo con esta engreída”. Llegaba la hora de mi dignidad. Determiné no darle más importancia. Ni siquiera la miraba de casualidad.

Abatido por el cansancio me dormí. ¿Cuánto tiempo? Ni idea. Soñé que ella y yo estábamos en el avión tomados de las manos. Me acerqué y besé su cuello, ella gimió dulcemente y balbuceó: “Te amo”. Nos besamos intensamente. Me imagino que fue el beso más largo del mundo. Todo era tan real. Qué dicha y placer.

De repente mi tronco se fue hacia adelante. Sentí un vacío como si en caída libre me hubiese lanzado desde el vigésimo piso de un edificio. Mi reacción al despertar fue abrir los brazos con brusquedad, con tan mala fortuna que mi extremidad superior izquierda, impacto en el pecho de ella. Mi libro cayó pesadamente sobre las grises y mudas baldosas del aeropuerto El Dorado.

—Discúlpeme por favor —le dije avergonzado.

—Qué disculpas ni que ocho cuartos, viejo atorrante —me gritó, mientras enojada se levantó del asiento ante las miradas burlonas de quienes estaban en nuestro derredor.

“Viejo atorrante”. Uy, el calificativo me cayó como un yunque en los “huevos”. Qué dolor. Y reflexioné: “Si ella supiera de mi ternura instantes atrás en mi sueño. Si supiera que mi vejiga estaba a punto de estallar por no separarme de ella. O tal vez si fuéramos contemporáneos; si en lugar de este cuasi blanco y escaso cabello, gozara de una frondosa cabellera negra; si mis brazos y mi cuello estuviesen tatuados; si caminara sin la cojera propia de las molestias ocasionadas por la artrosis de mi rodilla; si los dedos de mis manos no estuvieran un tanto retorcidos por los comienzos de una artritis; o si a cambio de mi discreta pancita, tuviese marcados los músculos abdominales a manera de chocolatina… Estoy convencido de que, al recibir el involuntario impacto de mi huesudo brazo, hubiese sonreído enseñándome su inmaculada dentadura y me habría dicho con dulce voz: “No tiene por qué disculparse caballero. No fue nada”. Definitivamente tenemos que envejecer a conciencia, con aplomo y dignidad. Somos balones desinflados. Fincas sin agua. Jardines sin rosas. Radios sin pilas.

Su encantadora silueta y su indignado y sonoro taconeo, fueron desapareciendo entre la desesperada muchedumbre que a esa hora transitaba por los pasillos del capitalino aeropuerto.

Ella no fue un sueño, fue un micro sueño.

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